Abusus synodi generat haeresim. Non omnia collegialia sunt catholica.
Reflexión
La deriva sinodal: del conciliarismo al neoprotestantismo alemán.
En la historia eclesiástica, pocas desviaciones han mostrado una capacidad de regenerarse con tal mutabilidad y persistencia como el conciliarismo, aquella herejía doctrinal que pretendía subordinar el Primado de Pedro a la autoridad de los concilios ecuménicos, y que fue condenada solemnemente en el mismo Concilio de Constanza que, con sus luces y sombras, sostuvo en última instancia que el Papa no está por debajo del Concilio, sino que, como sucesor de Pedro, es su cabeza y garante de la unidad visible de la Iglesia. Este principio, más que una conclusión disciplinaria, se funda en la estructura divina de la Iglesia según el orden querido por Cristo en la economía de la salvación. Y aunque ya hemos tratado esta oikonomía en su desarrollo histórico y trinitario en otra parte, hoy se hace necesario exponer una de sus amenazas más actuales: la transformación del conciliarismo condenado en una forma renovada de sinodalismo, imprecisa, ambigua y profundamente peligrosa, que amenaza con romper la comunión eclesial desde dentro, como un nuevo protestantismo disfrazado de participación.
La situación más alarmante de este fenómeno se vive hoy en Alemania, donde un grupo significativo de obispos, teólogos y estructuras eclesiásticas han promovido y formalizado lo que llaman el Camino Sinodal, presentándolo como una instancia de renovación profunda de la Iglesia, cuando en realidad constituye una inversión del orden eclesial y doctrinal tradicional, que ya no reconoce, en la práctica, ni el Primado de Pedro, ni el Magisterio universal, ni la Tradición recibida como norma de fe. Esta sinodalidad sin forma teológica clara, impulsada desde el mismo pontificado del papa Francisco —a menudo con silencios que inquietan más que con definiciones—, ha sido adoptada por la Iglesia alemana como si fuera la norma futura de toda la Iglesia universal, sin haber sido jamás definida, ni aprobada en sus contenidos concretos.
El problema, sin embargo, no es meramente terminológico. No se trata de discutir si el término “sinodalidad” es válido o no, sino de advertir con claridad los frutos venenosos que ya ha producido esta praxis deformada. En nombre del sínodo, en Alemania se está impulsando —en ciertos casos formalmente— el acceso al sacerdocio de mujeres, la bendición de uniones contrarias al orden natural, la negación implícita del pecado como ofensa a Dios, la relativización de la Revelación en nombre de la cultura contemporánea, y la aceptación de estructuras doctrinales abiertamente incompatibles con la fe católica. En otras palabras, se ha instaurado una forma nueva de protestantismo, más sutil, más estructurada, pero no menos destructiva que la de Lutero, con la diferencia agravante de que esta vez los que dividen lo hacen desde dentro, sin romper formalmente, pero desfigurando radicalmente la fe.
Y hay más. El elemento económico que sustenta esta estructura ha alcanzado niveles de corrupción doctrinal que deben ser nombrados con su nombre teológico exacto: simonía. El llamado Kirchensteuer —el impuesto eclesial obligatorio que el Estado alemán recauda y transfiere a la Iglesia— constituye hoy no solo una fuente de ingresos, sino un mecanismo de control ideológico. Numerosos fieles laicos, al descubrir que sus contribuciones se destinan a financiar estructuras que promueven el aborto, la eutanasia, el adoctrinamiento ideológico antievangélico y una pastoral moralmente deformada, han decidido abstenerse legítimamente de pagar dicho impuesto. ¿Cuál ha sido la respuesta de la jerarquía local? Enviarles una carta de apostasía formal, notificando que han abandonado la Iglesia, negándoles el acceso a los sacramentos e incluso a los funerales cristianos. Esta práctica no solo es teológicamente escandalosa; es moralmente ilícita y jurídicamente abusiva. Convertir la pertenencia a la Iglesia en un acto condicionado al pago de una tasa estatal es vender la gracia, y por tanto constituye simonía en sentido estricto: venditio rerum spiritualium.
La gravedad de la situación no puede ser subestimada. En Alemania no estamos ya ante un proceso de debate interno o de búsqueda pastoral; estamos ante un cisma de facto, no declarado, pero vivido, sostenido, financiado y promovido con estructuras propias. Se trata de una ruptura real en la fe, en la comunión sacramental y en el vínculo de obediencia a la Sede Apostólica. La unidad doctrinal ya no existe. El magisterio es sistemáticamente rechazado. Los sacerdotes que predican la doctrina tradicional son censurados, y en algunos casos perseguidos por su fidelidad. El mismo padre Santiago Martín ha narrado cómo un sacerdote alemán le confesó que sus homilías deben ser revisadas antes de ser pronunciadas, no por razones litúrgicas, sino para evitar “ofender” los principios de inclusión ideológica que dominan la Iglesia local. Este control no es pastoral; es totalitarismo teológico.
El riesgo aquí no es solo el de una división regional. Lo que se está gestando es una teología eclesiológica nueva, opuesta al orden católico, donde el sínodo —mal definido, mal estructurado y sin autoridad sacramental propia— se convierte en el órgano supremo de definición doctrinal, desplazando al Papa, relativizando el depósito de la fe, y adaptando la verdad revelada a los deseos de la cultura secular. Es, en otras palabras, una recaída conciliarista, aunque ya no bajo el nombre de concilio, sino bajo el eufemismo amable de “camino sinodal”. Pero la lógica es la misma: sustituir la estructura querida por Cristo por una estructura deliberativa, asamblearia y secularizada.
