Unidad en la Verdad

 Análisis

Ensayo sobre Dios, la fe verdadera, el error doctrinal y la legítima defensa espiritual.

I. ¿Creen los musulmanes en el mismo Dios que los cristianos?

En ciertos sectores eclesiales y foros de diálogo interreligioso, ha ganado difusión la afirmación de que los musulmanes creen en el mismo Dios que los cristianos. Esta tesis se basa, aparentemente, en una lectura del número 841 del Catecismo de la Iglesia Católica y en diversos pronunciamientos papales posteriores al Concilio Vaticano II. Sin embargo, dicha afirmación requiere una distinción precisa desde el punto de vista filosófico y teológico, si se quiere evitar incurrir en errores doctrinales o promover una falsa hermandad espiritual. 

Este ensayo propone demostrar, desde una perspectiva tomista y doctrinal tradicional, que la concepción islámica de Dios no puede identificarse con el Dios trinitario revelado en Jesucristo. Es más, cualquier intento de equiparación sin aclaraciones adecuadas conlleva una grave confusión teológica y pastoral que compromete la integridad del anuncio cristiano. Aunque el Catecismo no propone una comunión teológica entre ambas religiones, es cierto que, al citar el documento conciliar correspondiente, afirma objetivamente que los musulmanes adoran al Dios único. Esta afirmación debe entenderse en su plano natural y no en términos salvíficos ni revelados. El reconocimiento natural del Creador no implica una verdadera adoración en sentido cristiano, aunque la intención subjetiva de rendir culto al Creador pueda ser apreciada como un eco de la ley natural.. 

841 Las relaciones de la Iglesia con los musulmanes. "El designio de salvación comprende también a los que reconocen al Creador. Entre ellos están, ante todo, los musulmanes, que profesan tener la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios único y misericordioso que juzgará a los hombres al fin del mundo" (LG 16; cf. NA 3) (CIC 841).

1. Diferencias ontológicas y metafísicas entre monoteísmo filosófico y teísmo trinitario.

Desde el punto de vista filosófico, muchos pueblos y religiones han alcanzado, por medio de la razón natural, la idea de un Ser Supremo, principio y fin de todo lo creado. Este “monoteísmo natural” es accesible a la razón humana y fue ya claramente establecido por los filósofos griegos, como Aristóteles, en su noción del “Motor Inmóvil”, y en la teología racional de autores como Plotino o el neoplatonismo. En términos cristianos, Santo Tomás de Aquino enseña que la existencia de Dios es cognoscible naturalmente por la razón (S.Th. I, q.2, a.2), aunque el conocimiento de su esencia permanece vedado sin la revelación. Este conocimiento filosófico de Dios corresponde a lo que se denomina theologia naturalis.

Suma Teologica: Pars Prima, Q1, A2: La existencia de Dios, ¿es o no es demostrable?

Objeciones por las que parece que la existencia de Dios no es demostrable:

1. La existencia de Dios es artículo de fe. Pero los contenidos de fe no son demostrables, puesto que la demostración convierte algo en evidente, en cambio la fe trata lo no evidente, como dice el Apóstol en Heb 11,1. Por lo tanto, la existencia de Dios no es demostrable.

2. La base de la demostración está en lo que es. Pero de Dios no podemos saber qué es, sino sólo qué no es, como dice el Damasceno. Por lo tanto, no podemos demostrar la existencia de Dios.

3. Si se demostrase la existencia de Dios, no sería más que a partir de sus efectos. Pero sus efectos no son proporcionales a Él, en cuanto que los efectos son finitos y Él es infinito; y lo finito no es proporcional a lo infinito. Como quiera, pues, que la causa no puede demostrarse a partir de los efectos que no le son proporcionales, parece que la existencia de Dios no puede ser demostrada.

Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Rom 1,20: Lo invisible de Dios se hace comprensible y visible por lo creado. Pero esto no sería posible a no ser que por lo creado pudiera ser demostrada la existencia de Dios, ya que lo primero que hay que saber de una cosa es si existe.

