El Derecho del Ser
Análisis
INTRODUCCIÓN
A lo largo de la historia del pensamiento occidental, la búsqueda de la verdad ha estado íntimamente ligada a la afirmación del ser y a la confianza en la razón como instrumento adecuado para conocerlo. Esta tradición, que se remonta a los griegos y alcanza su esplendor en la escolástica medieval, reconoce que el ser humano no se inventa a sí mismo, sino que se descubre como una criatura con naturaleza, esencia e identidad dadas. En este marco, la verdad no es una creación subjetiva, sino una adecuación del entendimiento a la realidad objetiva.
Sin embargo, en tiempos recientes, esta comprensión ha sido radicalmente cuestionada. Una de las manifestaciones más evidentes y extendidas de esta ruptura es la llamada ideología de género, la cual sostiene que la identidad sexual no está determinada por el cuerpo biológico, sino por una construcción cultural, psicológica o afectiva que puede variar con el tiempo y según la autopercepción de cada individuo. Esta propuesta no se limita a un plano privado o psicológico, sino que busca institucionalizarse mediante reformas educativas, jurídicas, sanitarias y políticas, alterando así las estructuras fundamentales de la vida social.
A primera vista, podría parecer que nos hallamos simplemente ante una nueva expresión de sensibilidad o libertad individual. No obstante, un análisis más profundo revela que estamos frente a un giro filosófico de enorme envergadura, cuyas raíces intelectuales se hunden en errores doctrinales progresivos que comenzaron con la negación de la estabilidad del ser (Heráclito), continuaron con el voluntarismo (Duns Escoto), el nominalismo (Guillermo de Ockham), el dualismo (Descartes), el idealismo (Kant y Hegel) y desembocaron en la voluntad de poder (Nietzsche). Todos estos sistemas filosóficos, pese a sus diferencias, tienen en común la tendencia a disolver la realidad objetiva en favor de la subjetividad, del lenguaje, del deseo o de la historia.
Para comprender la verdadera gravedad de la ideología de género, no basta con abordar sus implicaciones sociopolíticas o psicológicas. Es necesario remontarse a su fundamento metafísico y gnoseológico. Pues lo que está en juego no es simplemente una teoría sobre el hombre o la sexualidad, sino la posibilidad misma de conocer la realidad y de afirmarla como verdadera. En este contexto, la ideología de género se presenta como una negación de los principios primeros del pensamiento: el principio de identidad, el de no contradicción y el principio del tercero excluido. Estos principios, que no son meros postulados arbitrarios, sino las condiciones universales del pensar, son incompatibles con cualquier construcción que disuelva la unidad del ser humano y reemplace la naturaleza por el deseo subjetivo.
Explicación general de la Teoría del Género
La teoría del género, tal como se ha articulado desde mediados del siglo XX, especialmente en el entorno académico occidental, sostiene que el género no debe confundirse con el sexo biológico, y que éste último no determina necesariamente la identidad, el comportamiento o el rol social del individuo. Según esta visión, el “género” es una construcción cultural e histórica que puede variar entre sociedades y épocas, y que puede ser redefinido o incluso rechazado por cada persona.
En su forma más radical, esta teoría defiende que el género es completamente independiente del sexo biológico, y que existen tantos géneros como formas de autopercepción. Así, surgen categorías como “género fluido”, “no binario”, “agénero”, entre otras, que buscan representar las múltiples maneras en que una persona puede sentir y expresar su identidad, al margen de su constitución corporal. Esta visión no sólo pretende un reconocimiento social, sino que demanda también reconocimiento jurídico, educativo y médico, llegando incluso a prácticas de modificación corporal en menores, uso obligatorio de pronombres y reestructuración de los registros civiles.
Desde esta perspectiva, la identidad no está dada, sino elegida; no se descubre, sino que se construye. El sujeto se convierte en autor absoluto de sí mismo, y la naturaleza se transforma en un simple material disponible para la autoafirmación. El cuerpo deja de tener un significado en sí mismo para convertirse en un “objeto moldeable” según la voluntad individual.
Lo que comienza como una distinción teórica entre sexo y género, se transforma pronto en una ruptura ontológica y epistemológica con la realidad, y en una inversión del orden natural: ya no se parte de lo que el ser humano es, sino de lo que “siente ser”. La percepción se absolutiza y se le otorga autoridad metafísica, jurídica y científica.
Base filosófica de la teoría de género
La ideología de género no aparece de manera espontánea ni aislada. Es el fruto maduro de una serie de mutaciones filosóficas que han ido debilitando progresivamente la noción de naturaleza, esencia, identidad y verdad objetiva.
El primer gran quiebre puede situarse en Heráclito, quien sostuvo que “todo fluye” (pánta rheî). Para él, no existe ser permanente, sino sólo devenir. Esta filosofía del cambio radical e incesante, que niega la posibilidad de una naturaleza fija, introduce el germen de la inestabilidad ontológica. Si nada permanece, entonces tampoco puede hablarse de una esencia humana o de una identidad sexual estable. Aunque Aristóteles y Platón respondieron vigorosamente a esta visión, sentando las bases del realismo metafísico, la tentación heraclítea reaparecerá con fuerza en la modernidad.
Más adelante, Duns Escoto introduce el voluntarismo, una doctrina según la cual la voluntad tiene primacía sobre la inteligencia. Esto conduce a la idea de que lo que define al ser no es tanto su naturaleza racional, sino su capacidad de querer, incluso más allá de lo inteligible. Este enfoque influirá en la comprensión moderna de la libertad como autodeterminación absoluta, más que como perfección de la naturaleza.
Con Guillermo de Ockham se produce otra ruptura decisiva: el nominalismo. Al negar la existencia real de las esencias universales, y reducirlas a simples nombres sin fundamento ontológico, el conocimiento humano pierde su anclaje en la realidad objetiva. Esta doctrina es la base del constructivismo lingüístico: si las categorías son convenciones, entonces también el género puede ser redefinido arbitrariamente.
En la modernidad, el pensamiento se desvincula aún más de la realidad. Descartes introduce un dualismo radical entre mente y cuerpo, donde el yo pensante se vuelve el fundamento del conocimiento, y el cuerpo pasa a ser una realidad secundaria, externa y manipulable. Kant clausura el acceso al ser en sí (noumeno), reduciendo el conocimiento humano al fenómeno, es decir, a la forma en que el sujeto organiza sus percepciones. Con esto, ya no conocemos la realidad como es, sino como la construimos.
Finalmente, en Hegel y Nietzsche se consuma la disolución del ser. Hegel reemplaza la esencia por la historia y la dialéctica, donde todo está en devenir; Nietzsche niega toda verdad objetiva y exalta la voluntad de poder como principio creador. El ser humano ya no es lo que es, sino lo que quiere ser, incluso contra la naturaleza.
La teoría del género es, en este sentido, la expresión contemporánea de estas corrientes filosóficas acumuladas. Ya no se busca conocer la verdad del ser humano, sino inventar nuevas identidades al margen de toda realidad ontológica. En este esquema, el cuerpo se convierte en un obstáculo que debe ser superado, y la naturaleza humana, en una opresión que debe ser deconstruida.
Los principios primeros: Identidad, No contradicción y Tercero Excluido
Frente a esta deriva, es necesario volver a los principios primeros del pensamiento racional, los cuales constituyen no una teoría más, sino la base ineludible de todo conocimiento verdadero.
1. El principio de identidad establece que todo ente es idéntico a sí mismo. Es la afirmación fundamental de que el ser es, y que una cosa es lo que es. Aplicado al ser humano, esto significa que el hombre es hombre, y la mujer es mujer, conforme a su naturaleza y estructura corporal.
2. El principio de no contradicción impide afirmar y negar simultáneamente una misma cosa en el mismo sentido. Si un ser humano es varón, no puede ser mujer al mismo tiempo y en el mismo aspecto. La ideología de género, al permitir múltiples autodefiniciones contradictorias, viola este principio y destruye la coherencia del lenguaje y del pensamiento.
