Infabilitas Pontificia

Análisis


 

Introducción:

La infalibilidad pontificia constituye un punto central en la comprensión de la autoridad doctrinal dentro del cristianismo católico y, como tal, exige un tratamiento que trascienda el plano confesional o devocional para situarse en el ámbito de una investigación filosófico-teológica rigurosa. El presente ensayo tiene por finalidad ofrecer una exposición objetiva, crítica y doctrinalmente fiel del dogma definido en el Concilio Vaticano I, a partir de una reflexión que no presupone la revelación como divina, sino que se apoya inicialmente en principios racionales accesibles a la filosofía del ser y del conocimiento. Solo en un momento posterior se considerará su plena inteligibilidad a la luz de la fe.

El contexto inmediato de esta reflexión lo constituye un debate público reciente entre un católico y un interlocutor protestante, en el cual se formularon diversas objeciones al dogma de la infalibilidad. Más allá del plano retórico o apologético, dichas objeciones revelan un trasfondo filosófico preciso: la negación de toda forma de autoridad epistémica externa al juicio subjetivo individual, la desconfianza sistemática hacia cualquier mediación institucional en la transmisión de la verdad, y una epistemología fundada en la autosuficiencia racional. Este ensayo no pretende meramente responder desde una perspectiva confesional, sino someter tales premisas a un análisis crítico desde el realismo metafísico y gnoseológico, con el fin de mostrar sus límites intrínsecos y contrastarlos con una antropología y una epistemología acordes con la naturaleza del hombre como ente participado.

Para ello, es indispensable —antes de entrar en materia— precisar los términos que constituyen los pilares conceptuales del debate. No se trata de una glosa técnica ni de una presuposición dogmática, sino de una exigencia metodológica: todo discurso riguroso requiere definiciones estables y objetivas que eviten la ambigüedad y el equívoco. En el pensamiento realista, los conceptos no son construcciones arbitrarias o meramente funcionales, sino reflejos mentales de realidades ontológicas; por tanto, su correcta definición es condición necesaria para toda argumentación válida.

A continuación, se presenta un glosario de términos fundamentales que serán empleados en el desarrollo posterior. Cada definición ha sido formulada desde la tradición teológica católica, pero también desde la filosofía clásica del ser y del conocimiento, de modo que el lector —incluso no creyente— pueda seguir el hilo argumental a partir de principios racionales.

Glosario de términos fundamentales:

Infalibilidad: Imposibilidad de errar en el juicio, bajo determinadas condiciones. En contexto eclesiológico, designa un carisma sobrenatural por el cual la Iglesia —y, en ciertos casos, el Romano Pontífice— es preservada del error cuando define solemnemente una doctrina sobre fe o moral. No implica impecabilidad, inspiración profética ni omnisciencia. Su posibilidad se fundamenta en la participación del ser contingente en la verdad divina mediante una moción especial que no niega la naturaleza racional, sino que la perfecciona.

Verificabilidad pública: Principio epistemológico moderno que sostiene que toda afirmación debe poder ser comprobada por cualquier sujeto mediante evidencia empírica, racional o documental. Presupone una concepción autónoma del conocimiento que excluye, de entrada, toda autoridad revelada o comunitaria como criterio de verdad. Esta noción será contrastada con la autoridad epistémica fundada en la verdad objetiva.

Prerrogativa doctrinal: Facultad de emitir juicios vinculantes sobre la verdad o el error en materia doctrinal. En la Iglesia, esta prerrogativa no surge de un poder humano autónomo, sino de una participación real —por misión y asistencia divina— en la verdad revelada. Se trata de un ejercicio de autoridad que presupone una ontología del ser comunicado.

Autoridad epistémica: Fuente legítima de conocimiento verdadero. Desde el realismo, no todo conocimiento es autodidacta; el ser humano, como ente finito, depende de fuentes externas confiables para el acceso a muchas verdades. En el ámbito de la fe, la Iglesia es autoridad epistémica no por mérito propio, sino por asistencia del Espíritu Santo, cuya veracidad constituye el fundamento último de su fiabilidad. 

Petición de principio (petitio principii): Falacia en la que se afirma como probado lo que ya se presupone en la premisa. En el caso de la infalibilidad, algunos críticos acusan a la Iglesia de justificarse a sí misma mediante su propia autoridad. Este ensayo mostrará que tal objeción desconoce el principio de autoridad participado y la estructura jerárquica del conocimiento, connatural al ser humano. 

Criterio epistémico: Principio mediante el cual se juzga si un enunciado es verdadero o digno de credibilidad. En el protestantismo moderno, se tiende a exigir que todo dogma sea evaluado por criterios extrínsecos, como la sola Scriptura (interpretada privadamente) o la razón ilustrada. Se analizará críticamente la viabilidad de este enfoque desde la lógica del conocimiento participado.

Red herring: Falacia lógica que introduce un elemento ajeno al argumento central para desviar la atención. Su inclusión aquí busca discernir con rigor cuándo una objeción no afecta la tesis principal, sino que la desplaza ilegítimamente hacia un terreno marginal o irrelevante. 

Dogma: Verdad revelada por Dios, contenida en la Escritura o en la Tradición, y propuesta solemnemente por la Iglesia como obligatoria para la fe. Su carácter vinculante no se basa en una imposición externa, sino en la transmisión fiel de una verdad divina. Se evaluará la inteligibilidad de esta noción desde una filosofía del ser que reconoce la posibilidad de una verdad comunicada. 

Criterio de San Vicente de Lerins: Principio según el cual la doctrina verdadera es la que ha sido creída “siempre, en todas partes y por todos” (quod ubique, quod semper, quod ab omnibus). Será evaluado no como regla inmutable que excluya todo desarrollo, sino como medida de la continuidad sustancial del depósito de la fe.

Sensus fidei: Sentido sobrenatural de la fe presente en el Pueblo de Dios, que le permite reconocer instintivamente la verdad revelada. No es opinión colectiva ni consenso sociológico, sino expresión vital del depósito de la fe recibido en la Iglesia.

Ex cathedra: Forma solemne en la cual el Papa, como sucesor de Pedro, define una verdad de fe o moral con intención definitiva, dirigida a toda la Iglesia. Su infalibilidad no proviene de su persona, sino del oficio y de la asistencia divina prometida al magisterio petrino.

Salto al vacío: Imagen que describe una fe acrítica y carente de fundamento racional. En el caso católico, se mostrará que la fe, lejos de ser irracional, se apoya en signos verificables y en una estructura lógica que hacen razonable la adhesión a lo revelado. 

Canon bíblico: Lista de libros considerados inspirados y normativos. En el protestantismo, se tiende a asumir su existencia sin reconocer el papel de la Iglesia en su definición, lo cual introduce una contradicción epistemológica. Esta tensión será analizada desde el principio de causalidad y de autoridad histórica.

Tradición apostólica: Transmisión viva de la enseñanza de Cristo por medio de la predicación, la liturgia y la sucesión eclesial. No es simple acumulación de costumbres, sino parte constitutiva de la Revelación. Se analizará su necesidad desde una filosofía de la comunicación y de la historicidad del conocimiento.

Estas definiciones establecen el marco conceptual necesario para el análisis riguroso que sigue. El desarrollo posterior no se limitará a una defensa apologética del dogma de la infalibilidad, sino que buscará ofrecer una exposición filosóficamente sólida, teológicamente fundamentada y coherente con la naturaleza del ser humano, su modo de conocer y su necesidad de una verdad que le sea garantizada por una autoridad legítima. La finalidad no es imponer una conclusión, sino mostrar que el dogma católico no solo es compatible con la razón, sino que constituye su coronación cuando esta se abre a la posibilidad de una verdad que, viniendo de lo alto, no anula al hombre, sino que lo eleva y perfecciona.

