Sola Fide

Análisis

Refutación de la doctrina de la “Sola Fide”

Definiciones Fundamentales y Fundamento Racional

Una doctrina no se puede evaluar con justeza si no se entiende antes el significado preciso de los términos que emplea, especialmente cuando se trata de realidades espirituales profundas como la fe, la gracia, la justificación y las obras. Toda discusión teológica seria exige, como enseña la filosofía primera, comenzar por la definición de los conceptos para no caer en equívocos. Por ello, antes de entrar en la crítica bíblica o histórica de la doctrina protestante de la sola fide, es necesario establecer con claridad las nociones fundamentales implicadas, tal como han sido entendidas por la tradición cristiana en su integridad, particularmente desde la metafísica realista y moral del tomismo.

1. ¿Qué es la fe?

La fe, en su sentido más profundo, no es una simple opinión ni una emoción religiosa, sino una virtud teologal infundida por Dios. Según la enseñanza clásica, “la fe es el asentimiento del entendimiento a la verdad revelada por Dios, movido por la voluntad bajo la moción de la gracia”. Esta definición, atribuida a Santo Tomás de Aquino, une la dimensión intelectual (el acto del entendimiento que da su asentimiento) con la dimensión volitiva (la voluntad movida por Dios que ordena el intelecto a la verdad).

"Fides est actus intellectus assentientis veritati divinae ex imperio voluntatis a Deo motae per gratiam."

Desde esta perspectiva, la fe es un acto sobrenatural, pues su objeto formal no es simplemente una verdad natural, sino la verdad revelada por Dios, aceptada como tal por la autoridad de quien la revela. Esta autoridad no es otra que Dios mismo, que ni puede engañarse ni engañarnos.

La fe, por tanto, no es una confianza subjetiva ni una decisión personal arbitraria, sino una adhesión intelectual a lo que Dios ha dicho, mediada por la gracia. En tanto que virtud, no es un mero acto puntual, sino una disposición estable del alma hacia el bien del intelecto, es decir, la verdad revelada. Esta disposición se convierte en hábito, pero no en un hábito natural como el conocimiento científico, sino en un hábito sobrenatural que perfecciona al entendimiento por encima de sus propias fuerzas.

2. ¿Qué es una virtud?

Para comprender la naturaleza de la fe como virtud, debemos antes entender qué es una virtud. En filosofía moral, y especialmente en la tradición aristotélica-cristiana, se define la virtud como “una disposición habitual y firme para hacer el bien”. En Santo Tomás, se lee: “Virtus est bonum habitus mentis, quo recte vivitur, et a quo nullus male utitur” —es decir, una disposición buena del alma que permite vivir rectamente y que no puede ser mal usada.

"Virtus est habitus bonus quo recte vivitur et a quo nullus male utitur."

Las virtudes morales, como la templanza, la justicia, la fortaleza y la prudencia, perfeccionan las potencias humanas en el orden natural. Pero hay virtudes superiores, llamadas teologales, que no tienen su origen en el hombre, sino en Dios, y que ordenan al hombre directamente hacia Él.

3. ¿Qué es una virtud teologal?

Las virtudes teologales son tres: fe, esperanza y caridad. Se llaman así porque tienen a Dios como origen, motivo, y fin. La fe nos hace creer en Dios y en lo que Él ha revelado; la esperanza nos hace desear y esperar los bienes eternos prometidos por Dios; la caridad nos hace amar a Dios por sí mismo y al prójimo por amor a Dios.

Estas virtudes no pueden adquirirse por repetición de actos, como las virtudes morales, sino que son infundidas directamente por Dios en el alma del creyente, y solo pueden ser vividas en estado de gracia. Su ejercicio exige cooperación libre, pero su principio eficiente es siempre la gracia. Santo Tomás explica que: “Las virtudes teologales disponen al hombre para vivir en relación a Dios en cuanto fin último”.

"Virtutes theologicae sunt quibus homo recte ordinatur ad Deum ut ad ultimum finem."

En este marco, la fe no es un sentimiento ni una opción espiritual subjetiva, sino una participación en el conocimiento divino que trasciende nuestra razón sin contradecirla. Pero debe añadirse desde ya que esta fe no basta para justificar si no está unida a la caridad.

4. ¿Qué es la fe formada y la fe informe?

Aquí es fundamental la distinción tomista entre fides informis y fides formata. La fe sin caridad (fides informis) es una adhesión intelectual a la verdad revelada, pero sin la presencia del amor sobrenatural que une al alma con Dios. En cambio, la fides formata es la fe vivificada por la caridad, es decir, por el amor a Dios como bien supremo. Esta última es la que justifica, pues es el principio de unión real con Dios.

Santo Tomás es claro al afirmar: “La fe sin caridad no puede justificar, porque no une al hombre con su fin último, que es Dios”.

"Fides non potest iustificare sine caritate, quia non unit hominem fini ultimo, qui est Deus."

Por tanto, la fe como virtud teologal tiene necesidad de ser formada por la caridad para producir su efecto salvador. Esta es una verdad que ningún tomista coherente puede rechazar sin traicionar a su maestro.

5. ¿Qué es justificación?

En el lenguaje teológico, la justificación es el paso del estado de pecado al estado de gracia. No se trata simplemente de un perdón exterior, ni de una imputación legal, sino de una transformación interior del alma por la gracia. Santo Tomás la define como “el movimiento del alma del estado de injusticia al estado de justicia por la gracia de Dios”.

"Iustificatio est motus ab injustitia ad iustitiam per gratiam Dei infusam."

Es un acto divino, pero que incluye la libre cooperación del hombre bajo la moción de la gracia. No se trata de una mera declaración jurídica, como enseña la teología luterana, sino de una renovación interior real, que implica la infusión de las virtudes teologales y de los dones del Espíritu Santo. Por eso, el Concilio de Trento dirá que en la justificación “el amor de Dios es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (cf. Romanos 5,5).

6. ¿Qué se entiende por “obras”?

