Calvinismo

 Análisis

Introducción general

Desde sus orígenes en el siglo XVI, el calvinismo ha pretendido reformular el núcleo de la fe cristiana —la economía de la salvación en Cristo y en su Iglesia— en torno a una concepción absolutista de la soberanía divina. En nombre de esta soberanía, Juan Calvino propuso una doctrina que reorganiza toda la teología de la gracia, la justificación, la predestinación y la libertad humana, reduciendo la salvación a un acto unilateral del querer divino, sin verdadera cooperación de la voluntad humana ni mediación eclesial visible. Esta reformulación ha influido de forma decisiva en el protestantismo moderno, particularmente en sus variantes más sistemáticas y radicales.

El calvinismo no representa un desarrollo orgánico dentro del depósito de la fe, sino una ruptura con la Tradición apostólica y patrística; una negación del orden sacramental y de la transformación real que produce la gracia; una reinterpretación del Evangelio en clave jurídico-voluntarista, que subordina la misericordia divina a una lógica de decretos eternos incomprensibles. No estamos ante una disputa menor entre escuelas teológicas, sino ante un conflicto entre dos antropologías, dos teologías y dos eclesiologías: la una, fundada en la Revelación y en la ontología participativa del ser; la otra, surgida del nominalismo y del subjetivismo reactivo ante los abusos del pasado.

Esta refutación no nace del ánimo de controversia ni del deseo de condena personal, sino de la necesidad de clarificar la verdad. En fidelidad a la Sagrada Escritura, al magisterio infalible y al testimonio unánime de los Padres, mostraremos la insuficiencia bíblica, teológica y filosófica del sistema calvinista. Lo haremos en tres niveles: primero, mediante una refutación bíblica que restituya el sentido de la cooperación libre del hombre con la gracia, la necesidad de las obras de caridad, y la mediación sacramental; segundo, mediante una crítica teológica al calvinismo, al molinismo y al sistema bañeciano, desde la perspectiva de la soteriología y la eclesiología católicas; y tercero, con una evaluación filosófica que revele las limitaciones de cualquier sistema que se aparte del realismo participativo propio del tomismo.

Porque la verdadera fe no contradice la razón, sino que la eleva; y porque Dios, que es Amor, no anula al hombre, sino que lo transforma por la gracia. No adoramos a un Dios lejano que decreta arbitrariamente la condenación de muchos, sino al Dios vivo que se hizo carne, que llama a la conversión, que fundó una Iglesia visible y que "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2,4). Esta refutación es, por tanto, un acto de obediencia y de amor a la Verdad: Cristo, la Iglesia que es su Cuerpo, y el hombre creado a imagen de Dios.

I. Refutación bíblica del calvinismo

La Sagrada Escritura, leída en comunión con la Tradición viva de la Iglesia, revela con claridad que la salvación no es una mera imputación legal de justicia ni una elección arbitraria decretada desde la eternidad sin referencia al obrar libre del hombre, sino una participación real en la vida divina por la gracia, mediante la fe viva que actúa por el amor. Frente a la doctrina calvinista de la sola fide y de la predestinación incondicional, la Biblia atestigua desde Génesis hasta el Apocalipsis una economía de salvación fundada en la alianza, en la respuesta libre del hombre al llamado de Dios, en el juicio según las obras, y en la mediación visible de la Iglesia como sacramento universal de salvación.

Cuando Calvino afirma que el hombre es justificado exclusivamente por la fe sola, sin necesidad de cooperación interior o de obras animadas por la caridad, reduce el misterio de la redención a una transacción jurídica entre Dios y el pecador. Pero esta concepción es ajena a la teología de San Pablo y de todo el Nuevo Testamento. El Apóstol afirma que “hemos sido justificados por la fe” (Romanos 5,1), pero añade enseguida que esta fe nos introduce en un estado de gracia en el que “nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (5,2), y que el amor de Dios ha sido “derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (5,5). La justificación, entonces, no es una mera declaración, sino una inserción en la vida trinitaria. Y cuando desarrolla la lógica de la nueva vida en Cristo, Pablo es claro: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él” (6,8), y por eso exhorta: “No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal” (6,12), porque ya no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. La justificación implica muerte al pecado y vida nueva en el Espíritu.

