Relato Escatológico

 Novelización


Pars prima: La Pasión de la Iglesia.

El mundo ha experimentado transformaciones profundas en las últimas décadas, especialmente en el ámbito político y social. Una de las consecuencias más relevantes ha sido la política de asilo adoptada por diversas naciones, que propició la llegada masiva de comunidades islámicas a ciudades y provincias de múltiples países. Roma, en este sentido, no fue una excepción, convirtiéndose en un punto significativo dentro de este fenómeno.

Este cambio demográfico y cultural marcó el inicio de una etapa crucial en la historia de Occidente, caracterizada por tensiones crecientes y conflictos latentes. En este contexto, se sitúa el relato de la caída de Occidente, un proceso que no sólo implicó la pérdida de poder político y territorial, sino también el comienzo de una guerra sociocultural y religiosa.

Las llamadas "comunidades" islámicas comenzaron a ejercer una creciente presión sobre las poblaciones autóctonas, iniciando una persecución dirigida en primer lugar contra los cristianos, considerados guardianes históricos de la identidad occidental. Posteriormente, la hostilidad se extendió a aquellos que habían sido sus antiguos defensores en términos sociales y culturales, en especial grupos LGBT y feministas, a quienes se les exigía la adopción de códigos de vestimenta conforme a la corriente mayoritaria islámica, como el uso del burka o el velo.

El mundo había cambiado. No de manera súbita, sino cómo se transforma una herida mal tratada: lentamente, con insidia, de forma irreversible. En la superficie, parecía reinar la paz. Sin embargo, aquella paz era falsa, edificada sobre la rendición espiritual de las naciones. Ya no se hablaba de salvación, ni de verdad, ni de bien. Las palabras eternas habían sido desplazadas por consensos artificiales y la imposición de un humanismo sin alma. El mundo proclamaba la tolerancia, pero perseguía con fiereza a todo aquel que aún confesará a Cristo como Dios. Se alababa la diversidad, pero se castigaba la fe.

Las grandes potencias se habían alineado bajo una nueva federación global, gobernada desde Bruselas y sostenida por una alianza impía entre los restos del sionismo político —convertido en una ideología universalista sin Dios—, el islam globalizado y un sistema financiero digital que ya no requería bancos, sino obediencia. En nombre de la paz, se disolvieron soberanías. En nombre de la inclusión, se prohibió la doctrina. Y en nombre del futuro, se condenó la memoria.

Jerusalén fue declarada capital espiritual del nuevo orden mundial. La reconstrucción del Templo se tornaba inminente, no por mandato divino, sino por consenso interreligioso. Ya no se pronunciaba el nombre de Yahvéh, ni se aguardaba la venida del Mesías verdadero. El templo del nuevo mundo era una cúpula vacía, erigida por manos humanas, donde se predicaba una paz sin Dios.

En ese escenario, la Iglesia católica aparecía como el último bastión. Una Iglesia debilitada por décadas de confusión doctrinal, entregas diplomáticas, silencios cómplices y reformas carentes de espíritu. Sin embargo, aún vivía. No en los salones del poder, sino en las catacumbas del espíritu. En monasterios escondidos, en familias perseguidas, en obispos fieles y mártires no canonizados. Y sobre todo, en un anciano: Lino III, Sucesor de Pedro.

El Papa Lino III no era un personaje carismático para los medios. No concedía entrevistas, ni participaba en foros ecuménicos. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, estremecía los espíritus. Proclamaba sin miedo que fuera de Cristo no hay salvación. Denunciaba el pecado como pecado. Y al hablar de la Eucaristía, sus lágrimas hablaban por él. Su sola existencia era una ofensa para el nuevo orden global. Había sido advertido. Pero no cedía.

En medio de esta tensión comenzaron a suceder fenómenos inexplicables. La economía mundial, sostenida por inteligencia artificial, colapsó sin causa aparente. Sequías simultáneas asolaron regiones fértiles. La natalidad descendió a niveles nunca antes vistos, incluso en las culturas tradicionalmente fecundas. El odio hacia la Iglesia aumentó sin motivo escandaloso. Era como si el mundo se preparara, por voluntad propia, para un juicio que no comprendía.

Fue en este clima de incertidumbre y amenaza cuando ocurrió lo impensable.

Durante una multitudinaria reunión en la Plaza de San Pedro —con fieles congregados en oración— una fuerza desconocida emergió desde el cinturón de asteroides. Ningún radar la detectó anticipadamente. Ningún cálculo orbital pudo explicarla. Era un objeto, primero incandescente, luego claramente visible: una varilla alargada, metálica, imposible de clasificar. Se desplazaba a una velocidad que desafiaba las leyes conocidas. Pero su destino no era Roma.

El aire sobre la Plaza de San Pedro se tornó denso y rojo. Humo, gritos y sangre emergían como si Roma reviviera la crucifixión del mundo. Los fieles huían sin rumbo, mientras cuerpos caían bajo la furia de hombres que invocaban a su dios con cuchillos y bombas, profanando con violencia ritual el centro visible de la cristiandad.

La Guardia Suiza resistía hasta el último cartucho, cubriendo con sus cuerpos a mujeres, ancianos y niños. Pero la noche, una noche no del tiempo sino del espíritu, estaba por caer. El Papa, vestido de blanco ensangrentado, permanecía de pie en los escalones de la basílica. No huía. No gritaba. No suplicaba.

Con el rostro sereno de quien ha contemplado el Fin en oración, levantó su mano derecha, lenta y solemne. Sus labios se abrieron, y su voz —grave como trueno que atraviesa siglos— se alzó por encima de las balas:

Ad Dominum ultio est. Non in nos sed in Te spes est. Sit voluntas Tua. Ad Mæccam, nunc.

Al pronunciar estas palabras, extendió su mano señalando al cielo, no con rabia, sino con la firmeza de un pastor que entrega su rebaño para salvarlo.

Entonces se abrió el firmamento.

No como se abre una nube con el viento, ni como cede el cielo ante una tormenta, sino como se rasga un velo cuando el Santísimo irrumpe en el mundo. Desde lo alto, suspendido como una lanza detenida por la eternidad misma, apareció un objeto que no era de este mundo. Su superficie era lisa, oscura como la noche del pecado, pulida hasta parecer irreal, inmaculada por el roce, el calor o la fricción. No era piedra ni metal, era otra cosa: un cetro del juicio, una espada sin empuñadura forjada no por manos humanas, sino en el pensamiento eterno del Logos.

Y descendió.

No rotó. No ardió. No dejó tras de sí una estela llameante ni un zumbido de muerte. Cayó como cae la palabra de Dios en la boca de un profeta verdadero: recta, absoluta, ineludible.

Atravesó el cielo entre Europa y Asia como una sentencia suspendida en el aire. No buscaba un blanco militar, ni una ciudad populosa. No era un arma. Era una voluntad. Y su destino no era otro que el corazón mismo del Islam: la piedra negra de la Meca, centro de un recinto que, desde siglos, pretendía usurpar la gloria del Templo verdadero.

El impacto no fue una explosión, al menos no en el sentido humano.

No hubo ondas de choque, ni columnas de fuego expandiéndose por kilómetros. Fue una implosión de juicio, una compresión del tiempo, del espacio y del pecado, reducidos a una sola afirmación: Dios ha hablado.

La tierra tembló, pero no se rasgó. Las ciudades cercanas vieron una luz que se alzó vertical, como un dedo que señala desde el cielo, y guardaron silencio. No ardieron. Pero comprendieron.

La Meca no quedó en ruinas. No humeaba. No estaba. Era como si el universo hubiese retirado su consentimiento para esa piedra. Como si el tiempo la hubiera olvidado. Como si lo que alguna vez fue, ya no tuviera derecho a ser.

Y el mundo... se paralizó.

Los canales de noticias quedaron mudos. Las cámaras se apagaron, no por censura, sino por colapso. Los ejércitos enemigos, aún marchando hacia Roma, se detuvieron como estatuas. Los asesinos del papa anterior, San Pedro mártir, cayeron al suelo como muñecos sin hilos. Algunos gritaron. Otros balbucearon plegarias a un cielo que ya no respondía. Pero todos sabían, sin saber cómo, que el Juicio no era futuro: era ahora.

El Papa —Lino III— bajó la mano. No sonrió. No alzó la voz. No proclamó victoria. Miró el crucifijo aún colgado sobre el altar devastado, y con una voz quieta, que parecía provenir de siglos antes del tiempo, dijo:

Misericordia, Domine. Quia peccavimus Tibi.

Y se arrodilló.

Durante las siguientes horas, el mundo científico osciló entre el estupor y la negación. Los sistemas orbitales entraron en código rojo. Los laboratorios militares y las agencias espaciales de cuatro continentes intercambiaban datos frenéticos. Pero no para detener algo. Sino para intentar —en vano— comprender lo incomprensible.

El objeto no tenía trayectoria conocida. Ningún radar, ningún telescopio, ningún satélite lo había visto aproximarse desde el cinturón de asteroides. No había señales previas. Nada.

Y sin embargo, un microregistro —una perturbación gravitatoria a 2.7 UA del Sol— indicaba que allí, en el vacío absoluto, algo había comenzado a moverse. Desde allí, el objeto viajó sin dejar rastro, hasta aparecer a 200.000 km de la Tierra, visible solo durante 8.6 segundos antes del impacto.

Los cálculos hablaban de cientos de megatones. Pero el resultado fue otra cosa. El cráter tenía una verticalidad imposible, como un tajo en la realidad misma. No hubo escombros. No hubo dispersión. No hubo incendio.

Las ondas sísmicas fueron... seleccionadas. Como si la explosión respetara los límites de una intención superior. Como si alguien —o Algo— hubiese dicho: Aquí, y sólo aquí.

Las muestras recolectadas —una rareza en sí misma— revelaron una estructura atómica nunca antes vista. Aleación no ferromagnética, pero con superconductividad permanente. Isotropía cuántica. Resistencia absoluta a la fragmentación. Ningún láser pudo cortarla. Nada humano pudo alterarla.

El informe conjunto de la ONU, la NASA, la ESA y Roscosmos fue lacónico, restringido, pero suficiente para sembrar pánico:

“Hemos sido testigos de un evento no explicable dentro del marco de nuestras leyes físicas. La dirección, velocidad, precisión y efectos del impacto contradicen nuestras teorías fundamentales. El fenómeno no puede ser considerado natural.”

Los científicos vacilaron.

“Esto no es una casualidad. Es una firma.” —Prof. Liu Xian, Beijing.
“Hemos sido burlados. Esto no es ciencia. Esto es juicio.” —Dra. Fatima Rhawi, Oxford.
“O se movió más rápido que la luz, o somos niños jugando con reglas que no entendemos.” —Dr. Émile Garault, ESA.

Y en las calles del mundo musulmán, comenzaron los gritos. No de penitencia, sino de orgullo herido:

“¡Mentira! ¡Magia romana! ¡Venganza habrá contra los cruzados!”
“¡El fuego cayó del infierno occidental!”
“¡Aunque no quede piedra sobre piedra, la Meca vive en nosotros!”