En la discusión sobre la justificación, es esencial distinguir entre distintos tipos de obras:

  • Obras de la ley: son las obras prescritas en la Ley mosaica, especialmente las de tipo ritual, como la circuncisión, el sábado, las prescripciones alimentarias, etc. Estas no justifican, porque pertenecen al orden pedagógico anterior a Cristo. San Pablo dice: “El hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo” (Gálatas 2,16).

  • Obras buenas naturales: son los actos virtuosos que un hombre puede hacer por sus propias fuerzas sin la gracia sobrenatural. Son moralmente valiosos en el orden natural, pero no meritorios para la vida eterna. Santo Tomás afirma: “Sin gracia, ningún acto humano es suficiente para merecer la vida eterna”.

"Nullus actus humanus sine gratia sufficit ad meritum vitae aeternae."

  • Obras hechas en gracia: son las obras que el cristiano realiza movido por la gracia santificante, como expresión de la fe y la caridad. Estas sí tienen valor salvífico, no por mérito humano autónomo, sino porque son fruto del Espíritu Santo en nosotros. En palabras de San Agustín: “Cuando Dios corona nuestros méritos, no corona otra cosa que sus dones”.

"Cum Deus coronat merita nostra, nihil aliud coronat quam dona sua."

Por tanto, cuando el Evangelio habla del juicio por las obras (cf. Mateo 25,31-46; Romanos 2,6), no se refiere a obras rituales o humanas naturales, sino a las obras del amor hecho carne en la existencia del creyente. El cristiano no se salva por sus fuerzas, sino por la gracia, pero esa gracia no es estéril, sino operante.

7. ¿Qué es la gracia?

La gracia es, en su definición clásica, una participación en la vida divina, que Dios infunde gratuitamente en el alma del hombre para hacerlo capaz de obrar sobrenaturalmente. Hay que distinguir:

  • Gracia actual: la gracia actual es una ayuda sobrenatural de Dios para actos saludables concedida en consideración a los méritos de Cristo. Enciclopedia Católica.

  • Gracia santificante: es la inhabitación estable de Dios en el alma, por la cual se convierte en “templo del Espíritu Santo” (1 Corintios 6,19). 

CIC. 1999 La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (cf Jn 4, 14; 7, 38-39):

«Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 17-18).

CIC. 2000 La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre la gracia habitual, disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina, y las gracias actuales, que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación.

La obediencia de Cristo no sustituye nuestra respuesta, sino que la hace posible: nos injerta en su obediencia. Su justicia se nos comunica para que vivamos como hijos, no para eximirnos de serlo. Santo Tomás explica que: “La gracia santificante es una cualidad del alma que la hace participante de la naturaleza divina”.

"Gratia gratum faciens est qualitas animae, per quam efficitur particeps divinae naturae."

Y añade que esta gracia capacita al hombre para vivir en caridad, cumplir los mandamientos y ser heredero de la vida eterna. Sin esta gracia, no hay salvación posible. Por eso, cualquier doctrina que afirme que la fe sola basta para justificar, sin incluir la gracia santificante y la caridad, está errando en lo más esencial del orden sobrenatural.

8. ¿Qué es caridad?

La caridad es la virtud teologal por la que amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo, y al prójimo por amor a Dios. No es solo filantropía ni emoción, sino participación en el amor mismo con que Dios se ama a sí mismo. La caridad es el vínculo de perfección (Colosenses 3,14) y el alma de toda vida cristiana. Santo Tomás enseña que “La caridad es la forma de todas las virtudes, porque las ordena al fin último”.

"Caritas est forma omnium virtutum, quia ordinat eas ad ultimum finem."

Por tanto, la caridad no adorna la fe; la constituye como virtud perfecta. Una fe sin caridad no puede unir al alma con Dios. Por eso, San Pablo afirma: “Si tuviera toda la fe, hasta mover montañas, pero no tengo caridad, nada soy” (1 Corintios 13,2).

Con estas definiciones claras, podemos abordar la crítica racional a la doctrina de la sola fide. Afirmar que la fe sola justifica, sin la caridad, sin las obras en gracia, sin la regeneración sacramental, no solo contradice la Escritura, sino que viola la antropología cristiana y la metafísica del obrar moral. El alma humana está hecha para amar, y el amor no es un añadido a la fe: es su forma, su vida, su verdad.

Por tanto, la sola fide, en cuanto afirmación absoluta de la suficiencia de la fe sin obras de caridad, es filosóficamente incoherente, teológicamente incompleta y espiritualmente peligrosa. En las siguientes secciones, mostraremos por qué.

Refutación Filosófica de la Doctrina de la Sola Fide

I. Fundamento filosófico del error protestante

La doctrina de la justificación por la sola fide —es decir, por la fe sola, desligada de las obras— es, en su raíz, una consecuencia del colapso del pensamiento teológico medieval bajo la influencia del nominalismo de Guillermo de Ockham, y más tarde del subjetivismo moderno de inspiración kantiana. La Reforma protestante no fue únicamente una crisis exegética o eclesiológica, sino, de forma más profunda, una crisis filosófica.

La teología católica —y, en general, toda la cristiandad anterior al siglo XVI, incluyendo a los Padres orientales— se desarrolla en el marco del realismo metafísico y objetivista, cuya síntesis culminante se encuentra en Santo Tomás de Aquino. En esta visión, el entendimiento humano es capaz de conocer la realidad objetiva, acceder a las esencias y emitir juicios verdaderos sobre el ser, el bien y el fin último. Si bien algunos Padres enfatizan la fe, lo hacen siempre dentro de una antropología participativa y sacramental. Aislados, estos textos pueden parecer protestantes, pero en contexto expresan la fe viva, actuante y eclesial, nunca una sola fide aislada.

Desde este paradigma, la naturaleza humana es inteligible y finalizada hacia el bien, y los actos humanos se perfeccionan por hábitos estables llamados virtudes.

En contraste, la base filosófica de la sola fide es radicalmente distinta. El nominalismo ockhamista —formación inicial de Lutero— niega que los conceptos universales (como “justicia”, “gracia”, “virtud”) correspondan a realidades objetivas. Son, para Ockham, meras etiquetas mentales (nomina), sin anclaje en esencias reales. Así, la relación entre Dios y el hombre deja de fundarse en la participación ontológica y pasa a depender de la sola voluntad soberana de Dios.