Esta vida nueva se manifiesta en las obras, no como añadidos humanos, sino como fruto necesario del amor que ha sido infundido. Por eso Santiago, en abierta oposición a toda concepción aislada de la fe, enseña sin ambigüedad: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: tengo fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarle esa fe?” (Santiago 2,14). Y concluye con la declaración más tajante de todo el Nuevo Testamento contra la sola fide: “La fe sin obras está muerta” (2,17), y más aún: “el hombre es justificado por las obras y no solamente por la fe” (2,24). No se trata de obras según la ley mosaica, ya abolida en su forma ritual, sino de las obras del amor —aquellas que expresan la vida del Espíritu en el alma regenerada.

Este mismo principio es enseñado por Cristo en los evangelios. En Juan 15, la imagen de la vid y los sarmientos expresa con potencia mística la realidad de la unión vital entre el creyente y Cristo. “Permaneced en mí, y yo en vosotros”, dice el Señor (Jn 15,4), y añade: “El que permanece en mí, y yo en él, ese da mucho fruto” (15,5). Pero advierte con severidad: “El que no permanece en mí es arrojado fuera como el sarmiento, y se seca; lo recogen, lo echan al fuego y arden” (15,6). Permanecer en Cristo no es creer simplemente en Él, sino vivir en comunión real con su Persona, dar fruto, obrar según el amor. Y este fruto no es opcional, sino condición para no ser cortado. No hay aquí lugar para una salvación sin transformación ni para una fe desligada de la vida.

En Mateo 25, el juicio escatológico está fundado no en la fe profesada, sino en las obras realizadas al prójimo por amor a Cristo: “Tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25,35). Los justos son llamados “benditos de mi Padre”, no por haber creído, sino por haber vivido conforme a la caridad. Y los réprobos son condenados, no por incredulidad teórica, sino por omisión del amor concreto. En ningún momento el Señor introduce el lenguaje de la imputación, ni habla de la fe sola como criterio. El juicio se basa en las obras —no por mérito humano independiente, sino como manifestación del amor recibido y retribuido.

Ahora bien, este dinamismo requiere necesariamente la libertad del hombre para cooperar o resistirse a la gracia. Deuteronomio 30,19 declara: “Pongo hoy ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia.” Y Josué 24,15 clama con autoridad: “Escogeos hoy a quién servir.” Este principio de libertad responsable es confirmado en el Nuevo Testamento. Cristo llama: “He aquí, estoy a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré” (Apocalipsis 3,20). El verbo condicional “si alguno abre” presupone libertad real. Hechos 7,51 acusa a los judíos: “¡Duros de cerviz! […] Siempre resistís al Espíritu Santo.” Si la gracia fuera irresistible, ¿cómo podrían resistirse a ella? Este pasaje solo tiene sentido si se acepta que el hombre puede rechazar la moción divina.

Frente a la doctrina calvinista de la predestinación absoluta y de la gracia irresistible, la Escritura proclama con claridad la universalidad de la voluntad salvífica de Dios. San Pablo enseña: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2,4). San Pedro añade: “El Señor no tarda en cumplir su promesa, sino que es paciente […] no queriendo que ninguno perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 Pedro 3,9). Y Juan proclama el fundamento de toda esperanza: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3,16). Este amor redentor es real y ofrecido a todos; no hay en el Evangelio indicio alguno de que Cristo muriera solo por algunos, ni de que el Padre excluya de antemano a parte de la humanidad. La elección divina no anula la libertad del hombre, sino que la ilumina, la interpela y la ordena al bien.

Finalmente, la Escritura enseña que la salvación está intrínsecamente vinculada a la comunión visible con la Iglesia y a los sacramentos instituidos por Cristo. El bautismo es proclamado como “el baño de regeneración” (Tito 3,5); es necesario para nacer de nuevo (Juan 3,5), y no es una mera señal externa, sino instrumento real de salvación (cf. 1 Pedro 3,21). La Eucaristía es presentada por Jesús como alimento indispensable: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna […] y permanece en mí y yo en él” (Juan 6,54-56). No hay aquí simbolismo vacío, sino realidad sacramental. San Pablo enseña que formamos un solo Cuerpo en Cristo (1 Corintios 12), y que la fe sin discernimiento del Cuerpo conduce a juicio (11,27-29). La Iglesia, fundada sobre Pedro (Mateo 16,18), es el lugar donde se predica, se bautiza, se perdona, y se santifica. Negar su mediación es oponerse al plan querido por Dios.