Respondo: Toda demostración es doble. Una, por la causa, que es absolutamente previa a cualquier cosa. Se la llama: a causa de. Otra, por el efecto, que es lo primero con lo que nos encontramos; pues el efecto se nos presenta como más evidente que la causa, y por el efecto llegamos a conocer la causa. Se la llama: porque. Por cualquier efecto puede ser demostrada su causa (siempre que los efectos de la causa se nos presenten como más evidentes): porque, como quiera que los efectos dependen de la causa, dado el efecto, necesariamente antes se ha dado la causa. De donde se deduce que la existencia de Dios, aun cuando en sí misma no se nos presenta como evidente, en cambio sí es demostrable por los efectos con que nos encontramos.

A las objeciones:

1. La existencia de Dios y otras verdades que de Él pueden ser conocidas por la sola razón natural, tal como dice Rom 1,19, no son artículos de fe, sino preámbulos a tales artículos. Pues la fe presupone el conocimiento natural, como la gracia presupone la naturaleza, y la perfección lo perfectible. Sin embargo, nada impide que lo que en sí mismo es demostrable y comprensible, sea tenido como creíble por quien no llega a comprender la demostración.

2. Cuando se demuestra la causa por el efecto, es necesario usar el efecto como definición de la causa para probar la existencia de la causa. Esto es así sobre todo por lo que respecta a Dios. Porque para probar que algo existe, es necesario tomar como base lo que significa el nombre, no lo que es; ya que la pregunta qué es presupone otra: si existe. Los nombres dados a Dios se fundamentan en los efectos, como probaremos más adelante (q.13 a.1). De ahí que, demostrado por el efecto la existencia de Dios, podamos tomar como base lo que significa este nombre Dios.

3. Por efectos no proporcionales a la causa no se puede tener un conocimiento exacto de la causa. Sin embargo, por cualquier efecto puede ser demostrado claramente que la causa existe, como se dijo. Así, por efectos divinos puede ser demostrada la existencia de Dios, aun cuando por los efectos no podamos llegar a tener un conocimiento exacto de cómo es Él en sí mismo.

La razón humana puede alcanzar, por vía natural, la noción de un Ser supremo, causa primera y fin de todo. Este monoteísmo filosófico fue elaborado por pensadores antiguos, y su desarrollo es legítimo dentro de la teología natural. No obstante, el conocimiento de la esencia divina queda velado sin la revelación sobrenatural, y es precisamente esa revelación la que permite el conocimiento pleno del verdadero Dios: uno en esencia y trino en personas. El islam se presenta como una religión monoteísta que se afirma heredera de Abraham. Sin embargo, su doctrina del  tawhid, —la unicidad absoluta de Allah— representa una visión teológica radicalmente distinta de la revelación cristiana. En el islam, se niega toda posibilidad de distinción intra-divina: no hay lugar para la Trinidad, ni para la Encarnación, ni para la filiación divina del Verbo. Cualquier afirmación de pluralidad en Dios es condenada como una forma grave de impiedad.

Esta concepción contrasta profundamente con la fe cristiana. La confesión de un Dios que es uno en esencia y trino en personas —Padre, Hijo y Espíritu Santo— no es una elaboración intelectual, sino el centro de la revelación cristiana. La negación de esta verdad por parte del islam sitúa su teología fuera del marco de la fe revelada, y más cerca de doctrinas precristianas o de herejías antiguas que ya fueron refutadas por la Iglesia, como el arrianismo y el nestorianismo. El islam, por tanto, no representa una continuación legítima del monoteísmo bíblico. Es una construcción sincrética que recoge elementos del monoteísmo natural, los mezcla con interpretaciones erróneas del judaísmo y el cristianismo, y formula una visión teológica incompatible con la fe cristiana. Aunque utilice un lenguaje similar —Dios uno, creador, omnipotente—, la sustancia de su doctrina describe una divinidad radicalmente distinta.