3. El principio del tercero excluido afirma que entre el ser y el no-ser no hay un tercero. Una persona o es varón, o no lo es. No hay espacio lógico para una tercera categoría ontológica intermedia. Al proponer identidades como “no binario” o “género fluido”, la teoría de género entra en conflicto con este principio, pues intenta ocupar una posición intermedia entre afirmaciones contradictorias, lo cual es lógicamente inadmisible.
La negación de estos principios no es una simple diferencia de opinión, sino una renuncia al orden racional del universo. Implica una rebelión contra la estructura misma del ser y del lenguaje. Donde se niegan estos fundamentos, ya no hay ciencia posible, ni comunicación verdadera, ni orden moral. Todo se reduce al deseo subjetivo, al impulso volátil y a la imposición ideológica.
DESARROLLO
I. Errores Filosóficos y Consecuencias: Una Trayectoria desde las Herejías Cristológicas hasta la Crisis de la Metafísica
La historia del pensamiento occidental, especialmente en su vínculo con la tradición cristiana, puede entenderse como un proceso dialéctico donde la afirmación y la negación de principios metafísicos fundamentales han configurado el rumbo del conocimiento. En este contexto, el desarrollo de errores filosóficos específicos ha tenido consecuencias profundas en la concepción del ser, la verdad y el conocimiento, con repercusiones directas en la antropología y la ética.
1. La Tradición Realista y la Cognoscibilidad de la Realidad:
La tradición filosófica cristiana encuentra en el realismo metafísico su piedra angular. Este realismo sostiene que la realidad no depende de la mente ni de la percepción subjetiva para existir; antes bien, es objetiva e independiente del conocimiento humano. La realidad es inteligible porque el ser está ordenado según una estructura racional, creada y sustentada por Dios, el Ser Supremo, fundamento último de toda existencia.
En este marco, el conocimiento humano no es un mero producto arbitrario del pensamiento, sino un acto de adecuación del intelecto a la cosa conocida. La doctrina tomista, cristalizada en la filosofía de Santo Tomás de Aquino, sostiene que el entendimiento humano participa de la luz natural que le permite captar las formas inteligibles en las realidades sensibles. La experiencia sensible, lejos de ser engañosa, es el primer paso para acceder a la esencia de los entes, que la razón abstrae para conocer su naturaleza verdadera.
Esta perspectiva garantiza la posibilidad de una verdad objetiva y universal: las proposiciones verdaderas corresponden a los estados reales del mundo. Así, la verdad no depende de modas, voluntades o discursos cambiantes, sino que es un reflejo de la realidad estable y ordenada. La fe cristiana, iluminada por la razón, confirma esta capacidad del hombre para conocer a Dios como causa primera y a las criaturas según su ser.
Este realismo tiene consecuencias directas en la antropología: el ser humano posee una naturaleza dada, que determina su identidad, dignidad y vocación. La persona no es un simple flujo de experiencias o deseos, sino un sujeto definido por su esencia racional y espiritual. La justicia, la moral y el orden social se fundamentan en este conocimiento de la naturaleza humana, pues sin ello no habría criterios objetivos para diferenciar el bien del mal, ni límites para la libertad.
En suma, la tradición realista es garantía de un orden ontológico, epistemológico y ético que sustenta la cultura occidental y la doctrina cristiana, preservando la posibilidad del conocimiento verdadero y la existencia de una ley natural accesible a la razón.
2. Los Primeros Errores, Arrio y la Disolución de la Unidad Divina:
En los albores del cristianismo, la controversia arriana no fue simplemente un debate teológico aislado, sino un cuestionamiento radical sobre la naturaleza misma del ser divino y sus implicaciones ontológicas. Para comprender la profundidad del error de Arrio, es imprescindible analizar cómo su proposición socava los principios fundamentales de la metafísica clásica y, por ende, la posibilidad misma del conocimiento.
Arrio sostenía que el Verbo, el Hijo engendrado, no comparte la misma esencia con el Padre, sino que es una criatura creada ex nihilo en un momento específico. Esta afirmación contradice la doctrina de la consustancialidad (homoousios) establecida por el Concilio de Nicea en 325 d.C., la cual postula que Padre, Hijo y Espíritu Santo comparten una única y misma naturaleza divina, inmutable y eterna.
Desde un punto de vista filosófico, esta negación de la unidad sustancial implica la fractura del principio de identidad, uno de los pilares del pensamiento racional desde Aristóteles. El principio de identidad, expresado en términos ontológicos, establece que “lo que es, es” y “cada ser es idéntico a sí mismo”, lo que presupone una esencia única, indivisible y permanente en cada ente. Si el Hijo no comparte la misma esencia que el Padre, se está fragmentando el ser divino en múltiples entes distintos, con identidades separadas.
Esta multiplicación y jerarquización de entes dentro de lo que debería ser un único ser divino no solo rompe con la unidad ontológica, sino que introduce un dualismo jerárquico que afecta el principio de igualdad ontológica entre las personas divinas. La consecuencia es que el ser divino deja de ser una unidad perfecta para transformarse en un conjunto heterogéneo, desintegrado, donde la esencia y la persona ya no convergen en una misma realidad sustancial.
La pérdida de esta unidad sustancial tiene efectos directos sobre el fundamento del conocimiento y la verdad. En la tradición realista, la verdad es la adecuación del intelecto al ser, es decir, la conformidad entre el pensamiento y la realidad objetiva. Para que esto sea posible, el ser debe ser uno, estable y reconocible, porque solo entonces el intelecto puede aprehenderlo y afirmar proposiciones verdaderas acerca de él.
Si la esencia divina es fragmentada y jerarquizada, la estabilidad ontológica se pierde, y con ella, la posibilidad de un conocimiento coherente y seguro. El sujeto cognoscente ya no puede alcanzar una verdad objetiva sobre el ser divino, porque el ser mismo se vuelve ambiguo y variable. Esta inestabilidad ontológica se traduce en una crisis epistemológica, donde la certeza del conocimiento es imposible debido a la naturaleza misma del objeto conocido.
Adicionalmente, este error tiene una repercusión ética y existencial. La unidad y perfección del ser divino sustentan el orden moral y la finalidad última del hombre. Si Dios es un ser fragmentado o jerarquizado, la referencia última para la moralidad, el bien y el sentido se disuelve, abriendo paso a la incertidumbre y al relativismo.
En definitiva, el arrianismo no es simplemente una desviación teológica, sino un quiebre profundo que afecta la estructura misma del ser, el conocimiento y la verdad. Abre una brecha filosófica que ha sido recuperada y corregida por la tradición cristiana, la cual reafirma el principio de identidad, la unidad sustancial y la posibilidad de conocer la verdad objetiva como fundamentos insustituibles para la fe y la razón.
3. Nestorio y Severio, La Confusión de Naturalezas y Pérdida de la Identidad Personal:
En el desarrollo temprano de la cristología, las controversias sobre la naturaleza de Cristo constituyen un terreno crítico para el esclarecimiento de conceptos fundamentales como la identidad, la sustancia y la persona. Las posturas defendidas por Nestorio y Severio de Antioquía representan errores filosóficos que comprometen la coherencia ontológica del sujeto encarnado, con profundas consecuencias para la comprensión del ser y del conocimiento.
Nestorio, patriarca de Constantinopla, defendió una posición que separaba radicalmente las naturalezas divina y humana en Cristo, casi hasta el punto de constituir dos sujetos distintos coexistentes. Esta tesis niega la unidad hipostática, es decir, que en Cristo existen dos naturalezas completas —una divina y una humana— unidas en una sola persona o hipóstasis. Al disolver la unidad personal, Nestorio fractura la identidad misma del sujeto, unificando dos naturalezas sin una integración real.
Desde la perspectiva metafísica clásica, la persona es un sujeto subsistente que posee una naturaleza específica; esta unidad sustancial es el principio de identidad que hace que un ser sea lo que es. Si se postula la existencia simultánea de dos sujetos en una misma persona, se contradice el principio de no contradicción y se imposibilita definir con precisión la identidad. El ser compuesto que integra lo divino y lo humano deja de ser un sujeto único y coherente, erosionando la base ontológica de la persona cristiana.