En este modelo, la justicia de Dios no se comunica, sino que se declara. La justificación se vuelve un acto externo: Dios llama justo al pecador sin transformarlo. Esta visión se radicaliza en Lutero, para quien la justificación es una imputación forense: Dios "cubre" el pecado del hombre con la justicia de Cristo, sin que haya cambio interior. Así nace su famosa expresión: simul iustus et peccator, “al mismo tiempo justo y pecador”, incompatible con la ontología tomista del ser y del obrar.

En el pensamiento moderno, esta visión desemboca en el subjetivismo kantiano, donde ya no se concibe la verdad como adaequatio rei et intellectus, sino como construcción del sujeto. La religión se reduce a la ética y la fe a un acto de sinceridad interior. En este marco, la “fe sola” se convierte en una experiencia subjetiva, desvinculada de la gracia, de la Iglesia, y de la caridad como forma del obrar teologal.

Conclusión inicial: La sola fide, tal como fue formulada en la Reforma y sostenida aún hoy por buena parte del protestantismo, descansa sobre un paradigma filosófico extrínseco al cristianismo tradicional, voluntarista, nominalista y subjetivista. Esta base es insostenible desde una antropología realista y una metafísica del ser. 

II. Objeciones protestantes y refutación escolástica

Sed contra I – La fe sola como único medio de adhesión a Dios

“Solo Cristo satisface la pena exigida por nuestros pecados... Por tanto, el hombre es justificado únicamente por creer en esta obra, sin necesidad de obras humanas.” & “El hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley.” (cf. Romanos 3, Gálatas 2, Efesios 2)  

“La fe sola basta porque es el medio exclusivo por el cual el alma se adhiere a Cristo y recibe la justicia de Dios, sin necesidad de obras previas o concomitantes.”

Objeción: Este argumento confunde la causa instrumental con la causa formal de la justificación. Aunque la fe es el instrumento mediante el cual el alma se abre a la gracia, no se basta a sí misma para obrar la unión salvífica con Dios. En la antropología cristiana clásica, el acto de fe debe ser perfeccionado por la caridad para alcanzar su efecto sobrenatural.

Respondeo: La fe verdadera no es un mero acto cognoscitivo ni un asentimiento emocional a una obra externa de Cristo. Debe estar formada por la caridad, es decir, por el amor sobrenatural a Dios, para que produzca justificación.

Fides sine caritate non unit animam Deo” —Santo Tomás de Aquino.

Sin este amor, la fe permanece informe, incapaz de unir al alma con su fin último. La fe sin caridad puede ser ortodoxa, pero no es salvadora.

Sed contra II – La justificación como imputación forense

“Nuestro pecado fue imputado a Cristo; su justicia nos es imputada como si fuera nuestra. Dios nos ve a través del manto de Cristo.” & “Justificación es que Dios nos declare justos, no que nos haga justos.” (cf. Romanos 4, 2 Corintios 5, doctrina de la imputación).  

“La justificación es un acto forense por el cual Dios declara justo al pecador que cree en Cristo, sin necesidad de transformación interior.”

Objeción: Este principio proviene del nominalismo, que concibe la justicia como una relación extrínseca. Pero en la tradición cristiana, y especialmente en el tomismo, la justicia es una cualidad del alma, no una simple etiqueta divina. Dios no puede llamar justo al que no lo es sin caer en contradicción con su verdad.

Respondeo: Dios no finge que somos justos: nos hace justos, mediante la infusión real de la gracia. La justificación es un acto ontológico, no meramente declarativo.

Iustificare impium est iustum facere ex iniusto per infusionem gratiae” —Santo Tomás.

La sola fide, al reducir la redención a una imputación sin transformación, niega la ontología de la gracia y de la vida nueva en Cristo.

Sed contra III – Las obras no justifican porque no son dignas

“Las obras no contribuyen a la justificación porque no pueden satisfacer la justicia de Dios.” & “Si es por gracia, ya no es por obras… no por obras, para que nadie se gloríe.” (cf. Efesios 2, Romanos 11)... “Las obras no justifican porque ninguna acción humana puede estar a la altura de la justicia de Dios; por tanto, solo la fe puede recibir gratuitamente la gracia.”

Objeción: Es cierto que ninguna obra hecha sin gracia puede merecer la vida eterna. Pero eso no implica que las obras hechas en gracia, es decir, como frutos del Espíritu y de la caridad, carezcan de valor salvífico. Esta confusión deriva de una visión pelagiana del mérito, que no es la enseñanza católica.

Respondeo: Las buenas obras, cuando proceden de la gracia, son meritorias no por su origen humano, sino porque Dios las corona como propias.

Meritum est ex hoc quod Deus nostra opera reputat digna praemio, quae tamen sunt ex ipso per gratiam.” —Santo Tomás.

Negar el valor de las obras en gracia es desconocer el dinamismo participativo de la economía de la salvación.

Sed contra IV – Las obras como fruto, pero no como causa

“Las obras no justifican. Son evidencia, no causa. El hombre es justificado antes de hacer el bien, y su fe salvadora produce obras como fruto inevitable.” (cf. Santiago 2 reinterpretado, Efesios 2:10)

Objeción: Esta proposición incurre en contradicción práctica. Si las obras son necesarias como evidencia de la fe salvadora, ya no puede hablarse con propiedad de sola fide. Además, si una fe sin obras no salva, no es realmente fe viva, sino una fe muerta (fides informis).

Respondeo: Si la caridad no está presente en el alma, no puede haber obras de caridad auténticas. Y si no hay caridad, la fe no justifica. Por tanto, las obras no son simples indicadores, sino expresiones reales del estado de gracia, sin las cuales no hay verdadera justificación.

Sed contra V – Toda gloria para Dios: por eso, sin obras humanas

Si las obras contribuyen a la salvación, entonces el hombre puede gloriarse. Solo la fe asegura que toda gloria vaya a Dios.” (cf. Romanos 3, 27; 1 Corintios 1, 29).

Sed contra V: “Si el hombre contribuye a su salvación mediante obras, entonces puede atribuirse mérito. Para que toda gloria sea de Dios, la salvación debe depender solo de la fe.”