La Biblia, por tanto, no avala en ningún momento la doctrina calvinista de la sola fide, ni su visión de la gracia irresistible, ni su noción de elección arbitraria. El testimonio de la Revelación es coherente: Dios llama a todos, concede gracia suficiente a todos, espera la respuesta libre del corazón, y juzga conforme al amor realizado. La fe no es una fórmula legalista, sino una virtud viva, ordenada al amor. Y la justificación no es una cobertura extrínseca, sino una transformación real por el Espíritu, en el seno de la Iglesia. Toda doctrina que niegue esto no tiene fundamento bíblico, aunque cite textos sagrados fuera de contexto. Solo la Tradición católica, leída en continuidad con las Escrituras, expresa íntegramente la verdad revelada: que la fe salva cuando obra por la caridad, que la gracia transforma, y que Cristo no nos vino a declarar justos, sino a hacernos hijos en Él.

II. Crítica teológica: límites del calvinismo, del molinismo y del sistema bañeciano

Cuando la teología cristiana se adentra en el misterio de la gracia, la justificación y la predestinación, no entra en un terreno meramente especulativo, sino en el corazón mismo de la economía de la salvación. En este ámbito, la razón iluminada por la fe no pretende penetrar lo inefable, sino custodiar el misterio sin traicionarlo. No se trata de resolver lo que Dios ha revelado parcialmente, sino de evitar todo reduccionismo que, en nombre de la lógica o de la coherencia interna, sacrifique verdades reveladas. En esta línea, el calvinismo, el molinismo y el sistema bañeciano han pretendido —desde ópticas diferentes— explicar cómo se armonizan la iniciativa divina con la libertad del hombre. Pero al absolutizar sus premisas, cada uno incurre en tensiones que la doctrina católica evita al sostener la primacía de la gracia junto con la cooperación libre del hombre.

La teología reformada, especialmente en su formulación calvinista, parte de una concepción forense de la gracia que niega toda transformación interior del alma en el proceso justificatorio. Como explica J.I. Packer (2012), la justificaciónes como Atlas” que sostiene todo el edificio doctrinal protestante, pero dicha justificación no consiste en infundir justicia, sino en imputarla: Dios declara justo al pecador, permaneciendo este tal cual era. Así, bajo la fórmula de simul iustus et peccator, se afirma que el hombre justificado es simultáneamente justo por imputación e intrínsecamente pecador. Esta doctrina choca frontalmente con el testimonio de la Sagrada Escritura, que afirma que "el que es en Cristo, nueva criatura es" (2 Cor 5,17) y que “la gracia nos instruye para rechazar la impiedad y vivir sobriamente” (Tit 2,11-12). Una justificación sin regeneración no es redención, sino ficción legal. En este marco, como bien denuncia Stivason (2021), incluso textos como 1 Timoteo 2,4 son reinterpretados para acomodarlos al decreto absoluto de elección, excluyendo de la economía de la gracia la posibilidad real de conversión libre. 

La consecuencia teológica de esta visión es doble: por un lado, destruye la noción de santificación como proceso real, al convertir la justicia en una etiqueta sin sustancia; y por otro, vacía la vida sacramental y eclesial de su eficacia, al reducir los sacramentos a signos sin poder transformante. Sandroni y Alaoui (2015) han mostrado cómo esta antropología teológica se traduce en una ética secularizada: la salvación se convierte en sinónimo de éxito visible, en un indicio de predestinación favorable. Así, se elimina la cruz como camino necesario y la perseverancia como fruto del amor. Bajo este esquema, el hombre no es interlocutor real de Dios, sino objeto pasivo de un decreto eterno. La fe, separada de la caridad, deja de ser virtud teologal y se convierte en condición formal de justificación. Esta visión distorsiona el Evangelio y niega la Encarnación en su dimensión transformante. 