Además, Nestorio niega la existencia de las dos voluntades —divina y humana— en Cristo, que son necesarias para comprender la operación moral y la libertad perfectas del Verbo encarnado. Esta negación implica que la voluntad de Cristo carecería de una dimensión esencial, comprometiendo la integridad del sujeto y la armonía interna entre razón y voluntad.
Por otro lado, Severio de Antioquía propone una visión opuesta que, sin embargo, también resulta filosóficamente problemática. Su monofisismo sostiene que Cristo posee una sola naturaleza, resultado de la fusión de lo divino y lo humano. Esta postura elimina la distinción real entre ambas naturalezas, homogeneizando y reduciendo la diversidad ontológica a una sola sustancia.
Tal negación de la dualidad naturalista implica un colapso de la complejidad del ser encarnado. La incapacidad para reconocer las diferencias esenciales entre la divinidad y la humanidad conduce a una pérdida de identidad, pues la naturaleza compuesta y diversa es un principio necesario para la integridad del sujeto. Esta fusión indebida contradice el principio de no contradicción, pues anula la coexistencia simultánea de dos naturalezas distintas y contrarias en sus atributos.
Además, Severio cuestiona la autoridad del Concilio de Calcedonia y, por ende, la primacía de la autoridad romana, introduciendo un componente institucional que agrava la crisis filosófica con un desafío al orden jerárquico y magisterial. Esta ruptura institucional refleja la fractura epistemológica, pues sin autoridad común, el acceso a la verdad doctrinal y la interpretación coherente de la realidad se vuelve problemático.
El error común a ambos es la negación de la armonía entre unidad e identidad, elementos que, según la metafísica realista, constituyen la esencia misma del ser. La persona, como sujeto compuesto pero integrado, es el punto donde convergen y se concilian las naturalezas, sin perder su distinción ni su unidad. El desconocimiento o negación de esta síntesis compromete la posibilidad de conocer integralmente la realidad encarnada y, en consecuencia, la verdad sobre el hombre y Dios.
Finalmente, estas controversias afectan directamente la antropología cristiana. La comprensión del hombre como ser compuesto de cuerpo y alma, con facultades distintas pero armonizadas, encuentra en la cristología su modelo paradigmático. La negación de las dos voluntades en Cristo, y la confusión de naturalezas, minan la comprensión del sujeto libre, racional y moral.
En suma, Nestorio y Severio, al errar en la articulación ontológica de la persona, destruyen las condiciones metafísicas necesarias para la identidad y el conocimiento, y por ende comprometen la totalidad de la filosofía realista y cristiana. Esta crisis fue superada por la definición calcedoniana, que afirma la unión hipostática de dos naturalezas sin confusión ni división, preservando así la unidad y la diversidad real, fundamento para la verdad objetiva.
4. Wycliffe y Hus, Inicio de la Cuestion del Sujeto y la Autoridad:
En la transición de la Edad Media hacia la modernidad, el pensamiento europeo experimentó un giro decisivo que afectó tanto la estructura teológica como la epistemológica. En este contexto, las figuras de Juan Wycliffe (c. 1320–1384) y Juan Hus (c. 1372–1415) emergen como protagonistas de un movimiento reformista que, si bien buscaba rectificar abusos eclesiásticos, introdujo también cambios conceptuales que arraigaron un énfasis problemático en la experiencia subjetiva y la autonomía individual.
Ambos pensadores cuestionaron la autoridad de la Iglesia y su magisterio tradicional, denunciando la corrupción y exigiendo un retorno a las Escrituras como única fuente auténtica de revelación. Aunque esta intención legítima de reforma contenía elementos de verdad, el modo en que se planteó generó consecuencias filosóficas profundas: la legitimación del sujeto individual como juez supremo de la interpretación y la verdad.
Desde la perspectiva filosófica, Wycliffe y Hus aplicaron a la teología un giro epistemológico que ya se venía gestando con la crisis del realismo escolástico y el avance del nominalismo. Al privilegiar la experiencia interna y el juicio personal sobre la autoridad establecida y la tradición universal, desplazaron la fuente objetiva del conocimiento hacia la subjetividad. El conocimiento dejó de ser un acto de adecuación del intelecto a la realidad, para convertirse en una actividad del sujeto autónomo que interpreta, decide y valora conforme a su conciencia.
Este movimiento planteó, de forma implícita, la emergencia del sujeto como centro de autoridad, subvirtiendo el orden clásico donde la verdad, enraizada en el ser y la tradición, era anterior y superior al conocimiento particular. La experiencia personal y la libertad interior pasaron a ser criterios últimos para validar la interpretación de la Escritura y la doctrina, abriendo paso a la relativización de la verdad.
El desplazamiento hacia la subjetividad implicó una fractura en el vínculo entre el conocimiento y la realidad objetiva. La enseñanza universal, que se apoyaba en principios ontológicos firmes y en una comunidad epistemológica establecida, fue cuestionada por una autoridad dispersa y particular. La pluralidad de interpretaciones subjetivas erosionó la unidad del saber y creó un ambiente propicio para el escepticismo y el individualismo radical.
Estas tensiones abrieron la puerta a desarrollos posteriores que profundizarían el problema epistemológico, culminando en el subjetivismo moderno y el relativismo posmoderno. La función estabilizadora de la autoridad eclesiástica y filosófica fue debilitada, y la autoridad del sujeto autónomo se convirtió en el nuevo eje del conocimiento y la verdad.
En síntesis, Juan Wycliffe y Juan Hus representan un momento crucial donde los errores filosóficos previamente formulados en la metafísica y la epistemología comenzaron a permear y transformar la teología. Su énfasis en la experiencia subjetiva y la autonomía individual, si bien motivado por la búsqueda de reforma, instauró una dinámica que socavó la posibilidad del conocimiento objetivo y la autoridad universal, con consecuencias que aún perduran en el pensamiento contemporáneo.
5. Duns Escoto y el Voluntarismo, La Preeminencia de la Voluntad:
El pensamiento de Juan Duns Escoto (c. 1266–1308) representa un momento crucial en la evolución de la filosofía medieval, pues introduce una ruptura significativa con la tradición realista y tomista que había sostenido durante siglos el equilibrio entre razón y voluntad. Este giro, conocido como voluntarismo, coloca la voluntad por encima de la inteligencia, lo que conlleva profundas implicaciones ontológicas y epistemológicas.
La filosofía clásica, particularmente la escolástica tomista, había afirmado que la razón es la facultad principal para captar la esencia del ser y que la voluntad, por su parte, es una potencia racional que se ordena al bien conocido por la inteligencia. En este esquema, el bien no es arbitrario ni dependiente del deseo, sino que corresponde a la naturaleza objetiva del ser. La voluntad, entonces, es libre en cuanto puede elegir entre bienes, pero siempre en referencia a un orden racional y estable.
Duns Escoto desafía esta perspectiva al otorgar a la voluntad un primado absoluto, afirmando que el ser y el bien no están determinados por la naturaleza ni por la razón, sino que dependen de la libre decisión de la voluntad divina. De este modo, la voluntad es suprema, incluso sobre la inteligencia, y puede ordenar el ser según su propia elección, sin estar limitada por la esencia ni por el bien objetivo.
Esta postura introduce una indeterminación ontológica crucial: el ser ya no está estrictamente ordenado a un bien objetivo ni determinado por una naturaleza fija; en cambio, se vuelve contingente respecto a la voluntad. El orden del mundo y la moralidad dejan de ser reflejo necesario del ser, para depender de actos voluntarios que pueden trascender o incluso contradecir la razón.
El voluntarismo escotista, por ende, desestabiliza la estructura realista del conocimiento, donde la verdad se fundamenta en la adecuación del intelecto al ser y al bien. La primacía de la voluntad implica que la libertad se vuelve el criterio último, desplazando a la verdad objetiva y al orden natural. La realidad se vuelve maleable, y la norma moral queda subordinada a la decisión voluntaria.