Pero sus voces no ocultaban el temblor en sus ojos. Porque sabían —aunque no lo admitieran— que no hubo fuego. No hubo energía. No hubo venganza. Solo desaparición. Como si Dios hubiese dicho: Basta.

El Papa no habló. No arengó. No bendijo. No proclamó juicio ni victoria. Se arrodilló entre la sangre aún húmeda del martirio, y allí permaneció. No por teatralidad, sino por obediencia. No era suya la gloria. No era suyo el gesto. Era testigo, no ejecutor. Y por tres días, no se movió. Ayunó. Lloró. Y calló.

Fue al amanecer del cuarto día que alzó la mirada, no hacia los hombres, sino hacia el cielo, y dictó una sola frase al diácono:

Quoniam Tu solus sanctus, Tu solus Dominus, Tu solus Altissimus, Iesu Christe, in gloria Dei Patris. Et nos silere voluisti, et siluimus.

Y el mundo entendió.

El Papa no había vencido. El Vaticano no había triunfado. Era Dios quien había hablado, y su Vicario... había escuchado.

Pero no todos aceptaron el silencio.

Desde las arenas del desierto, surgieron figuras grotescas: hombres proclamándose “califas del fin”, sin consenso, sin linaje, sin revelación. Como el Faraón de antaño, endurecieron sus corazones. No vieron el signo del cielo. Vieron un insulto. Y gritaron. Y amenazaron.

Pero sus amenazas eran huecas. Porque sabían, muy en el fondo, que el acto no había sido humano. Que no hubo misil. No hubo proyectil. Hubo desaparición. Y eso les quebraba el alma.

Y entonces comenzaron las deserciones.

Miles, en secreto, abandonaron los campamentos del odio. Algunos buscaron Biblias escondidas por sus abuelos. Otros lloraron como niños sin saber por qué. No sabían a Quién rezar, pero sabían que lo visto era real, y que habían estado del lado equivocado.

La división era total.

De un lado, un Papa de rodillas, mudo ante el Misterio. Del otro, falsos líderes vociferando en la nada, sin poder explicar por qué ya nadie les escuchaba. Porque el que habla con Verdad no necesita alzar la voz. Y cuando Dios habla sin palabras, el mundo calla.

El caos tras la piedra

No fue inmediato. Durante las primeras horas, los canales oficiales de las grandes potencias musulmanas guardaron un silencio denso, casi clínico. Arabia Saudita declaró estado de emergencia nacional, cerró el espacio aéreo y militarizó las fronteras internas. En La Meca, los drones de vigilancia mostraban un cráter imposible, sin fuego ni escombros, sin restos ni vestigios: el recinto estaba allí, las paredes perimetrales en pie, pero el centro... el centro era un vacío puro. Donde antes había piedra, ahora no había nada. Ni rastro térmico. Ni señal espectral. Ni huella gravitacional. Solo un silencio inhabitado. Y eso —eso— era más terrible que cualquier explosión.

Las imágenes satelitales filtradas al mundo mostraban la silueta del recinto sagrado, pero con un centro borrado, como si alguien hubiera extirpado de la realidad el corazón de una religión entera. Las multitudes que aún rodeaban la ciudad, retenidas por la Guardia Nacional, comenzaron a agitarse. Algunos peregrinos gritaban en éxtasis, convencidos de que la hora final había llegado. Otros, en cambio, cayeron de rodillas sin palabras. Los más sinceros simplemente rompieron a llorar, con el rostro en la tierra, incapaces de articular siquiera una súplica.

Y luego vino el grito. No uno solo, sino miles. Voces cruzadas, discordantes, sin orden ni fuente. Desde Rabat hasta Islamabad, pasando por Estambul, Kabul, Yakarta y Trípoli, comenzaron a repetirse, como ecos desconectados:
“¡Yihad!”
Pero esta vez, el grito no tenía dirección. Nadie sabía contra quién debía lucharse. ¿Contra los cristianos? ¿Contra los judíos? ¿Contra el cielo? ¿Contra ellos mismos?

El mundo musulmán entró en colapso espiritual. Los clérigos más conservadores declararon que se trataba de una “fitna divina”, una purificación por los pecados de la modernidad. Acusaron a los liberales, a los secularistas, a los ulemas que habían negociado con el laicismo occidental. Pero esos mismos liberales, atónitos, clamaban que la desaparición de la Piedra era una “intervención imperialista criptofascista”, un arma desconocida del Occidente cristiano. Cada uno buscaba a su propio culpable. Nadie miraba hacia el cielo.

En las mezquitas más tradicionales, el vacío se transformó en miedo. En las escuelas coránicas, los imanes se negaban a responder preguntas. Los eruditos del islam chií emitieron comunicados contradictorios, incapaces de ofrecer una exégesis coherente del fenómeno. Algunos afirmaban que Alá había retirado su presencia de la Kaaba como castigo. Otros sostenían que nunca fue su voluntad verdadera. Pero entre susurros, los más antiguos reconocían lo impensable: sin la Piedra Negra, sin el centro físico hacia el cual orar, el islam no tenía eje.

Porque no se trataba solo de un objeto. Ontológicamente, la Piedra Negra funcionaba como el ancla de lo sagrado dentro de una estructura ritualista profundamente encarnada. No era solo un símbolo: era el punto de reorientación del alma musulmana en el espacio y en el tiempo. Quitarla no era como derribar una catedral. Era como desconfigurar el norte en todas las brújulas espirituales del islam.

Y esa desaparición no se había producido por una profanación, ni por una conquista militar. No hubo misiles. No hubo soldados. Solo un acto vertical, preciso, absoluto. La realidad había sido editada. El lugar, borrado. No se podía reconstruir lo que ya no estaba ni en la existencia. Era el equivalente espiritual a un veredicto divino.

Los teólogos cristianos lo comprendieron casi de inmediato: no se trataba de un castigo violento, sino de un acto de sustracción. Un desmentido ontológico.
La piedra desapareció no porque fuera sagrada, sino porque no podía seguir sosteniéndose como tal ante la Presencia. Era como si el Logos —la Palabra misma— hubiera retirado su tolerancia a un simulacro que había durado catorce siglos. La existencia del objeto había sido sostenida por la paciencia de Dios, y ahora esa paciencia se había agotado.

El estallido sin enemigo

La consecuencia inmediata fue el caos. En Siria, milicias salafistas se enfrentaron entre sí. En Pakistán, cientos de fieles intentaron quemar embajadas extranjeras, pero no sabían cuál. En Egipto, multitudes exigieron una “respuesta militar inmediata contra los responsables”, pero nadie pudo decir quiénes eran. Los medios estatales reproducían imágenes borrosas, teorías conspirativas, falsas pistas, pero el vacío seguía intacto.

En las redes sociales islámicas surgieron nuevas etiquetas:

#MeccaRebuild, #StoneReturn, #AvengerOfTheKaaba.

Pero también otra, más oscura: #KaabaWasEmpty.

La última era compartida por jóvenes desilusionados, que comenzaban a cuestionar si toda su vida espiritual no había sido construida sobre una falsedad.

Y sin embargo, la yihad había comenzado. No como una guerra organizada, sino como una llamarada descontrolada. En París, grupos islámicos atacaron sin coordinación a iglesias católicas. En Londres, incendiaron una sede de feministas radicales. En Indonesia, chiíes y suníes se enfrentaron a muerte en las calles de Yakarta. En Afganistán, los talibanes se fracturaron en dos ramas: los “restauracionistas”, que querían reconstruir la Kaaba como símbolo político, y los “purificadores”, que consideraban que todo vestigio debía ser destruido para que el Mahdi pudiera venir.

Y en medio de todo esto, nadie sabía con certeza quién era el enemigo real. Porque lo que había desaparecido no era una ciudad, ni un templo, ni siquiera una religión. Había desaparecido el centro de su sentido. Su “qibla”. Su punto de orientación cósmica.

Lo que siguió fue peor. No sólo se dividieron los países, sino las almas. Las oraciones comenzaron a hacerse sin dirección. Las mezquitas discutían entre sí hacia dónde orientarse. Algunos grupos exigían reconstruir la Kaaba en otro lugar. Otros afirmaban que no debía construirse nunca más, y que el islam debía convertirse en una religión espiritualizada sin espacio sagrado. El islam del siglo XXI, privado de su eje espacial, comenzó a derrumbarse como un cuerpo sin vértebras.

En Qatar, un famoso imam televisivo colapsó en vivo al intentar explicar el suceso:

—“Si la piedra no está… ¿dónde está el Hajj? ¿Dónde está el Islam? ¿Dónde está el… el…”

Y cayó de rodillas ante la cámara, sin terminar la frase.

En el plano ontológico, los teólogos más agudos comenzaron a hablar de “revocación del ser”. Como si el objeto hubiera sido retirado no por destrucción física, sino por decisión metafísica. Como si Dios mismo hubiera decidido dejar de sostener esa realidad en el ser. Tal como dijo san Agustín: “Creatura est in quantum esse habet; cessat esse cum non vult Deus.” (“La criatura es en la medida en que tiene ser; cesa de ser cuando Dios no quiere que sea”).

Esa desaparición no era castigo, sino sentencia. 

No juicio, sino veredicto.

El siguiente movimiento

Mientras las ciudades islámicas se incendiaban entre gritos de guerra y lágrimas de incertidumbre, Roma seguía en silencio. El Papa no habló. El Vaticano no emitió ningún comunicado. El crucifijo seguía colgado, intacto, sobre el altar agrietado. Y entre los fieles de Occidente, comenzaba a crecer una certeza: no hay venganza, sólo revelación.

Pero eso era algo que el mundo no estaba listo para aceptar. Porque si Dios había hablado sin palabras, entonces toda ideología construida sobre ruido y discurso quedaba desarmada. Y esa revelación —tan silenciosa, tan absoluta— estaba provocando la mayor guerra jamás registrada por la humanidad.

Una guerra sin mapas, sin frentes, sin propósito.

Una yihad sin enemigo.

Porque el verdadero enemigo ya no estaba “afuera”.

Y en el fondo, lo sabían.

Y mientras el Sucesor de Pedro permanecía en silencio —no por cobardía, sino por obediencia a un juicio que no era suyo—, desde otros confines del mundo emergía una estructura más antigua que cualquier nación, más profunda que cualquier ideología, más astuta que cualquier conspiración. No era un poder nacido de la tierra, sino del mar.

“Et vidi de mari bestiam ascendentem…”

Y vi subir del mar una bestia… gigantesca, rugiente, coronada, con nombres de blasfemia escritos sobre su piel. Tenía siete cabezas y diez cuernos, y en cada cuerno una diadema.” (Ap 13,1)

No era una alegoría. No era símbolo muerto. Aquella visión era ahora carne y sistema, aliento y algoritmo, tratado y dogma político. Sus formas eran híbridas, inhumanas: cuerpo de leopardo —por la velocidad con que se propagaba—, patas de oso —por la firmeza con que aplastaba—, boca de león —por la autoridad con que rugía. Y el Dragón le había dado su poder, su trono, su autoridad. El mundo, embelesado por promesas de paz sin penitencia, se postraba diciendo: “¿Quién como la Bestia? ¿Quién podrá hacerle frente?