La constitución jerárquica de la Iglesia (Iglesia docente e Iglesia discente):



La Iglesia de Cristo, fundada por el mismo Señor sobre los Apóstoles y perpetuada en el tiempo por la sucesión apostólica, posee una constitución jerárquica divinamente instituida. En ella se distinguen con claridad dos realidades complementarias: la Iglesia docente (ecclesia docens) y la Iglesia discente (ecclesia discens). Esta distinción no es meramente funcional, sino ontológica y jurídica, derivada del mandato divino recibido por los Apóstoles y sus legítimos sucesores.

La Iglesia docente está constituida por aquellos que, habiendo recibido el sacramento del orden en su grado episcopal, han sido elevados al oficio de enseñar, santificar y gobernar en nombre de Cristo. Por voluntad divina, el poder de enseñar con autoridad vinculante en materia de fe y costumbres reside únicamente en el Magisterio legítimo, es decir, en el Romano Pontífice —sucesor de San Pedro y cabeza visible de la Iglesia universal— y en los obispos en comunión con él. Este Magisterio posee la asistencia indefectible del Espíritu Santo cuando propone con autoridad doctrinas que han de ser creídas de fide, sea mediante definiciones solemnes (ex cathedra) del Papa, sea mediante el magisterio ordinario y universal de los obispos dispersos por el mundo, siempre que enseñen una misma doctrina como definitivamente vinculante.

A esta Iglesia docente se confía el depósito revelado —la revelatio divina contenida en la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica— con la misión de custodiarlo, interpretarlo auténticamente y proponerlo sin error, no según criterios de opinión humana, sino conforme a la Tradición recibida ininterrumpidamente desde los Apóstoles. Ella, y solo ella, es el sujeto activo de la función magisterial, dotada de autoridad por institución de Cristo, y no por delegación del pueblo fiel.

Por su parte, la Iglesia discente está compuesta por los fieles cristianos —clérigos no investidos del episcopado, religiosos y laicos— quienes, por su bautismo y la virtud teologal de la fe, están llamados a adherir firmemente a las enseñanzas propuestas por la Iglesia docente. Su papel no consiste en definir ni interpretar con autoridad las verdades reveladas, sino en recibirlas con obediencia de fe (oboedientia fidei), vivirlas con fidelidad y transmitirlas, si fuere el caso, según su estado y competencia, sin pretensión de autonomía doctrinal.

Si bien el sensus fidei  —sentido sobrenatural de la fe— es un don auténtico del Espíritu Santo que permite al creyente reconocer espontáneamente la verdad cuando le es enseñada, este no constituye un órgano doctrinal ni puede erigirse en criterio autónomo de verdad. El sensus fidei presupone la recta formación, la adhesión al Magisterio y la ausencia de error. No es fuente de revelación ni tribunal paralelo al Magisterio, sino su eco en el alma fiel.

Atribuir a la Iglesia discente una función definitoria o participativa en el Magisterio, más allá de su recepción obediente, constituye un grave error eclesiológico que disuelve la constitución jerárquica querida por Cristo. La historia lo ha demostrado trágicamente en numerosos momentos de crisis doctrinal, cuando presbíteros, teólogos o incluso obispos se han apartado de la fe católica —como en los casos de Arrio, Nestorio, Lutero y otros— promoviendo herejías al margen o en contra del Magisterio auténtico, conduciendo a la ruina espiritual de muchos.

La infalibilidad, en sentido propio, reside exclusivamente en el Magisterio de la Iglesia docente cuando este actúa dentro de los límites establecidos por Cristo, con la intención de definir solemnemente una verdad de fe o de moral como divinamente revelada. Fuera de este ámbito, ninguna interpretación —por bien intencionada que sea— goza de la garantía de inerrancia. Por ello, es teológicamente inadmisible y pastoralmente temerario atribuir al conjunto del pueblo fiel un papel activo en la elaboración doctrinal, como si la fe católica fuese el resultado de un consenso comunitario.

La unidad de la fe, la pureza de la doctrina y la verdadera comunión eclesial dependen de que los fieles reconozcan, respeten y obedezcan las enseñanzas del Magisterio auténtico, y de que los pastores ejerzan su misión en fidelidad absoluta al Evangelio, a la Tradición apostólica y al Magisterio constante e infalible de la Iglesia. Cualquier alteración de esta estructura querida por el Señor conduce al error, a la confusión de los fieles y, en último término, a la descomposición doctrinal de la Iglesia visible.

I. Argumentos Protestantes Contra la Infalibilidad:

El discurso articulado por protestantes en el contexto del debate público mencionado se presenta como una crítica integral al dogma de la infalibilidad del Romano Pontífice, definido por la Iglesia Católica en el Concilio Vaticano I mediante la constitución Pastor Aeternus (1870). Dicha crítica no se reduce a una sola dimensión, sino que se estructura en torno a diversos ejes: uno epistemológico, otro exegético, un tercero histórico y, finalmente, un eje teológico-eclesiológico. Aunque estas objeciones se entrelazan y se refuerzan mutuamente, es posible sistematizarlas según la lógica de su exposición y el orden en que fueron formuladas.

En primer lugar, se plantea una objeción de tipo epistemológico. Cuestiona la legitimidad misma del dogma al sostener que toda afirmación que pretenda obligar universalmente la conciencia debe ser justificable mediante medios públicos, objetivos y racionalmente accesibles. A partir de este supuesto, propone un silogismo que estructura su crítica fundamental: la premisa mayor afirma que “toda prerrogativa doctrinal vinculante debe poder verificarse mediante criterios públicos y racionales, tales como la razón natural o el método histórico-crítico aplicado a la Escritura, la historia o la razón”. La premisa menor sostiene que “la infalibilidad papal no puede verificarse por ninguno de estos medios”. En consecuencia, concluye que el dogma carece de fundamento epistémico suficiente, resultando inadmisible para una conciencia ilustrada. Bajo esta lógica, la infalibilidad se presenta como una afirmación que evade los parámetros de la racionalidad objetiva, desplazándose hacia el ámbito de lo arbitrario o fideísta.

Sobre esta base, acusa a la Iglesia Católica de incurrir en una petitio principii, al definir su propia autoridad infalible mediante esa misma autoridad. Según esta interpretación, el dogma sería una tautología eclesiástica: “somos infalibles porque lo hemos definido infaliblemente”. Tal argumento, en su juicio, constituye una forma de autorreferencialidad cerrada que se valida a sí misma sin someterse a un criterio externo de discernimiento. Esta estructura circular configuraría una autoridad teológica inmunizada frente a todo escrutinio público, contraria al principio de publicidad epistémica que exige que toda afirmación vinculante esté abierta al juicio crítico universal.

En segundo lugar, se introduce una objeción de índole exegética, con la finalidad de refutar los pasajes bíblicos tradicionalmente invocados como fundamento del primado e infalibilidad de Pedro. El primer texto discutido es Mateo 16,18-19, donde Jesús declara a Pedro como la “roca” sobre la que edificará su Iglesia y le confía las llaves del Reino. El protestante rechaza la identificación de Pedro con la “roca”, interpretando que esta designación corresponde exclusivamente a Cristo. Para respaldar su posición, cita interpretaciones atribuidas a cita interpretaciones de San Agustín —algunas de autenticidad discutida— que respaldarían. Añade que el hecho de que Jesús llame a Pedro “Satanás” unos versículos más adelante (Mt 16,23) refuerza su tesis de que Pedro no puede constituir un fundamento doctrinal estable.

A continuación, alude a Lucas 22,32, donde Jesús dice: “He rogado por ti, para que tu fe no desfallezca”. El protestante interpreta este pasaje como una intercesión dirigida a la fe personal de Pedro, sin implicaciones institucionales. También invoca Gálatas 2,11, donde Pablo reprende a Pedro “cara a cara” por su conducta en Antioquía, lo que —según su lectura— prueba que Pedro podía actuar de forma equívoca y escandalosa. Finalmente, menciona Juan 21,15-17, donde Cristo encomienda a Pedro el cuidado de su grey. Esta escena, lejos de instituir el primado, sería —a su juicio— una restauración afectiva tras la triple negación.

