Solum Synodum
Dubia
Desde los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia ha hablado de la economía de la salvación como la expresión concreta, visible y ordenada del plan eterno de Dios en la historia. Esta oikonomía, término griego que originalmente significaba la administración de una casa, fue asumido por la teología cristiana para designar no una simple gestión funcional, sino el modo en que Dios dispuso revelar y comunicar su gracia en el tiempo, mediante signos visibles, acciones históricas y estructuras vivas. La economía de la salvación, en su pleno sentido, es el despliegue providente de la voluntad salvífica del Padre, realizada en el Hijo por el Espíritu, y actualizada en el misterio de la Iglesia, que no es un instrumento pasivo, sino el cuerpo real y místico de Cristo en la historia.
En este marco teológico, el Primado de Roma no es una invención política ni una imposición jurídica posterior, sino una pieza esencial de esa misma economía divina. Así como el Padre envía al Hijo, y el Hijo envía a los Apóstoles, también Cristo confiere a Pedro una primacía no solo de honor, sino de jurisdicción real sobre el colegio apostólico. Roma no es cabeza por fuerza, sino por gracia. La oikonomía divina establece en Pedro y sus sucesores un principio visible de unidad, para que la Iglesia no sea una confederación de Iglesias autocéfalas, sino un único cuerpo gobernado visiblemente desde una Cabeza sacramentalmente instituida. Esta dimensión del Primado es parte constitutiva de la catolicidad: sin Roma, la unidad es imposible más allá de lo nominal.
A partir del siglo VI, sin embargo, se comienza a introducir un título que revela un cambio de sensibilidad eclesial en Oriente: el Patriarca de Constantinopla empieza a ser llamado “Ecuménico”, término que en sí mismo significaría “universal”. En su uso litúrgico, puede interpretarse como “el que cuida de la Iglesia extendida por toda la oikoumene”, es decir, el mundo habitado. Pero Roma rechazó explícitamente este título, no por celos ni orgullo, sino por fidelidad al principio teológico según el cual ningún obispo fuera del sucesor de Pedro puede arrogarse el título de cabeza universal de la Iglesia. El papa Gregorio Magno fue especialmente claro al respecto, considerando este título como una superbia nefanda, una vanidad peligrosa que contradecía la humilitas propia del servicio episcopal. Si bien los patriarcas orientales conservaron el uso del título, su sentido canónico jamás fue aceptado por Roma, y en consecuencia no posee fuerza vinculante ni reconocimiento magisterial. El ecumenismo no puede fundarse sobre ambigüedades semánticas ni títulos honoríficos vacíos.
El mal llamado "cisma de 1054" suele ser presentado como un rompimiento consumado entre Roma y Constantinopla. Pero esta fecha es más un símbolo que un acto jurídico. La realidad histórica fue mucho más compleja y gradual. De hecho, la Iglesia ortodoxa oriental mantuvo durante siglos vínculos activos con Roma, y muchos teólogos orientales seguían considerando al Papa como el primado legítimo, aunque la comunión se viera obstaculizada por razones políticas, lingüísticas y culturales. Es precisamente por esto que el Concilio de Florencia (1438-1445) debe ser leído no como un simple intento diplomático de reunificación, sino como la restauración plena de la comunión eclesial entre Oriente y Occidente, sancionada solemnemente por los propios patriarcas orientales. Allí, en plena libertad, sin coerción política ni manipulación externa, los representantes legítimos del Oriente cristiano reconocieron la doctrina católica sobre el primado romano, el Filioque, el purgatorio y la consustancialidad trinitaria. Florencia no fue una imposición latina: fue el acto sinodal de restauración de la unidad en la verdad.
Lo que resulta más llamativo es que, tras la caída de Constantinopla (1453), los mismos sínodos orientales que habían sancionado la unidad en Florencia comenzaron a desautorizar sus propias decisiones, invocando supuestas presiones externas o nuevas interpretaciones. Esta dinámica introduce una forma grave de conciliarismo desordenado, donde el patriarca ya no aparece como cabeza real del sínodo, sino como un miembro más dentro de una estructura colegiada que se permite alterar definiciones dogmáticas anteriores. En la práctica, esto implica que el patriarca pierde su autoridad ontológica para conservar solo una función representativa o simbólica. Así, la estructura sinodal ortodoxa comienza a comportarse como una protoforma de sinodalidad protestante, donde la autoridad magisterial ya no reside en un oficio sacramental instituido por Cristo, sino en el consenso variable de un cuerpo deliberativo. Esta es una inversión profunda de la oikonomía eclesial: el misterio de la unidad visible se disuelve en la fragmentación de voces que ya no tienen cabeza.