El mar, símbolo del caos primitivo, de las naciones sin Alianza, del bullicio que no conoce al Dios vivo, había dado a luz no a un régimen ni a un tirano, sino a una estructura espiritual de rebelión global. Era una bestia con rostro múltiple, que operaba en todos los ámbitos sin llevar un nombre común. No era religión. No era política. No era economía. Era todo eso y más: una herejía viviente, una contra-Iglesia universal.

Su rostro más visible, su máscara geopolítica más eficaz, era el sionismo.

No el Israel de las promesas, sino su caricatura impía. No la esperanza de los patriarcas, sino el proyecto de Caín. No una tierra santa, sino una plataforma de poder. El sionismo no era simplemente la aspiración de un Estado. Era un culto a sí mismo, un regreso al templo sin altar, una usurpación del lenguaje bíblico sin fe en el Mesías. No adoraba al Dios de Abraham, sino a la identidad nacional. No esperaba al Ungido, sino que preparaba la entronización del impostor.

Así se alzaron las siete cabezas de la Bestia, no como metáforas, sino como realidades institucionales:

  • El oro: el control absoluto de los flujos financieros, de la deuda, de la dependencia de las naciones.

  • La mentira: la manipulación total de los medios, la educación y la percepción de la realidad.

  • La blasfemia: declarar sagrada una tierra mientras se niega al Santo que la pisó.

  • La abominación: reedificar el Templo sin Sacrificio, sin expiación, sin Dios.

  • La prostitución espiritual: formar alianzas con poderes que escupen sobre el Evangelio.

  • La rebelión contra el Cristo: negarlo no solo con palabras, sino con estructuras completas de negación.

  • La sustitución del culto: exaltar al hombre como centro del universo, negando al Creador.

Y sobre esos pilares se apoyaban los diez cuernos: no reyes con coronas, sino líderes de facto —presidentes sin soberanía, banqueros sin rostro, gurús de lo etéreo, influencers con rostros angelicales, patriarcas vendepatrias, obispos sin fe— todos unidos por un hilo invisible: su obediencia a la Bestia, a cambio de poder efímero.

Y la mujer que cabalgaba sobre la Bestia no era otra que la gran prostituta de Babilonia: Una religión que había conocido la Verdad y la había vendido por un lugar en la mesa del poder. No era ajena a la Iglesia. Era su sombra apóstata, su rostro mundanizado, su traición interna. Sus ropas eran litúrgicas, pero su copa estaba llena de sangre inocente y de fornicación espiritual.

El sionismo —en ese contexto— se convirtió en la coartada perfecta para la entronización del nuevo culto. Jerusalén, en vez de esperar al Rey de reyes, se convirtió en el trono del usurpador. La Cúpula de la Roca fue demolida en una noche, con argumentos académicos. El Tercer Templo fue erigido en semanas, con maderas de cedro del Líbano y piedras de India, traídas por caravanas controladas por inteligencia artificial. Todo era preciso. Todo era perfecto. Todo era blasfemo.

El Templo no tenía el Arca. No tenía el Altar del Sacrificio. Tenía una sola cosa: el trono. Un lugar reservado, vacío… esperando.

Y entonces fue invitado el Vaticano. No como Iglesia, sino como “representante del diálogo interreligioso”. Le ofrecieron al Papa un asiento de honor en la ceremonia inaugural.

Lino III no asistió. Envió una reliquia de la Santa Cruz con una sola frase grabada en latín sobre mármol rojo:

“Altare hoc solum est acceptabile. Omne aliud est idololatria.”

Este es el único altar aceptable. Todo lo demás es idolatría.

Y entonces apareció él: el Anomos.

No tenía nombre oficial. Se le llamaba “el reconciliador”, “el pacificador universal”, “el restaurador de la dignidad humana”. No venía con banderas, ni con espadas. Venía con discursos perfectos. Citaba a Isaías, al Corán, a la Declaración de Derechos Humanos, a Confucio, a Buda, al Papa Francisco y al Dalái Lama… en un solo párrafo.

No predicaba doctrinas extrañas. Predicaba las más seductoras: justicia, paz, inclusión, bienestar. No hablaba de pecado. No mencionaba el infierno. No hablaba de redención. Su evangelio era la autorrealización. Y exigía una sola cosa: una marca. No visible, no tatuada, no digital, sino espiritual. Era una aceptación. Una adhesión interior. Una apostasía consentida. Sin esa marca, no se podía comprar, vender, enseñar, predicar, ni siquiera existir plenamente.

Los judíos liberales lo proclamaron Mesías.

Los musulmanes apóstatas lo vieron como Mahdi.

Los cristianos tibios lo saludaron como “el verdadero Espíritu del Cristo universal”.

Los ateos lo adoraron como “el primer dios sin religión”.

Y Jerusalén fue declarada capital espiritual del mundo. No de Dios. Del hombre.

Y entonces llegó la purga. Roma fue declarada “foco de fanatismo retrógrado”. No por bárbaros. Sino por un ejército multirreligioso, transideológico, compuesto por islam apóstata, sionismo triunfante y catolicismo traidor. Las iglesias fueron clausuradas. Las imágenes tapadas. Los cálices fundidos. El Vaticano sitiado.

Lino III no huyó. Permaneció en la Basílica. Celebraba la Misa en la cripta, sobre la tumba de Pedro. Cuando entraron en el templo, al amanecer del día mil doscientos noventa —según la profecía de Daniel—, le ofrecieron la vida a cambio de una sola frase:

“Reconozca al nuevo líder mundial como príncipe de paz.”

El anciano Papa besó la cruz de su pectoral, miró al altar violado y dijo:

“Non possumus. Christus est Dominus. In nomine eius morimur.”

No podemos. Cristo es el Señor. En su nombre morimos.

Lo decapitaron sobre la tumba del Apóstol. Cubrieron la Cátedra con un paño negro. Profanaron las criptas. Quemaron los cuerpos santos. Pintaron las bóvedas con lemas humanistas. Tres días después, el Anomos se sentó en el altar de Pedro y proclamó:

“Hoy termina la era del dogma. Desde ahora, ningún hombre afirmará ser Hijo único de Dios. Yo seré todo en todos.”

Y hubo aplausos. Lágrimas. Peregrinaciones.

Los fieles celebraban no la fe, sino la unidad.

No la verdad, sino el consenso.

No la salvación, sino la inclusión.

Pero en las cuevas, en las casas humildes, en los altares clandestinos escondidos en granjas, cloacas, sótanos, hospitales, seguía resonando una sola frase, imposible de silenciar:

Et videbitis Filium hominis venientem in nubibus caeli cum potestate magna et gloria.”

Y veréis al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria.

Pars Secunda: La Apostasía de lo creado.

Nadie conocía sus nombres. Nadie sabía de dónde venían. Pero todos los temían. Habían irrumpido como relámpagos en la tiniebla creciente. Uno emergió del desierto, envuelto en un manto de saco, con una vara de madera en la mano y el rostro surcado por los siglos. Tenía la mirada del juicio: ojos que no eran de este mundo. Se plantó sin escolta ni aviso en pleno mercado de Jerusalén —entre soldados del nuevo Sanedrín, rabinos, turistas y enjambres de cámaras—, y comenzó a proclamar con voz inquebrantable el Evangelio eterno:

—“¡Arrepentíos! ¡El que negasteis ha sido exaltado! ¡El que despreciasteis volverá en gloria! ¡El templo que levantasteis será sepultado por Aquel a quien rechazasteis!”

El otro surgió entre escombros, de un arrabal ignorado por el mundo. No llevaba vara ni manto, pero su sola presencia estremecía el aire. No acusaba, pero su palabra hería como espada de dos filos. Hablaba todas las lenguas, y a cada uno se dirigía como si le conociera desde siempre. Su mensaje era fuego para los tibios, hielo para los burladores:

—“También a vosotros os ha sido dado el mensaje. No hay salvación fuera del Hijo. No hay paz sin la Cruz. No hay resurrección sin morir. ¡Escuchad, naciones! ¡La ira viene, pero aún hay tiempo!”

Durante mil doscientos sesenta días predicaron. Ni un día más, ni uno menos. Cada intento de agresión contra ellos era devorado por fuego que brotaba de sus bocas, como si el mismo juicio caminara con ellos. Uno hablaba y la tierra temblaba. El otro oraba y el cielo respondía. Eran como Moisés y Elías, como lámparas encendidas en medio del gran apagón moral. Y el mundo los odiaba con pasión demoníaca.

El Anomos —el Sin-Ley, la Bestia que emergió del abismo de las ideologías muertas— contemplaba desde su trono en el Templo reconstruido. Con el rostro de un redentor humanista y el puño cerrado de un tirano antiguo, hablaba de paz, pero sus decretos eran muerte. Intentaba desacreditarlos con discursos de inclusión, tolerancia global y ciencia redentora. Pero no podía tocarlos.

Y fue el mismo día en que Lino III fue decapitado en Roma —entre el clamor de multitudes y el silencio de los que se decían fieles—, cuando los dos testigos fueron finalmente capturados en Jerusalén. No se usaron cadenas. No hubo resistencia. Bajaron sus rostros, como corderos. Se entregaron voluntariamente, como su Señor.

Fueron arrastrados hasta el atrio del Templo, bajo las cámaras del mundo, entre risas blasfemas y ritos paganos. Allí fueron ejecutados ante una asamblea universal: uno atravesado por una lanza —imagen invertida de Longinos—, el otro consumido en fuego, como si el cielo reclamara su espíritu al instante. Sus cuerpos no fueron sepultados. Fueron dejados en la plaza principal, bajo pantallas gigantes y drones celebratorios. Durante tres días y medio, los cadáveres yacieron expuestos al escarnio de los impíos y al regocijo de los medios. En la ciudad donde el Señor fue crucificado, ahora reinaba la euforia del pecado y la burla: se entregaban regalos, se decretaban festivos, se entonaban cantos contra el Dios de Israel y su Cristo.

Ese mismo día, mientras los testigos yacían en la sangre y el Papa era ejecutado con el rostro cubierto por un paño blanco bordado con el IHS, otro acto profanatorio sacudió al mundo espiritual: las grandes basílicas de Roma fueron parcial y simbólicamente desacralizadas. San Pedro, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros: ninguna fue demolida por completo, pero todas fueron violadas. Altares arrancados, cálices profanados, reliquias saqueadas. Se proyectaron luces obscenas en sus fachadas, se pintaron grafitis de burla y se entronizaron ídolos grotescos en sus naves centrales. No fue destrucción total: fue un insulto premeditado. Un sacrilegio sistemático. Una liturgia inversa.

Pero el mundo olvidó que Aquel que había sido asesinado allí antes… resucitó al tercer día.

Cuando despuntaba la aurora del cuarto día, mientras aún humeaban los cirios apagados de la Basílica de San Pedro, una gran voz tronó desde el cielo. Fue escuchada en todas las lenguas y retransmitida en directo, aunque ningún medio pudo explicar su origen. Fue como si el universo entero se hiciera trompeta:

—“¡Subid acá!”