En tercer lugar, se introduce una crítica de orden histórico. El protestante sostiene que diversos pontífices han incurrido en errores doctrinales o en comportamientos ambiguos, lo cual refutaría en la práctica el carisma de la infalibilidad. Como ejemplos, se menciona al papa Honorio I, quien habría apoyado el monotelismo mediante correspondencia privada, siendo condenado post mortem por el III Concilio de Constantinopla y confirmado su anatema por el papa León II. También se suele referir al papa Liberio, que durante su exilio habría suscrito una fórmula ambigua o semiarriana, presuntamente bajo presión imperial. Citan luego el caso de Juan XXII, quien en varias homilías expresó una opinión personal contraria a la doctrina luego definida sobre la visión beatífica inmediata tras la muerte, sin mencionar que este termino retractándose en el lecho de muerte. Finalmente, menciona el Concilio de Constanza como escenario en que, según su lectura, se cuestionó la autoridad doctrinal suprema del Papa durante la crisis del Cisma de Occidente. Todos estos ejemplos serían indicios de que la infalibilidad no ha sido sostenida ni ejercida de forma homogénea a lo largo de los siglos.

A partir de ello, se formula una objeción teológico-dogmática. Afirma que la definición del dogma en 1870 constituye una formulación reciente, desvinculada del consenso patrístico. Considera que se trata de una definición ad hoc, elaborada en un contexto específico —la pérdida del poder temporal del papado tras la unificación italiana—, sin respaldo en una tradición dogmática universal. Para fortalecer esta crítica, apela al criterio de San Vicente de Lerins: quod ubique, quod semper, quod ab omnibus, según el cual la verdadera doctrina es la que ha sido creída en todas partes, siempre y por todos. A su entender, Pastor Aeternus carece de esta continuidad y representa más bien una innovación tardía incompatible con la regla de la fe antigua.

Como apoyo adicional, se cita el documento Mysterium Ecclesiae (1973), emitido por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el que se reconocen ciertas dificultades en la interpretación de los actos magisteriales infalibles. El interlocutor protestante interpreta este reconocimiento como una señal de ambigüedad interna en la comprensión católica del dogma, o incluso como una concesión tácita de que la noción de infalibilidad necesita ser matizada constantemente, lo cual —en su visión— contradice su pretensión de claridad y definitividad.

Finalmente, se concluye que la aceptación del dogma de la infalibilidad exige un acto de sometimiento acrítico, una especie de “salto al vacío” que renuncia a toda verificación racional. Según su planteamiento, el católico debe optar entre obedecer a una autoridad que no admite evaluación externa o seguir los dictados de su propia conciencia, iluminada únicamente por la Escritura y la razón. Desde esta perspectiva, la postura católica representaría una forma de fideísmo institucionalizado que anula la autonomía epistémica del creyente.

Estos son, en síntesis, los principales argumentos presentados por el interlocutor protestante contra el dogma de la infalibilidad pontificia. En lo que sigue, se procederá a un análisis crítico, filosófico y teológico de cada una de estas objeciones, a fin de discernir si efectivamente constituyen una refutación sólida del dogma, o si, por el contrario, revelan una comprensión inadecuada del mismo y de los fundamentos sobre los que se apoya. 

II. Análisis filosófico y epistemológico de los errores de los argumentos protestantes:

2.1 Fundamentos filosóficos erróneos y presupuestos epistémicos inadecuados:

La objeción protestante de orden epistemológico contra el dogma de la infalibilidad papal parte de una premisa fundamental que, si bien formulada con pretensión de neutralidad, encierra en su núcleo un conjunto de supuestos filosóficos y epistemológicos profundamente problemáticos. Según esta objeción, toda afirmación que pretenda obligar la conciencia universal debe poder justificarse mediante criterios públicos, accesibles a la razón, tales como la Escritura, la historia o el juicio racional. A partir de ello, concluyen que la infalibilidad pontificia es inadmisible, pues no sería verificable por esos medios. Este razonamiento, sin embargo, está lejos de ser filosóficamente neutro; más bien, descansa sobre una concepción moderna y reductiva del conocimiento, enraizada en los supuestos del racionalismo ilustrado y del nominalismo tardo-medieval.

La exigencia de que toda verdad doctrinal deba ser públicamente verificable, como condición de legitimidad epistémica, refleja una epistemología inspirada en el modelo científico moderno, donde solo aquello que puede ser repetido, observado o inferido por métodos racionales comunes tiene valor cognoscitivo. Este horizonte epistémico, heredero del criticismo kantiano, establece como norma de todo conocimiento válido una razón autónoma, que no admite la intervención de una autoridad externa ni la mediación de signos sagrados. Pero esta epistemología, al pretender aplicarse al orden de la fe, incurre en un error categorial: exige del conocimiento sobrenatural los criterios de certeza propios del saber empírico o lógico, confundiendo el orden natural con el sobrenatural, y el saber discursivo con el asentimiento de fe.

La fe, en efecto, no se funda en la evidencia inmediata del objeto conocido, sino en la veracidad del que revela, y por tanto, su fundamento no es la demostración, sino la autoridad divina, mediada por signos racionalmente discernibles pero no reductibles al juicio racional autónomo. Cuando el interlocutor protestante demanda una verificación “objetiva” de la infalibilidad pontificia, en realidad está exigiendo que esta se someta a un criterio de racionalidad incompatible con la naturaleza del acto de fe, que por definición implica una obediencia intelectual a una verdad que supera —sin contradecir— la capacidad natural del entendimiento humano. Esta confusión revela una epistemología profundamente influenciada por el nominalismo: la negación de la realidad objetiva de los universales, la disolución del lenguaje doctrinal en mera convención humana, y la pérdida de la noción de verdad como conformidad con el ser.

El nominalismo, al sostener que los conceptos universales no tienen existencia real sino solo mental, niega la posibilidad de que el lenguaje pueda expresar verdades metafísicas necesarias. En este marco, la doctrina revelada no puede poseer una inteligibilidad intrínseca y estable, ya que toda formulación doctrinal sería en última instancia el producto arbitrario de una voluntad institucional. Esta premisa socava, sin decirlo, la posibilidad misma de que exista un “depósito de la fe” custodiado infaliblemente, pues la doctrina ya no sería una expresión de verdades eternas, sino una construcción lingüística mutable y revisable. Así, la infalibilidad papal aparece como absurda no porque contradiga la razón, sino porque se parte de una filosofía que niega las condiciones mismas de posibilidad de una doctrina verdadera y permanente.

Por otra parte, el voluntarismo subyacente a muchas posiciones protestantes —heredado de ciertos desarrollos teológicos del occamismo— introduce una fractura adicional: subordina la verdad a la voluntad divina concebida como absolutamente libre e indiferente. Si la voluntad de Dios no está intrínsecamente ordenada a la sabiduría, entonces ni siquiera su Revelación posee una estructura inteligible para el entendimiento humano. Bajo esta óptica, Dios podría establecer cualquier cosa, incluso lo contradictorio, y no se le puede exigir una coherencia interna. La consecuencia de este planteamiento es devastadora para la teología: disuelve toda posibilidad de analogía entis entre Dios y el hombre, y deja a la fe reducida a una adhesión irracional a lo incomprensible. En tal escenario, la noción misma de una autoridad doctrinal, como la del Papa, se vuelve irrelevante, pues ya no hay contenido racionalmente transmisible que pueda ser custodiado infaliblemente.

En realidad, este fondo epistemológico, común a muchas críticas protestantes, no se limita a negar la infalibilidad; niega, de hecho, cualquier posibilidad de magisterio auténtico. Si no hay verdad objetiva ni lenguaje universal ni orden inteligible en la Revelación, entonces la única instancia última de discernimiento será la conciencia individual, iluminada por la Escritura interpretada privadamente. Esta es la epistemología que se esconde bajo la apelación a la “Sola Scriptura”, y que convierte todo discernimiento doctrinal en un acto subjetivo. La paradoja es que, al negar la infalibilidad del Papa por ser supuestamente “irracional” o “tautológica”, el interlocutor protestante se ve forzado a depositar una confianza absoluta en la interpretación individual de la Escritura, sin otro criterio externo que la propia razón: una forma velada de fideísmo ilustrado que, lejos de superar el problema de la autoridad, lo radicaliza hasta el solipsismo teológico.