En reacción a este determinismo, el molinismo propone la teoría de la scientia media, según la cual Dios conoce infaliblemente cómo respondería cada criatura libre en cualquier situación posible, y elige crear ese mundo en el que cooperarían con su gracia. Esta doctrina pretende salvar la libertad humana sin comprometer la presciencia divina. Pero en la práctica, introduce una forma de subordinación de Dios a la criatura: el decreto divino queda condicionado por una respuesta creada aún no existente. Si bien Molina intenta evitar el pelagianismo, su sistema corre el riesgo de derivar en una forma de semipelagianismo encubierto, al hacer depender la eficacia de la gracia del consentimiento previsto de la criatura. En este marco, la gracia ya no es intrínsecamente eficaz, sino eficaz por previsión. No es ya causa primera soberana, sino causa subordinada al libre arbitrio de la criatura. La scientia media, además, carece de fundamento escriturístico o patrístico y fue ampliamente criticada por teólogos contemporáneos a Molina por su novedad y por su disonancia con la doctrina de Trento. Filosóficamente, el molinismo adopta una noción de libertad entendida como indiferencia radical: la voluntad es neutra frente a los bienes y sólo es libre si puede elegir entre contrarios. Pero esta concepción no corresponde a la visión clásica de la libertad como orden del apetito racional hacia el bien. La libertad no consiste en poder elegir el mal, sino en elegir el bien por amor. Al convertir la libertad en un principio de autonomía absoluta, el molinismo debilita la noción de naturaleza humana orientada teleológicamente al bien, y termina separando la libertad de la verdad. 

El sistema de Domingo Báñez, por su parte, nace del deseo de mantener la primacía absoluta de la gracia sin anular la libertad humana. La praemotio physica se presenta como una moción divina que mueve infaliblemente a la criatura racional a obrar libremente el bien querido por Dios. Esta moción no violenta la voluntad, sino que la determina conforme a su naturaleza racional. Como señala Jerzy Tupikowski (2022), el sistema bañeciano se apoya en el principio tomista de que la causa primera no destruye la causalidad de las causas segundas, sino que las sostiene. En este esquema, Dios obra como causa universal y la criatura como causa particular, sin que se anule la libertad formal del agente. Sin embargo, la dificultad teológica y epistemológica del bañecianismo radica en mostrar cómo una moción infalible puede ser compatible con un acto libre. Aunque se afirma que el acto libre no es forzado, la certeza del resultado bajo la moción eficaz parece eliminar la posibilidad real de resistir. El riesgo es que la libertad se convierta en una apariencia compatible con el resultado necesario, sin verdadera autodeterminación desde el sujeto. Si bien el sistema no incurre en determinismo absoluto, puede conducir a un reduccionismo de la libertad a un concepto formal sin densidad existencial. Aun así, el bañecianismo conserva un mérito teológico importante: no subordina a Dios, no hace depender la eficacia de la gracia de la previsión de méritos, y mantiene la gratuidad radical del orden salvífico. 

La posición católica, como enseña el Concilio de Trento, no se alinea plenamente con ninguno de estos sistemas, pero reconoce los elementos válidos en cada uno. Trento proclama que “los hombres son justificados gratuitamente por su gracia”, y al mismo tiempo afirma que “el consentimiento del hombre no puede faltar”, aunque sea precedido por la moción divina. La gracia es eficaz porque Dios obra en el corazón del hombre; pero el hombre coopera libremente, no como causa autónoma, sino como sujeto transformado y elevado por el Espíritu. La predestinación, por tanto, no es un decreto ciego ni una anticipación mecánica del mérito, sino una elección amorosa que se realiza en el tiempo mediante la cooperación del creyente. Dios llama eficazmente, pero no fuerza; mueve, pero no anula; transforma, pero no suprime. Este equilibrio —que no es lógica deductiva, sino fidelidad al misterio revelado— permite sostener la soberanía divina sin caer en fatalismo, y la libertad humana sin recaer en pelagianismo.