2. El error en la lógica del argumento de “creer en el mismo Dios” sin admitir la Trinidad.

Desde una perspectiva lógica y filosófica, sostener que los musulmanes creen en el mismo Dios que los cristianos equivale a confundir la identidad nominal con la identidad real. Es una equivocación semántica que ignora el significado ontológico del término “Dios”. No basta que dos religiones utilicen el mismo vocablo para referirse al mismo Ser. Lo relevante no es el nombre usado, sino la naturaleza del ente al que se refiere.

La teología cristiana no se limita a confesar un Dios creador y todopoderoso. Proclama que este Dios se ha revelado en la historia como comunión de personas. Esta revelación no es un añadido al monoteísmo, sino su plenitud. Negar esa revelación —como lo hace el islam al rechazar la Trinidad— equivale a desconocer al verdadero Dios, pues solo por el Hijo se conoce al Padre, y solo en el Espíritu se puede adorar en verdad.

Decir que cristianos e islámicos se dirigen al mismo Dios implica sostener una contradicción: que Dios es trino y no trino al mismo tiempo y en el mismo sentido. Esto viola el principio de no contradicción, base de toda lógica y fundamento de la metafísica clásica. Por tanto, no es posible afirmar que ambos adoran al mismo Dios sin incurrir en un error lógico y teológico.

El musulmán puede tener una intención sincera de adorar al Creador, pero esa intención está configurada por un concepto de Dios que niega elementos esenciales de la verdad revelada. Su acto de culto, en consecuencia, no es equivalente ni puede considerarse como un camino paralelo hacia el mismo Dios.

3. El análisis lingüístico y doctrinal del CEC 841, a la luz del Magisterio previo.

El número 841 del Catecismo de la Iglesia Católica debe interpretarse con sumo cuidado. Su lenguaje es descriptivo y pastoral, no dogmático ni definitorio. Reconoce que los musulmanes “adoran al Dios único”, pero esa afirmación se sitúa en el plano de la intención natural, no en el de la comunión teológica o sobrenatural. El verbo “adorar”, en este contexto, debe entenderse como un acto humano de reconocimiento del Creador, no como participación en el culto verdadero. La fe musulmana niega todos los elementos esenciales de la revelación cristiana: Trinidad, Encarnación, Redención. Por tanto, aunque exista una búsqueda natural de Dios, no puede hablarse de verdadera adoración en sentido cristiano.

Del mismo modo, la expresión “profesan tener la fe de Abraham” no implica una continuidad salvífica real con el patriarca bíblico, sino una declaración histórica que no tiene valor teológico pleno. En la visión cristiana, la fe de Abraham se realiza en Cristo. Negar a Cristo es romper con la promesa hecha a Abraham. El Magisterio anterior al Concilio Vaticano II fue más explícito en señalar que fuera de la Iglesia no hay salvación, y que toda religión que niega los dogmas revelados carece de la verdadera fe. La Tradición siempre ha reconocido el impulso natural hacia Dios en los pueblos paganos, pero sin confundirlo con la adoración verdadera. Cualquier equiparación de credos sin distinción doctrinal clara incurre en error. La interpretación correcta del Catecismo exige integrarlo en la totalidad de la enseñanza magisterial. Su lectura fuera del contexto de la Tradición lleva a errores doctrinales graves, al promover una falsa unidad interreligiosa basada en coincidencias aparentes y no en la verdad revelada. 

4. El juicio de los Padres de la Iglesia y de los concilios premodernos sobre el islam.

Aunque la mayoría de los Padres de la Iglesia no conocieron el islam, sí lo hizo San Juan Damasceno, quien lo catalogó como una herejía cristiana. Según él, el islam nació de una tergiversación de las Escrituras, influenciada por errores arrianos y nestorianos, y no constituye una verdadera revelación. Los concilios medievales afirmaron con claridad que solo hay una fe verdadera, y que todo lo que niega los dogmas esenciales debe ser rechazado. 