Este giro filosófico propicia el surgimiento de un subjetivismo radical, donde el sujeto y su voluntad se erigen como centros autónomos, capaces de definir la realidad según sus preferencias y deseos. La razón pierde su función normativa, y la verdad se relativiza al arbitrio de la voluntad.
Las consecuencias de este cambio se extienden más allá de la metafísica para afectar la ética, la política y la antropología. La dignidad y naturaleza humanas, antes comprendidas en función de una esencia ordenada al bien, pasan a ser concebidas como productos de decisiones voluntarias. El fundamento de la ley natural y la moral objetiva se resquebraja, facilitando la dispersión normativa y el pluralismo relativista.
En síntesis, la preeminencia de la voluntad propuesta por Duns Escoto representa una crisis profunda para el realismo filosófico. Al poner la voluntad por encima de la razón y la naturaleza, abre las puertas a la indeterminación ontológica y epistemológica, debilitando la posibilidad de un conocimiento y una ética fundados en la verdad objetiva y el orden natural.
6. Ockham y el Nominalismo (La Negación de los Universales y la Fragmentación del Conocimiento):
La doctrina nominalista de Guillermo de Ockham representa un momento decisivo en la historia de la filosofía y la teología, marcando el comienzo de un proceso de fragmentación del conocimiento y cuestionamiento de la realidad objetiva que culminaría en los profundos conflictos intelectuales y religiosos de la Edad Moderna. Este análisis se propone examinar con rigor filosófico y crítico el desarrollo y las consecuencias de esta doctrina desde su formulación hasta las manifestaciones prácticas y teóricas en figuras emblemáticas de la Reforma protestante y movimientos posteriores.
6.1. El Nominalismo de Guillermo de Ockham, Principios y Rupturas Filosóficas:
Guillermo de Ockham (c.1287-1347) fue un fraile franciscano y filósofo inglés cuyo pensamiento desafió el realismo metafísico que dominaba la escolástica desde Santo Tomás de Aquino. Su doctrina nominalista niega la existencia objetiva y universal de los conceptos generales, o universales, afirmando que éstos son únicamente signos o nombres (nomina) utilizados para agrupar individuos similares por conveniencia lingüística y social, pero carecen de realidad extramental.
Esta postura tuvo como consecuencia inmediata la ruptura con la comprensión clásica del conocimiento como adecuación del intelecto a la esencia de las cosas. Para Ockham, la única realidad existente son los individuos singulares; las categorías generales no existen fuera del entendimiento humano. Así, el intelecto no conoce las esencias universales, sino que organiza la experiencia mediante convenciones lingüísticas, perdiendo el contacto con las realidades ontológicas.
El impacto filosófico de este nominalismo es fundamental y se manifiesta en varias dimensiones:
Epistemológica: La certeza del conocimiento universal y necesario se ve comprometida, pues no existen formas reales comunes que permitan el conocimiento objetivo. La ciencia, que se basa en leyes universales, pierde su fundamento ontológico.
Metafísica: La realidad se fragmenta en individuos aislados sin fundamento común real. La noción de naturaleza se vuelve problemática, pues se basa en una abstracción sin existencia independiente.
Lógica y Semántica: El lenguaje queda separado de la realidad, reduciéndose a un sistema arbitrario de signos sin conexión directa con esencias reales.
Este quiebre con la tradición realista abrió la puerta a un relativismo epistemológico y ontológico que sería el caldo de cultivo para los grandes cambios y tensiones que marcaron la Europa moderna.
6.2. De Ockham a Lutero, La Aplicación Práctica del Nominalismo en la Reforma Protestante:
El pensamiento nominalista permeó progresivamente la cultura intelectual europea y, en particular, influyó en la Reforma protestante del siglo XVI. Martín Lutero (1483-1546), monje agustino y figura central del movimiento reformista, se benefició indirectamente de un contexto filosófico y teológico influido por el nominalismo.
Lutero rechazó la autoridad del Papa y de la Iglesia institucional, enfatizando la autoridad de las Escrituras (sola scriptura) y la experiencia personal de la fe. Este enfoque refleja una orientación nominalista al privilegiar la interpretación individual y la experiencia subjetiva, desconectadas de una autoridad universal y objetiva.
El error filosófico fundamental que Lutero incorpora es la ruptura del vínculo entre la verdad objetiva y la autoridad legítima. La verdad ya no se encuentra en una tradición universalmente reconocida o en una doctrina establecida, sino en la convicción personal, lo que lleva a una fragmentación confesional y doctrinal. La consecuencia fue la proliferación de sectas y doctrinas diversas, cada una reivindicando una interpretación singular y subjetiva.
Además, la doctrina luterana de la justificación por la fe sola (sola fide) puede entenderse como una aplicación práctica del nominalismo en el terreno moral y soteriológico. Al desligar la justificación de las obras y de una naturaleza humana ordenada, se reduce la moralidad a una relación personal e inmediata con Dios, minimizando la importancia de un orden natural objetivo y estable.
6.3. Calvino y la Sistematicidad del Nominalismo:
Juan Calvino (1509-1564), reformador suizo, sistematizó y profundizó muchas de las ideas reformistas, consolidando una teología rígida y rigurosa que enfatizaba la soberanía absoluta de Dios y la predestinación.
Calvino, aunque no fue un filósofo nominalista en sentido estricto, adoptó implícitamente muchos supuestos nominalistas, como la negación de una naturaleza humana como fundamento estable para la acción moral y la redención. Su énfasis en la voluntad divina absoluta y la elección arbitraria refleja una radicalización del voluntarismo que complementa el nominalismo.
El error filosófico central en Calvino es el desplazamiento de la razón y la naturaleza como fuentes de conocimiento y ética, en favor de una voluntad divina incomprensible y arbitraria, que niega la participación humana en la configuración del bien. Esto introduce un dualismo entre la libertad humana y la voluntad divina, y una visión determinista que subordina el orden natural a una voluntad incondicionada.
6.4. Arminio, La Respuesta Voluntarista y Subjetivista:
Jacobo Arminio (1560-1609) se levantó en oposición al calvinismo rígido, proponiendo una visión más abierta de la libertad humana y la gracia. Sin embargo, su defensa del libre albedrío y la cooperación humana con la gracia, aunque legítima en parte, reprodujo errores filosóficos derivados del voluntarismo y nominalismo.
Arminio enfatizó la autonomía del sujeto para aceptar o rechazar la gracia, ubicando la voluntad humana como un poder casi independiente de la naturaleza y de la gracia misma. Esto acentúa la separación entre naturaleza y voluntad, y alimenta la fragmentación de la unidad ontológica del ser humano.
El error filosófico radica en exagerar la autonomía de la voluntad, desligándola de una naturaleza racional y ordenada al bien, lo que abre la puerta a un subjetivismo ético donde la norma moral depende de la decisión individual y no de una realidad objetiva.
6.5. Enrique VIII y la Ruptura Institucional, El Nominalismo en la Práctica Política:
La Reforma en Inglaterra, encabezada por Enrique VIII (1491-1547), presenta otro caso donde las raíces nominalistas influyen en la práctica política y religiosa. La ruptura con Roma y la creación de la Iglesia Anglicana supusieron la afirmación de la autoridad real como fuente última de poder religioso y doctrinal.
Esta transformación refleja una concepción nominalista de la autoridad, donde la legitimidad no se basa en una verdad objetiva ni en una estructura trascendente, sino en la voluntad arbitraria de un sujeto político. La fragmentación de la Iglesia universal en iglesias nacionales confirma la dispersión del conocimiento y la verdad.
El error filosófico está en la subordinación de la verdad y la unidad eclesial a la voluntad de un individuo o institución particular, desplazando el principio de autoridad universal y objetiva. Esto genera inestabilidad doctrinal y un relativismo institucional que repercute en la cultura y sociedad.
6.6. Melanchton, La Racionalización del Nominalismo:
Filippo Melanchton (1497-1560), colaborador cercano de Lutero, intentó sistematizar la teología reformista con un enfoque pedagógico y racionalista. Su esfuerzo por construir una doctrina coherente condujo a una racionalización del nominalismo, enfatizando la función de la razón y la interpretación humana en la teología.