En síntesis de este apartado, el calvinismo distorsiona el misterio de la gracia al absolutizar la voluntad divina, negando la regeneración real del alma y la cooperación libre del hombre; el molinismo, al tratar de salvar la libertad, introduce una dependencia inaceptable del decreto divino respecto a decisiones creadas; el bañecianismo, aunque más cercano a la ortodoxia tomista, corre el riesgo de mecanizar la causalidad divina y vaciar la libertad de su contenido existencial. La única vía doctrinalmente segura y espiritualmente fecunda es la que traza la Tradición católica: Dios salva por su gracia, el hombre coopera libremente, y la santidad no es una ficción imputada ni una fabricación humana, sino fruto de una unión real y transformante con Cristo.

III. Evaluación filosófica del calvinismo, del molinismo y del sistema bañeciano

Las doctrinas sobre la justificación, la predestinación y la libertad no son meramente temas teológicos aislados, sino que presuponen y se sostienen sobre visiones filosóficas más profundas del ser, de la causalidad, de la libertad, del bien y del conocimiento. En este sentido, la evaluación doctrinal de los sistemas calvinista, molinista y bañeciano exige un análisis riguroso de sus fundamentos filosóficos, pues la consistencia teológica depende en gran medida de la coherencia ontológica y antropológica que subyace a cada sistema. Como bien enseña Santo Tomás de Aquino, la teología es una ciencia subalternada, cuya integridad se apoya en una metafísica realista y participativa. Cuando se pierde este fundamento, el edificio teológico se descompone o se deforma.

1. El calvinismo y la herencia del nominalismo

El calvinismo, en su configuración doctrinal clásica, presupone —aunque muchas veces no lo declare abiertamente— una ontología nominalista, herencia directa del pensamiento de Guillermo de Ockham. En esta visión, los conceptos universales como “gracia”, “justicia” o “virtud” no corresponden a realidades ontológicas objetivas, sino que son meros nombres funcionales, sin contenido metafísico propio. Como observa Keith Mathison (2021), en su interpretación del principio de la sola fide, “la fe no contribuye absolutamente ningún mérito” y, más aún, “no es ni siquiera la fe la que salva, sino Cristo que salva por medio de la fe”. Esta afirmación separa radicalmente la causa instrumental (la fe) del sujeto creyente, haciendo de la justificación un acto unilateral de Dios que no transforma realmente al hombre, sino que lo declara justo sin que lo sea en verdad.

El resultado es una doctrina forense de la gracia, en la que la justicia no se comunica ontológicamente, sino que se imputa extrínsecamente. La voluntad de Dios es concebida como un poder soberano independiente del orden del bien, y por tanto puede decretar libremente que un pecador siga siendo interiormente impío, pero sea considerado “justo” por efecto de la fe sola. Este reduccionismo voluntarista contradice el principio ontológico fundamental del pensamiento cristiano: que el ser precede al obrar y que toda transformación moral supone una participación real en el ser de Dios. Si no hay cambio en el sujeto, no puede hablarse propiamente de justificación ni de santificación. Así, el sistema calvinista desfigura el Evangelio al convertir la redención en una ficción jurídica sin contenido transformador.

2. El molinismo y la libertad como indiferencia

El molinismo, formulado por Luis de Molina en el siglo XVI, nace con la intención de salvaguardar la libertad humana frente a toda forma de determinismo. Sin embargo, lo hace adoptando una noción de libertad como “indiferencia radical”, típicamente moderna. Según Molina, Dios posee una “ciencia media” (scientia media) por la cual conoce de antemano qué haría cada criatura en cualquier circunstancia posible, y escoge crear aquel mundo en el que libremente cooperarán con su gracia. Pero esta propuesta presenta graves dificultades filosóficas.

Primero, porque presupone que la voluntad humana está en un equilibrio absoluto, sin inclinación natural al bien, lo que destruye la noción clásica de libertad como autodeterminación racional hacia el fin último. Segundo, porque introduce una doble contingencia inestable: de parte de Dios, que ajusta su decreto a actos hipotéticos de criaturas aún no existentes; y de parte del hombre, cuya decisión parece preceder lógicamente al decreto eterno, lo cual atenta contra la inmutabilidad divina. El resultado es una visión debilitada tanto de la soberanía de Dios como de la unidad del orden creado. La libertad, entendida así, se convierte en un caos ontológico. No sorprende que este modelo haya sido criticado tanto por los tomistas como por algunos teólogos reformados, al considerar que pone en peligro la causalidad primera de Dios.