Desde la perspectiva de la filosofía realista y de la epistemología clásica, esta postura resulta inaceptable. El intelecto humano está ordenado por naturaleza a la verdad, y la verdad se define como adecuación del entendimiento con la realidad (adaequatio intellectus ad rem). Pero en el orden sobrenatural, donde la verdad excede la capacidad de demostración, Dios mismo ha dispuesto signos sensibles e institucionales —como la Iglesia y su magisterio— para garantizar la autenticidad de su Revelación. No se trata de una suplantación de la razón, sino de su perfeccionamiento por la fe, mediante una autoridad visible instituida por el Logos encarnado. Esta autoridad, lejos de imponerse arbitrariamente, responde a la necesidad de un criterio objetivo en el seno de la comunidad de creyentes, a fin de preservar la unidad, la verdad y la continuidad del depósito revelado.

En conclusión, la crítica protestante al dogma de la infalibilidad papal no constituye un argumento filosófico sólido, sino la expresión de una epistemología deformada por el racionalismo moderno, el nominalismo y el voluntarismo. No se demuestra que la infalibilidad sea irracional, sino que se parte de principios que la excluyen de entrada, sin justificación suficiente. Por ello, su objeción carece de fuerza probatoria: es internamente circular, epistemológicamente insuficiente y filosóficamente inconsistente. El verdadero debate no es sobre el contenido del dogma, sino sobre la posibilidad misma de conocer y expresar con certeza las verdades reveladas. Y esta posibilidad solo se mantiene si se preserva una metafísica del ser, una antropología intelectual y una teología del Logos encarnado que fundamenten la racionalidad de la fe y la legitimidad de una autoridad infalible instituida por Dios.

La epistemología, cuyo nombre proviene del griego epist (conocimiento cierto) y lógos (estudio o discurso), es una disciplina filosófica que se dedica al estudio crítico del conocimiento humano. Su objeto formal consiste en analizar la naturaleza, el origen, la posibilidad, los límites y los criterios de justificación del conocimiento que el hombre adquiere mediante sus facultades naturales. En esencia, la epistemología moderna es una reflexión de segundo orden que examina cómo se valida el saber científico y racional, investigando qué hace que una creencia pueda considerarse verdadera o justificada según métodos y criterios propios del conocimiento natural. Esto incluye el análisis de la experiencia sensible, la razón, la lógica y los procedimientos científicos para alcanzar certezas o grados de probabilidad en el ámbito de lo empírico y racional.

Sin embargo, la epistemología no tiene como objeto de estudio las verdades reveladas sobrenaturalmente ni los actos de fe, que pertenecen a una esfera distinta y superior de conocimiento. La fe teológica no es una forma de conocimiento racional que se sustente únicamente en pruebas o evidencias verificables en el orden natural, sino un asentimiento del intelecto bajo la influencia de la voluntad movida por la gracia divina. La Iglesia ha definido esto con claridad, indicando que la fe no se fundamenta en la evidencia intrínseca de los objetos naturales, sino en la autoridad de Dios revelante, que no puede engañar ni engañarnos. En consecuencia, la epistemología, que es una ciencia natural y crítica del conocimiento humano en el ámbito de la razón natural, no puede ni debe aplicar sus criterios para juzgar la validez o legitimidad de los dogmas de fe, pues hacerlo implica un error categorial: se pretende someter realidades sobrenaturales a criterios naturales que no les son propios.

Este error categorial es la raíz de muchas controversias modernas surgidas a partir del pensamiento voluntarista, nominalista y subjetivista, los cuales constituyen desviaciones fundamentales desde la perspectiva objetivista y realista. Tales corrientes filosóficas fragmentan la unidad del ser y del conocimiento al privilegiar la voluntad arbitraria, negar la existencia de universales reales o reducir la verdad a meras construcciones subjetivas o escepticismos radicales. Estos errores filosóficos no representan un desarrollo genuino o una continuidad del pensamiento clásico, sino rupturas epistemológicas y ontológicas que distorsionan la capacidad humana para acceder a la verdad objetiva. En este contexto, la aplicación de la epistemología moderna —que ya parte de presupuestos naturalistas o empiristas— para invalidar dogmas que se sustentan en la revelación divina y la autoridad infalible de la Iglesia constituye un anacronismo y una falta de comprensión filosófica profunda.

Desde la escuela objetivista y realista, que recupera la tradición filosófica clásica y patrística, el conocimiento verdadero es el que corresponde a la realidad tal cual es, siendo la razón humana capaz de aprehender esta realidad en sus esencias y causas últimas, aunque con límites propios de su finitud. El conocimiento sobrenatural, otorgado por la gracia, no contradice esta capacidad natural, sino que la eleva y perfecciona, permitiendo al hombre acceder a verdades inaccesibles por la razón natural sola. Por tanto, la epistemología natural y crítica no tiene jurisdicción sobre el ámbito de la fe, y es equivocado pretender que cualquier dogma debe pasar por la validación epistemológica según criterios exclusivamente racionalistas o empíricos. Este malentendido, que nace en gran parte de las corrientes nominalistas y subjetivistas modernas, explica muchas de las objeciones protestantes y secularistas contra los dogmas católicos.

En conclusión, la epistemología, entendida en su verdadera naturaleza y objeto, es una herramienta fundamental para el análisis del conocimiento humano natural, pero no puede ni debe ser usada como instrumento para juzgar la verdad de los dogmas definidos por la Iglesia, que pertenecen a la esfera sobrenatural de la fe. Intentar hacerlo implica caer en un error categorial y epistemológico que desvirtúa la naturaleza misma de la revelación y del conocimiento teológico, y que proviene de las desviaciones filosóficas modernas cuya crítica se fundamenta en la recuperación del realismo metafísico y la objetividad del conocimiento tal como fue entendido por la tradición clásica y la enseñanza magisterial de la Iglesia.

Refutación crítica de los argumentos contra la infalibilidad (análisis de errores lógicos, teológicos y epistémicos):

La impugnación protestante del dogma católico de la infalibilidad papal, definido solemnemente en el Concilio Vaticano I mediante la Constitución Pastor Aeternus (1870), pretende construirse sobre un andamiaje argumentativo aparentemente racional y fundamentado en la razón, la exégesis y la historia. Sin embargo, un examen detenido revela que tales argumentos contienen una serie de fallas internas profundas: inconsistencias lógicas, malinterpretaciones teológicas, errores epistemológicos y anacronismos históricos que comprometen su validez. Lo que se proclama como crítica racional se asienta en premisas que no resisten un análisis filosófico riguroso ni un escrutinio histórico-teológico adecuado. Esta refutación se ocupará de desentrañar, de forma ordenada y fundamentada, las debilidades y falsedades en dichos argumentos.



En primer lugar, la crítica epistemológica central de la mayoría de los opositores protestantes se apoya en el supuesto principio de “verificabilidad pública”, que sostiene que toda autoridad que reclame obediencia doctrinal universal debe ser comprobable por medios públicos, objetivos y racionalmente accesibles. Este planteamiento es un residuo del positivismo moderno y del racionalismo epistemológico, herederos del siglo XIX, que reducen la verdad y el conocimiento legítimos a lo estrictamente demostrable o empíricamente verificable. Pero esta visión no coincide con la verdadera naturaleza y alcance de la epistemología clásica ni con la tradición cristiana, que reconocen fuentes de conocimiento legítimas más allá de la sola experiencia empírica o la deducción racional pura.

La epistemología, en su sentido riguroso, es la ciencia que estudia la naturaleza, el origen, el alcance y los criterios del conocimiento humano, y no simplemente un método de verificación empírica o una técnica para validar hipótesis. No se limita a la evaluación de datos sensoriales, sino que también comprende las verdades conocidas por razón y por revelación, incluyendo aquellas que, aunque no sean demostrables empíricamente, pueden ser conocidas con certeza a través de la autoridad divina o de la garantía intrínseca del objeto cognoscible. Por ende, exigir que la infalibilidad papal sea “verificable” desde una instancia externa que no sea la misma autoridad magisterial, es una petición de principio disfrazada y un error categórico: se asume erróneamente que solo lo verificable públicamente y por los sentidos es digno de fe o conocimiento seguro.