Y entonces los cuerpos inertes se incorporaron. La carne se restauró como en los huesos del valle de Ezequiel. Los ojos se abrieron con fuego sereno. Y de sus bocas brotó un solo clamor, una declaración final que rompió el mundo:

—“¡Jesús es el Señor! ¡No hay otro nombre dado a los hombres!

La humanidad entera los vio ascender en una nube gloriosa, como Elías en el torbellino. Los drones se estrellaron. Las cámaras colapsaron. Los poderosos cayeron al suelo, paralizados por el temor. El Anomos, desde el Sanctasanctórum del templo profanado, miraba con furia. Su rostro se deformó. Alzó su puño al cielo... y entonces vino el terremoto.

Un gemido surgió desde las entrañas de la tierra. Las columnas del Tercer Templo se quebraron. La cúpula se partió. El velo del Sanctasanctórum —hecho de fibras sintéticas y proyectores holográficos— se rasgó de arriba abajo. El Anomos intentó huir, pero el suelo se abrió bajo sus pies. El templo colapsó sobre él, como señal anticipada del Lago de Fuego.

En ese sismo murieron siete mil nombres de hombres: no masas anónimas, sino personajes ilustres, símbolos del nuevo orden. Banqueros, profetas del espectáculo, ministros, artistas de la idolatría. El resto de la ciudad no se convirtió, pero por primera vez en años, dio gloria al Dios del cielo.

Y entonces hubo silencio. Un silencio celestial que duró como media hora. La tierra contenía el aliento. Los fieles, dispersos en escondites, se miraban con lágrimas en los ojos. Sabían que el tiempo del testimonio estaba por concluir. Sabían que la Bestia había sido herida, pero que aún restaba la batalla final. Y fue entonces, cuando los satélites todavía mostraban humo sobre Jerusalén y Roma, que desde los Andes —donde los montes tocan el cielo y los pueblos aún susurran el nombre de Cristo en quechua y español— surgió una nueva voz. Porque aunque la Cátedra de Pedro había sido profanada, no había sido extinguida. Porque la sucesión no se escribe con mármol ni con tinta, sino con Espíritu y Sangre. 

Mientras el mundo temblaba y se estremecía, en la Catedral Primada de Lima, un grupo reducido de cardenales, los pocos sobrevivientes, reunidos en secreto, proclamaron al nuevo sucesor de Pedro: Petrus II.

No había trono de mármol ni báculo dorado. Solo una humilde silla de madera, marcada por las cicatrices del tiempo y las oraciones. El elegido era un hombre que había caminado entre los más humildes, que conocía la fe en su forma más pura: la que brota en la adversidad, en el sufrimiento y en la esperanza no negociable.

Desde el atrio, con la voz firme pero llena de compasión, Petrus II pronunció su primer mensaje al mundo:

—“No venimos a prometer un orden nuevo, sino el Reino eterno. El ‘Novus Ordo Seclorum’ se levanta con mentiras y cadenas, pero nuestro Reino es la libertad de los hijos de Dios. No somos imperio de hombres, sino de la Verdad encarnada. Aquí comienza la restauración, el tiempo en que la Cruz vuelve a ser señal de vida y victoria.”

Sus palabras fueron una antorcha en la oscuridad, un faro para los dispersos y perseguidos.

Desde ese día, el Reino Cristiano de los Hispanos cobró vida como un contrapeso al caos global. No fue un acto de conquista, sino de fidelidad. La verdadera autoridad no residía en las naciones, sino en la comunión de los santos y la perseverancia de la fe. Mientras la Bestia herida se reorganizaba en las sombras, el pueblo fiel comenzaba a despertar. Un nuevo tiempo estaba por comenzar. No sin dolor, no sin cruz, pero con la certeza de la victoria última.

"Aliento Antes del Juicio"

Había pasado ya medio año desde el terremoto que sacudió Jerusalén. El mundo, aunque estremecido, no se convirtió. Las imágenes de los dos testigos ascendiendo al cielo seguían circulando en redes subterráneas, censuradas por las plataformas del nuevo orden, pero copiadas, archivadas, memorizadas como un nuevo Evangelio visual. Aquel clamor —“¡Jesús es el Señor!”— resonaba como un eco indestructible en los rincones donde el nombre de Dios aún no había sido borrado.

La Bestia, aunque herida, no había sido destruida. Tras la caída del Tercer Templo, el Anomos no murió, aunque muchos lo creyeron. Su desaparición durante semanas alimentó todo tipo de rumores: unos decían que había descendido al Bunker de Seguridad; otros, que se encontraba en Damasco, reorganizando sus tropas. Su retorno fue tan silencioso como su caída había sido estruendosa. Apareció en las pantallas globales una noche, con el rostro demacrado y una mirada más penetrante que nunca. No habló. Solo alzó un documento de siete sellos: un nuevo Pacto Mundial. Las cámaras se apagaron, y desde entonces, cada nación debía decidir.

Ya no era una cuestión política meramente.

En Europa, las ciudades-estado de Bruselas, Berlín y Estrasburgo habían sido convertidas en fortalezas administrativas del nuevo sistema. Las basílicas mayores de Roma seguían desacralizadas: San Pedro con su cúpula todavía parcialmente en ruinas, San Juan de Letrán convertida en archivo patrimonial del humanismo post-religioso, Santa María la Mayor clausurada para “reconversión cultural”. Las estatuas de santos, mutiladas. Las tumbas papales, selladas. Solo unas pocas ancianas en las catacumbas, de rodillas, sostenían la llama invisible.

En América, el despertar era otro. Petrus II no gobernaba como un caudillo, sino como un mártir vivo. No hablaba para las cámaras, sino para los corazones. Desde Lima, rodeado de sabios y jóvenes convertidos, organizaba consejos clandestinos, consagraciones nacionales, comuniones secretas en cárceles, montañas, selvas, hospitales. La fe no era masiva, pero era verdadera. Una cristiandad subterránea brotaba como fuego debajo del concreto.

Mientras Petrus II pronunciaba su mensaje desde la Catedral Primada de Lima, más allá de los Andes, en los vastos territorios de Asia, la maquinaria del fin se movía inexorable.

China, tras años de consolidación interna y expansión tecnológica, había forjado una alianza sólida y letal con la Confederación Oriental, una coalición de estados autoritarios que incluía a potencias emergentes de Eurasia y a naciones del Cercano Oriente reconfiguradas tras el colapso de los viejos regímenes. En un búnker ultrasecreto, bajo el bullicio incesante de Beijing, los líderes de la Confederación de Oriente se reunían en torno a una mesa ovalada. Las pantallas holográficas mostraban mapas estratégicos, rutas de avance, y un río Éufrates completamente seco que cruzaba la imagen con un tono ominoso.

El Primer Ministro japonés, con gesto grave, abrió la sesión:

—“No podemos permitir que un Mesías renazca en Occidente. La emergencia de Petrus II es un peligro existencial para nuestra visión. El mundo no necesita salvadores, sino equilibrio y control.”

El Canciller de Delhi asintió, su mirada fija en el mapa:

—“La Tierra no pide líderes espirituales, sino estabilidad racional. Este ‘Reino Cristiano de los Hispanos’ amenaza con revertir el orden establecido. No podemos tolerar que una teocracia re-emerja y desate una guerra santa disfrazada.”

El representante de Oceanía, voz firme pero con matices de preocupación, agregó:

—“Nuestra unión democrática —que integra a Japón, China, India, y las naciones del sudeste asiático y Oceanía— sostiene una neutralidad religiosa que es clave para preservar la paz y la prosperidad regional. Pero frente a esta amenaza, debemos actuar.”

Desde el Comité de Estrategia Global de Beijing, la voz era aún más fría y calculadora:

—“El viejo mundo debe morir por completo para que el nuevo orden mundial pueda surgir. No necesitamos cruzadas ni santos, solo una ‘estabilización estratégica’ del arco Asia-Medio Oriente-Europa. Este es nuestro mandato.”

Mientras tanto, al otro lado del Pacífico, Australia y Nueva Zelanda se habían alineado con América y Filipinas, conformando el bloque opuesto que lucharía sin descanso contra la Confederación Oriental. Esta guerra no era sólo militar; era una contienda por el alma del mundo.

El colapso tecnológico había forzado una vuelta a las rutas terrestres antiguas. Las columnas de tanques, vehículos blindados y tropas marchaban imponentes, recorriendo carreteras asfaltadas décadas atrás, ahora usadas como arterias vitales para la guerra definitiva.

Atravesaron los túneles del Himalaya, esos corredores subterráneos construidos con visión futurista, que ahora servían para desplazar tropas rápidamente sin ser detectadas por satélites, pues estos habían caído por interferencias desconocidas.

En los territorios del antiguo Irán, el avance era imparable. Los estados musulmanes, desgarrados por la implosión de La Meca y la caída del Califato Global, no ofrecían resistencia organizada. La población, extenuada y dividida, se sometía o huía, incapaz de enfrentar a las legiones de la Confederación.

En el crudo desierto de Arabia, la coordinación era perfecta. Brigadas anfibias, comandos especiales, y drones tácticos operaban bajo una brutal disciplina. Sin disparar un solo tiro, ocuparon el sur de Israel, proyectando su sombra sobre Jerusalén.

La orden final fue clara y sin ambigüedades:

—“Avanzamos a Jezreel. Controlaremos Galilea, erradicaremos los focos cristianos en Siria y Jordania, y tomaremos el cráter de Jerusalén. La historia no será la misma.”

Lo que estos estrategas no comprendían era que sus acciones, ajenas a cualquier fe, cumplían una profecía sellada mucho antes de que sus naciones existieran.

Desde Lima, mientras Petrus II oraba fervientemente, miles de kilómetros al norte, en las heladas estepas de Siberia, monjes bizantinos sostenían vigilias que desafiaban el cansancio y el tiempo, mientras miles de fieles cruzaban el Atlántico no para conquistar, sino para morir como testigos.

Porque, en lo profundo de las Escrituras, estaba escrito:

“Y los reunió en el lugar que en hebreo se llama Armagedón. Y el camino de los reyes del oriente fue preparado.”