Objeción: Este argumento presupone que el mérito humano excluye la acción divina. Pero la teología católica enseña que todo mérito procede de la gracia. La cooperación humana no anula la gloria de Dios, sino que la manifiesta más plenamente.

Respondeo: Dios no actúa en lugar del hombre, sino con el hombre. El hecho de que nuestras obras sean verdaderamente nuestras no excluye que sean obra de la gracia en nosotros.

Conclusión

La doctrina de la sola fide, tal como ha sido formulada y sostenida, descansa sobre:

  • el nominalismo, que destruye el vínculo entre los conceptos y las realidades;

  • el voluntarismo, que concibe la justicia como decreto, no como participación;

  • el subjetivismo, que transforma la fe en experiencia interior privada.

Frente a esto, la antropología cristiana enseña que el hombre está llamado a:

  • conocer la verdad (realismo),

  • amar el bien (caridad),

  • obrar libremente en gracia (cooperación meritoria).

La verdadera justificación es una regeneración interior, no una ficción jurídica. La fe sin caridad es muerta; la fe vivificada por la caridad justifica y transformaLa sola fide divide lo que Dios ha unido:

  • Fe y caridad, gracia y libertad, redención y transformación.
  • El pensamiento católico no niega la gratuidad de la salvación, sino que la afirma plenamente en el dinamismo participativo del amor.

Refutación Teológica de la Doctrina de la Sola Fide

Desde una visión católica de la Revelación, que se funda en la unidad inseparable entre fe y razón, entre gracia y libertad, entre Cristo y su Iglesia, la doctrina de la sola fide no puede sostenerse teológicamente sin caer en una simplificación inaceptable del misterio de la salvación. La fe, por sí misma, es absolutamente necesaria para agradar a Dios, como declara la Escritura: “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11,6). Pero no basta. Dios no ha revelado un Evangelio reducido a una fórmula jurídica, sino un camino de transformación interior, de participación en su vida divina, de unión con Cristo por el amor. Y ese camino es el que llamamos santificación, participación real en la gracia, en la verdad, en la justicia de Dios.

La fe sola no puede salvar, no porque la fe no sea divina, sino porque no es plena si no está informada por la caridad. La fe, en cuanto virtud teologal, es un acto de la inteligencia iluminada por la gracia y movida por la voluntad hacia la verdad revelada. Pero esa verdad, que tiene a Dios como fuente y término, no queda encerrada en una adhesión intelectual: exige ser amada, vivida, obedecida. Si el creyente no ama a Dios, su fe es estéril (Martínez-Valls, N. (2002). Sobre la Fe y la Razón en Tomás de AquinoHumanidades: revista de la Universidad de Montevideo, Año 2, Nº. 1, págs. 67-89). Así lo enseña San Pablo: “Si tuviera toda la fe, hasta para trasladar montañas, pero no tengo caridad, nada soy” (1 Corintios 13,2).

La teología católica enseña que Dios es el primer motor, el primum movens immobile, como lo demuestran las cinco vías de Santo Tomás. Ese movimiento primero de Dios sobre el alma es la gracia que suscita en ella el deseo del bien, la conversión, el inicio de la fe. Pero la fe es también una virtud, y como tal exige la cooperación del sujeto. No se impone por fuerza; se ofrece como don. Y si el hombre —por el uso de su libertad— rechaza esa gracia, no puede recibir justificación, porque Dios no violenta la libertad humana, sino que la perfecciona.

"Gratia non tollit libertatem sed perficit eam." Tomas de Aquino, S.T. Iª q. 1 a. 8 ad 2.

CIC. 1743: Dios [...] ha querido “dejar al hombre [...]en manos de su propia decisión” (Si 15,14), para que pueda adherirse libremente a su Creador y llegar así a la bienaventurada perfección (cf GS 17, 1).

CIC. 1744: La libertad es el poder de obrar o de no obrar y de ejecutar así, por sí mismo, acciones deliberadas. La libertad alcanza su perfección, cuando está ordenada a Dios, el supremo Bien.

CIC. 1745: La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Hace al ser humano responsable de los actos de que es autor voluntario. Es propio del hombre actuar deliberadamente.

CIC. 1746: La imputabilidad o la responsabilidad de una acción puede quedar disminuida o incluso anulada por la ignorancia, la violencia, el temor y otros factores psíquicos o sociales.

CIC. 1747: El derecho al ejercicio de la libertad, especialmente en materia religiosa y moral, es una exigencia inseparable de la dignidad del hombre. Pero el ejercicio de la libertad no implica el pretendido derecho de decir o de hacer cualquier cosa.

CIC. 1748: “Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1).

Sacrosanto Concilio de Trento: Sesion sexta, CANON I.- Si alguno dijere, que el hombre puede ser justificado ante Dios por sus propias obras, sea por la doctrina de la naturaleza humana, sea por la de la ley, sin la gracia de Dios por medio de Jesucristo; sea anatema.

El hombre, creado a imagen de Dios, está ordenado naturalmente al bien. Las potencias del alma no están diseñadas para el error ni para el pecado, sino para la verdad y el amor. De ahí que el asentimiento de la fe no sea un accidente subjetivo, sino una respuesta ordenada a un llamado objetivo. Cuando decimos que la fe es virtud teologal, afirmamos que es una participación en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Pero esa participación no es pasiva: exige que el creyente libremente diga sí a Dios. La fe, por tanto, no es un simple creer con la mente, sino un entregar el corazón, como María, que creyó con todo su ser: “Hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1,38).

"La fe que justifica es la que ama: unidad entre fe y caridad"

Ahora bien, si esta fe no se traduce en obras de caridad, en obediencia concreta, en servicio al prójimo por amor a Cristo, entonces no hay comunión con Dios. Porque Dios no es una idea, ni una voluntad arbitraria, sino Amor. “Deus caritas est”, como enseñó Benedicto XVI. Y si Dios es amor, solo en el amor se le conoce verdaderamente. 

"Solus amor cognoscit Deum."