Esto conduce a la exclusión a priori de la revelación sobrenatural y de la autoridad divina visible, es decir, la Iglesia, como fuentes legítimas de verdad. Se produce, de esta manera, un desplazamiento del conocimiento hacia un fideísmo de la propia interpretación privada de la Escritura, lo que en la práctica conduce a un escepticismo o agnosticismo disfrazado. En otras palabras, si solo se acepta como válida la verdad que puede ser empíricamente verificada, entonces ningún dogma de fe, incluido el de la infalibilidad papal, podrá ser aceptado con certeza. Así, se reduce la epistemología a un criterio excluyente y arbitrario, incapaz de captar la naturaleza particular del conocimiento religioso y doctrinal.

Otro error fundamental en la crítica protestante es la acusación de circularidad o petición de principio contra la definición dogmática de la infalibilidad. Se afirma que la Iglesia se declara infalible porque lo dice ella misma, lo que, según sus críticos, equivaldría a un razonamiento tautológico carente de validez lógica. Esta acusación desconoce el fundamento teológico de la autoridad eclesial, que no es una mera autoproclamación arbitraria, sino una realidad instituida por Cristo y confirmada en la tradición apostólica y en el consenso de fe de los siglos. La infalibilidad no se basa en la voluntad o el capricho humano, sino en el mandato divino de Cristo de enseñar “todas las cosas” y en la promesa explícita de que el Espíritu Santo guiaría a la Iglesia hacia la verdad plena (cf. Mt 28,19-20; Jn 16,13).

La definición dogmática recoge esta realidad y la formula explícitamente, pero no la crea. En consecuencia, no existe circularidad en el sentido lógico ni epistemológico, sino una manifestación doctrinal de una autoridad que es externa a la propia Iglesia, es decir, la autoridad divina que la sustenta. Sería como afirmar que una Constitución carece de validez porque define su propia autoridad legislativa: toda institución legítima debe definirse a sí misma para actuar, sin incurrir en falacias. A la inversa, la pretensión protestante de que solo la Escritura es autoridad infalible —y que por tanto la Iglesia no puede serlo— cae en el mismo tipo de circularidad: la Escritura es infalible porque “la Biblia dice que es así”, pero no existe un criterio externo para definir qué libros pertenecen al canon, cómo interpretarlos o quién tiene autoridad para hacerlo. En la práctica, esto convierte a cada creyente en juez supremo, con el riesgo epistemológico y práctico de la fragmentación doctrinal y el subjetivismo.

Desde la perspectiva teológica y hermenéutica, las objeciones protestantes a la infalibilidad papal suelen apoyarse en interpretaciones sesgadas y fuera de contexto de pasajes bíblicos fundamentales. Por ejemplo, la lectura protestante de Mateo 16,18-19, donde Cristo dice a Pedro “tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, tiende a reducir la “piedra” a la fe de Pedro o a Cristo mismo, negando el sentido literal y personal que el texto y la tradición patrística han atribuido al propio Pedro como fundamento visible y garante de la unidad eclesial. Esta interpretación selectiva ignora que el juego de palabras en griego y arameo refuerza la identificación personal y la función particular de Pedro como cabeza visible de la Iglesia.

De forma semejante, la oración de Jesús a Pedro en Lucas 22,32, para que “confirme a sus hermanos”, no es un mero gesto emotivo, sino un mandato pastoral con consecuencias doctrinales e institucionales claras. Ignorar esta dimensión es reducir el texto a un sentimentalismo carente de autoridad. La reprensión que Pablo hace a Pedro en Gálatas 2,11 se entiende en el contexto de una corrección disciplinar, no doctrinal, y la escena de Juan 21,15-17 debe interpretarse como la institución formal del encargo pastoral, no como una simple restauración emocional.

En cuanto a los argumentos históricos que pretenden desacreditar la infalibilidad papal invocando supuestos errores de papas como Honorio I o Juan XXII, se detecta un anacronismo grave y un desconocimiento de la doctrina magisterial. La infalibilidad no implica impecabilidad ni omnisciencia personal en todos los actos del pontífice, sino una protección especial y restringida al ejercicio del magisterio “ex cathedra” en materia de fe y moral. Los errores privados o las opiniones personales no invalidan el dogma. Honorio nunca definió como dogma el monotelismo ni impuso esa herejía, y Juan XXII rectificó su opinión sin contradecir la fe. Exigir una definición explícita en todos los siglos para probar la infalibilidad es desconocer el desarrollo orgánico de la doctrina y el sentido del criterio vicentino quod ubique, quod semper, quod ab omnibus que señala la continuidad homogénea, no la repetición literal y textual constante.

Finalmente, desde una perspectiva práctica y epistemológica, la negación protestante de la infalibilidad eclesial resulta en una paradoja. Aunque se oponen a toda infalibilidad humana, terminan atribuyéndose a sí mismos una infalibilidad subjetiva y fragmentaria al considerarse intérpretes únicos y finales de la Escritura. La ausencia de una autoridad externa, comunitaria e institucional conduce a un fideísmo ilustrado donde la garantía de la verdad depende exclusivamente de la conciencia individual, sin criterios objetivos ni sacramentales que validen dicha interpretación. Este fideísmo, lejos de ser un ejercicio de racionalidad crítica, es un dogmatismo personalista sin fundamento, que subordina la verdad a la interpretación privada y dispersa.

En conclusión, los argumentos protestantes contra la infalibilidad papal no solo fallan en sustancia, sino que adolecen de graves errores lógicos, teológicos e incluso epistemológicos. El mal uso del concepto de epistemología, la confusión entre autoridad y autodefinición, la exégesis selectiva y fuera de contexto, la ignorancia de la doctrina magisterial y el desarrollo histórico, y la contradicción práctica al sustituir la infalibilidad institucional por el subjetivismo, demuestran que las críticas no logran derribar la certeza fundada en la tradición apostólica y en la realidad objetiva de la Iglesia. La infalibilidad papal no es un capricho humano ni una ficción arbitraria, sino una verdad necesaria y razonable que garantiza la continuidad y la unidad de la fe, en cumplimiento del mandato divino y bajo la guía del Espíritu Santo.

2.3 ¿Qué es la infalibilidad? Fundamento ontológico, grados de participación en la verdad y definición ex cathedra.

La infalibilidad, en sentido propio, no es una cualidad natural ni una prerrogativa psicológica inherente al individuo, sino un don sobrenatural que excluye el error bajo condiciones estrictamente definidas y que Dios concede a su Iglesia para preservar intacta la verdad revelada. Afirmar que algo o alguien es infalible no significa que no pueda equivocarse en absoluto, sino que en el ámbito concreto de la enseñanza de la fe y la moral, y bajo condiciones establecidas por Cristo, está asistido por el Espíritu Santo y, por tanto, no puede errar. Solo Dios es infalible por esencia, pues es la Verdad subsistente en sí misma; todo ente que participa de la verdad lo hace en cuanto participa del Ser. Por eso, la infalibilidad, como toda perfección verdadera, es participada: en Cristo por la unión hipostática, en la Iglesia por constitución divina, y en el Papa, en actos ex cathedra, como sujeto visible del magisterio supremo en comunión con el Colegio episcopal.