El cielo, aún cerrado, no mostraba señales definitivas, pero la tierra, preparada para la guerra, era un escenario listo para el desenlace. La tercera guerra mundial sería breve, pero decisiva. No una guerra por recursos ni por ideologías políticas convencionales, sino la última batalla por la hegemonía espiritual de la Tierra, aunque pocos lo supieran. Las armas nucleares permanecían inactivas, bloqueadas por interferencias desconocidas. Los sistemas satelitales, colapsados. El magnetismo terrestre alterado misteriosamente. Y sobre el Monte Carmelo, un cometa inmóvil desafiaba la lógica, con su luz que quemaba la mirada de los impuros, suspendido en juicio celestial. En Megido, los ejércitos aguardaban el amanecer, señal del ataque final. Desde el norte, avanzaban las fuerzas cristianas fieles, hispanoamericanas, norteamericanas, rusas y europeas liberadas. El enfrentamiento estaba por comenzar. La batalla por el alma del mundo se desataría en breve. Lo cierto es que, con el río convertido en lecho seco, las legiones comenzaron a avanzar. No eran simples soldados; eran fuerzas élites, entrenadas en la guerra moderna pero también adoctrinadas en una ideología despiadada, bajo la sombra del dragón que simbolizaba el poder del Estado unificado y la supresión total del disenso. No creían en Dios, ni en ningún principio trascendente. Pero tampoco aceptaban el vacío. Su religión era la dominación, la imposición del orden por la fuerza. Se veían a sí mismos como los arquitectos de un nuevo mundo, el Novus Ordo Seclorum secular, cuya estabilidad se impondría mediante la sumisión y el control absoluto. Su avance, implacable y creciente, alteraba el equilibrio mundial. Las naciones libres y las comunidades de fe se encontraban cada vez más acorraladas, enfrentando no solo ejércitos, sino un sistema de creencias que rechazaba toda espiritualidad auténtica.

Mientras tanto, el Reino Cristiano de los Hispanos se consolidaba en América Latina, una resistencia que no pretendía el dominio terrenal sino la restauración espiritual y moral. Petrus II emergía como la voz profética que desafiaba la tiranía global, preparando a su pueblo para la inevitable confrontación.

Así, el mundo se encontraba al borde de la guerra final, con el dragón del Este desplegando sus fuerzas, y el Cordero y sus seguidores listos para resistir hasta el último aliento.

China y la Confederación Oriental, entretanto, avanzaban. Su alianza no era meramente política: era apocalíptica. El Río Éufrates, tal como fue profetizado, se secó. Algunos decían que fue una decisión geopolítica para desviar sus aguas; otros, que fue un milagro o una maldición. Lo cierto es que los ejércitos comenzaron a cruzar. No eran solo militares: eran legiones entrenadas, adoctrinadas, poseídas por la ideología del dragón. No creían en Dios, pero tampoco en la nada. Su credo era el poder absoluto.

La guerra aún no había comenzado, pero ya se respiraba.

Las primeras luces del amanecer apenas deslizaban sus dedos de fuego sobre las laderas del valle de Jezreel cuando las columnas blindadas y las tropas mecanizadas de la Confederación Oriental comenzaron a desplegarse con precisión quirúrgica. La voz metálica del comandante en jefe resonaba por el canal común que habían acordado utilizar: el mandarín, convertido en lengua franca para la coordinación del bloque.

—“General Liu, informe de las fuerzas de la Unión India.”

—“Avance estable, coronel Chen. Las brigadas de infantería mecanizada ocupan el flanco oeste. Sin resistencia significativa. Se confirma el avance hacia el corredor de Galilea.”

—“General Hashimoto, posición del contingente japonés.”

—“Tomando posiciones estratégicas en las alturas al sur de Jezreel. La aviación táctica ha reducido puntos de concentración. Sin enfrentamientos directos por ahora.”

El uso de un solo idioma no solo facilitaba la comunicación táctica sino que consolidaba una identidad militar única, un bloque implacable y homogéneo, a pesar de la diversidad cultural y geográfica que lo conformaba.

Mientras tanto, en el corazón del viejo mundo, la fragmentación era patente, pero también se gestaban alianzas sorprendentes. En las ruinas de las antiguas ciudades europeas, las naciones islámicas, expulsadas de sus antiguos centros de poder por el colapso del Califato Global, comenzaban a unificarse bajo el llamado a la supervivencia común. Aquel mosaico caótico de estados débiles, guerrillas y facciones diversas encontró en la nueva unión religiosa y política un salvavidas frente al avance cristiano y la amenaza de la secularización atea.

El Patriarca de Moscú, en un gesto sin precedentes, había sellado una alianza con Petrus II, el Papa de la Cristiandad renovada, apostando por la comunión espiritual para reforzar la resistencia contra la ola de ateísmo que amenazaba Europa Central y del Norte.

Desde Varsovia, el general polaco, veterano de múltiples conflictos, hablaba con el comandante húngaro, cuyas fuerzas mantenían una línea férrea en los Cárpatos:

—“La unión con Moscú y Roma no es solo una cuestión espiritual, sino una necesidad estratégica. La cristiandad hispana y eslava ha encontrado en Petrus II un liderazgo que puede contrarrestar la marea de oscuridad que inunda Europa.”

—“Las guerrillas religiosas en Italia y España, aunque fragmentadas, demuestran que la resistencia persiste. Los musulmanes radicalizados han tomado ciudades, pero las insurgencias cristianas devuelven el fuego. El viejo mundo es un polvorín.”

En el interior de España, los valles y las montañas eran escenarios de una guerra irregular, donde pequeñas células de resistencia luchaban contra grupos islamistas radicalizados y facciones extremistas ateas que luchaban por el control.

—“No podemos permitir que esta guerra civil religiosa consuma a Europa sin resistencia,” decía una joven comandante hispana en una llamada cifrada con sus superiores.

—“El caos es nuestra mayor arma y nuestra peor enemiga,” respondió el mando. “Pero mientras Petrus II reúna a los pueblos hispanos, habrá esperanza.”

En Italia, la presencia de guerrillas católicas y grupos radicalizados musulmanes convertía cada ciudad en un campo de batalla donde la ley del más fuerte era la única vigente. Roma, aunque parcialmente desacralizada y profanada, aún era el símbolo latente de la lucha espiritual por el futuro.

En el norte, Europa se hundía en la división. Países enteros oscilaban entre la apostasía atea y el islamismo militante, dejando un vacío que solo la alianza entre Rusia, Polonia, Hungría y el renovado Reino Cristiano Hispano podía intentar llenar.

Y mientras los ejércitos avanzaban y la tensión crecía, en el corazón del mundo cristiano, desde Lima, Petrus II preparaba un mensaje que resonaría con fuerza en los oídos de los fieles y enemigos por igual: un llamado a la unidad, a la fe inquebrantable, y a la preparación para la batalla final.

En el oscuro salón del trono en Viena, iluminado por la luz mortecina de candelabros temblorosos, el Anomos contemplaba el mapa holográfico que proyectaba el avance de la Confederación Oriental hacia Jezreel. El Emperador, único soberano de las diez naciones unidas bajo su mandato —nueve europeas y el Estado de Israel—, apretaba los puños mientras sus consejeros susurraban con temor y urgencia.

—“¿Cómo hemos llegado a esto?” —murmuró con voz áspera, casi sin poder creer la magnitud de la amenaza.

Uno de sus generales, veterano de guerras regionales, respondió sin vacilar:

—“Majestad, el avance es inexorable. Las fuerzas de Oriente controlan ya Galilea y se preparan para ocupar todo Jezreel. Su doctrina, aunque negadora de Dios, es férrea y despiadada. No se detendrán ante nada.”

—“El Papa y sus aliados hispanos no están más allá de los Pirineos,” replicó el Anomos con una mezcla de desdén y frustración. “Pero su presencia simboliza un renacimiento cristiano que pone en jaque a nuestra Europa secular. Ya no podemos confiar en las viejas alianzas.”

—“Y el cráter de Jerusalén será el símbolo de esta batalla final, Majestad. Megido será el campo donde se decida el destino de nuestro Imperios, la cristiandad, el islam, en fin de la nueva era que se avecina,” agregó otro consejero con mirada sombría.

En Jerusalén, las fuerzas del Anomos y sus aliados se posicionaban para defender el Valle de Jezreel con la conciencia de que allí no solo se enfrentaban ejércitos, sino destinos espirituales en pugna. Para el Emperador, Megido era más que una batalla: era la oportunidad de consolidar su imperio fragmentado y aplastar la amenaza hispana y papal de una vez por todas.

Desde el otro lado del Mediterráneo, la reconquista avanzaba con un ímpetu renovado. Canarias, liberada tras un asedio implacable, se convertía en la base avanzada de la Cristiandad hispana. La flota, liderada por la Reina regente, cruzaba hacia la península ibérica y el sur de Francia, territorios que ardían aún bajo la influencia de guerrillas islamistas y grupos ateos radicalizados.

La Reina había sido coronada no con diadema de piedras preciosas, sino con una corona de acero templado, labrada con los símbolos del Cordero, la Cruz, la Espada y el Alfa y Omega. Su figura era austera, sin ornamentos superfluos, pero su sola presencia bastaba para imponer respeto. Mandaba con la autoridad de quien no ambicionaba el poder, sino que lo aceptaba como un deber sagrado. En ella se encarnaba la esperanza de los pueblos fieles: la restauración de la Cristiandad tras siglos de traición, apostasía y oscuridad.

Desde Canarias, los estandartes de Hispania ondeaban nuevamente en los mástiles de acero de la armada reunificada. La flota hispanoamericana, reforzada con unidades rusas, polacas y eslavas liberadas, desembarcó primero en Cádiz, y luego en Valencia, replegando en su avance a las milicias islámicas que desde hacía décadas ocupaban barrios enteros como zonas autónomas. No hubo diálogo, ni pactos, ni condiciones. La Reina había sido clara:

—“Todo aquel que niegue a Cristo y haya perseguido a su Iglesia será expulsado, convertido o juzgado.”

Y así fue. Tropas de la Nueva Guardia Hispánica —herederas espirituales de los Tercios, pero dotadas de tecnología balística terrestre y vehículos adaptados al mundo postdigital— avanzaban de ciudad en ciudad, restaurando el orden y restituyendo templos profanados. Las antiguas catedrales convertidas en centros comerciales, mezquitas o clubes estatales fueron reconsagradas entre llantos y cantos.

En Toledo, una columna de penitentes encabezó la entrada del ejército, descalzos, con cruces de madera a la espalda, cantando el Te Deum en latín. En Sevilla, una anciana fue encontrada protegiendo una imagen oculta de la Inmaculada que había salvado de la quema. Cuando la Reina se arrodilló ante aquella estatua de yeso, todos comprendieron que lo que comenzaba no era solo una guerra, sino una restauración ontológica: la reconfiguración espiritual de Europa.

La reconquista no se detuvo en Iberia.

Del otro lado de los Pirineos, las columnas hispanas penetraron el Franco-Condado, donde grupos tradicionalistas franceses se sumaron espontáneamente, llevando crucifijos, imágenes del Sagrado Corazón y banderas de las antiguas Vendée. Borgoña, que había sido uno de los últimos bastiones culturales antes de la islamización total de Europa central, se convirtió en el punto de encuentro de peregrinos y guerrilleros católicos de todo el continente. Fue allí donde la Reina recibió el juramento de fidelidad de los restos del clero fiel del norte, perseguidos durante décadas por los gobiernos del Anomos.

Las divisiones militares hispanas, organizadas bajo la estructura “Cruz-Palabra-Espada”, entraron luego en la Italia septentrional por el antiguo paso de Montgenèvre. No hubo necesidad de batallas prolongadas: las poblaciones, hartas del régimen ateo-islamizado impuesto por las diez naciones del Anomos, se alzaban en cada pueblo y cada villa, portando rosarios, imágenes del Niño Jesús, y reliquias ocultas durante generaciones.