3. El sistema bañeciano y el riesgo del mecanicismo

Domingo Báñez, en un esfuerzo por contrarrestar el molinismo, desarrolló la doctrina de la premoción física, según la cual Dios, como causa primera, mueve infaliblemente al hombre a obrar libremente. La gracia eficaz se concibe como un movimiento previo que asegura el acto libre sin violencia. Esta posición ha sido defendida por numerosos tomistas, incluidos los dominicos, y busca mantenerse fiel a la metafísica participativa de Santo Tomás.

No obstante, como ha señalado el profesor Jerzy Tupikowski en su estudio sobre el sistema bañeciano, este modelo corre el riesgo de reducir el acto libre a una necesidad infalible impuesta por la moción divina. Aunque formalmente se conserve la noción de libertad (en cuanto el hombre obra conforme a su naturaleza), materialmente el acto queda predeterminado de manera tal que la libertad pierde su dimensión de iniciativa real. La cooperación libre se convierte en una compatibilidad con la moción previa, no en una participación interior en la causa del obrar. La crítica aquí no es que Dios mueva, sino que lo haga de modo tal que el acto de la criatura no pueda ser otro que el efectivamente realizado, lo cual se acerca demasiado a un determinismo disfrazado.

4. La metafísica tomista como vía de superación

Frente a estas insuficiencias, la metafísica tomista clásica —entendida no como simple reproducción del sistema de Báñez, sino como fidelidad integral a Santo Tomás— ofrece una vía más coherente y teológicamente fecunda. En este marco, Dios es causa primera de todo lo que existe y obra, pero lo es a través del ser mismo de las criaturas, que participan del acto de ser en distintos grados. Así, el hombre, como causa segunda verdadera, coopera libremente bajo el influjo de la gracia, sin que esta cooperación destruya la iniciativa divina ni la libertad humana.

La libertad no es herejía del caos, sino capacidad racional de elección ordenada al bien, conforme a la naturaleza. La gracia no es coacción ni mera declaración externa, sino participación real en la vida divina, que sana y eleva las potencias del alma. Y la predestinación no es un decreto ciego, sino un misterio de amor que respeta el orden que Dios mismo ha creado: un orden en el que la criatura responde verdaderamente, libremente, a la iniciativa de su Creador. La visión tomista preserva así los tres pilares fundamentales: la soberanía de Dios, la libertad del hombre y la realidad transformadora de la gracia.

Síntesis

El calvinismo fracasa filosóficamente al negar el ser participativo del hombre y al reducir la gracia a una ficción jurídica; el molinismo incurre en incoherencia al someter el decreto divino a decisiones humanas contingentes; y el sistema bañeciano, pese a su intento de rigor metafísico, corre el riesgo de vaciar la libertad de contenido real. Solo el realismo tomista —fundado en una metafísica del ser, una antropología de la participación y una teología de la cooperación— permite articular con verdad y fidelidad la relación entre gracia y libertad, entre Dios y el hombre. En esta visión, Dios no anula, sino que eleva; no suplanta, sino que transforma; no impone desde fuera, sino que actúa desde dentro. Y en ello resplandece el misterio más alto de la fe católica: que la salvación es don gratuito y obra conjunta, iniciativa divina y respuesta libre, gracia infundida y libertad restaurada.

La tergiversación protestante de los Padres de la Iglesia sobre la justificación por la sola fe

Una de las falacias más persistentes del protestantismo reformado consiste en reclutar selectivamente a los Padres de la Iglesia como si hubiesen enseñado la doctrina de la sola fide tal como fue formulada por Lutero: es decir, una imputación jurídica externa de justicia sin transformación interior, en la que las obras son excluidas incluso como condiciones necesarias. Esta tergiversación no solo es históricamente insostenible, sino teológicamente deshonesta. Cuando se estudia con rigor el pensamiento de los Padres —en su contexto doctrinal y pastoral— queda claro que ninguno sostuvo que el hombre fuese justificado únicamente por un acto de fe, separado de la caridad, la conversión, el bautismo, los sacramentos y la vida moral. La fe, para los Padres, no justifica por sí sola, sino en cuanto está viva por la caridad y operante en obediencia a Dios.