Por ello, el llamado ecumenismo moderno, cuando se desliga del fundamento dogmático de Florencia, cae fácilmente en un sentimentalismo teológico carente de eficacia sacramental. No se trata de negar la importancia del diálogo, ni de minimizar la herida del cisma, sino de recordar que la verdadera oikonomía de la salvación exige estructuras visibles, continuidad histórica, y obediencia real a la unidad querida por Cristo. Si los patriarcas orientales firmaron libremente en Florencia la restauración de la comunión con Roma, entonces toda ruptura posterior no es un acto de libertad, sino una desobediencia trágica que prolonga la herida del Cuerpo de Cristo. La solución no está en reinventar un “ecumenismo horizontal”, sino en volver a la economía de la salvación que reconoce en Pedro la roca sobre la cual Cristo edifica su Iglesia.
Preguntas fundamentales para los hermanos ortodoxos, a la luz de la oikonomía de la salvación y el Concilio de Florencia
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Si la economía de la salvación incluye necesariamente una mediación visible y una estructura jerárquica ordenada por Cristo, ¿cómo puede mantenerse la unidad de la Iglesia sin un principio visible de comunión universal como el Primado de Pedro?
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¿Qué sentido tiene hablar de Iglesia una, santa, católica y apostólica, si cada sínodo local puede contradecir lo que otro sancionó previamente en comunión con Roma, como ocurrió tras el Concilio de Florencia?
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¿No implica una contradicción teológica grave el hecho de que los patriarcas orientales hayan aceptado libre y solemnemente en Florencia la doctrina católica, para luego rechazarla alegando presión externa o disconformidad local?¿Dónde queda, entonces, la autoridad doctrinal del patriarca y del sínodo que lo acompaña?
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¿Puede un concilio ecuménico como el de Florencia —celebrado con legítima representación oriental y firmado por sus patriarcas— ser revocado simplemente por un sínodo posterior o por una interpretación política?Si la Iglesia es columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15), ¿no implica esto una necesidad de permanencia doctrinal?
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Si el título de Patriarca Ecuménico fue rechazado explícitamente por la Iglesia de Roma desde el siglo VI, por ser incompatible con la economía trinitaria de la unidad visible en Pedro, ¿cómo se justifica su permanencia en la práctica ortodoxa sin entrar en conflicto con la Tradición apostólica común de los primeros siglos?
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Si el Concilio de Florencia no fue válido, ¿significa eso que los patriarcas orientales no tenían potestad para hablar en nombre de sus Iglesias?Y si no la tenían, ¿cuál es entonces el fundamento teológico y sacramental de su autoridad, más allá del consenso sinodal?
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¿Cómo puede la ortodoxia mantenerse coherente con su veneración de los Padres y de la Tradición, si se permite negar o relativizar una definición doctrinal firmada por sus propios jerarcas en concilio pleno y ecuménico?¿No se corre el riesgo de transformar la fidelidad patrística en una selectividad ideológica?
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Si el patriarca es escogido para ser cabeza del Santo Sínodo y signo visible de la comunión local, ¿por qué, entonces, no se le reconoce el derecho de sancionar definiciones doctrinales con autoridad real, sin depender del consentimiento posterior de un órgano colegiado?¿No se convierte entonces el patriarca en una figura decorativa, subordinada a una voluntad colectiva, como ocurre en los sistemas sin cabeza de las comunidades protestantes?
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Si el ecumenismo actual busca la unidad de las Iglesias, pero parte del principio de no retorno a Roma ni de reconocimiento del Primado, ¿puede dicho ecumenismo tener algún fundamento en la economía de la salvación tal como fue vivida por la Iglesia indivisa de los primeros mil años?
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Finalmente, ¿puede la Iglesia ser verdaderamente “una” si no está visible y sacramentalmente unida a la Sede de Pedro, a la cual incluso los Padres orientales reconocían como “la cátedra de la unidad, de donde no puede provenir el error”?Si Pedro ha recibido las llaves, ¿cómo puede haber plenitud de la Iglesia sin comunión con quien las conserva?
Solum Synodum: el peligro de una eclesiología sin Cabeza
Tras el Concilio de Florencia, donde los patriarcas orientales firmaron en plena libertad y solemnidad su adhesión a la fe católica, incluyendo el reconocimiento del Primado romano, la posterior retractación sinodal de esas decisiones —motivada en parte por la presión de monjes y sectores antimperiales, y en parte por el colapso político que significó la caída de Constantinopla— no puede leerse simplemente como un hecho accidental o forzado. Lo que allí se revela es una dinámica teológica más profunda: la transformación paulatina del principio de autoridad eclesial en Oriente, pasando de una estructura jerárquica y sacramental, en comunión visible con la cabeza apostólica, a una forma de colegialismo autárquico, en el que los sínodos locales se erigen como fuentes últimas de decisión doctrinal. Esta actitud, lejos de responder a la oikonomía de la salvación según la Tradición apostólica, introduce una lógica nueva que, si se analiza con atención, guarda un inquietante paralelismo con el protestantismo.