Milán cayó en tres días. Génova abrió sus puertos a la flota aliada. En Bolonia se restauró la universidad bajo principios tomistas y escolásticos, y en Florencia, los frescos tapados por décadas de censura fueron redescubiertos y expuestos como íconos de la gloria cristiana.

Mientras tanto, la Campania y Nápoles eran escenario de una limpieza espiritual sin precedentes. El antiguo centro del crimen y la decadencia moral del sur de Europa era ahora purificado por columnas de monjes-guerreros, portadores del breviario en una mano y del rifle en la otra. Cada barrio liberado era sellado con un altar portátil donde se celebraba la Eucaristía entre ruinas.

Sicilia, puerta del Mediterráneo, fue clave. Durante años había sido un enclave islámico, administrado por un emirato financiado desde Bruselas y Estambul. Su caída marcó el final del dominio musulmán sobre el sur de Europa. Fue reconquistada tras tres semanas de combates feroces en Palermo y Catania. Allí, la Reina ordenó levantar una cruz monumental de veintisiete metros, forjada con los restos fundidos de las armas capturadas.

El Magreb, en tanto, había caído en anarquía tras la desaparición de la Piedra Negra. Sin liderazgo religioso ni estructura política coherente, las regiones del norte africano quedaron sumidas en violencia tribal, misticismo desesperado y guerras civiles. Las fuerzas hispanas, con apoyo de comandos maronitas y etíopes, desembarcaron en Orán, Túnez y Trípoli. En muchos casos, las tribus bereberes, agotadas por décadas de opresión islamista, aceptaban la cruz sin resistencia, a cambio de pan y orden.

—“Nos traen agua, medicina y justicia,” decía un anciano tribal en Kabylie. “No tememos al Crucificado. Tememos al vacío que dejaron nuestros propios dioses.”

Con cada avance, las palabras de la Reina resonaban como un eco sagrado:

—“Donde Cristo no reine, reinará la Bestia. No hay neutralidad posible.”

Roma fue el clímax espiritual de la reconquista.

Roma, tres días antes de la gran conflagración.

La capital eterna ya no era ciudad. No era república, ni imperio, ni sede. Roma era ruina y sombra, habitada por espectros del pasado y por un remanente escondido que vivía de pan duro y oraciones. Las basílicas eran esqueletos de mármol desfigurados por el humo, y las calles, galerías de grafitis blasfemos y metralla. Durante décadas, Roma había sido campo de batalla entre clanes ideológicos, sectas sincretistas, células islamistas y bandas ateas armadas que profanaban todo lo que recordara al Crucificado. La Roma de los Césares, la Roma de los mártires, la Roma de los Papas… había sido pisoteada como perra sin dueño.

Pero algo había comenzado a cambiar en los días previos.

Desde el sur, columnas militares hispánicas y polaco-eslavas habían penetrado el Lacio como un fuego purificador. No avanzaban como conquistadores, sino como redentores. Las columnas llevaban imágenes del Corazón de Jesús, de la Virgen de Fátima, y pendones con las palabras "Christus Vincit" grabadas en latín y eslavo. Las multitudes famélicas, aún traumatizadas por años de terror, salían de sus escondites al oír los cánticos. No era música de guerra: eran letanías, himnos, salmos entonados por soldados con rosarios en las manos.

El aire olía a incienso.

El día de la entrada a Roma fue gris, pero no llovía. La Reina avanzaba al frente, montada en un blindado ligero decorado con una cruz flameante. Detrás de ella, Petrus II, vestido con una sotana blanca manchada de tierra y sangre de mártires. Había peregrinado a pie desde Monte Cassino, deteniéndose en cada ciudad liberada para celebrar una misa, ungir a los heridos y confirmar a los fieles. Su presencia, delgada pero imponente, hacía llorar a quienes lo veían.

La entrada se hizo por la Porta Latina. Los exploradores habían confirmado que San Juan de Letrán estaba destruida parcialmente, pero no en su totalidad. Las columnas interiores seguían en pie. El baldaquino y el altar habían sido arrancados y utilizados como barricadas en los combates del año anterior. Pero el ábside y el presbiterio sobrevivían, tiznados, cubiertos de polvo y con grafitis que decían "Deus est mortuus".

Los soldados despejaron la nave a bayoneta calada. No quedaba nadie más que ratas y perros flacos. Entonces, la Reina descendió del blindado, se cubrió la cabeza con un velo negro y caminó en silencio hasta el presbiterio. Allí la esperaba un crucifijo carbonizado, sin brazos, que colgaba de una cuerda improvisada. Al verlo, se arrodilló. Nadie se movía. Ni siquiera las cámaras de los drones transmitían en ese momento. Era un acto más allá de lo visible.

Petrus II se acercó, con un relicario al pecho que contenía un fragmento de la Vera Cruz. Su voz, cansada pero firme, rompió el silencio:

—“Roma está desfigurada, pero no muerta. Este lugar ha sido mancillado, pero su piedra fue consagrada con sangre apostólica. Aquí murió Cristo en Pedro, y aquí volverá a reinar antes de que vuelva en gloria. Por tanto, en nombre del único Dios verdadero, y por mandato de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, retomo la cátedra de Pedro.”

Una liturgia improvisada se celebró en el altar de escombros. Sobre una piedra fracturada, el Santo Padre extendió los corporales y consagró la Eucaristía. El cáliz, rescatado de las catacumbas, era de estaño; la hostia, elaborada por monjas escondidas en Perugia. Y sin embargo, nunca Roma había presenciado un acto tan puro, tan despojado, tan cristocéntrico.

—“Ecce Agnus Dei,” dijo Petrus II, levantando la hostia en medio del polvo.

Los soldados se arrodillaron en las baldosas rotas, algunos llorando, otros con las armas cruzadas sobre el pecho. Afuera, el cielo rugía con truenos lejanos, como si la tierra misma temblara ante lo que allí ocurría.

La Reina se acercó al Papa tras comulgar. Se puso de pie, saludó a los presentes con la cruz de su espada desenvainada, y proclamó:

—“Desde esta ruina santa, renace el Reino. No como imperio humano, sino como testimonio de la Verdad que el mundo aborrece. La cruz no ha sido vencida. La cruz ha sobrevivido a los imperios, a las mentiras y al Anticristo.”

En ese momento, tres disparos de artillería retumbaron a lo lejos, hacia el norte.

Era la señal.

Mientras el eco de los cánticos aún resonaba entre los arcos partidos de Letrán, la Reina hizo una señal discreta. Se abrieron entonces las puertas laterales del baptisterio, y seis jóvenes soldados, vestidos con uniformes de gala ceremonial, avanzaron solemnemente cargando un cofre forjado en madera de guayacán. Lo colocaron ante el Papa, y al abrirlo, el silencio se volvió expectación sagrada.

Allí reposaba la Corona del Renacimiento Católico, fruto del esfuerzo continental de los pueblos fieles.

Forjada con la plata más pura extraída de las minas sobrevivientes de Potosí —resguardadas por comunidades indígenas católicas— y con el oro trabajado en Chordeleg por orfebres ecuatorianos que habían consagrado su arte a Dios, era una pieza sin paralelo en el mundo moderno. Los Arsanos, artesanos consagrados de todo el hemisferio hispanoamericano, habían modelado durante siete años ese objeto como signo no de poder humano, sino de gloria redentora.

Estaba incrustada con gemas de cada una de las naciones redimidas: una esmeralda de Colombia en el centro de la cruz superior, un topacio imperial del Brasil al frente, zafiros del altiplano chileno, amatistas paraguayas, ópalos mexicanos, una lágrima de jade maya, y un diamante blanco extraído del cráter de la Sierra Tarahumara, donde se habían dado los primeros martirios de la persecución anticristiana. La cruz que coronaba el conjunto era de hierro forjado, arrancada del trono ceremonial del Palacio de la Zarzuela, símbolo de una monarquía extinguida en la apostasía. Fue en ese lugar donde el rey Felipe VI, padre de la Reina, había muerto en soledad, tras renunciar a toda fe y ser abandonado por los suyos.

El hierro de su trono, consagrado ahora como cruz, era un acto de justicia redentora. Lo que fue blasfemo en su caída, se volvía glorioso al ser redimido.

La Reina, vestida con su capa de mando —bordada por monjas peruanas escondidas durante la guerra de la fe— se acercó al Papa Petrus II. La escena se grabó en millones de almas, aunque no en cámaras: era un acto destinado a la eternidad más que a los archivos. Se arrodilló ante él, colocó la corona sobre un cojín de terciopelo púrpura, y la alzó con ambas manos:

—“Beatísimo Padre, Sucesor de Pedro, Pastor de los Pastores, Servus Servorum Dei: las naciones que aún temen al Altísimo y al Hijo de María, ofrecen esta corona como signo de fidelidad. No es corona imperial, sino alianza de corazones. No es símbolo de dominio, sino de resurrección. En nombre de los hijos de la Cruz dispersos por el mundo, y de las naciones que han dado su sangre para restaurar lo que fue destruido, le pido que acepte este signo como Pastor Universal de la Iglesia de Dios.”

Cuando La Reina tomó en sus manos la corona, forjada en las naciones redimidas de Hispanoamérica, con el Papa, aún de rodillas, pronunció con voz firme —en latín, como lo hicieron antaño los heraldos de la fe— la fórmula ancestral, renovada por el sufrimiento y la fidelidad de los últimos tiempos:

Accipe Tiáram Tribus Coronis Ornatam,
et scias te esse Patrem Principum et Regum,
Rectorem Orbis, et in Terra Vicarium Salvatoris Nostri Iesu Christi.

Recibe la Tiara ornada con las Tres Coronasy reconoce que eres Padre de Príncipes y ReyesGobernante del Orbey en la tierra, el Vicario de Nuestro Salvador Jesucristo.

Y mientras la voz resonaba en la nave mayor devastada, parecía que el polvo mismo se detenía en el aire. Los presentes sintieron que los siglos regresaban, que los mártires invisibles ocupaban su lugar, y que la Iglesia, desfigurada por las ruinas, era sin embargo gloriosa.

El Papa cerró los ojos. No por vanidad, sino por obediencia. No por dignidad propia, sino por la carga de quien sabe que la cruz precede a la corona.

Y al ceñírsela él mismo —no como símbolo imperial, sino como custodia del sacrificio—, sus labios pronunciaron con voz baja, pero clara:

Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam

Hágase Tu voluntad, Señor, no la mía.

Un viento cruzó la nave. Y por un instante, el humo del incienso y el polvo del templo formaron una columna que ascendía hacia lo alto, como si el sacrificio de siglos hubiera sido finalmente aceptado.

La Iglesia, destruida, volvía a respirar.

La Visión del Mundo Ante la Coronación

No había grandes redes globales, ni cadenas satelitales permanentes. La infraestructura del viejo orden digital había colapsado hacía tiempo. Sin embargo, como si una mano invisible hubiera tejido los hilos de una última conexión, la coronación de Petrus II fue retransmitida simultáneamente. el Reino Cristiano lo hizo posible, transmitió la coronacion, solo la reina y los orfebres sabian de la corona y lo que se iba a hacer, ni cómo llegó a los dispositivos, pantallas, proyectores o incluso a los rudimentarios sistemas de ondas de radio del nuevo tiempo. Solo ocurrió.