Aunque Melanchton no negó la realidad objetiva, su énfasis en la razón humana como mediadora de la verdad reforzó la subjetivización del conocimiento. La interpretación doctrinal pasó a depender de métodos racionales sujetos a variaciones culturales y personales.
El error filosófico consiste en sustituir la autoridad tradicional por una razón instrumentalizada que, al estar condicionada por factores humanos contingentes, no garantiza la universalidad ni la estabilidad de la verdad. Esto contribuyó a la fragmentación doctrinal y al relativismo teológico.
6.7. Jansenio, La Exacerbación del Problema Nominalista:
Cornelio Jansen (1585-1638) y el movimiento jansenista intentaron corregir los excesos del protestantismo, enfatizando la necesidad de la gracia divina para la salvación y la naturaleza caída del hombre. Sin embargo, su rigorismo y su visión pesimista introdujeron nuevos problemas filosóficos.
El jansenismo, en su énfasis en la predestinación y la incapacidad humana, profundizó el voluntarismo y el nominalismo al reducir la acción humana a una casi total dependencia de la gracia, negando la autonomía racional y moral. Esto condujo a un dualismo donde el hombre es incapaz por naturaleza y la gracia es un don arbitrario.
El error filosófico es la negación de la capacidad del ser humano para participar racionalmente en su destino, lo que socava la noción de libertad y responsabilidad. Este determinismo exacerba la fragmentación ontológica y epistemológica, al imponer una visión dicotómica que impide la integración coherente del ser.
El recorrido desde el nominalismo de Guillermo de Ockham hasta las diversas expresiones filosóficas y teológicas de la Reforma y movimientos posteriores revela una cadena de errores que afectan la concepción del ser, el conocimiento y la verdad. La negación de los universales, la primacía arbitraria de la voluntad y el subjetivismo radical llevan a la fragmentación del conocimiento, la relativización de la verdad y la dispersión institucional y doctrinal.
Estos errores filosóficos no son meros fallos teóricos, sino que tienen consecuencias prácticas profundas en la cultura, la moral y la sociedad, manifestándose en conflictos religiosos, rupturas sociales y crisis epistemológicas que perduran hasta hoy.
La filosofía realista advierte que solo a través del reconocimiento de la realidad objetiva, la universalidad de la verdad y la unidad ontológica del ser es posible recuperar un orden racional y moral estable, fundamento indispensable para la vida humana y la cultura.
7. Consecuencias Generales: La Crisis del Conocimiento y la Fragmentación Ontológica:
La sucesión de errores filosóficos que hemos analizado a lo largo de la historia, desde Arrio hasta el nominalismo de Ockham y las manifestaciones prácticas en la Reforma y movimientos asociados, no solo representan desviaciones doctrinales aisladas, sino que conforman un proceso acumulativo que desemboca en una profunda crisis del conocimiento y de la ontología misma.
En primer lugar, esta crisis se manifiesta en la pérdida de la inteligibilidad objetiva de la realidad. La tradición realista, especialmente la cristiana, había concebido la realidad como un orden unitario y cognoscible, donde la razón humana, iluminada por la experiencia y la revelación, podía acceder a la verdad universal. La esencia del ser, inmutable y común, era el fundamento para la estabilidad del conocimiento y la verdad.
Sin embargo, los errores filosóficos estudiados introducen una fragmentación progresiva del ser. La negación de la unidad sustancial en la Trinidad, la confusión o disolución de las naturalezas en Cristo, la primacía absoluta de la voluntad sobre la razón, y la negación de los universales, erosionan la idea de un ser único, estable y ordenado. Esta fragmentación ontológica convierte a la realidad en un conjunto disperso de entes aislados o voluntades arbitrarias, desconectados de un principio unificador.
En consecuencia, la posibilidad de un conocimiento universal y objetivo se ve gravemente comprometida. Si la realidad es múltiple, fragmentada y cambiante, el sujeto cognoscente se enfrenta a un horizonte inestable donde la verdad no es una adecuación con el ser, sino un acuerdo provisional con interpretaciones subjetivas o convenciones lingüísticas. La certeza epistemológica se desvanece y el conocimiento se relativiza.
Esta situación lleva al desplazamiento del sujeto como centro auto-referencial del conocimiento y la verdad. El sujeto ya no es un receptor humilde de la realidad, sino el legislador supremo de su propio mundo interpretativo. La verdad se convierte en función de la experiencia personal, la voluntad individual o el discurso social, lo que conduce a un pluralismo inestable y a la imposibilidad de fundamentar un orden objetivo.
Las repercusiones de esta crisis no se limitan al ámbito filosófico o epistemológico, sino que impactan profundamente en la antropología, la ética y la política. La pérdida de un fundamento objetivo para la identidad humana afecta la comprensión integral de la persona, disminuyendo su dignidad inherente y cuestionando su vocación. La ética, antes basada en una naturaleza humana ordenada al bien, se fragmenta en códigos relativos o voluntaristas, generando conflictos morales y confusión normativa.
En el terreno político, la pérdida de un principio de justicia universal y objetiva abre paso a sistemas fundados en voluntades particulares, intereses fragmentados y poderes arbitrarios, erosionando la cohesión social y el bien común.
En resumen, la acumulación de estos errores filosóficos conduce a una crisis estructural que cuestiona la posibilidad misma de acceder a la verdad, de conocer la realidad en su unidad y profundidad, y de sostener un orden moral y social estable. Esta crisis es la base ontológica y epistemológica que subyace a las problemáticas contemporáneas en la cultura, la religión y la filosofía.
Solo a través de la recuperación del realismo metafísico, que reconoce la cognoscibilidad de la realidad y la unidad ontológica del ser, es posible restablecer el fundamento para el conocimiento verdadero, la identidad objetiva y el orden moral que la tradición cristiana ha sostenido como esencial para la vida humana.
II. Del Voluntarismo al Nihilismo: La Cadena de Errores Filosóficos que Socava el Realismo Metafísico
La cadena de errores filosóficos que va desde el voluntarismo hasta el nihilismo representa una profunda desviación respecto al realismo metafísico clásico, cuyos principios constituyen el fundamento necesario para la comprensión coherente de la realidad, el conocimiento y la verdad. Para entender por qué estas corrientes erraron de manera tan sustancial, es indispensable analizar cómo cada una de ellas socava, de forma progresiva y acumulativa, los principios primeros de la filosofía: la existencia objetiva del ser, la identidad y la posibilidad de conocimiento verdadero.
El voluntarismo de Duns Escoto introduce un giro radical al priorizar la voluntad por encima de la razón, lo que implica una concepción del ser como algo contingente y arbitrario. Al despojar al ser de su fundamento racional y esencial, se abre la puerta a la indeterminación ontológica. Esto significa que no hay un orden necesario o una esencia que defina el ser, sino que éste depende de la libre decisión de la voluntad. Tal postura erosiona la estabilidad del ser, pues si éste puede ser modificado sin límite por el querer, pierde la condición de realidad firme e inteligible. La razón, tradicionalmente vista como la facultad que permite conocer el ser y ordenar el conocimiento, queda subordinada y debilitada, incapaz de garantizar la verdad y la coherencia del conocimiento. En suma, el voluntarismo vulnera el principio de identidad y la conexión necesaria entre el intelecto y la cosa conocida, socavando la posibilidad misma de un conocimiento objetivo.
Guillermo de Ockham profundiza este deterioro al negar la existencia real de los universales, conceptos que en el realismo metafísico son fundamentales para la unidad y estabilidad del conocimiento. Al reducir los universales a meras etiquetas lingüísticas, elimina el soporte ontológico que permite agrupar y comprender la realidad en sus esencias comunes. Esta reducción produce una fragmentación del mundo en una multiplicidad de individuos aislados, sin una naturaleza común que los unifique. Tal fractura rompe la continuidad entre pensamiento y realidad, pues el lenguaje deja de ser un reflejo fiel del ser y se convierte en un mero instrumento arbitrario. Por ende, el conocimiento se vuelve incapaz de captar la verdad universal, pues ésta desaparece como referente objetivo. Esta ruptura epistemológica desemboca en un relativismo que mina la validez del conocimiento científico y filosófico, así como la posibilidad de fundamentar normas universales. En definitiva, el nominalismo desconecta al intelecto de la realidad objetiva, atentando contra la posibilidad del conocimiento verdadero.