San Ireneo de Lyon, enfrentando a los gnósticos, afirma que el hombre debe cooperar libremente con la gracia y que la obediencia a Dios es parte esencial de la justificación. En Adversus Haereses (libro IV, 37, 7), enseña que la vida eterna se da a los que obedecen, no sólo a los que creen. La fe, por tanto, no es un mero asentimiento, sino una adhesión viva y obediente, inseparable del obrar.

San Clemente de Roma —primer testimonio extrabíblico de la Iglesia primitiva— sí habla de justificación por la fe, pero nunca en oposición a las obras. En su Epístola a los Corintios (32), enseña que somos justificados “por la fe”, pero añade que esta debe estar acompañada de la “piedad y obediencia”. Es decir, Clemente refleja la doctrina paulina en su integridad: la fe es raíz, pero el fruto —las obras santas— es inseparable de la salvación.

Orígenes de Alejandría, enseña que el juicio de Dios es conforme a las obras (In Ep. ad Rom., II, 13) y que no basta la fe si no hay vida coherente con el Evangelio. Para él, la gracia no suprime la libertad, sino que la suscita; y la justificación se da por la conversión interior del alma, no por una simple declaración externa.

San Hilario de Poitiers es citado fuera de contexto por algunos autores reformados. Sin embargo, su doctrina sobre la salvación incluye la necesidad de la transformación del corazón por la gracia. En sus Comentarios al Evangelio de Mateo, subraya que la obediencia y la perseverancia son necesarias para alcanzar el Reino.

Se ha manipulado una cita de San Basilio el Grande, donde afirma poner su esperanza en la “fe sola”. Pero al leerse en su contexto completo (cf. Homilías sobre los Salmos), queda claro que se refiere a la exclusión de la jactancia humana, no a la exclusión de las obras de caridad. Para Basilio, la fe salvadora se expresa en la lucha ascética, en la vida eclesial y en la vivencia sacramental.

San Ambrosio de Milán, gran doctor de la gracia, enseña que la fe es el inicio de la justificación, pero que esta debe completarse en el amor y la santidad de vida. En su Comentario al Evangelio de Lucas, sostiene que el publicano fue justificado por su humildad y arrepentimiento, no por un mero acto de fe mental. Su enseñanza refleja la unidad de la fe y las obras en el proceso salvífico.

San Jerónimo, comentando Gálatas 5,6, recuerda que la fe que justifica es aquella que “opera por la caridad” (fides quae per caritatem operatur). Critica a quienes piensan que pueden salvarse sin obedecer los mandamientos o sin una vida coherente con el Evangelio. Su doctrina es clara: la justificación implica una transformación moral sostenida por la gracia.

Los Padres de la Iglesia no enseñaron la justificación por la sola fe, como la entienden los reformadores protestantes. Su doctrina afirma un proceso en el que la gracia actúa primero, pero requiere la cooperación libre del hombre, y donde la fe sin obras está muerta. Esta es precisamente la enseñanza de Santiago 2,24 —tan incómoda para Lutero— y la que defenderá con autoridad el Concilio de Trento. Por tanto, citar a los Padres para justificar la herejía de la sola fide no solo es incorrecto, sino una profanación de su testimonio y de la Tradición Apostólica. 

Referencias:

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Ragusa, D. (2016, October 25). The Five Solas: Sola Fide. Reformation21. reformedforum.org.

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Sandroni, A., & Alaoui, L. (2015, September). Predestination and the Protestant ethic (BSE Working Paper No. 679). Barcelona School of Economics. bse.eu.

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Tupikowski, J. (s.f.). Bañecianismo. En Polskie Towarzystwo Tomasza z Akwinu (Ed.), Powszechna Encyklopedia Filozofii (Vol. 1). Lublin: Polskie Towarzystwo Tomasza z Akwinu. 

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Denzinger, H., & Hünermann, P. (Eds.). (2010). El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum (43.ª ed.). Freiburg: Herder.