El mundo lo vio.

El Imperio del Anomos no era una nación unificada, sino una entidad supranacional fragmentaria, diabólicamente estructurada. Como en la visión apocalíptica, se alzaba una Bestia con Nueve Cabezas, cada una un centro de poder cultural, económico o espiritual, gobernando regiones enteras de Europa o el mundo conocido. Cada cabeza era una ciudad-estado, corazón palpitante de una ideología distinta, todas al servicio de una mente única: el Emperador de las Diez Naciones. Los Diez Cuernos representaban sus instrumentos de gobierno: nueve gobernadores delegados —uno por cabeza— y él mismo, el décimo, como vértice del mal, el Anomos.

Las ocho cabezas europeas, junto con la novena, Jerusalén, quedaban así distribuidas:

1. París: Gobierna: Francia e Iberia (España y Portugal). Rasgo: Ingeniería bioética. Aquí se diseñaban cuerpos sin alma, se gestaba una nueva humanidad sometida por tecnologías de manipulación genética, y se ejecutaba la erradicación de las memorias culturales mediante reprogramación mental. Es el centro de la “nueva carne”.

2. Bruselas: Gobierna: Países Bajos, Flandes, Luxemburgo y partes de Renania. Rasgo: Burocracia global y legislación tecnocrática. Desde sus laberintos jurídicos se dictaban los marcos legales para el imperio, despojando a los pueblos de todo derecho natural.

3. Berlín: Gobierna: Alemania centro-norte, y territorios hasta el Báltico. Rasgo: Militarismo robótico y vigilancia absoluta. Era la base de los ejércitos mecanizados y del control por IA, donde se forjaban soldados sin voluntad y drones con capacidades destructivas autónomas.

4. Londres: Gobierna: Islas Británicas. Rasgo: Finanzas apátridas y comercio espiritual corrupto. Desde aquí se manejaban las redes de intercambio de “experiencias religiosas” digitalizadas, y se vendía fe sintética como producto cultural.

5. Estambul: Gobierna: Tracia, Asia Menor y el Egeo. Rasgo: Anomia cultural y disolución de la ley natural. Es la capital de la subversión ontológica, donde toda estructura legal, ética o religiosa ha sido eliminada para establecer un caos funcional.

6. Viena: Gobierna: Mitteleuropa — Suiza, Austria, Italia, Eslovenia, Croacia y hasta los confines de Hungría y la antigua Bohemia. Rasgo: Laboratorio de manipulación sentimental y reconstrucción simbólica. Aquí se reescribía la historia emocional de los pueblos, manipulando afectos colectivos mediante drogas neurosensibles y espectáculos masivos. Es la cabeza que más se empeñó en desacralizar Roma y destruir su memoria.

7. Atenas: Gobierna: Balcanes y Grecia. Rasgo: Contraiglesia mundial y mística invertida. Era la sede de una parodia de religiosidad que amalgamaba doctrinas orientales, pseudo-teología sincrética y culto al Anomos. Desde aquí se predicaba el dogma de la redención humana sin Dios.

8. Praga: Gobierna: Bohemia, Eslovaquia, Moravia y sectores del sur de Polonia. Rasgo: Control de la memoria y cultura textual. Antiguo centro de letras y pensamiento, ahora reconvertido en custodio de la manipulación del lenguaje y de la censura absoluta. Aquí se reconfiguraban los libros, se reescribía la historia, y se convertía la verdad en sospecha.

9. Jerusalén: Gobierna: Territorios de Palestina, zona del Sinaí, acceso espiritual y financiero global. Rasgo: Centro de convergencia espiritual pervertida y control financiero del Templo invertido. Se ha erigido aquí una réplica blasfema del Santo de los Santos, donde el Anomos pretende recibir culto mundial. Es la cabeza más ambiciosa, la garganta por donde fluye la sangre del sistema: capitales, dogmas, sumisiones y pactos con las fuerzas orientales.

Por encima de las nueve cabezas, el décimo cuerno es el propio Emperador. No gobierna una región, sino el espíritu del sistema. Es el principio rector del desorden hecho orden. No necesita territorio: su poder es la sumisión voluntaria, la obediencia inducida, el dominio a través del nihilismo convertido en culto. Su sede se traslada según las necesidades, aunque su fortaleza principal se halla en la “Ciudad Acristalada” del norte, oculta y protegida, desde donde dirige las operaciones globales.

La Respuesta del Anomos ante la Coronación Pontificia

En la vasta llanura que une Europa Central, Viena se erguía aún, aunque presa y asediada. La ciudad, otrora joya imperial y centro neurálgico del arte, la cultura y la diplomacia, era ahora un laboratorio sombrío donde se había invertido toda la historia y se manipulaban las emociones y memorias de sus habitantes para doblegar su voluntad. Desde sus torres ennegrecidas, sus emisarios extendían la sombra sobre la antigua Mitteleuropa, incluyendo Suiza, el norte de Italia y el corazón de Hungría. Era una cabeza de la Bestia, pero sitiada por fuerzas exteriores: Rusia y Polonia, que luchaban por liberar territorios cristianos, y Hungría que, desde el oriente, mantenía su propia resistencia con un fervor ancestral.

El Emperador Anomos, desde su fortaleza acristalada en el norte, contemplaba el mapa holográfico de Europa. Viena, vital para sostener el control sobre la memoria y la cultura, estaba bajo una presión constante que amenazaba con romper su dominio. Cada día que pasaba sin reforzar su poder era un día más cerca del colapso. Sin embargo, la aparición de la coronación del Papa Petrus II, solemnizada por la Reina de los Hispanos, alteraba la ecuación de poder. La transmisión había cruzado fronteras, llegando incluso a la fortaleza del Emperador, desafiando la hegemonía espiritual del Anomos.

En la gran sala del consejo, donde la penumbra se entrelazaba con símbolos arcanos y tecnología de punta, la imagen vibrante de la coronación se proyectó con una nitidez sobrecogedora. Petrus II aparecía vestido con la Tiara de las Tres Coronas, reluciente con metales y gemas de toda Hispanoamérica y España, mientras la Reina, imponente y solemne, depositaba la corona sobre su cabeza. El eco de sus palabras latinas.

En la cámara imperial del norte, una torre de cristal oscuro cuya geometría desafiaba toda lógica humana, el Consejo de los Diez permanecía en absoluto silencio. Las paredes refractaban una luz tenue que parecía absorber la esperanza misma, mientras en el gran vidriado se proyectaba la transmisión que llegaba desde las ruinas de Roma. Allí, Petrus II alzaba la Tiara Tricoronada, forjada con la plata de Potosí, el oro de Chordeleg y las gemas de toda Hispanoamérica, coronado solemnemente por la Reina Hispánica. Entre los escombros del Letrán, una cruz iluminada se elevaba, símbolo vivo de una fe renacida, y la antigua fórmula reverberaba en la sala:

“Accipe Tiáram tribus coronis ornatam, et scias te esse Patrem principum et regum, Rectorem orbis, et in terra Vicarium Salvatoris nostri Iesu Christi.”

El Emperador, oscuro y solemne, no pestañeaba. La imagen de Petrus II parecía quebrar el conjuro que sostenía aquella arquitectura de tinieblas. La Bestia de nueve cabezas —las ciudades-estado que fragmentaban Europa bajo su yugo— era la manifestación viva de un orden decaído y desesperado.

Las nueve cabezas representaban el poder secularizado, las ciudades-estado donde la casta tecnocrática, esotérica o militar ejercía su dominio. París, soberana sobre Francia e Iberia, cultivaba la ingeniería bioética, gestando cuerpos sin alma. Bruselas controlaba la maquinaria burocrática que sustentaba la ficción jurídica del imperio. Berlín era el núcleo del poder militar y robótico. Londres dominaba el archipiélago británico con su inteligencia financiera y el nuevo comercio espiritual. Estambul, convertida en capital anómica, disolvía toda ley. Viena, el laboratorio de manipulación psíquica y sentimental, se mantenía a duras penas, sitiada y en lucha con las fuerzas cristianas de Rusia y Polonia. Atenas, sacrílega y ocupada, albergaba una contraiglesia mundial. Y Jerusalén, la novena cabeza, era la garganta por donde fluían los capitales oscuros del sistema, el punto neurálgico de la Bestia.

Un general de Bruselas, pálido y tenso, rompió el silencio:

—“Roma ha caído por segunda vez…”

—“No,” replicó el Emperador con voz metálica, afilada como un rito oscuro, “Roma nunca muere. Solo duerme. Y ahora despierta el Espíritu de la Cristiandad.”

Se levantó. Su figura se alargó, proyectando una sombra que parecía devorar la luz.

Trazó en el aire un mapa invisible, señalando Viena y luego Jerusalén.

—“Dispongan un vuelo inmediato. Estaré en Jerusalén antes del alba. Es hora de que el mundo elija a quién servir.”

Una tecnócrata de Viena habló con voz cautelosa:

—“Majestad, las rutas aéreas ya no son seguras. París, Berlín y Londres han caído o están en manos de las fuerzas de la coalición hispano-ruso-polaca. Tropas sitiadoras controlan Luxemburgo y el norte. Polonia ha sitiado Viena, aunque con dificultades. Solo permanecen bajo nuestro control Estambul, Atenas y Jerusalén. Las defensas aéreas están activas y cualquier vuelo directo podría ser derribado.”

El Emperador frunció el ceño, la tensión cortaba el aire.

—“Entonces no volaremos: abriremos el cielo a fuego. Activen el protocolo Sitra Ahra. Que los cimientos de Letrán tiemblen antes de que la Cruz se alce del todo.”

—“La señal ya fue enviada, Majestad. Pero muchos la han recibido con júbilo. En América Hispana, México, Lima, Bogotá, Buenos Aires, Quito, Asunción y más, las campanas repican y la cristiandad periférica se ha unido. Roma ha vuelto, y con ella el Papa verdadero.”

El Emperador caminó hacia el ventanal. Afuera, los cielos del norte brillaban con auroras artificiales y enjambres de drones de guerra.

—“Entonces que vean mi rostro... y conozcan el suyo.” Pausó y susurró, como dialogando con una presencia invisible. —“Ha comenzado. El Cordero ha vuelto... pero esta vez, la Bestia está lista.”

Mientras Viena resistía con desesperación, entre bombardeos y ataques de guerrillas cristianas, las fuerzas del Anomos organizaban su último movimiento. La ciudad, otrora joya imperial, se había convertido en un campo de batalla psíquico, donde se retorcía la voluntad de sus habitantes bajo la manipulación sentimental y los gases del miedo.