René Descartes, con su cogito, aunque busca un punto firme para el conocimiento, introduce una división radical entre el sujeto pensante y la realidad exterior. Este dualismo cartesiano separa el mundo en dos sustancias: la res cogitans (mente) y la res extensa (materia), planteando que el conocimiento es una actividad interna del sujeto y que la realidad externa es sólo un objeto representado en la mente. Este aislamiento ontológico del sujeto respecto a la realidad rompe la adecuación directa entre intelecto y ser que sustentaba la tradición realista. El conocimiento se vuelve una construcción subjetiva, condicionada por la percepción y la conciencia, lo que abre paso a la duda sobre la posibilidad de acceder a la verdad objetiva. La brecha entre mente y mundo desarticula la unidad del conocimiento y genera incertidumbre ontológica y epistemológica.
Immanuel Kant lleva este proceso un paso más allá al negar que el conocimiento pueda alcanzar la “cosa en sí”, la realidad tal como es independientemente del sujeto. Según Kant, sólo podemos conocer los fenómenos, las apariencias que son moldeadas por las estructuras cognitivas del sujeto. Este idealismo trascendental implica un desplazamiento ontológico radical: la realidad objetiva, la esencia de las cosas, queda oculta e inaccesible. La verdad ya no es la adecuación entre intelecto y ser, sino una coherencia interna en la experiencia subjetiva. Esto introduce un pluralismo epistemológico donde las verdades pueden variar según el sujeto o la cultura, erosionando la universalidad y la objetividad de la verdad. Kant, en su afán de salvar la objetividad, paradójicamente la limita y condiciona, dejando un vacío metafísico que dificulta sostener un conocimiento estable y una realidad inteligible en sentido pleno.
El idealismo absoluto de Hegel desplaza aún más la realidad objetiva al concebirla como un proceso histórico y dialéctico en constante devenir. La identidad fija se sustituye por el cambio y la autoconciencia histórica; la verdad se convierte en un momento dentro del devenir, no en una realidad permanente. Este planteamiento relativiza la naturaleza humana y el ser, que pasan a ser construcciones sociales e históricas. Al eliminar una esencia ontológica fija, se pierde el fundamento para una antropología integral y una ética basada en la naturaleza humana objetiva. La historia y la cultura imponen sus propios criterios, que pueden ser variables y contradictorios, con lo que se rompe la estabilidad ontológica necesaria para el conocimiento y la verdad universales.
Nietzsche lleva esta tendencia a su expresión más radical al declarar la muerte de Dios y negar toda verdad objetiva. La realidad se convierte en un campo para la imposición de la voluntad de poder, y la verdad es sustituida por la interpretación y la creación subjetiva. Esta postura nihilista destruye los fundamentos mismos del realismo: la verdad, la esencia y la identidad quedan subordinadas a la voluntad individual o colectiva, sin referencia a una realidad objetiva. La fragmentación ontológica es máxima, y la identidad se vuelve fluida y cambiante, sin un fundamento fijo. Esta ruptura es la negación absoluta de los principios filosóficos de identidad y no contradicción, pilares indispensables para el pensamiento coherente y el conocimiento riguroso.
En síntesis, la cadena de errores que parte del voluntarismo y culmina en el nihilismo representa una progresiva desintegración de los fundamentos metafísicos que garantizan la inteligibilidad y objetividad de la realidad. Al priorizar la voluntad, negar las esencias, aislar el sujeto de la realidad y finalmente destruir la verdad objetiva, estas corrientes socavan la posibilidad misma de un conocimiento verdadero y de una comprensión coherente del ser. Cada eslabón de esta cadena introduce una fractura ontológica y epistemológica que, acumulada, conduce a la crisis contemporánea del conocimiento, la verdad y la identidad. Este proceso no es simplemente un desarrollo histórico de ideas, sino un debilitamiento sistemático de los principios primeros que sostienen la filosofía y la ciencia, con consecuencias profundas para todas las áreas del saber y la vida humana.
Por ello, resulta indispensable reivindicar la tradición del realismo metafísico, que reconoce la existencia objetiva y cognoscible del ser, la identidad estable de las cosas y la posibilidad de un conocimiento adecuado y universal. Solo sobre estos fundamentos es posible construir un pensamiento coherente, una ciencia verdadera y una ética sólida que respeten la naturaleza humana y el orden del mundo. Las desviaciones analizadas, aunque hayan tenido impacto histórico, deben ser entendidas como errores que han comprometido la integridad filosófica y han abierto las puertas a la fragmentación, el relativismo y la confusión epistemológica que enfrentamos en la actualidad.
La progresiva erosión de los principios fundamentales del pensamiento filosófico clásico —especialmente el principio de identidad y el principio de no contradicción— no es un detalle menor ni una mera cuestión académica, sino que afecta el núcleo mismo de lo que significa razonar y conocer. Estos principios, que han sido la base sobre la cual se ha edificado toda la tradición metafísica y científica, garantizan que cada ente sea idéntico a sí mismo y que ninguna realidad pueda sostener simultáneamente una contradicción en su esencia. Su vulneración implica, en última instancia, la imposibilidad de construir un discurso racional coherente y, por ende, la imposibilidad de establecer certezas firmes sobre la realidad. Cuando el voluntarismo eleva la voluntad por encima de la razón, cuando el nominalismo niega la existencia objetiva de los universales, y cuando el idealismo y el nihilismo disuelven el ser en percepciones o voluntades cambiantes, estos pilares son socavados. Así, el pensamiento se fragmenta en un entramado de perspectivas subjetivas, sin anclaje en una realidad objetiva que le otorgue consistencia.
Esta fractura entre ontología y epistemología es fundamental para comprender la profundidad del error: sin un ser estable y cognoscible, no puede existir un conocimiento verdadero, ni una ciencia confiable, ni un sistema ético que no sea arbitrario. La metafísica, como ciencia primera, tiene la tarea de establecer las condiciones de posibilidad del conocimiento y de la verdad, y cuando esas condiciones son negadas o relativizadas, el conocimiento mismo se vuelve insustancial y efímero. La pérdida de la realidad objetiva y la universalidad del ser conduce a una epistemología fragmentada, donde el sujeto se convierte en el juez absoluto de lo que es verdadero o falso, pero sin la posibilidad de una referencia común que valide ese juicio.
Además, esta crisis filosófica no permanece en el plano abstracto, sino que tiene consecuencias éticas y antropológicas profundas. La negación de una naturaleza humana dada y estable atenta contra la dignidad objetiva de la persona, contra la posibilidad de una libertad ordenada y responsable, y contra la verdad personal que fundamenta toda vida moral. Sin un fundamento ontológico firme, la libertad se reduce a un capricho de la voluntad, la dignidad a una construcción social variable, y la verdad a una mera opinión. Esto desemboca inevitablemente en un relativismo ético y una dispersión de valores que afectan no sólo al individuo, sino a la sociedad en su conjunto.
No obstante, es preciso reconocer que estos movimientos filosóficos, aunque errados desde la perspectiva del realismo metafísico, han jugado un papel en la historia del pensamiento como críticas necesarias a los excesos y rigideces del escolasticismo y de otras tradiciones. Han impulsado una reflexión más profunda sobre el sujeto, la libertad y la historia, y han planteado preguntas legítimas que requieren respuestas sólidas y fundadas. Sin embargo, el problema radica en que la superación de un error no puede fundarse en otro error mayor; la ruptura con la tradición realista sin un anclaje firme en la realidad conduce al caos intelectual y a la fragmentación cultural.
Esta comprensión es indispensable para avanzar en el análisis filosófico riguroso y para comprender cómo estas desviaciones ontológicas y epistemológicas configuran el marco de pensamiento que se verá reflejado y radicalizado en diversas corrientes contemporáneas. El estudio cuidadoso de esta genealogía permite identificar las raíces del error y ofrecer una crítica fundamentada que pueda recuperar el conocimiento verdadero, la unidad del ser y los principios lógicos que sustentan el pensamiento coherente y la vida humana digna.