La caridad no es una obra más: es la forma de toda vida cristiana. Es el mismo Espíritu Santo que nos une a Cristo como miembros de su Cuerpo. Por eso, el cristiano no hace buenas obras para salvarse, sino porque está unido a Cristo, y en Él, obrando en la gracia, participa del misterio pascual: muere al pecado y vive para Dios. Las obras, entonces, no son añadidos humanos a una fe que sería suficiente, sino el fruto natural, necesario, esencial de una fe viva.

CIC. 1856 El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación:

«Cuando [...] la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal [...] sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc [...] En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales» (Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 88, a. 2, c).

La teología de la Iglesia ha sido clara y constante en esto. El Concilio de Trento, al definir la justificación, afirma que no es solo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación interior del hombre por la gracia de Dios. No se trata solo de que Dios nos declare justos, sino de que nos haga justos realmente, por su acción transformadora en el alma.

"Iustificatio non est sola remissio peccatorum, sed et sanctificatio et renovatio interioris hominis per voluntariam susceptionem gratiae."

Y junto con esta renovación, Dios infunde en el alma la fe, la esperanza y la caridad. La fe sola no puede subsistir, ni como principio de vida ni como criterio de juicio. Porque en el Evangelio, el juicio escatológico está claramente vinculado a las obras de amor. Jesús no dice: “Venid, benditos, porque creísteis en mí”, sino: “Tuve hambre y me disteis de comer…” (Mateo 25,35). Esas obras no son condiciones externas, sino manifestaciones del amor que une al alma con Cristo. Como dice la carta de Santiago: “La fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma” (Santiago 2,17).

Es imposible amar a Dios y no obrar en su nombre. Es imposible tener verdadera fe en Cristo y no obedecer sus mandamientos. Jesús mismo lo enseñó: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Juan 14,15). No se trata de un moralismo, sino de la realidad viva del amor que se encarna en el obrar. El que ama a Cristo no busca salvarse con obras, sino vivir en Él, y por eso hace el bien. Y el que no hace el bien, demuestra que no ama.

Desde la teología sacramental, además, no puede aceptarse que la fe sola baste para entrar en la vida de la gracia. Cristo instituyó los sacramentos como signos eficaces de su acción redentora. El Bautismo nos hace nacer a la vida nueva, no por nuestra fe sola, sino por la acción del Espíritu Santo a través del signo visible. La Eucaristía nos une a Cristo, no por una adhesión intelectual, sino por la comunión real con su Cuerpo. La Penitencia nos reconcilia, no solo por un acto interior, sino por el acto de humildad que se expresa en la confesión. En este marco, la doctrina de la sola fide no solo rompe la unidad entre fe y caridad, sino que también destruye el vínculo constitutivo entre el creyente y la Iglesia, al marginar su papel como mediadora ordinaria de la gracia en los sacramentos. Según enseña el Concilio Vaticano II, “los sacramentos están ordenados a la santificación del hombre, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios” (Lumen Gentium, 11). La justificación no es un evento aislado entre el alma y Dios, sino una incorporación al Cuerpo místico de Cristo.

“Si bien la fe es el inicio de la justificación, esta se despliega en un proceso sostenido por la gracia y los sacramentos. Así lo enseña Trento: no basta el primer acto de fe sin perseverancia y renovación (cf. Mt 24,13; Heb 10,26-29).”

La gracia no es un estado psicológico: es una realidad ontológica. Ser justificado no es simplemente “ser considerado justo”, sino ser hecho justo, como enseña la Escritura: “Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1,16). Esta santidad no puede alcanzarse sin conversión, sin lucha, sin obediencia, sin caridad. La fe sin esto no es otra cosa que presunción espiritual.

El teólogo protestante que afirme que la justificación es solo una imputación legal deberá explicar cómo se puede dar comunión con Dios sin conversión del corazón, sin purificación del deseo, sin encarnación del amor. ¿Es acaso Dios engañado por las apariencias? ¿Puede el que odia a su hermano decir que ama a Dios? (1 Juan 4,20).

La teología católica, en cambio, afirma con claridad que la justificación es un proceso iniciado por la gracia, acogido por la fe, formado por la caridad, sostenido por la esperanza, y alimentado por los sacramentos en el seno de la Iglesia. Es un camino de santidad, no una sentencia externa. Es Dios obrando en nosotros, no solo por nosotros.

Por eso, teológicamente, la sola fide es insostenible. No porque niegue que la fe es necesaria —porque sí lo es— sino porque la separa de aquello que le da vida: la caridad. Porque la aísla de la Iglesia, de los sacramentos, del obrar del Espíritu Santo. Porque convierte el Evangelio en una doctrina legalista, donde lo importante es tener “estatus” de justificado, y no convertirse realmente en hijo de Dios.

El Evangelio no es eso. Es vida nueva. Es nacer del agua y del Espíritu (Juan 3,5). Es llevar la cruz cada día. Es amar a Dios con todo el corazón, y al prójimo como a uno mismo. Es ser uno con Cristo, como los sarmientos con la vid (Juan 15,5). Y eso no se da por la fe sola, sino por la fe viva, por la fe que actúa en el amor.

Por tanto, como católico laico que medita estas cosas a la luz de la Revelación y del magisterio constante de la Iglesia, no puedo sino rechazar, con respeto pero con firmeza, la doctrina de la sola fide como contraria al designio salvífico de Dios. Cristo no vino a cubrir nuestros pecados con su manto, sino a quitarlos del corazón. No vino a declararnos justos, sino a hacernos justos. Y ese milagro, que es la justificación, no se recibe solo creyendo, sino creyendo y amando, creyendo y viviendo, creyendo y obedeciendo. Porque la fe sin amor no salva. Solo el amor en la verdad salva.

“Fides caritate formata salvat” - "Fides sine caritate mortua est."

Conclusión de errores en la doctrina de la sola fide

La doctrina de la sola fide, enunciada formalmente por Martín Lutero como: “sola fide justificamur”, es decir, “por la fe sola somos justificados”, constituye no solo una ruptura teológica con la Tradición apostólica, sino también un error de pensamiento filosófico, y una desviación hermenéutica que parte de premisas subjetivistas ajenas al realismo cristiano. Este error no se limita a una mala lectura de San Pablo, sino que encierra una falla lógica estructural: incurre en una falacia circular y se apoya en presupuestos nominalistas incompatibles con el realismo tomista.