Creemos en la infalibilidad de la Iglesia y del Papa no por una elección subjetiva ni por una inclinación emocional, sino porque la fe católica es la única fe verdadera, no solo en su contenido doctrinal, sino como acto sobrenatural de la inteligencia, movida por la voluntad bajo el influjo de la gracia, que se adhiere a la verdad revelada por Dios y propuesta por la Iglesia como tal. No creemos “por fe” en un sentido genérico e impreciso, sino que creemos que esta es la fe verdadera, fundada por Cristo y garantizada por su promesa indefectible. La certeza que otorga la fe no nace del sentimiento interior ni de la comprobación empírica, sino de la autoridad misma de Dios que revela, quien no puede engañarse ni engañarnos. Por ello, esta fe no es fideísta: no se basa en una experiencia subjetiva ni en una iluminación individual, sino en un testimonio divino accesible históricamente mediante signos, milagros y, sobre todo, la institución visible y permanente de la Iglesia. La fe católica es razonable porque es creíble, y es creíble porque descansa en signos de credibilidad que evidencian su origen divino: la unidad doctrinal constante a lo largo de los siglos, la santidad de sus miembros, su fecundidad espiritual, la continuidad apostólica, la estabilidad del canon bíblico y la coherencia de su enseñanza moral. Estos signos no sustituyen la fe, pero la hacen razonable; no la producen, pero disponen a ella. Así, el asentimiento de fe no es una apuesta irracional, sino un acto libre y lúcido de confianza en la verdad divina comunicada por Cristo a través de su Iglesia.

El protestantismo, en cambio, al negar toda autoridad doctrinal visible y limitarse a la Escritura como única fuente infalible, se ve obligado a justificar esa creencia sin ningún garante externo. Reclama como medida válida de la verdad la “verificabilidad pública”, es decir, que toda doctrina que obligue a la conciencia debe ser examinable, confirmable y aceptable por una razón común y objetiva, sin mediación institucional. Pero este principio, presentado como más racional y libre, es en realidad un presupuesto fideísta de carácter ilustrado, pues no puede justificar la infalibilidad de la Escritura sin caer en una petición de principio: se dice que la Escritura es regla infalible porque lo afirma la Escritura misma, incurriendo en un círculo lógico. El canon bíblico, la inspiración de cada libro, su traducción fiel, interpretación correcta y autoridad vinculante no pueden establecerse sin una instancia capaz de discernir divinamente lo revelado. Si se niega esa instancia —la Iglesia—, la certeza sobre la Escritura se torna contingente, subjetiva o arbitraria.

Los protestantes creen firmemente en la infalibilidad de la Biblia, en la suficiencia de Cristo, en la centralidad de la gracia y en la fe sola como medio de salvación. Pero ¿por qué creen esto? ¿Cuál es su medida de verdad? No es una verificación empírica ni una deducción racional, sino una fe subjetiva en la validez de los principios llamados las quinque solas. ¿Quién les ha garantizado que “solo la Escritura” es norma de fe? ¿Dónde recibieron autoridad vinculante para excluir la Tradición y el Magisterio? ¿Qué criterio externo e infalible les asegura que “solo la fe” salva o que “solo Cristo” media? La respuesta, aunque a menudo no reconocida, es esta: lo creen porque lo creen. No porque lo hayan demostrado con certeza objetiva, sino porque han elegido —por un acto de voluntad subjetiva— creer que es así. Esto es fideísmo: sostener como verdad absoluta una proposición sin contar con una instancia objetiva y divina que garantice su contenido e interpretación.

Paradójicamente, mientras los protestantes acusan a la Iglesia católica de fideísmo autorreferencial al declarar su propia infalibilidad, ellos abrazan un fideísmo aún más radical, negando cualquier mediación histórica e institucional y entregándose a una experiencia personal no sujeta a corrección doctrinal por autoridad superior. La sola Scriptura se convierte así en dogma no probado, impuesto por la conciencia individual, sin signos de credibilidad, sin verificación ontológica ni garantías canónicas.

Cuando un protestante afirma creer en la sola Scriptura pero también “usar” la experiencia, tradición o testimonio de otros creyentes, condicionándolos a que sean juzgados por una “medida superior” —la Escritura misma— repite una formulación aparentemente equilibrada pero internamente contradictoria. Esta postura asume que hay una norma suprema de verdad contenida exclusivamente en el texto bíblico, y que los demás elementos pueden admitirse solo si son compatibles con esa norma. Así, la Escritura literal es regla absoluta, y los otros elementos, en el mejor de los casos, testimonios subordinados sin valor normativo. Esto, aparentemente razonable, es en realidad un error epistemológico grave que contradice la estructura misma de la Revelación y el principio de autoridad divina objetiva.

Debe aclararse que la sola Scriptura no fue originariamente un principio metodológico hermenéutico ni una jerarquía equilibrada de fuentes con la Escritura en el vértice. Fue una tesis radicalmente exclusivista formulada por Lutero en el siglo XVI, que negaba la autoridad de toda tradición eclesial como fuente co-normativa o vinculante en materia doctrinal. Para Lutero, la Escritura no solo contenía toda verdad revelada necesaria para la salvación, sino que debía interpretarse por sí misma, sin referencia obligatoria a magisterio eclesial ni tradición viva. La Iglesia debía someterse al juicio de la Escritura, no al revés. La ruptura con Roma fue, en esencia, un principio epistemológico: el rechazo de toda autoridad interpretativa objetiva fuera del texto.

Pero esta afirmación contiene una contradicción insalvable: la Escritura, como texto escrito, no se interpreta a sí misma. Todo texto necesita ser leído, comprendido, contextualizado y aplicado, y este proceso siempre implica un sujeto que interpreta, una comunidad que recibe, una tradición que transmite y un principio doctrinal que orienta. Cuando un protestante afirma que puede usar experiencia, tradición o testimonio, subordinándolos a la Escritura, presupone que él mismo puede determinar con claridad y certeza el sentido auténtico del texto sin instancia doctrinal infalible. Sustituye así la autoridad divina transmitida objetivamente por la Iglesia por una lectura personal que se erige implícitamente como norma última. No triunfa la Escritura, sino la supremacía del intérprete individual.

Si se confronta esta postura con la historia del cristianismo, resulta insostenible. La sola Scriptura, entendida como principio excluyente de toda otra fuente doctrinal, es una invención moderna. No está presente en los Padres de la Iglesia ni en la praxis apostólica ni en los concilios antiguos. La Iglesia vivió, enseñó y defendió la fe durante más de tres siglos antes de que se definiera el canon bíblico. Fue precisamente la Tradición apostólica y el juicio magisterial quienes determinaron qué libros eran inspirados y cuáles no. El canon no se impuso por evidencia interna ni por consenso espontáneo, sino por decisión eclesial. La Escritura es norma porque la Iglesia, con autoridad divina, la declaró tal. Sostener que la Escritura es la única regla de fe, negando a quien la canonizó, es dinamitar el fundamento mismo de la regla.

Además, la noción de una “medida superior” que nivela las demás fuentes presupone una autoridad doctrinal infalible que determine qué interpretación es verdadera. Pero el protestantismo, al rechazar esa instancia visible, cae inevitablemente en fideísmo: cada individuo o comunidad asume que su lectura es correcta sin ofrecer un criterio objetivo para distinguir entre interpretación verdadera y falsa. Así, la sola Scriptura, que pretendía defender la autoridad divina contra excesos humanos, se convierte en la puerta a una multiplicidad de doctrinas contradictorias, todas basadas en la misma Biblia y proclamadas como fieles, pero sin árbitro común para resolver disputas. Esta fragmentación es la consecuencia lógica del principio mismo.

La única forma de evitar tanto fideísmo subjetivo como autoritarismo humano es reconocer que Dios quiso una Revelación objetiva, comunicada por Cristo, transmitida por los Apóstoles, conservada en la Iglesia y garantizada por una autoridad viva e infalible. Esa autoridad no es la conciencia individual, ni el texto aislado, ni una tradición muerta, sino la Iglesia misma en su Magisterio, cuyo pastor supremo es el Romano Pontífice. Así, la infalibilidad papal no es una arrogancia humana ni un capricho doctrinal, sino la necesidad lógica y divina para preservar la verdad en medio de la historia y el error.