En consecuencia, el siguiente paso en esta investigación consiste en profundizar en la naturaleza y consecuencias de estas corrientes filosóficas, desde el voluntarismo hasta el nihilismo, sin prejuicios, pero con rigor crítico, para comprender la forma en que sus postulados erosionan los fundamentos metafísicos y epistemológicos, preparando el terreno para los desafíos contemporáneos que suponen una mayor complejidad y alcance en la fragmentación del sujeto, la identidad y la realidad.
III. Del Ser al no ser
La ideología de género, tal como se presenta en la obra de Judith Butler y otros pensadores contemporáneos, constituye la culminación lógica de un proceso filosófico que ha conducido a una radical negación de las categorías ontológicas clásicas, particularmente la noción de identidad, esencia y naturaleza humana objetiva. En este marco, el género deja de ser entendido como una realidad biológica y antropológica dada, para convertirse en una construcción social arbitraria, producto de actos performativos reiterados que, mediante el lenguaje y las convenciones culturales, generan la apariencia de una identidad estable. Sin embargo, este planteamiento no es solo cuestionable desde un punto de vista empírico o sociológico; su insostenibilidad radica en errores filosóficos fundamentales que afectan la coherencia lógica, ontológica y epistemológica del discurso.
En primer lugar, la teoría de la performatividad de Butler desafía abiertamente el principio de identidad, uno de los fundamentos básicos del pensamiento lógico y metafísico, que establece que cada cosa es idéntica a sí misma y posee una naturaleza estable y definida. Al sostener que el género no tiene una identidad fija, sino que es fluido, múltiple e incluso contradictorio, esta teoría introduce una contradicción interna insoportable: si una categoría no es estable ni coherente en sí misma, pierde sentido su uso como referente para la descripción objetiva de la realidad. La negación del principio de identidad abre la puerta a la negación del principio de no contradicción, según el cual una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo bajo el mismo aspecto. En consecuencia, se derrumba la base para cualquier argumentación racional o categorización clara, volviendo el discurso vulnerable a la arbitrariedad y al relativismo extremo.
Este relativismo ontológico y lógico implica que el género, como categoría, se despoja de toda referencia a una naturaleza humana dada y objetiva, que es indispensable para el conocimiento verdadero y para la fundamentación de normas en la ciencia, la ley y la ética. La biología y la antropología, ciencias que estudian al ser humano en su dimensión material y espiritual, establecen la existencia de diferencias naturales y objetivas entre sexos, así como la universalidad de ciertas características que forman parte de la identidad humana. Al separar el género de esta realidad, la ideología de género desplaza la identidad al plano del discurso y la voluntad, donde se vuelve una ficción social sin anclaje en el mundo real.
Este desplazamiento no es inocuo ni trivial. Desde una perspectiva epistemológica, si el objeto de estudio es una construcción social mutable y sin base en la realidad objetiva, la ciencia pierde su fundamento para investigar y explicar fenómenos concretos, pues el objeto mismo se convierte en inestable e indefinido. La ciencia requiere objetos definidos, identificables y persistentes para formular leyes y explicaciones coherentes. Al aceptar la fluidez y la multiplicidad indeterminada del género, la ideología genera una incompatibilidad radical con los métodos científicos y su pretensión de verdad objetiva.
En el ámbito jurídico y normativo, esta inestabilidad ontológica produce consecuencias igualmente graves. El derecho, para garantizar la justicia y la equidad, se basa en categorías claras y universales que permitan definir derechos, responsabilidades y protecciones. La indeterminación del género pone en riesgo la posibilidad misma de legislar con claridad y eficacia, al socavar la existencia de categorías estables sobre las cuales basar la norma. Esto genera una incertidumbre jurídica que puede conducir a conflictos sociales, ambigüedad en la aplicación de la ley y erosión del orden social.
Asimismo, la ideología de género desafía la antropología integral basada en la dignidad y naturaleza objetiva de la persona humana. Al negar la existencia de una naturaleza humana fija y reemplazarla por identidades múltiples, cambiantes y construidas, se fragmenta la comprensión del ser humano como un sujeto con un fin y una vocación definidos. Esta fragmentación amenaza la estabilidad ética y moral de la sociedad, pues elimina los fundamentos para el reconocimiento universal de derechos y responsabilidades, desestabilizando el orden moral que sostiene la convivencia social.
En suma, la teoría de género, representada en su formulación más radical por Judith Butler, encarna la culminación de un proceso filosófico erróneo que parte del nominalismo y el subjetivismo, y que, al negar la realidad objetiva y la identidad estable, socava los pilares mismos del pensamiento racional, la ciencia, el derecho y la ética. Este planteamiento no solo es insostenible desde un punto de vista lógico y ontológico, sino que también resulta impracticable y peligroso en la vida social, pues conduce a la fragmentación, el relativismo y la pérdida de los criterios comunes que hacen posible la justicia, la verdad y la convivencia ordenada.
La aceptación acrítica de esta ideología no puede sino conducir a una sociedad desarticulada, donde la realidad y la razón se diluyen en el capricho del lenguaje y la voluntad, y donde la persona humana, reducida a un conjunto variable de identidades construidas, pierde su dignidad y su fundamento ontológico. Por ello, es indispensable un análisis crítico profundo que exponga la naturaleza errónea y los efectos nocivos de esta ideología, y que proponga la recuperación de los principios filosóficos fundamentales que sostienen una visión coherente, objetiva y digna del ser humano y de su identidad.
1. El No Ser de la Teoría del Género:
La teoría del género, en su formulación contemporánea, representa un claro ejemplo del “no ser” filosófico, es decir, de una categoría que carece de fundamento ontológico real y de una identidad estable que la sostenga. Su principal error radica en la negación explícita de la naturaleza objetiva y de las esencias que constituyen la identidad humana. Al plantear que el género es una construcción social basada en actos performativos y en la repetición de comportamientos, la teoría abandona la búsqueda de una realidad última y se ancla en una ilusión lingüística y social sin soporte en el ser.
Este planteamiento incurre en una falla epistemológica grave: al despojar al género de su base ontológica, transforma un concepto que debería referirse a una realidad estable en un mero signo vacío, mutable y arbitrario. Así, se deshace el vínculo indispensable entre el lenguaje y la realidad, y el género pasa a ser un fenómeno de apariencia sin sustancia, una ficción performativa que no puede sustentar ni conocimiento verdadero ni normas coherentes. Esta desvinculación genera una paradoja lógica, pues la teoría requiere que se acepte como real una identidad cuya esencia es justamente no tener esencia ni estabilidad.
Además, el rechazo del principio de identidad y de no contradicción, pilares del pensamiento racional clásico, conduce a que la teoría acepte la coexistencia simultánea de identidades contradictorias o fluidas, lo cual no solo es ilógico sino también impracticable. En cualquier discurso serio, la coherencia interna es necesaria para que las afirmaciones tengan sentido; sin ella, la comunicación se degrada en confusión y arbitrariedad.
Desde un punto de vista ontológico, negar la naturaleza biológica y antropológica del ser humano en favor de construcciones sociales arbitrarias implica ignorar la evidencia empírica y el fundamento natural del género. Esto convierte a la teoría en un constructo abstracto, desligado del sujeto concreto y real, y por tanto incapaz de explicar de forma satisfactoria la experiencia humana ni de ofrecer una base sólida para las políticas públicas, la educación o el derecho.
Finalmente, esta carencia ontológica desemboca en una crisis ética y social, pues al eliminar categorías estables de identidad se diluyen también los criterios universales para la dignidad humana, la justicia y la convivencia. La teoría del género, en su “no ser”, abre paso a una fragmentación de la realidad social y personal que pone en riesgo el orden racional y moral que ha sustentado las sociedades basadas en principios objetivos y universales.
