Evangelion

 Reflexión 

Desde los orígenes del cristianismo, la transmisión de la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret se articuló en un marco donde la memoria viva de los acontecimientos estaba profundamente imbricada con la interpretación teológica de esos mismos hechos. Para los primeros cristianos, los evangelios no eran productos literarios concebidos para ser examinados según los criterios que hoy rigen la disciplina histórica académica; sin embargo, constituían, en el más alto sentido que ellos podían concebir, narraciones verídicas, fundadas en la experiencia y el testimonio de quienes habían visto y oído al Maestro o habían recibido su enseñanza de primera mano. La comunidad creyente no entendía “historia” como una reconstrucción neutral y documental de sucesos ordenados cronológicamente, sino como la proclamación fiel de acontecimientos reales que, al ser narrados, eran inseparablemente interpretados desde la luz de la fe. La historicidad no se separaba de la confesionalidad; al contrario, la fe misma se consideraba una consecuencia de la confrontación con hechos objetivos: la encarnación, la predicación, la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo.

En este contexto, el concepto de “documento histórico” debe ser interpretado con categorías propias del mundo antiguo. El mundo grecorromano conocía géneros literarios como las biografías helenísticas, las crónicas, los anales y las memorias, cada uno con grados diversos de factualidad y de elaboración retórica. Los evangelios, sin coincidir exactamente con ninguno de estos géneros, toman elementos de varios y los adaptan a un fin kerygmático: no sólo recordar lo que Jesús hizo y dijo, sino, sobre todo, anunciar quién es Él a la luz de su resurrección. Así, un discurso como el de Pedro en Pentecostés (Hechos 2) muestra cómo los primeros cristianos leían y narraban los hechos pasados: un acontecimiento histórico —la crucifixión— interpretado en clave mesiánica y salvífica, de modo que la proclamación misma se convierte en vehículo de fe y de memoria histórica. En la mentalidad del siglo I, esta fusión no restaba valor histórico, sino que reforzaba la certeza: se hablaba de lo que “hemos visto y oído” (1 Juan 1,1-3).

Si aplicamos el método histórico-crítico, sin desarraigarnos de este horizonte cultural, se puede observar cómo los evangelios se sitúan en un proceso de transmisión que arranca de la tradición oral y pasa a la fijación escrita en un plazo relativamente breve para los estándares antiguos. El prólogo de Lucas (Lc 1,1-4) revela de manera explícita que su obra se apoya en la investigación de testimonios “desde el principio” y en el examen de lo transmitido por quienes fueron “testigos oculares y servidores de la Palabra”. Esto implica que, para su autor, la fidelidad a la verdad de los hechos era un compromiso fundamental, aunque esa verdad estuviera siempre integrada en un marco interpretativo que respondía a las necesidades pastorales y catequéticas de las comunidades. La intención no era producir un documento archivístico, sino un texto que asegurara la continuidad de la fe fundada en eventos reales. Esta perspectiva es confirmada por el Concilio Vaticano II en Dei Verbum 19, cuando afirma que la Iglesia “sin vacilar” sostiene la historicidad de los evangelios, entendida como fidelidad a lo acontecido, transmitida según el estilo y las necesidades de cada evangelista.

En la mentalidad contemporánea, la palabra “histórico” suele evocar un texto que cumple con criterios modernos de crítica documental: verificación de fuentes independientes, datación precisa, distinción rigurosa entre hechos y valoraciones. Esto no era la preocupación principal de los evangelistas. El método histórico-crítico, al analizar la formación de los evangelios, distingue tres etapas: la vida y enseñanza de Jesús; la predicación oral apostólica; y la redacción escrita. Cada etapa añade capas interpretativas, pero no se inventa un núcleo ficticio, sino que se reelabora un testimonio vivo. Este matiz es crucial: lo que para un lector moderno puede parecer un “arreglo” o “relectura” era, para el cristiano del siglo I, la forma normal de conservar y transmitir la verdad. Las variaciones entre los evangelios —en cronología, en la formulación de discursos, en detalles secundarios— no eran vistas como contradicciones que afectaran la veracidad, sino como expresiones legítimas de un mismo núcleo histórico-teológico. Desde esta óptica, la verdad no se reducía a exactitud literalista, sino a la concordancia entre el hecho y su significado revelado.