III. Argumentacion teologica

El análisis del dogma de la infalibilidad no puede reducirse a una defensa táctica frente a objeciones ni a una demostración apologética ad hoc. Requiere, más bien, una fundamentación teológica afirmativa que haga explícita su necesidad interna, su coherencia con la noción misma de Revelación, y su articulación como garantía institucional de la Verdad divina confiada a la Iglesia. Este planteamiento exige mostrar que si existe una Revelación objetiva por parte de Dios, entonces debe existir también un sujeto histórico que la conserve y la exponga con certeza, libre de error en lo que concierne a su contenido esencial.

Negar la posibilidad o necesidad de un sujeto infalible implica, en último término, negar la posibilidad de conocer con certeza el contenido revelado y vaciar la Revelación de su eficacia salvífica universal. La infalibilidad no es un privilegio antropológico ni una cualidad mágica, sino una exigencia teológica derivada del ser mismo de la Revelación y de la voluntad divina de comunicarse al hombre de manera objetiva, pública y transmisible.

La Revelación cristiana no se manifiesta como una experiencia privada o como una iluminación interior inefable. Dios ha querido revelarse por medio de palabras y hechos históricos que constituyen un contenido objetivo, dirigido a toda la humanidad. Esta revelación no es, por tanto, una efusión mística ni una intuición filosófica, sino un acto libre de Dios que entra en la historia y se propone al hombre como verdad que salva.

Ahora bien, si esta verdad es objetiva, entonces no puede quedar a merced de interpretaciones individuales ni de consensos mutables. Como ningún texto se interpreta a sí mismo, y como la Revelación se presenta no como una colección de sentencias filosóficas, sino como un depósito viviente, se hace necesaria la existencia de un sujeto vivo, histórico y visible que tenga la capacidad de discernir y enseñar con certeza qué pertenece a esa Revelación y qué constituye una distorsión de ella.

Este sujeto es la Iglesia, y su capacidad de enseñar sin error en materia de fe y moral es lo que denominamos infalibilidad. Esta prerrogativa no es opcional ni secundaria, sino constitutiva de la economía salvífica: sin ella, la Revelación quedaría sujeta al error, la tergiversación y la fragmentación.

Desde una perspectiva epistemológica realista, es contradictorio afirmar que Dios ha hablado definitivamente al hombre y al mismo tiempo sostener que no existe una instancia que permita conocer con certeza ese mensaje. Si la verdad revelada es comunicada como verdad divina, entonces su recepción exige no solo la fe subjetiva del creyente, sino también un criterio objetivo de autenticidad. No se trata aquí de suplantar la fe por la razón, sino de reconocer que la fe requiere de un fundamento extrínseco proporcionado por Dios para poder asentir sin temor al error.

En este sentido, la infalibilidad eclesial no se opone a la razón, sino que la presupone y la supera, pues se trata de un juicio cierto acerca de una verdad que excede las capacidades naturales del entendimiento humano. Así como la Escritura fue inspirada sin error a través de instrumentos humanos falibles, también la interpretación auténtica de esa misma Escritura requiere de un instrumento humano asistido sobrenaturalmente para no errar. La analogía entre inspiración e infalibilidad es aquí plenamente legítima: si Dios puede preservar del error a autores humanos al escribir su Palabra, también puede preservarlos al interpretarla oficialmente.

Negar esta posibilidad conduce a una paradoja: se admitiría la existencia de un texto inspirado, pero se lo dejaría a la deriva hermenéutica, sometido a criterios históricos, lingüísticos o doctrinales que jamás podrían ofrecer certeza definitiva. Sería como entregar una partitura perfecta sin un intérprete autorizado que garantice su correcta ejecución.

La Revelación, por su misma naturaleza, se dirige a un pueblo, no a individuos aislados. No se trata de una gnosis secreta reservada a iluminados, sino de una verdad comunicada para ser vivida, celebrada y transmitida en comunidad. Esta dimensión eclesial de la fe exige una norma objetiva que regule su recepción y expresión. La fe no puede reducirse a opinión personal ni a sentimiento subjetivo; debe tener un contenido universalmente reconocible y doctrinalmente seguro.

Si cada creyente, o cada comunidad, fuese juez último del contenido revelado, se destruiría la posibilidad de unidad doctrinal y se daría paso a un pluralismo incompatible con la universalidad del Evangelio. Así lo ha demostrado la historia de las comunidades que han rechazado la infalibilidad eclesial: en ellas la doctrina ha sido fragmentada, relativizada o incluso sustituida por criterios extrínsecos (culturales, políticos, ideológicos). La Iglesia católica, en cambio, ha conservado íntegra su doctrina esencial durante más de veinte siglos, sin contradecir jamás en su magisterio solemne lo que antes había enseñado como revelado. Este hecho solo se explica por una asistencia divina permanente.

Una de las objeciones más comunes —tanto en ambientes protestantes como racionalistas— consiste en afirmar que ningún ser humano puede estar libre de error. Esta crítica, sin embargo, incurre en una confusión de planos. La infalibilidad no es una cualidad ontológica del sujeto (como si el Papa fuese impecable o omnisciente), sino un carisma funcional que actúa bajo condiciones específicas.

Es un carisma negativo: no garantiza una inspiración constante ni una perfección personal, sino una protección contra el error cuando el sujeto —el Papa o el colegio episcopal en comunión con él— ejerce su magisterio de modo solemne y definitivo sobre materias de fe o de moral.

Esta distinción es esencial. La historia de la Iglesia no desconoce que ha habido papas indignos, negligentes o errados en el plano disciplinar o pastoral. Pero ninguno de ellos ha definido ex cathedra una herejía. Este hecho es irreductible a una mera contingencia histórica y constituye un signo objetivo de la asistencia prometida por Cristo.

La doctrina católica de la infalibilidad no surge en el vacío ni se impone por una autoridad arbitraria. Se funda, ante todo, en las mismas palabras de Cristo. En Mateo 16,18-19, Jesús confiere a Pedro una autoridad singular: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia […] A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos”. Aquí se observa la institución de una cabeza visible, sobre la cual descansa la unidad de la Iglesia.

Del mismo modo, en Lucas 22,31-32, Cristo le dice: “Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos”. Esta oración de Cristo no es una simple expresión afectiva, sino una promesa institucional: la fe de Pedro, asistida por la gracia, será el fundamento que confirme a los demás. La infalibilidad del Papa, cuando enseña ex cathedra, no se apoya en su persona, sino en la oración de Cristo y en la acción del Espíritu Santo que le ha sido prometida.

Este primado se hace aún más explícito en Juan 21,15-17, cuando Cristo le confía a Pedro la misión de apacentar sus ovejas. La triple reiteración del mandato (“apacienta mis corderos”, “pastorea mis ovejas”) manifiesta que Pedro no es un miembro entre iguales, sino el pastor visible de toda la grey.

Los Padres de la Iglesia reconocieron esta primacía y la función doctrinal de la sede romana como custodio de la fe apostólica. San Ireneo, en el siglo II, afirma que “es necesario que toda Iglesia concuerde con esta Iglesia [la de Roma], a causa de su preeminente autoridad” (Adv. Haer. III,3,2). San Cipriano la llama “la cátedra de Pedro, la Iglesia principal, de la cual procede la unidad del episcopado” (Epist. 59,14).

A lo largo de los siglos, esta función doctrinal ha sido reconocida incluso por los mismos concilios ecuménicos. En Calcedonia (451), los obispos aclaman la carta dogmática del Papa León Magno con las palabras: “¡Pedro ha hablado por boca de León!”. Este testimonio unánime revela que la infalibilidad pontificia no fue una invención moderna, sino la formulación teológica de una práctica eclesial constante: acudir al juicio de Roma para dirimir las controversias doctrinales.

La unidad visible de la fe católica, mantenida durante más de dos milenios a pesar de crisis internas, persecuciones externas y errores individuales, es un testimonio práctico de la eficacia del carisma de la infalibilidad. Esta unidad no ha sido impuesta por fuerza política ni por consensos cambiantes, sino por una autoridad doctrinal objetiva que ha sabido discernir, definir y conservar sin contradicción el depósito de la fe.