El error en la formulación original de Lutero

Martín Lutero formula su doctrina no como una posibilidad teológica dentro del desarrollo doctrinal católico, sino como una afirmación dogmática privada, basada en su experiencia interior y en una lectura subjetiva de la carta a los Romanos. A partir de su interpretación de Romanos 1,17 (“el justo vivirá por la fe”), concluye que la fe es suficiente y exclusiva para justificar al hombre ante Dios, y que cualquier apelación a obras —incluso a las hechas por gracia— equivale a intentar justificarse a uno mismo, negando así la gratuidad del Evangelio.

Sin embargo, este paso lógico es falaz. Lutero parte de la premisa de que Dios quiere justificar al hombre solo por fe, y al buscar en la Escritura pasajes que parezcan afirmar tal cosa, los interpreta bajo esa misma premisa, concluyendo: “por lo tanto, la fe sola justifica”. Este tipo de razonamiento cae en petitio principii, es decir, en suponer como demostrada la conclusión que en realidad se pretende probar.

"Lutero establece como punto de partida que solo la fe justifica, y luego interpreta toda Escritura desde esa premisa, dando por concluido lo que no ha demostrado."

Desde el punto de vista tomista, este modo de proceder es epistemológicamente defectuoso. No se parte de la realidad ontológica del ser humano ni de la naturaleza de la gracia, sino de una experiencia interior convertida en principio hermenéutico universal. Se sustituye la metafísica por la introspección, y el Magisterio apostólico por la conciencia individual.

La raíz nominalista del error

Lutero fue formado en un ambiente profundamente influenciado por Guillermo de Ockham, exponente del nominalismo, doctrina que niega la existencia de esencias universales y reduce las categorías a nombres convencionales. En teología, esto implicó una separación entre la voluntad divina y el orden natural del ser. Si Dios justifica por decreto soberano, entonces ya no es necesario que el hombre sea verdaderamente justo: basta con que Dios lo declare así. Esta idea llevó a Lutero a afirmar:

"El cristiano es al mismo tiempo justo y pecador (simul iustus et peccator)" (An Episcopal Dictionary of the Church).

Frase que, si se analiza desde la ontología tomista, es contradictoria, pues viola el principio de no contradicción, que afirma que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido. Pues la justicia no puede coexistir formalmente con la injusticia en el mismo sujeto bajo el mismo aspecto. No puede alguien ser regenerado por gracia y, a la vez, seguir siendo injusto en su ser. Esto viola el principio de no contradicción, y convierte la justicia divina en una ficción jurídica, una cobertura extrínseca que no transforma el alma. Para la teología, la justicia de Cristo no se ‘imputa’ extrínsecamente, sino que se infunde realmente mediante la gracia, la cual transforma al alma, haciéndola justa no por reputación, sino por participación.

“La justicia divina no se satisface por transferencia legal externa, sino por comunicación de vida divina: Dios no solo perdona, sino que regenera (cf. Ez 36,26). La propiciación no es sustitución punitiva sin cambio, sino redención como participación real en la filiación del Hijo.”

La separación entre fide et caritas

La sola fide implica también una ruptura entre la fe y el amor (cáritas). En la Tradición católica, la fe no es simplemente una adhesión intelectual o un acto de confianza, sino una virtud teologal, es decir, una disposición permanente del alma que se ordena directamente a Dios como su objeto. Esta virtud, como todas, requiere ser informada por su forma, que en el caso de la fe es el amor (cáritas).

La cáritas, según San Agustín y Santo Tomás, es el amor sobrenatural infundido por el Espíritu Santo que nos une a Dios como a nuestro fin último, como enseña San Pablo: ‘el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado’ (Rom 5,5). No debe confundirse con el concepto moderno de “caridad” como asistencia material o sentimentalismo altruista. El amor (cáritas) es, en sentido pleno, “querer el bien verdadero del otro en Dios”, es decir, buscar para el prójimo su bien eterno: la unión con Cristo. Por tanto, las obras cristianas no se realizan para agradar al mundo ni para mejorar la imagen personal, sino como expresión del amor a Cristo presente en el prójimo, estas obras tienen valor salvífico no en virtud del esfuerzo humano, sino en cuanto frutos de la gracia y expresión de la caridad operante. (Neal T.  (2016). To Will the Good of the Other. WOF. Source: Word on Fire; Schipper, J. (2018). To love is to will the good of the other. Source: Today´s Catholic.).

"Por esta razón, el amor a Dios y al prójimo es el primer y mayor mandamiento. Sin embargo, la Sagrada Escritura nos enseña que el amor a Dios es inseparable del amor al prójimo: «Si hay otro mandamiento, en esta palabra se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo... El amor, pues, es el cumplimiento de la ley» (Rom. 13, 9-10; cf. 1 Jn. 4, 20). Para los hombres, cada día más dependientes unos de otros, y para un mundo cada día más unido, esta verdad resulta de suma importancia. En efecto, el Señor Jesús, al orar al Padre: «Que todos sean uno... como nosotros somos uno» (Jn 17, 21-22), abrió perspectivas vedadas a la razón humana, pues implicaba cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unidad de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta semejanza revela que el hombre, única criatura en la tierra a la que Dios quiso para sí, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino mediante la entrega sincera de sí mismo." Gaudium et Spes  n.º 24. 

"Cáritas es el acto de amor al Bien sumo por excelencia, que se expresa en obras que brotan del alma unida a Dios."

Así, separar la fe de las obras es tan absurdo como separar el alma del cuerpo, o la raíz del fruto. Una fe que no obra, que no produce vida nueva, no está viva. “La fe sin obras está muerta” (Santiago 2,17). Pero esa muerte no es una metáfora: es una muerte ontológica. La fe muerta ya no une al alma con Dios, y por tanto, no justifica.