El islam, al negar la divinidad de Cristo, su filiación eterna y la Trinidad, no puede ser considerado una religión revelada, sino una construcción doctrinal ajena a la fe cristiana. Desde esta perspectiva, no es correcto afirmar que los musulmanes creen en el mismo Dios que los cristianos. Su concepción de la divinidad es incompatible con la revelación trinitaria, y toda tentativa de equiparación incurre en un grave error filosófico, teológico y pastoral. 

El Catecismo no enseña que haya comunión de fe con el islam, sino que reconoce una búsqueda natural del Creador. Esta búsqueda, sin embargo, está viciada por el error doctrinal y no puede conducir por sí sola al conocimiento del Dios verdadero. Solo en Jesucristo se revela plenamente el rostro del Padre, y solo por medio de Él se accede a la vida eterna. Evangelizar no es despreciar, sino amar. Mostrar a los musulmanes que solo en el Hijo pueden conocer al Padre es un acto de caridad verdadera y de fidelidad a la misión de la Iglesia.

II. ¿Son los musulmanes (y protestantes) nuestros hermanos en la fe?.

1. Qué significa ser “hermano” según la teología sacramental

En el plano natural, todos los hombres comparten una fraternidad que deriva de su común origen en Dios Creador: han sido hechos a su imagen y semejanza y están llamados a la comunión con Él. No obstante, esta fraternidad ontológica no debe confundirse con la fraternidad espiritual y sobrenatural, que nace únicamente del nuevo nacimiento en Cristo por medio del bautismo trinitario.

Ser “hermano en la fe” no es una expresión genérica ni humanista, sino una categoría teológicamente precisa y sacramentalmente delimitada. El bautismo no es solo un rito simbólico o un gesto de intención piadosa, sino una transformación ontológica: el alma es regenerada por el agua y el Espíritu, marcada con un carácter indeleble, incorporada místicamente al Cuerpo de Cristo y elevada a la filiación divina. Sin este nuevo nacimiento, no hay entrada en la vida de la gracia ni comunión con la Trinidad. La fraternidad cristiana, por tanto, no se fundamenta en la buena voluntad ni en la mera confesión de un monoteísmo abstracto, sino en la incorporación sacramental a Cristo crucificado y resucitado. En virtud de ello, todo bautizado participa del sacerdocio común, se convierte en piedra viva de la Iglesia y en hijo adoptivo del Padre.

De este principio se desprende que los musulmanes —que no han recibido el bautismo trinitario ni confiesan la divinidad de Cristo— no pueden ser considerados “hermanos en la fe”. En cambio, los protestantes válidamente bautizados, aunque estén fuera de la plena comunión eclesial, sí pueden ser llamados “hermanos separados”, dado que han nacido del agua y del Espíritu y conservan, aunque de modo imperfecto, una verdadera relación con la Iglesia. Negar la distinción entre fraternidad natural y sobrenatural equivale a trivializar el sentido del bautismo y a diluir la especificidad de la gracia. La verdadera fraternidad cristiana nace de la comunión con Cristo por la fe y los sacramentos, no de la mera idea común de un Dios supremo.

2. Diferencia entre la unidad natural del género humano y la unidad sobrenatural de la Iglesia

Una de las confusiones más frecuentes en el discurso contemporáneo consiste en equiparar la unidad natural del género humano —fundada en la creación común— con la unidad sobrenatural y salvífica que es propia del Cuerpo Místico de Cristo. Esta confusión ha dado lugar a expresiones ambiguas sobre una supuesta “fraternidad universal”, que, si bien tiene un fundamento antropológico legítimo, no puede ser confundida con la comunión espiritual que nace del bautismo.