Conclusión Poética

Por la autoridad de la Sagrada Escritura, por el testimonio ininterrumpido de los Santos Padres, por la voz unánime del Magisterio infalible de la Iglesia Católica y por el juicio de la razón rectamente iluminada por la fe, afirmamos con santa firmeza: la doctrina de la sola fide, tal como fue proclamada por el hereje Martín Lutero y sistematizada por Juan Calvino, es contraria a la Revelación divina. Es una doctrina errónea, destructiva y blasfema, que contradice la enseñanza apostólica, corrompe el sentido natural y sobrenatural de las Escrituras, mutila el Evangelio de la gracia y pone en peligro la salvación de las almas.

No hablamos como individuos privados, sino en comunión con el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, que tiene por misión preservar la verdad revelada y rechazar el error. En esta comunión eclesial, profesamos y reiteramos los anatemas ya definidos por el Concilio de Trento, y los reafirmamos con el celo que brota del amor a la Verdad, al bien de las almas y a la gloria del Dios vivo:

Anatematiza, pues, la Iglesia Católica:

  • A todo el que sostenga que Dios justifica al hombre por la fe sola, sin las obras de la caridad, sin regeneración interior del alma, y sin participación real y santificante de la gracia divina: sea anatema.

  • A todo el que diga que la gracia de Dios actúa de manera irresistible, y que el hombre no puede cooperar con ella libremente ni resistirla con su voluntad, como si fuera una criatura inerte movida sin conciencia ni libertad: sea anatema.

  • A todo el que afirme que la salvación eterna depende únicamente de un decreto oculto e inmutable de Dios, sin tener en cuenta la respuesta libre del corazón contrito, la recepción de los sacramentos instituidos por Cristo y la comunión con su Iglesia visible: sea anatema.

Anatematiza la Iglesia toda doctrina que separe la fe de la caridad, la gracia de la libertad, la salvación de la transformación del alma por el Espíritu Santo. Anatematiza a quienes reducen al hombre a mera pasividad, negándole su dignidad de cooperador libre con la gracia. Anatematiza la noción impía de una justificación meramente externa e imputada, que convierte al Dios justo en un juez arbitrario. Y anatematiza el delirio de una doble predestinación, que hace de Dios —quien es Amor— el autor del pecado y del infierno.

En nombre del Dios Uno y Trino, cuya gloria resplandece en la verdad y no en la mentira; en nombre de Jesucristo, Verbo encarnado, Cordero inmolado y Juez de vivos y muertos; en nombre del Espíritu Santo, que habita en los redimidos, no por ficción legal sino por gracia real: rechazamos, condenamos y excluimos de la doctrina cristiana todo sistema que niegue la eficacia de los sacramentos, la autoridad de la Iglesia, y el amor como plenitud de la ley.

Porque no salva la fe que presume, sino la fe que ama. No justifica la fe que se basta a sí misma, sino la que se deja transformar por la gracia en obras de caridad, en oración perseverante y en obediencia filial. La sola fide es, en última instancia, una negación del misterio de la Encarnación, de la Iglesia como sacramento de salvación, y de la economía visible de la redención.

Por tanto, proclamamos con la Iglesia de todos los tiempos:

  • Que la fe sin caridad está muerta.

  • Que sin la Iglesia no hay salvación.

  • Que sin los sacramentos no hay regeneración.

  • Que sin libertad no hay mérito.

  • Que fuera de la unidad católica no hay plenitud de verdad ni paz para el alma.

En esta hora de confusión, en que las doctrinas del error se disfrazan de piedad y se difunden como veneno en el cáliz de la ignorancia, levantamos la voz con firmeza apostólica, con la autoridad de los santos, con el fuego de los mártires y con la claridad de los Doctores.

Quien quiera salvarse, crea íntegra y firmemente lo que cree, enseña y guarda la Iglesia Católica. Quien lo niegue, lo diluya o lo reemplace por invenciones humanas, será juzgado no por hombres, sino por Aquel que vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos, y a dar a cada uno según sus obras.

Esto creemos.

Esto enseñamos.

Esto proclamamos sin temor.

Y si nosotros mismos, o un ángel del cielo, anunciase otro evangelio distinto del que hemos recibido: sea anatema (cf. Gál 1,8).

Galo Guillermo "Alejandro" Farfán Cano,
Laico de la Santa Romana Iglesia.

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