En efecto, si Martín Lutero erigió sus famosas cinco solas —sola Scriptura, sola fide, solus Christus, sola gratia, soli Deo gloria— como los principios supremos que anulaban todo magisterio, tradición o jerarquía eclesial que no coincidiera con su lectura personal de la Biblia, la ortodoxia post-Florentina parece, de facto, establecer una “solum synodum”, es decir, un nuevo principio de autoridad exclusiva, en el cual solo el sínodo tiene derecho a definir, aceptar o rechazar verdades doctrinales, aun cuando estas hayan sido aceptadas solemnemente por sus patriarcas en un concilio universal. Es un giro eclesiológico que invierte el orden tradicional: ya no se obedece a la sucesión apostólica como principio de comunión, sino que se subordina el patriarcado al consenso sinodal, como si el discernimiento colectivo bastara para garantizar la verdad. Esta reducción, disfrazada de fidelidad a la tradición, niega en la práctica la continuidad sacramental con el episcopado apostólico y convierte al sínodo en una suerte de asamblea doctrinal que responde a su propio contexto político-religioso.
Lo más grave de esta deriva no es solo su incoherencia histórica con la praxis de la Iglesia indivisa, sino su contradicción interna con la misma economía de la salvación. La oikonomía divina, tal como ha sido comprendida por la Tradición, no deja la Iglesia a merced de asambleas fluctuantes, ni delega la autoridad magisterial en órganos deliberativos sin cabeza visible. Dios, que actúa con orden y sabiduría en todo su designio, ha querido que la Iglesia tenga una estructura jerárquica visible, fundada sobre Pedro, principio perenne de unidad. Por eso, cuando el Patriarca de Constantinopla —o de cualquier otra sede apostólica— acepta en concilio ecuménico la comunión con Roma, esa decisión no puede ser revertida válidamente por un sínodo posterior sin incurrir en ruptura con la economía de la Iglesia.
El recurso al solum synodum —aunque no haya sido formulado explícitamente como una regla doctrinal— se manifiesta en la práctica como un nuevo principio de autoridad autosuficiente. Se rechaza Florencia porque el pueblo monástico no estuvo de acuerdo. Se rechaza el Primado porque no se ajusta al consenso local. Se rehúye el dogma por temor a la latinización. En este modelo, el sínodo ya no es garante de la verdad recibida, sino origen de la verdad aceptada, como si la fe eclesial pudiera redefinirse según las circunstancias sociopolíticas. El patriarca, en lugar de ser cabeza, se convierte en portavoz. Y el magisterio, en lugar de expresar la continuidad apostólica, se transforma en resolución negociada.
Esta tendencia, aunque revestida de lenguaje tradicional, desemboca en lo mismo que Lutero: la destrucción del principio de autoridad sacramental. El protestantismo eliminó el papado en nombre de la Escritura; la ortodoxia post-Florentina ha reducido el Primado al consenso sinodal. Ambos caminos conducen a la misma fragilidad: la imposibilidad de una unidad visible y doctrinal permanente. En uno y otro caso, la unidad es sustituida por la autonomía, y la comunión por la autoafirmación.
Si los patriarcas orientales firmaron Florencia, ¿por qué se desautoriza su decisión con un “sínodo” posterior? ¿Qué valor tiene entonces el acto episcopal y sacramental de un patriarca, si puede ser anulado por un cuerpo que no está por encima de él en jerarquía sacramental? ¿Dónde queda la oikonomía de Dios, si cada sínodo puede corregir al anterior y cada decisión doctrinal queda sujeta a ratificación popular? ¿No es esto, en última instancia, un protestantismo más sofisticado, que sustituye el sola Scriptura por el solum synodum, pero con los mismos efectos: la pérdida de la cabeza, la disolución del vínculo visible, y la subordinación del dogma a la política?
Quienes buscan la unidad sin el Primado caen en una paradoja: proclaman fidelidad a la Iglesia indivisa, pero niegan el principio que la hacía una. Dicen venerar a los Padres, pero rechazan su obediencia a Roma. Pretenden conservar la verdad, pero la someten a votación. El solum synodum, aunque no declarado, opera como principio rector en muchas Iglesias autocéfalas que ya no pueden articular un magisterio universal. Y así, al rechazar el Primado como órgano de la economía de la salvación, se diluye la unidad de la Iglesia en una pluralidad de jurisdicciones que hablan de comunión, pero viven sin ella.