Todos los seres humanos, por haber sido creados a imagen de Dios y dotados de razón, comparten una fraternidad ontológica que impone exigencias de justicia, respeto y solidaridad. Sin embargo, esta unidad natural no confiere filiación divina ni acceso a la vida sobrenatural de la gracia, que sólo se recibe mediante la fe en Cristo y la incorporación a su Iglesia. La unidad sobrenatural es fruto del Espíritu Santo, quien regenera a los bautizados, los une a Cristo y los hace miembros vivos de la Iglesia. No proviene del esfuerzo humano ni de un afecto religioso general, sino de una transformación real y objetiva por la gracia santificante recibida en los sacramentos. Esta triple unidad —de fe, bautismo y comunión— es la que fundamenta la verdadera fraternidad cristiana.

Quienes no participan de esta unidad —porque no comparten la fe ni han recibido el bautismo trinitario— no forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, y por tanto no pueden ser considerados hermanos en sentido sobrenatural. Esta doctrina ha sido reafirmada por el Magisterio en múltiples ocasiones, incluyendo en definiciones dogmáticas que excluyen toda posibilidad de comunión salvífica fuera de la Iglesia. Reducir la unidad de la Iglesia a una mera solidaridad humana es caer en un naturalismo teológico que anula el misterio de la gracia. Cristo no vino a legitimar una pluralidad de caminos religiosos, sino a reunir en uno a los hijos de Dios dispersos, por medio de su sacrificio redentor y su Iglesia.

3. Por qué los ortodoxos y protestantes bautizados pueden ser llamados “hermanos separados”, y los musulmanes no

La expresión “hermanos separados” se utiliza con propiedad para designar a quienes, habiendo recibido válidamente el bautismo trinitario, están incorporados de forma real —aunque imperfecta— a la Iglesia. Esta terminología supone una distinción clara: la fraternidad sobrenatural sólo es posible mediante el sacramento del bautismo y la adhesión, al menos implícita, a la fe revelada.

El bautismo, cuando se administra con la fórmula trinitaria y con la intención de hacer lo que hace la Iglesia, produce efectos espirituales verdaderos incluso fuera de la plena comunión católica. En virtud de ello, los ortodoxos y muchos protestantes son reconocidos como cristianos y considerados hermanos en el Señor, si bien separados de la unidad visible y plena de la Iglesia.

El islam, por el contrario, rechaza explícitamente la Trinidad, la divinidad de Cristo, su filiación eterna y su mediación salvífica. Estas negaciones constituyen no sólo un alejamiento doctrinal, sino una ruptura radical con el contenido mismo de la fe cristiana. La formulación coránica “Dios no ha engendrado ni ha sido engendrado” es una negación directa del Credo cristiano.

Por tanto, no es teológicamente aceptable llamar “hermanos” a quienes, por su fe y práctica religiosa, se encuentran completamente fuera de la comunión eclesial y niegan los dogmas fundamentales de la revelación. Hacerlo implicaría ignorar el carácter constitutivo del bautismo en la economía de la salvación y confundir la caridad con la ambigüedad doctrinal.

El Magisterio ha enseñado constantemente que solo quienes profesan la fe católica y han sido bautizados pueden gozar del vínculo real de comunión con la Iglesia. Aplicar indiscriminadamente el término “hermanos en la fe” a quienes lo niegan todo acerca de Cristo no es un gesto de diálogo, sino una traición a la verdad revelada.

III. El Concilio Vaticano II a la luz de la Tradición: hermenéutica de continuidad.

Una lectura adecuada del Concilio Vaticano II requiere distinguir entre el desarrollo legítimo de la doctrina y todo intento de sustitución o contradicción de lo anteriormente enseñado. Esta distinción no es un artificio moderno, sino parte esencial de la Tradición viva de la Iglesia. El desarrollo doctrinal auténtico preserva la identidad del contenido revelado, aunque lo exprese con mayor claridad y adecuación pastoral. El Concilio Vaticano II no definió dogmas nuevos ni revocó definiciones anteriores, sino que abordó aspectos pastorales con una nueva sensibilidad, sin alterar el depósito de la fe.