El error sobre la naturaleza de la virtud

Otro fallo profundo del pensamiento reformado es no comprender que la fe, como virtud teologal, exige ser practicada. En la filosofía tomista, la virtud es una perfección habitual de la potencia, y no se realiza plenamente sino en el acto. Si la fe no se expresa en actos conformes a su objeto (Dios), entonces permanece como potencia sin acto, y por tanto, imperfecta. La sola disposición pasiva no basta. Además, según la filosofía realista, las potencias están ordenadas al acto como a su perfección, no al defecto. El alma humana está orientada al bien, y la virtud perfecciona sus actos cuando se conforma con su fin último: la unión con Dios por el amor (cáritas). La sola fide desordena este esquema al afirmar que la potencia de la fe justifica aun sin acto, sin amor, sin obras. (Alvira, T. (1979). Significado metafísico del acto y la potencia en la filosofía del serAnuario Filosófico, 12(1), 9-46. DOI: 10.15581/009.12.30363; Aguilar, A. (s.f.). Tema 2.1: Acto y Potencia. Fuente: Catholic.net; Tomas de Aquino. Suma Teológica I Qu.76 a.6. Fuente: clerus.org; Tomas de Aquino, Suma Teológica I Qu.77 a.4. fuente: clerus.org; Sada Mier y Teran, A. (2010). REFLEXIONES ENTORNO A LA NATURALEZA DEL PRIMER MOTOR DE ARISTÓTELES [Tesis]. p. 1-106 ).

El individualismo teológico

Finalmente, la doctrina de la sola fide promueve un cristianismo individualista y subjetivo. Reduce la salvación a una relación privada entre el alma y Dios, sin mediación eclesial ni sacramental. Esta visión ignora que Cristo instituyó una Iglesia visible, jerárquica y sacramental, y que nadie puede salvarse al margen de su Cuerpo Místico. Como declara Unam Sanctam (1302):

Impulsados ​​por la fe, estamos obligados a creer y sostener que la Iglesia es una, santa, católica y también apostólica. Creemos firmemente en ella y confesamos con sencillez que fuera de ella no hay salvación ni remisión de pecados, como proclama la Esposa en los Cantares [Ct 6,8]: « Una es mi paloma, mi perfecta. Ella es la única, la elegida de quien la dio a luz », y representa un solo cuerpo místico cuya Cabeza es Cristo y la cabeza de Cristo es Dios [1 Co 11,3]. En ella, pues, hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo [Ef 4,5]. En el tiempo del diluvio solo había un arca de Noé, prefigurando la única Iglesia, arca que, habiendo sido terminada en un solo codo, tenía un solo piloto y guía, es decir, Noé, y leemos que, fuera de esta arca, todo lo que subsistía en la tierra fue destruido. (Unam Sanctam, Papa Bonifacio VIII - 1302). 

"Extra Ecclesiam nulla salus" — “Fuera de la Iglesia no hay salvación” (Fuente:  Infovaticana): 

Símbolo Atanasiano (siglo v): “Quienquiera desee salvarse debe, ante todo, guardar la Fe Católica: quien no la observare íntegra e inviolada, sin duda perecerá eternamente.”

Cuarto Concilio de Letrán (1215): “Hay solo una Iglesia Universal de los fieles, fuera de la cual nadie está a salvo.”

Papa Bonifacio VIII, Bula Unam Sanctam (1302): “Nosotros declaramos, decimos, definimos y pronunciamos que es absolutamente necesario para la salvación de toda criatura humana el estar sometida al Romano Pontífice.” 

Eugenio IV. Concilio de Florencia. Bula Cantate Domino (1442):​ La Iglesia cree firmemente, confiesa y anuncia que ninguno de los que están fuera de la Iglesia católica, no solo los paganos, sino también los judíos o los herejes y cismáticos, pueden alcanzar la vida eterna, sino que irán al fuego eterno, preparados para el el diablo y sus ángeles (Mt 25:41), si antes de la muerte no se han reunido con ella; la unidad del cuerpo de la iglesia que es tan importante, que solo para aquellos que perseveran en ella, los sacramentos de la iglesia procurarán la salvación, y los ayunos, otras obras de piedad y los ejercicios de la milicia cristiana obtendrán la recompensa eterna: nadie, por más limosnas y obras de caridad que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia católica. 

Dice Santo Tomás de Aquino: «el hereje que rechaza un artículo de fe no tiene el hábito ni de fe formada ni de fe informe.[…] Y es evidente que quien presta su adhesión a la Doctrina de la Iglesia, como regla infalible, asiente a todo cuanto ella enseña. De lo contrario, si de las cosas que sostiene la Iglesia admite unas y rechaza otras según su antojo, es claro que no da su adhesión a la doctrina de la Iglesia como regla infalible, sino a su propia voluntad. El hereje que niega un solo artículo de fe de los otros, sino tan solo opinión según su propia voluntad».

Papa Pío X (1903-1914), Encíclica Jucunda Sane: “Es nuestro deber el recordar a los grandes y pequeños, tal como el Santo Pontífice Gregorio hizo hace años atrás, la absoluta necesidad nuestra de recurrir a la Iglesia para efectuar nuestra salvación eterna.”

El Catecismo de San Pío X, en los numerales 170-172, expresa de este modo el dogma Extra Ecclesiam nulla salus: 170.- ¿Puede alguien salvarse fuera de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana? - No, señor; fuera de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, nadie puede salvarse, como nadie pudo salvarse del diluvio fuera del Arca de Noé, que era figura de esta Iglesia.

Papa Benedicto XV (1914-1922), Encíclica Ad Beatissimi Apostolorum: “Tal es la naturaleza de la fe Católica que no admite más o menos, sino que debe ser sostenida como un todo, o rechazarse como un todo: Esta es la fe Católica, que a menos que un hombre crea con fe y firmemente, el no podrá ser salvado.”

Papa Pío XI (1922-1939), Encíclica Mortalium Animos: “Por si sola la Iglesia Católica mantiene la adoración verdadera. Esta es la fuente de verdad, esta es la casa de la fe, esta es el templo de Dios; Si cualquier hombre entra no aquí, o si cualquier hombre se aleja de ella, el será un extraño a la vida de fe y salvación. … Es más, en esta única Iglesia de Cristo, no puede haber o permanecer un hombre que no acepta, reconozca y obedezca la autoridad y la supremacía de Pedro y la de sus sucesores legítimos.”