En este punto, resulta necesaria una comparación decisiva. Así como el protestantismo luterano rompió con la Iglesia bajo el lema de las “solas” —sola Scriptura, sola fide, solus Christus—, y rechazó el magisterio petrino en nombre de una autoridad extrínseca, ahora nos encontramos ante una forma de protestantismo intraeclesial, cuyo principio no es sola Scriptura, sino solum consilium —solo el sínodo—, es decir, la suplantación práctica del gobierno apostólico por una democracia ideológica sin contenido dogmático definido. Es exactamente lo que ha sucedido en Oriente tras el rechazo del Concilio de Florencia, cuando el patriarca, cabeza visible del sínodo, fue subordinado por sus propios obispos, desautorizando una decisión doctrinal tomada en concilio ecuménico. El mismo patrón se repite ahora, no con patriarcas, sino con obispos alemanes, que subordinan su autoridad sacramental al consenso ideológico de comités sinodales.
Ni el Concilio Vaticano II, ni el Código de Derecho Canónico, ni el Magisterio pontificio previo han jamás autorizado una estructura como la que hoy se vive en Alemania. No existe una “Iglesia nacional” con derecho a definir dogmas. No existe una sinodalidad desligada del Primado. No existe una forma legítima de Iglesia que contradiga el depósito de la fe y permanezca en comunión con Roma solo en apariencia. Y si desde la Sede Apostólica no se declara explícitamente el cisma que ya está en acto, la responsabilidad recae entonces sobre los obispos fieles, sobre los teólogos católicos y sobre los fieles bien formados, que no pueden permanecer en silencio mientras la Iglesia es usada como instrumento de disolución doctrinal.
La caridad exige claridad. Y la fidelidad exige valentía. El “camino sinodal” alemán no es una expresión legítima del sensus fidelium, sino una expresión organizada del sensus secularis. No es el fruto del Espíritu Santo, sino el resultado de décadas de teología disidente, de clero acomodado y de estructuras financiadas por un dinero que ya no responde a la evangelización, sino al mantenimiento de una institución sin alma. Esta es, en toda regla, una forma de herejía y de cisma latente, que debe ser desenmascarada antes de que corrompa otras partes del cuerpo eclesial.
Quien ama a la Iglesia debe decir la verdad. Quien cree en la unidad, no puede aceptar falsificaciones. Quien guarda la fe, no puede venderla por un consenso. Porque si Pedro ha recibido las llaves del Reino, ninguna asamblea sinodal puede reemplazarlo. Y si Cristo ha fundado su Iglesia como una, santa, católica y apostólica, entonces ninguna estructura que niegue su unidad visible, su santidad doctrinal y su vínculo apostólico puede ser considerada parte de ella, aunque aún conserve su fachada.
Advertencia final del laico fiel: desde la comunión con la Iglesia, a los que promueven el error
Y ahora, yo, laico católico, hijo de la Iglesia, bautizado en la fe una, santa, católica y apostólica, sin pretensión de jurisdicción, pero con el deber de conciencia que me impone mi bautismo, elevo esta advertencia, no como condena sacramental, sino como denuncia profética, ante el escándalo público y la herejía manifiesta que se perpetra en la Iglesia de Alemania, y en todo lugar donde el Evangelio es pervertido en nombre del mundo.
No hablo por mí, sino en comunión con los santos, con los mártires, con los doctores, con el Magisterio perenne y con la fe de los sencillos.
“A quienes con soberbia han trastocado la doctrina revelada; a quienes financian con dinero de los fieles el pecado que clama al cielo; a quienes bendicen el desorden, promueven el error, y silencian la verdad; a quienes profanan la casa de Dios con ideologías contrarias al Evangelio...”
...a todos estos, les advertimos en el nombre de Jesucristo, que su comunión con la Iglesia está rota en espíritu, aunque permanezca formalmente no declarada; que su enseñanza conduce a la perdición, y no a la salvación; que su pecado es grave, y que su juicio será más severo si no se arrepienten y se convierten.”
“No les condenamos, pero sí les decimos lo que dice la Iglesia: quien permanece en la herejía sabiendo que es herejía, ya está fuera del Cuerpo de Cristo, y si no vuelve, se expone a la condenación eterna. Les advertimos, como se advirtió a los apóstatas, a los cismáticos, a los corruptores del pueblo de Dios, que las tinieblas exteriores, el llanto y el crujir de dientes, no son metáforas, sino realidades eternas. No hablo con poder, sino con temblor. Pero callar sería traicionar.”
Por tanto, me uno espiritualmente al clamor de los fieles perseguidos, de los sacerdotes silenciados, de los católicos fieles que han sido tratados como enemigos por negarse a financiar con su conciencia la apostasía de los poderosos. Y con ellos, desde lo profundo de mi pequeñez, digo:
“Advertimos a quienes promueven esta falsa sinodalidad, que el juicio de Dios no se pospone con asambleas. Advertimos a quienes venden la fe por el aplauso del mundo, que el fuego eterno no se extingue con votos. Advertimos, con temor, no por odio, sino por amor, que quien destruye el templo de Dios será destruido por Dios.”
Y me encomiendo a María, Madre de la Iglesia, Reina de los confesores, para que interceda por la conversión de todos los que, aún dentro, ya viven como fuera.
“Convertíos, porque aún no ha sonado la última trompeta. Volved, porque Cristo no ha cerrado aún la puerta. Pero no se os podrá decir que no fuisteis advertidos.”