La expresión de ciertos pasajes de Lumen Gentium o Nostra Aetate, referidos a otras religiones, debe entenderse como parte de esta aproximación pastoral, sin que ello implique una equiparación doctrinal. Reconocer elementos de verdad natural en otras confesiones no significa atribuirles la misma fe, ni considerar que tales religiones constituyen caminos salvíficos paralelos. La hermenéutica de la continuidad, propuesta por Benedicto XVI, subraya que el sujeto de la Iglesia es siempre el mismo, y que sus enseñanzas se desarrollan de forma orgánica, no contradictoria. Así, toda interpretación del Concilio debe asumir su autoridad magisterial sin desligarla del conjunto del Magisterio precedente.

Hablar de hermandad universal sin referencia al bautismo y a la fe trinitaria no solo es teológicamente inexacto, sino pastoralmente contraproducente. Relativiza la misión de la Iglesia, debilita el anuncio del Evangelio y confunde a los fieles sobre el verdadero significado de la fe cristiana y de la salvación en Cristo.

Aunque la pregunta inicial se formula en términos de “adoración”, este concepto no puede entenderse solo como un acto externo o intencional. En teología católica, adorar verdaderamente al Dios verdadero implica estar en comunión con Él, lo cual sólo es posible plenamente en Cristo, a través del bautismo trinitario. Por tanto, no se puede separar la pregunta “¿adoran al mismo Dios?” de la pregunta “¿están en comunión con Dios?”. Y esa comunión no es natural, sino sobrenatural. Existe una tendencia pastoral y diplomática —muy extendida incluso en ambientes eclesiales— a afirmar que “adoramos al mismo Dios” porque somos todos “hermanos en la fe abrahámica”. El análisis del concepto de hermandad sobrenatural es por tanto esencial para desmentir esta base argumentativa falsa. Es decir: no se puede ser hermano en la fe sin compartir el mismo objeto formal de la fe, que es Cristo como Verbo encarnado.

Muchos musulmanes, judíos e incluso protestantes pueden confesar la existencia de un solo Dios, creador, justo, misericordioso, etc. Pero el Dios que adoramos los católicos no es solamente el Creador, sino el Dios que se ha revelado como Trinidad y ha enviado a su Hijo para redimirnos. El juicio sobre si alguien adora al “mismo Dios” debe incluir necesariamente su relación con Cristo y su pertenencia, aunque sea imperfecta, a la Iglesia. Por eso, la noción de “hermano en la fe” es inseparable del juicio sobre si hay verdadera adoración. En la práctica, muchos católicos tienden a poner en el mismo nivel a musulmanes, protestantes y ortodoxos como si todos fueran simplemente “no católicos”, sin distinguir sus grados de comunión. Pero mientras que los ortodoxos están en una comunión muy estrecha (aunque no plena), y los protestantes válidamente bautizados son “hermanos separados”, los musulmanes están totalmente fuera del Cuerpo Místico de Cristo. Este apartado permite clarificar por qué esa diferencia es crucial para responder si adoran o no al mismo DiosSi no se incluye este desarrollo doctrinal sobre el bautismo, la filiación divina y la verdadera comunión de fe, se corre el riesgo de caer en un argumento meramente semántico o filosófico, dejando espacio para una lectura relativista: “Bueno, adoramos al mismo Dios, aunque de manera diferente”. El apartado II cierra esa puerta mostrando que no hay verdadera adoración del Dios cristiano sin unión con Cristo y su Iglesia.

IV. ¿Adoran los musulmanes —y otros no católicos— al mismo Dios que nosotros?

El criterio católico sobre la verdadera adoración y la pertenencia a la Iglesia

Responder adecuadamente a la pregunta de si los musulmanes adoran al mismo Dios que los católicos exige primero definir quiénes somos “nosotros”. No se trata simplemente de identificar a quienes creen en “un solo Dios”, sino de precisar qué entiende la Iglesia católica por verdadera fe, verdadera adoración y comunión con el Dios revelado.