Papa Pío XII (1939-1958), Discurso a la Universidad Gregoriana (17 de octubre 1953): “Por mandato divino la interprete y la guardiana de las Escrituras, y la depositaria de la Sagrada Tradición que vive en ella, la Iglesia por si sola es la entrada a la salvación: Ella sola, por sí misma, y bajo la protección y la guía del Espíritu Santo, es la fuente de la verdad.” 

Concilio Vaticano Segundo, Constitución Dogmática Lumen gentium: 14. El sagrado Concilio pone ante todo su atención en los fieles católicos y enseña, fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la Salvación. Pues solamente Cristo es el Mediador y el camino de la salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El, inculcando con palabras concretas la necesidad de la fe y del bautismo (cf. Mc., 16,16; Jn., 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta obligada. Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, rehusaran entrar o no quisieran permanecer en ella.

Cristo no es una idea; es una Persona encarnada. Y su Iglesia no es una abstracción espiritual, sino una realidad visible en la historia. Separar al creyente de la Iglesia es separar a la esposa del Esposo, al cuerpo de la cabeza, a los miembros de la vid. Quien dice tener fe en Cristo y no vive en comunión con su Iglesia, se engaña.

Calvinismo Refutado

Contra Sola Fide: 

La Gloria de la Fe Viva en la Iglesia Una


Habiendo desmantelado los fundamentos filosóficos, bíblicos y teológicos de la sola fide, corresponde ahora proclamar la verdad con claridad, como lo haría un predicador que ama la Verdad y no teme ser juzgado por proclamarla. La sola fide no es simplemente una mala exégesis. Es un error de pensamiento, una fractura doctrinal que separa lo que Dios ha unido: la fe y la caritas, la gracia y la libertad, la redención y la respuesta del alma. La fórmula original de Lutero —sola fide justificamur— no puede ser reinterpretada sin traicionar su intención original. Quien la defiende, debe asumir todo lo que implica: una exclusión radical de la cooperación humana con la gracia.

Pero Lutero no es Pedro. No es sucesor de los apóstoles, ni cabeza de la Iglesia. Él mismo niega la infalibilidad eclesial, y sin embargo, pretende proclamar dogmas irreformables. Esto es contradictorio. La infalibilidad pertenece a la Iglesia porque su Cabeza es Cristo; y Cristo ha prometido el Espíritu Santo que guía “a toda la verdad” (Jn 16,13). Proclamar infaliblemente sin pertenecer al Cuerpo infalible de Cristo es reclamar una autoridad que se niega a sí misma.

La Iglesia es Unam, Sanctam, Catholicam et Apostolicam. No hay “iglesias” al margen de ella. Es una por su Fundador, santa por su Cabeza, católica por su universalidad, y apostólica por su continuidad histórica y sacramental. Sus miembros pueden fallar, pero su identidad divina permanece porque es el Cuerpo de Cristo. Separarse de ella no es reformarla: es mutilarla. Por eso, no huimos de la Iglesia por sus pecados: en ella buscamos la sanación. Como dijo Cristo: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Lc 5,32). Y como Buen Pastor, no abandona a la oveja herida, sino que va por ella. Cada uno de nosotros somos esa oveja. Y en su Iglesia encontramos la medicina de la gracia.

Separarse de la Iglesia bajo el pretexto de “fe sola” equivale a renunciar al Cuerpo de Cristo. Es decir: no necesito sacramentos, ni comunidad, ni obediencia, ni caritas. Pero eso es teológicamente inviable. La fe que no lleva a la comunión, al amor, a la transformación, no es fe viva: es fe muerta (Stgo 2,17).

Ahora permanecen la fe, la esperanza y la caritas; pero la mayor de ellas es la caritas” (1 Cor 13,13). ¿Y cómo podrá salvar una fe que carece de lo mayor? Una fe sin amor no es la fe que salva. Porque sólo la fe viva, operante por la caritas (Gál 5,6), justifica. Así lo afirma no sólo la Escritura, sino la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.

La idea de que Dios simplemente “imputa” la justicia de Cristo, sin transformación interior, es jurídicamente artificiosa y teológicamente inaceptable. Dios no declara justo al impío sin hacerlo justo. Deus non fingit: facit iustum. La gracia no encubre: regenera. Justificar es dar vida nueva, no disfrazar de inocente al culpable.

Nos recuerdan que Abraham fue justificado por la fe. Respondemos: también fue justificado cuando ofreció a Isaac (Stgo 2,21). La Escritura no se contradice. Enseña que la fe se perfecciona por las obras (Stgo 2,22), y que “el hombre es justificado por las obras y no solamente por la fe” (Stgo 2,24). No porque las obras sean mérito humano, sino porque son fruto de la gracia que actúa.

“San Pablo, al hablar de ‘obras de la ley’, no excluye la cooperación del hombre en gracia, sino las obras según la ley mosaica como medio de salvación. La fe que justifica no está sola: ‘Fides quae per caritatem operatur’ (Gál 5,6).”

Negar esto, es caer en una reducción gnóstica del cristianismo a una mera afirmación mental. Pero el Verbo se hizo carne para que también nuestra carne participe de su vida. Y eso exige comunión eclesial, sacramentos, vida nueva, cruz, perseverancia. 

Por tanto, negamos que la “fe sola” baste para la salvación. Y afirmamos que sólo la fides quae caritate operatur —la fe que obra por la caritas— une al alma con Cristo. Esa fe nos injerta en su Cuerpo, nos configura con su Cruz, y nos conduce a la gloria. Porque si se ha dicho que “la sola fide es el artículo sobre el que la Iglesia permanece o cae”, respondemos con la verdadera roca: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16,16). Y sobre esa confesión —no sobre una doctrina abstracta, sino sobre una Persona viva— Cristo fundó su Iglesia. Una, santa, católica y apostólica.

¡A Él sea la gloria, en su Iglesia, por los siglos de los siglos! Amén.

Galo Guillermo "Alejandro" Farfán Cano,
Laico de la Santa Romana Iglesia.

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