En Hispanoamérica, la coronación del Papa Petrus II era un faro de esperanza y unidad, un símbolo que trascendía la política y la guerra. La Reina, ante su pueblo y el mundo, proclamaba:

—“No entregamos solo una corona; entregamos la esperanza de un mundo nuevo, fundado en la verdad y la justicia de Cristo. Que esta Tiara sea la luz que guíe a todos los pueblos oprimidos.” dijo finalmente la Reina de los Hispanos.

Y así, mientras en el corazón de Europa la Bestia tambaleaba, y en el Nuevo Mundo los pueblos celebraban un renacer espiritual, el Emperador se preparaba para el enfrentamiento definitivo en Jerusalén.

Megido aguardaba.

El mundo contenía el aliento...

En Beijing, el Comité Estratégico observaba con atención la transmisión. El rostro de Petrus II aparecía recortado entre columnas devastadas, pero su voz —traducida en tiempo real por sistemas de inteligencia artificial aún funcionales— llegaba clara:

“Con la gracia de Dios, y por la sangre de los testigos, la Iglesia no ha muerto. Se levanta desde las ruinas para anunciar que el Reino del Cordero se aproxima.”

—“¿Profecía o amenaza?” —preguntó un ministro de defensa.

—“Es lo mismo,” respondió el Primer Secretario.

—“La cruz vuelve a arder en Europa,” añadió otro, inquieto.

El presidente de la Unión India no miraba la pantalla. Contemplaba un mapa donde Megido ya estaba marcado con rojo.

—“No podemos permitir que la fe se transforme en bandera de guerra,” dijo.

—“Es demasiado tarde,” replicó el enviado japonés. “El mito ha despertado.

Los satélites captaban movimientos inusuales en el valle de Jezreel y en los flancos del Monte Megido.

Las fuerzas del Anomos habían desplegado su línea defensiva final, y las tropas aliadas, comandadas por generales rusos, hispanos y árabes conversos, comenzaban el despliegue. Era inminente. Era final. Era el día que los profetas habían anunciado, el día en que las potencias del cielo se conmoverían, y las naciones beberían el cáliz de su propia impiedad.

Tres días quedaban.

Tres días para que se cumpliera la visión de Zacarías, el lamento de Joel, la palabra del Señor que había dicho:

"Congregaos, naciones, y venid al valle de Josafat, porque allí me sentaré a juzgar a todas las naciones de alrededor." (Jl 3,12)

Tras la coronacioón Pedro II se puso de pie. Levantó la cruz procesional, subió los tres escalones del presbiterio y mirando hacia lo alto, hacia donde la cúpula destruida aún dejaba pasar la luz, proclamó:

“Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam.”

El viaje del Emperador Anomos hacia Jerusalén no fue un simple desplazamiento; fue una demostración brutal del poder y la desesperación que marcaban los tiempos. Partió desde la Ciudad Acristalada, su fortaleza oculta en el norte, a bordo de un vehículo aéreo hipersónico, único en su especie: un coloso de titanio y plasma, capaz de romper las barreras del sonido y desintegrar las defensas convencionales.

Mientras surcaba la estratósfera en su vertiginoso descenso, las fuerzas leales al nuevo orden cristiano, conscientes de la importancia simbólica y estratégica del viaje, desplegaron una emboscada sin precedentes.

Desde posiciones ocultas, los cazas interceptores y los drones kamikazes del Reino Cristiano desataron un infierno de fuegos cruzados. Misiles guiados, láseres pulsantes y redes electromagnéticas convergían en una danza mortal contra el aparato del Emperador.

Los proyectiles hipersónicos cortaban el aire con estelas incandescentes, buscando perforar la blindadura casi impenetrable de la nave, mientras los sistemas de defensa activa respondían con ráfagas de plasma y pulsos de energía que desintegraban o desviaban los ataques con precisión quirúrgica.

El vuelo se convirtió en una batalla aérea a velocidades imposibles, donde la muerte y la destrucción danzaban al borde del abismo de la atmósfera. Pero el Emperador, ensimismado en su misión, permanecía impasible, protegido no solo por la tecnología sino también por una voluntad férrea y oscura, una negación absoluta a caer ante los designios que la corona de Petrus II representaba.

Finalmente, tras esquivar la muerte en repetidas ocasiones, la nave atravesó el último umbral aéreo y descendió hacia Jerusalén, ciudad-estado convertida en el epicentro del poder invertido, donde la cabeza más ambiciosa de la Bestia esperaba acoger al Emperador.

El ataque hipersónico no había sido solo un intento de aniquilar; fue un mensaje: la guerra espiritual y política estaba en su apogeo, y Jerusalén, más que nunca, sería el escenario de la confrontación final entre la sombra y la luz.

Pars Tercia: Escatología final 

El alba no llegó. La hora tercera había pasado y el sol, detenido en su órbita, no ascendía sobre Roma. La penumbra cubría la Urbe como un sudario, y el cielo de Italia, plomo inmóvil, parecía aguardar una palabra. El firmamento, mudo, no se abría aún, como si supiera que la consagración del mundo estaba próxima.

Pedro II descendió solo hacia el altar mayor de la basílica devastada. La tiara ceñía su cabeza como triple testimonio de cruz, gloria y martirio. El baldacchino de Bernini yacía destruido; ángeles caídos, columnas quebradas y palmas de bronce derribadas componían un silencio de ruina. Sólo la piedra original del altar, colocada sobre la tumba del Apóstol Pedro, permanecía intacta, inamovible, clamando desde sus cimientos: Tu es Petrus.

No hubo trompetas, ni canto, ni órgano. Sólo el susurro del viento colándose entre los escombros. El Papa se arrodilló, no por humillación, sino por adoración. No había manteles ni cálices preciosos; el cáliz era de barro cocido, la patena de madera tallada. Las vestiduras, blancas, antiguas y remendadas, contrastaban con la majestad invisible pero presente: Cristo estaba allí.

Introibo ad altare Dei —susurró Pedro II.

Los pocos fieles que lo rodeaban, de rodillas sobre las losas rotas, respondieron temblando:

Ad Deum qui lætificat juventutem meam.

El Papa comenzó el último Confiteor, y con él, el mundo entero —desde las catacumbas de Siberia hasta las ruinas de Alepo, desde las costas del Perú hasta las favelas del Brasil— lo recitó en todas las lenguas. Se confesaron los mártires, los huérfanos, los ancianos, los sobrevivientes:

Confiteor Deo omnipotenti... et vobis, fratres...

Y el eco fue universal.

La Epístola fue proclamada desde el corazón, tomada de la Segunda a Timoteo:

He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe. Ahora me espera la corona de justicia...

El Evangelio no fue leído, sino encarnado:

Y verán al Hijo del Hombre viniendo en las nubes del cielo con gran poder y gloria...

No hubo incienso ni procesión. Un niño se adelantó con pan y vino en las manos. Lo había recogido de entre los escombros de un monasterio franciscano en el norte de Roma. El Papa lo recibió entre lágrimas. Sobre la piedra desnuda del altar susurró:

Suscipe, sancte Pater, hanc oblationem...

Y el Canon comenzó. Un silencio absoluto envolvió la tierra. En Megido, los generales orientales sintieron un escalofrío. En Jerusalén, los nuevos conversos judíos, escondidos bajo tierra, se postraron. En África, los últimos musulmanes bautizados entraron en ayuno. Nadie lo sabía, pero todos intuían: algo santo estaba naciendo.

Pedro II alzó el pan y dijo:

Hoc est enim Corpus Meum...

Y después, con voz temblorosa:

Hic est enim Calix Sanguinis Mei...

En ese instante, un temblor suave recorrió Roma. El pan consagrado brilló brevemente. Las campanas, fundidas hacía años para fabricar armas, repicaron desde las torres destruidas, solas, sin manos que las movieran.

Pax Domini sit semper vobiscum —proclamó el Papa.

Desde los rincones del mundo, una sola voz respondió:

Et cum spiritu tuo.

Uno a uno, los fieles se acercaron, de rodillas, llorando, heridos, vestidos de harapos, sabiendo que aquella era la Última Cena de la historia temporal. Pedro II les ofrecía el Cuerpo de Cristo con la solemnidad de los siglos:

Corpus Domini nostri Iesu Christi custodiat animam tuam in vitam æternam.

Al concluir la comunión, ocurrió.

El cielo se oscureció por completo. Sobre Tierra Santa no amaneció. Un eclipse total —no astronómico, sino eterno— cubrió el mundo en la hora undécima. Las estrellas desaparecieron. El viento se detuvo. El mundo entró en la Noche de Dios.

Pedro II se postró en tierra. No habló ni lloró. Sólo pronunció una palabra con el peso del Génesis y del Apocalipsis, de la Cruz y del Resucitado:

Consummatum est.

El eclipse había comenzado. Las pantallas del mundo se apagaron. No había señal porque la luz misma del tiempo había sido retirada. Durante ocho minutos, la oscuridad más densa cubrió la creación. Pero no era tiniebla de muerte, sino de gestación. El firmamento se volvió un útero que aguardaba al Esposo.

En el centro de la basílica, Pedro II permanecía inmóvil. Sostenía un Evangeliario desgarrado y comenzó a proclamar, desde la memoria más antigua, las palabras que dieron origen al cosmos:

In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum...

No se necesitó micrófono. La Palabra hablaba por sí sola, resonando en la piedra, en la sangre, en los corazones.

Omnia per ipsum facta sunt... et sine ipso factum est nihil quod factum est.

Las piedras vibraron. Los huesos de los mártires despertaron. Los astros se estremecieron.

Et Verbum caro factum est, et habitavit in nobis...

Cuando concluyó la proclamación, el eclipse cesó.

No regresó el sol. Surgió una luz que no era de este mundo: una aurora que no venía del oriente, sino de lo alto. Jerusalén fue envuelta en oro. El tiempo se detuvo. Los relojes cesaron. La historia había terminado.

Pedro II cerró el libro, lo besó y mirando hacia el Oriente pronunció:

Et veniet...

Desde una cueva cercana al Cedrón, una comunidad católica clandestina —formada por judíos recién bautizados— rescató una custodia antigua, rota, recompuesta con alambre. En ella colocaron una Hostia consagrada que habían conservado en secreto desde la última misa. La elevaron sobre el Monte Sion. Sin música, escolta ni palabras.

Sólo Jesús, expuesto.

Al ver la Hostia, el mundo se postró. Las tropas de Megido, listas para atacar, salieron de sus refugios. Pero no dispararon. No pudieron. Una brisa invisible, fría y luminosa, atravesó sus filas. Uno a uno cayeron, como hojas secas, sin herida, sin ruido. Como en Egipto, la noche del décimo signo, el ángel del Señor había pasado. La era del hombre había terminado.

Sólo quedó Cristo. Expuesto. Silencioso. Vivo.

Entonces se terminó el tiempo de Filadelfia. La Iglesia fiel, la que no negó su nombre. Desde Jerusalén hasta Lima, desde Moscú hasta Quebec, todos los fieles cayeron de rodillas. Los tabernáculos se abrieron. Las Hostias fueron expuestas. Comenzaron cantos de adoración, no por liturgia aprendida, sino por instinto de alma redimida.

Era la procesión del Cordero, en la historia transfigurada.


Galo Guillermo Farfán Cano 

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