En la enseñanza constante de la Iglesia, “adorar al mismo Dios” no puede significar simplemente referirse a una deidad creadora o suprema. La verdadera adoración, en sentido cristiano, es respuesta de fe a la revelación trinitaria de Dios, realizada plenamente en la Persona de Jesucristo, el Verbo encarnado. Esta fe no es meramente racional ni emocional, sino sacramental y eclesial: se vive en la Iglesia, por medio de los sacramentos instituidos por Cristo, especialmente el bautismo.

Por tanto, sólo aquellos que reconocen al Dios trinitario revelado en Cristo y están, al menos en alguna medida, incorporados a la Iglesia que Él fundó, pueden ser considerados como adoradores verdaderos del Dios vivo. Esta distinción permite establecer con claridad el lugar que ocupan ortodoxos, protestantes, judíos y musulmanes respecto de la fe católica y la adoración del verdadero Dios.

1. Los ortodoxos: verdadera fe y sacramentos, pero sin comunión plena.

Los fieles de las Iglesias ortodoxas orientales, aunque separados de la jurisdicción del Papa, conservan la sucesión apostólica, la Eucaristía válida y la fe trinitaria íntegra. Su cisma, aunque grave, es disciplinar y eclesiológico, no doctrinal en su raíz. Por ello, la Iglesia católica los reconoce como verdaderos cristianos, adoradores del mismo Dios y, en sentido estricto, hermanos en la fe, aunque separados de la plena comunión.

Esta comunión herida, pero real, se fundamenta en una misma fe revelada y una vida sacramental auténtica. Su retorno a la unidad visible no implica una conversión desde el error doctrinal fundamental, sino una reconciliación dentro de una verdad ya compartida, que requiere sanar la herida del cisma.

2. Los protestantes: bautismo válido, fe parcial, ruptura doctrinal.

En el caso de los protestantes, la situación es más fragmentaria. Muchos de ellos reciben un bautismo trinitario válido, y confiesan a Cristo como Hijo de Dios y Salvador. En la medida en que mantienen esta confesión y ese bautismo, existe un vínculo real, aunque imperfecto, con la Iglesia, y por tanto, una forma reducida de comunión con el Dios verdadero. Pueden decirse, por tanto, adoradores del mismo Dios, pero de forma incompleta y defectuosa en su comprensión doctrinal y en su vivencia sacramental.

La Iglesia los denomina, con justicia, “hermanos separados”, precisamente para indicar que el vínculo del bautismo no ha sido anulado, aunque esté gravemente disminuido por errores doctrinales, especialmente en torno a los sacramentos, la justificación, la autoridad eclesial y la Tradición.

Sin embargo, hay comunidades protestantes modernas que han abandonado incluso la fe trinitaria, negando la divinidad de Cristo o reduciendo al Espíritu Santo a una fuerza impersonal. En esos casos, la adoración deja de estar orientada al Dios verdadero, y el vínculo con la Iglesia se rompe del todo.

3. Los judíos: fe en el Dios de la promesa, pero sin reconocimiento del Mesías.

El judaísmo bíblico constituye, en el plan de Dios, la preparación directa para la venida de Cristo. Los patriarcas, profetas y justos de la Antigua Alianza adoraron al Dios verdadero y fueron iluminados por la gracia en la medida de la revelación entonces dada. Sin embargo, el judaísmo postbíblico, al rechazar explícitamente a Cristo como Mesías y Verbo encarnado, se cierra a la plenitud de la revelación.

Desde una perspectiva natural, los judíos continúan confesando al Dios creador y providente, pero su fe está objetivamente incompleta y herida, pues niega la manifestación definitiva de Dios en la Encarnación. Por tanto, aunque puede decirse que adoran al Dios de Abraham, esta adoración no es plena ni puede considerarse salvífica mientras niegue al Hijo.

Cristo mismo dejó claro que quien no le recibe a Él, no conoce verdaderamente al Padre. Así, el judaísmo actual mantiene una continuidad histórica, pero ya no una comunión real con el Dios trinitario revelado.