El contexto lingüístico y cultural también condiciona esta comprensión. El término griego εὐαγγέλιον (evangelion), que los cristianos adoptan para designar el anuncio de la salvación, ya circulaba en el mundo romano con un peso semántico específico. En inscripciones como la de Priene (9 a.C.), el nacimiento del emperador Augusto es proclamado como “el comienzo de las buenas nuevas (euangelia) para el mundo”, vinculando así el poder imperial con la idea de una novedad gozosa de alcance universal. En el lenguaje político de la época, un evangelion podía anunciar una victoria militar, la entronización de un nuevo César o cualquier acontecimiento que consolidara el orden imperial. Al emplear este término para referirse a la persona y la obra de Jesús, los primeros cristianos introducen un contraste deliberado: la auténtica Buena Noticia no es la exaltación de un emperador mortal, sino el advenimiento del Reino de Dios inaugurado por el Mesías crucificado y resucitado. Este cambio semántico no es accidental, sino un acto teológico que subraya la dimensión histórica y universal de la misión de Jesús, contraponiéndola al poder político de Roma. Así, la proclamación cristiana se presenta como una crónica de un hecho real que desafía la propaganda oficial y reconfigura la noción misma de victoria.

En términos de la crítica histórica moderna, podríamos decir que los evangelios contienen historia en el sentido de que se refieren a personas, lugares y eventos localizables en el tiempo y en el espacio del siglo I, bajo la dominación romana, en el marco geográfico de Palestina y sus alrededores. La referencia a Poncio Pilato, a Herodes Antipas, a la sinagoga y al templo, a costumbres judías, a topónimos precisos como Nazaret, Cafarnaúm o Betania, indica que los evangelistas escriben sobre un escenario concreto y verificable. Sin embargo, estos datos están al servicio de un relato cuyo fin principal es confesar a Jesús como el Cristo. Por eso, la historiografía moderna debe tener cuidado de no juzgar anacrónicamente los textos, exigiéndoles el tipo de neutralidad que nunca pretendieron. El método histórico-crítico permite, a partir de la comparación de fuentes, la exégesis lingüística y el estudio de contextos, discernir con notable precisión qué elementos del relato pueden remontarse a la tradición más primitiva y cómo han sido configurados literariamente. El resultado, lejos de desmentir la historicidad esencial, la refuerza al mostrar la coherencia interna del núcleo kerygmático.

La diferencia fundamental entre la consideración antigua y la moderna de los evangelios radica en el marco epistemológico. Para un cristiano del siglo I o II, la garantía de verdad de un relato evangélico residía en la autoridad de la comunidad apostólica y en la acción del Espíritu Santo que inspiraba la transmisión. La fe en la resurrección no era un añadido ideológico sobre un cuerpo de datos neutros, sino el corazón mismo de la narración: todo lo que se contaba sobre Jesús se narraba desde y hacia ese acontecimiento. El lector moderno, en cambio, tiende a separar el “hecho” de su “interpretación” y a preguntar por la veracidad de cada dato según criterios externos. Así, mientras que para los antiguos el testimonio de un apóstol que afirma “lo hemos visto” es suficiente para certificar la verdad, para nosotros es necesario someter esa afirmación a un análisis de fuentes, contrastar versiones y evaluar posibles sesgos. Este cambio no implica que el contenido sea falso o legendario, sino que la aproximación metodológica ha cambiado, pasando de la confianza testimonial a la verificación documental.

Es interesante observar que, incluso bajo los parámetros modernos, los evangelios siguen siendo invaluables como documentos históricos, no sólo de la figura de Jesús, sino del mundo del judaísmo del Segundo Templo y de la interacción entre judaísmo y cultura helenística. Su valor radica en que, pese a la intención confesional, conservan una gran cantidad de material que puede ser sometido a análisis crítico: parábolas, sentencias, acciones concretas, reacciones de autoridades, tensiones internas en la comunidad. El hecho de que estos textos no fueran concebidos como “historia” en el sentido contemporáneo no les resta relevancia; al contrario, les otorga un carácter de testimonio vivo que nos aproxima a cómo las primeras generaciones percibían y narraban la irrupción de Jesús en la historia.

En suma, para los primeros cristianos, los evangelios eran tan históricos como podía concebirse un documento en su tiempo: relatos fieles de acontecimientos reales, interpretados a la luz de la fe y transmitidos con la autoridad de quienes habían estado en contacto directo con esos hechos. El método histórico-crítico nos permite hoy desentrañar ese tejido narrativo, identificar tradiciones, contextos y desarrollos, y apreciar cómo la proclamación de la Buena Noticia se enraíza en la historia concreta de un pueblo y de un tiempo. La diferencia entre su consideración antigua y la moderna no radica en la verdad de lo narrado, sino en el modo de certificarla: antes, por la autoridad del testigo y de la comunidad inspirada; ahora, por la investigación documental y el análisis crítico. Ambas perspectivas, bien entendidas, no se excluyen, sino que pueden dialogar fecundamente, reconociendo que el testimonio de fe de los primeros cristianos se apoyaba en hechos que ellos mismos vivieron como decisivos en la historia del mundo.

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