Mientras otras comunidades cristianas han revisado, alterado o abandonado sus posiciones doctrinales esenciales (como la Trinidad, la virginidad de María, la moral sexual, el sacerdocio, etc.), la Iglesia católica ha conservado sin error las enseñanzas fundamentales. Esta permanencia doctrinal solo es explicable si se admite la asistencia sobrenatural que Cristo prometió a su Iglesia.

Desde el punto de vista metafísico, el primado de Pedro no es una función intercambiable ni simbólica. Se trata de una autoridad personal, instituida por Cristo y conferida a un sujeto concreto: el Obispo de Roma. Si Pedro fue uno, su sucesión solo puede residir en una única sede. La pluralización del primado —como pretenden algunos modelos ortodoxos o ecumenistas— viola el principio de identidad (unumquodque est id quod est), el principio de no contradicción y el principio del tercero excluido.

No puede haber más de una cabeza visible con jurisdicción plena sobre la Iglesia universal sin que ello implique una contradicción interna en el ser mismo de la Iglesia. O hay un Papa con primado y carisma de infalibilidad, o no lo hay. No existe una tercera opción coherente. Cualquier otro modelo conduce a la fragmentación doctrinal y a la imposibilidad de discernir con certeza el contenido revelado.

La infalibilidad pontificia no es un privilegio honorífico ni una forma de absolutismo doctrinal. Es un don divino, concedido a la Iglesia para asegurar su fidelidad a la verdad revelada y para preservar la unidad visible del Cuerpo de Cristo. Está limitada en objeto (fe y moral), en condiciones (magisterio solemne), y en sujeto (el Papa como sucesor de Pedro), y no se aplica a opiniones personales, decisiones disciplinarias ni afirmaciones accidentales.

Negar este carisma conduce a una concepción puramente humana de la Iglesia, sometida a la ambigüedad hermenéutica y al vaivén histórico. Aceptarlo, en cambio, permite confesar con certeza que la Iglesia posee los medios instituidos por Cristo para enseñar “todas las cosas que os he mandado” (Mt 28,20), sin error y con autoridad.

Conclusión:

La doctrina de la infalibilidad pontificia no es una afirmación arbitraria ni una construcción tardía del poder eclesiástico, sino una consecuencia necesaria de la constitución divina de la Iglesia y de la lógica interna de la Revelación cristiana. A lo largo de este estudio hemos examinado sus fundamentos ontológicos, filosóficos y teológicos, demostrando que solo la existencia de un sujeto concreto —el Romano Pontífice— dotado de asistencia divina para no errar al enseñar con autoridad, puede garantizar la permanencia objetiva y universal de la verdad revelada en el tiempo.

En el orden filosófico, partimos del principio realista de que la verdad es la conformidad del entendimiento con la realidad (adaequatio intellectus et rei). Pero en materia de fe revelada, esta adecuación exige no solo un acto subjetivo recto del creyente, sino también la existencia de un criterio objetivo y universal de autenticidad doctrinal, sin el cual toda enseñanza quedaría a merced del juicio privado, de la variabilidad cultural o del consenso mutable. Ahora bien, el hombre —ser racional y libre, pero limitado— no puede, por sí mismo, garantizar la conservación inmutable de una verdad sobrenatural. Por eso, si Dios ha querido revelar una doctrina salvífica, ha debido también establecer los medios eficaces y visibles para su conservación y transmisión sin error. De lo contrario, el acto mismo de Revelación quedaría frustrado en su finalidad histórica.

En este punto, el acto de razón exige una respuesta que no admita ambigüedad. O existe un sujeto infalible visible en la historia —y esa infalibilidad está circunscrita a condiciones objetivas—, o no existe ninguno, y en ese caso, toda doctrina puede ser interpretada, reformulada o negada según el parecer del individuo o de una comunidad local. Esta disyuntiva responde al principio del tercero excluido: aut est, aut non est. No hay vía intermedia racional entre aceptar una infalibilidad objetiva en la Iglesia —personal, perpetua y transmisible por sucesión legítima— o abrazar, consciente o no, el subjetivismo doctrinal. Y si existe tal infalibilidad, no puede estar distribuida entre múltiples patriarcas ni reposar en una estructura sinodal abstracta, pues ello violaría el principio de identidad. Pedro fue uno, su primado fue personal, su autoridad fue exclusiva, y su sucesión no puede ser múltiple sin caer en contradicción.

En el plano teológico, se ha mostrado que la infalibilidad no es un atributo del Papa como individuo, sino una asistencia divina conferida al oficio petrino, en cuanto principio visible de unidad doctrinal y jurisdiccional. No se trata de una omnisciencia ni de una impecabilidad, sino de una preservación negativa del error cuando el Papa, actuando ex cathedra, define con intención de obligar a la Iglesia universal una verdad revelada por Dios. Este carisma no nace del consentimiento del pueblo fiel ni de un acuerdo sinodal, sino del mandato mismo de Cristo a Pedro, quien recibió no solo las llaves, sino también la promesa de una fe que no fallará: “Ego rogavi pro te, ut non deficiat fides tua; et tu… confirma fratres tuos” (Lc 22,32).

Ahora bien, si Pedro recibió esta misión única de confirmar en la fe a los hermanos, y si esta promesa fue hecha en razón de su oficio y no de su persona individual, entonces debe subsistir en el tiempo un sucesor que la continúe. Y ese sucesor sólo puede ser el Obispo de Roma, como lo atestigua la historia universal de la Iglesia antes del cisma, el testimonio unánime de los Padres en Oriente y Occidente, y la conciencia eclesial mantenida en la sede apostólica sin interrupción. Negar esta continuidad es desconocer la estructura visible del Cuerpo de Cristo, que no puede vivir sin cabeza visible, sin principio de unidad doctrinal y sin custodia objetiva del depósito revelado.

Desde esta perspectiva, se comprende que la infalibilidad pontificia no rompe la lógica del ser creado, sino que la eleva y la consuma en el orden de la gracia. Es el modo concreto en que Dios —que no puede mentir ni engañarse— asegura que su Palabra permanezca íntegra, viva y eficaz a través de los siglos, sin depender de consensos, ni de sabidurías humanas, ni de renovaciones constantes. Así como en los sacramentos Dios actúa por medio de signos visibles, también en el gobierno doctrinal de la Iglesia actúa por medio de una autoridad visible, determinada, establecida por Cristo mismo.

Negar esta doctrina es asumir, implícitamente, que Dios habría revelado la verdad sin prever los medios concretos para preservarla del error. Es sostener que la Revelación sería perfectible, sujeta a revisión, dependiente de la fluctuación cultural o de interpretaciones parciales, como pretenden el racionalismo moderno y la reforma protestante. Es, en última instancia, renunciar a la posibilidad de una certeza objetiva en la fe, y reducir la adhesión a la verdad revelada al ámbito de la opinión personal o comunitaria.

Pero si Dios es veraz, si Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Heb 13,8), y si el Espíritu Santo ha sido dado para guiar a la Iglesia in omnem veritatem (Jn 16,13), entonces es racionalmente necesario concluir que Dios ha provisto a su Iglesia de un principio visible e infalible de unidad doctrinal, y que este principio reside exclusivamente en el Sucesor de Pedro. Este es, por tanto, el fundamento último de la doctrina católica de la infalibilidad pontificia: no un privilegio humano, sino un acto de condescendencia divina, en el cual Dios, por medio de un instrumento humano, garantiza al mundo la permanencia de su Verdad.

En consecuencia, no es posible negar esta doctrina sin incurrir en contradicción interna, sin destruir la posibilidad misma de una fe común, y sin separar el misterio de la Iglesia de su fundamento divino y racional. Todo el que, siguiendo la razón hasta su perfección, y acogiendo con humildad la enseñanza de la Tradición, se deja guiar por la verdad, terminará, tarde o temprano, por reconocer que el ministerio del Romano Pontífice no es obstáculo, sino cauce, no sustitución de Cristo, sino expresión visible de su autoridad salvadora en la historia.

Galo Guillermo Alejandro Farfán Cano,
Laico de la Santa Romana Iglesia.

Populares