4. Los musulmanes: monoteísmo natural, negación de la Trinidad.

El islam, aunque se presenta como monoteísta y dice venerar al Dios de Abraham, niega explícitamente los fundamentos esenciales de la fe cristiana: rechaza la Trinidad, la divinidad de Cristo, su filiación eterna, su Encarnación, su muerte redentora y su Resurrección. No solo no reconoce al Verbo hecho carne, sino que considera blasfemia llamarlo Hijo de Dios.

Por tanto, aunque los musulmanes creen en un ser supremo, su adoración no se dirige al Dios trinitario revelado en Jesucristo, sino a una concepción radicalmente distinta de la divinidad. La referencia al “Dios único” en el islam no es suficiente para afirmar que se trata del mismo Dios: el objeto de la fe está viciado en su núcleo. Se trata, en el mejor de los casos, de un monoteísmo filosófico con residuos de verdad natural, pero incompatible con la revelación cristiana.

La Iglesia, al afirmar que los musulmanes “profesan tener la fe de Abraham” y “adoran al Dios único y misericordioso”, no enseña que exista una comunión real de fe o de culto, sino que reconoce en ellos una intención natural de dirigirse al Creador. Esta intención, sin embargo, no basta para establecer una adoración verdadera, pues falta el conocimiento revelado del único mediador, Jesucristo.

5. La verdadera adoración: solo en Cristo, con la Iglesia y por el Espíritu.

La fe cristiana enseña que sólo se adora verdaderamente al Padre si se reconoce al Hijo, y que nadie puede decir “Jesús es el Señor” sino por el Espíritu Santo. Esta adoración plena solo es posible en la Iglesia, por medio del bautismo, la gracia y la confesión íntegra de la fe. No se trata de un mero nombre ("Dios"), sino de quién es ese Dios, cómo se ha revelado, y cómo ha dispuesto ser adorado.

Por eso, la Iglesia no puede reconocer como verdadera adoración del mismo Dios a aquellos cultos que, aunque monoteístas en apariencia, niegan la Trinidad, la Encarnación y la Redención. Y tampoco puede llamar “hermanos en la fe” a quienes no han sido regenerados por el bautismo ni incorporados al Cuerpo de Cristo.

La fraternidad sobrenatural no nace de la naturaleza, ni de la intención buena, ni de un monoteísmo sincero, sino del nuevo nacimiento en el agua y el Espíritu, mediante el cual se entra en la única familia de Dios. Por eso, la Iglesia reconoce a los ortodoxos como hermanos separados, a los protestantes válidamente bautizados como cristianos heridos por el cisma o la herejía, y a los musulmanes, judíos y demás no bautizados como ajenos al Cuerpo místico, aunque llamados a la conversión.

Conclusión.

A la luz de la fe católica, los musulmanes no adoran al mismo Dios que los cristianos, en sentido teológico, revelado y salvífico. Aunque utilicen el nombre “Dios” y afirmen su unicidad, su rechazo explícito de la Trinidad y de Jesucristo como Hijo de Dios los separa radicalmente del Dios vivo y verdadero que se ha manifestado en la historia.

Tampoco pueden ser llamados “hermanos en la fe”, ya que carecen del bautismo, de la fe revelada y de toda forma de comunión con la Iglesia. Solo quienes han nacido en Cristo por el agua y el Espíritu, y confiesan la fe trinitaria, pueden ser llamados hijos de Dios en sentido pleno.

Negar estas verdades por falsa prudencia o por diplomacia mal entendida no promueve el diálogo, sino que confunde a los fieles y debilita la misión de la Iglesia. La caridad exige claridad. Solo anunciando a Cristo como único Salvador, y a su Iglesia como instrumento universal de salvación, se puede ofrecer a todos los hombres —también a los musulmanes— la verdadera adoración, la filiación divina y la auténtica fraternidad.

Galo Guillermo Farfan Cano,
Laico de la Santa Romana Iglesia.

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