En conclusión, el “no ser” de la teoría del género no es un mero problema académico o semántico, sino la manifestación de un error filosófico fundamental que compromete la coherencia lógica, la verdad ontológica y la viabilidad ética y social de esta propuesta, condenándola a la insostenibilidad en cualquier marco serio de análisis y aplicación práctica.
2. Error de Pensamiento y Juicio en la Teoría del Género:
La teoría del género, en su versión contemporánea, representa un fenómeno filosófico, cultural y social de gran impacto. Más allá de un simple debate académico, esta teoría ha influido decisivamente en políticas públicas, sistemas jurídicos y concepciones éticas sobre la persona humana. Sin embargo, desde una perspectiva filosófica conservadora y realista, esta teoría contiene un error de pensamiento y juicio que la hace insostenible no solo como modelo de comprensión de la realidad humana, sino también como fundamento para la acción social y normativa. En este análisis detallado se profundizará en la naturaleza de ese error, sus raíces epistemológicas, y sus consecuencias en las distintas esferas de la vida humana.
El punto inicial y fundamental del error epistemológico que sustenta la teoría del género radica en la confusión entre lo contingente y lo esencial, entre lo que es una construcción social y lo que es una realidad ontológica. Desde sus primeros postulados, la teoría sostiene que el género no tiene una base natural ni biológica esencial, sino que es una identidad fluida, construida y reiterada performativamente en el marco de relaciones sociales y discursos culturales. Lo que se presenta como una liberación de la identidad humana, un paso hacia la autonomía y la pluralidad, en realidad desplaza el fundamento de la realidad del ser hacia una mera apariencia.
Este desplazamiento implica negar que exista una naturaleza humana dada, estable y universal. El ser humano, entendido tradicionalmente como un ente con una esencia que lo define y que otorga unidad a su identidad, se reduce a un producto del lenguaje, del poder y de las dinámicas sociales. Esta reducción es un error porque ignora la evidencia metafísica y científica que confirma la existencia de universales reales y naturales, como la especie humana, con características esenciales que trascienden contextos históricos y culturales.
Desde el punto de vista lógico, esta negación equivale a un rechazo del principio de identidad: una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. La teoría del género propone identidades múltiples, cambiantes y contradictorias que desafían esta regla básica de la lógica. Esto conduce a una fragmentación del ser, a la imposibilidad de definir un sujeto coherente y estable, condición indispensable para la razón, el diálogo y el orden social.
El relativismo ontológico es la idea central errónea en la teoría del género, que afirma que todas las identidades son igualmente válidas porque no hay una realidad fija que determine cuáles son auténticas o verdaderas. Esta postura parece, en principio, promover la libertad y la igualdad, pero en realidad implica una pérdida radical de criterio para discernir la verdad y la falsedad.
En filosofía, la verdad se entiende como la adecuación del intelecto con la realidad. Sin embargo, si la realidad es concebida como un flujo inestable de construcciones subjetivas, el criterio de verdad se disuelve. Cada afirmación sobre identidad se convierte en un relato válido en su propio marco de referencia, sin posibilidad de contradicción o refutación. Este relativismo anula la posibilidad misma del conocimiento objetivo, y con ello, de la ética basada en verdades universales.
3. Implicaciones Filosóficas: La Ruptura con la Metafísica y la Lógica:
La teoría del género no puede comprenderse cabalmente sin situarla dentro de un proceso histórico-filosófico que, desde el nominalismo de Guillermo de Ockham, ha conducido a la disolución progresiva de los fundamentos metafísicos clásicos. En esencia, esta teoría representa la culminación de una negación radical de la realidad objetiva y estable, a favor de construcciones lingüísticas y sociales que, al carecer de anclaje ontológico, conducen inevitablemente a una fractura profunda en la estructura misma del pensamiento racional.
El punto medular del problema reside en el rechazo explícito o implícito que la teoría del género hace a los principios metafísicos fundamentales: el principio de identidad y el principio de no contradicción. Estos principios, lejos de ser meras abstracciones, constituyen la base sobre la que se asienta todo conocimiento verdadero, coherente y posible. En términos ontológicos, el principio de identidad postula que cada ente es idéntico a sí mismo y posee una naturaleza propia e inmutable. El principio de no contradicción sostiene que no es posible que una misma cosa sea y no sea bajo el mismo aspecto y al mismo tiempo.
Al desafiar estos principios, la teoría del género incurre en un error que tiene consecuencias devastadoras para la filosofía, pues desestructura las condiciones mismas para el conocimiento y el diálogo racional. La propuesta de identidades de género múltiples, fluidas, contradictorias y mutables sin límites introduce una negación de la unidad sustancial del ser humano, colocando en su lugar una serie indefinida de actos, performatividades o construcciones sociales que no poseen un substrato ontológico firme.
Esta concepción no solo diluye la noción de persona, sino que fragmenta la realidad misma, dando lugar a una experiencia subjetiva que no puede ser objetivamente validada ni integrada en un sistema coherente de conocimiento. La identidad personal, base para el autoconocimiento y la intersubjetividad, queda convertida en una ficción perpetua, imposible de fijar ni de compartir como un referente común.
La Lógica Clásica en Crisis: La Imposibilidad de un Pensamiento Coherente.
La lógica clásica, sustentada en los principios de identidad y no contradicción, no es una opción arbitraria o una simple convención, sino la estructura formal que garantiza la posibilidad misma del pensamiento coherente, del discurso válido y de la comunicación inteligible. Sin estos principios, la distinción entre verdad y falsedad se vuelve inestable, lo que conduce a la anomia epistemológica, donde cualquier afirmación puede ser simultáneamente verdadera y falsa según el contexto o la voluntad del sujeto.
La teoría del género, al propugnar que el género es una identidad fluida y contradictoria, quiebra esta estructura. Una persona podría ser mujer y no mujer al mismo tiempo, en diferentes contextos, sin que exista un criterio objetivo para determinar la veracidad de esas afirmaciones. Esto genera un escenario lógico donde el debate racional se vuelve imposible, porque no existen reglas compartidas ni bases firmes para la argumentación.
Este deterioro lógico tiene repercusiones prácticas inmediatas. En el ámbito científico, por ejemplo, se requiere que los objetos de estudio sean estables y definibles para que puedan ser analizados, comprendidos y reproducidos. Si la identidad de un objeto cambia arbitrariamente, la investigación pierde su objeto y método. De igual modo, en la ética y el derecho, la lógica es indispensable para establecer normas coherentes, derechos y deberes que puedan ser aplicados consistentemente.
La Metafísica Tradicional como Fundamento para el Conocimiento y la Identidad.
La metafísica clásica, particularmente en su expresión realista, sostiene que la realidad está compuesta por seres con una esencia que los define y les otorga unidad. Esta esencia no es un mero concepto abstracto, sino la base objetiva para la identidad y la existencia misma. El conocimiento verdadero consiste en la adecuación del intelecto a esa realidad objetiva.
En contraste, la teoría del género, al rechazar la existencia de esencias fijas, transforma al sujeto en un ente fragmentado y dependiente del contexto social y lingüístico. Esta visión es incompatible con la comprensión metafísica tradicional y lleva a una crisis ontológica que afecta directamente la posibilidad de un conocimiento cierto y universal.
La persona, en esta perspectiva tradicional, no es simplemente un conjunto de atributos cambiantes, sino un sujeto con una naturaleza que integra cuerpo y alma, razón y voluntad, identidad y dignidad. Al eliminar este fundamento, la teoría del género produce una dispersión del sujeto que afecta no solo el pensamiento filosófico, sino también la vida concreta de las personas y las comunidades.
La Imposibilidad de Diálogo y la Fragmentación del Saber.
El derrumbe de los principios lógicos y metafísicos provoca una fragmentación del conocimiento y del diálogo social. En un mundo donde las identidades son múltiples, contradictorias y mutables a voluntad, no es posible establecer un lenguaje común ni un marco compartido para el debate racional.
Esta situación conduce al relativismo extremo, donde todas las perspectivas se vuelven igualmente válidas y ninguna puede ser objetivamente evaluada o cuestionada. La consecuencia inevitable es la polarización social, la incapacidad para llegar a consensos y la erosión de la cultura del diálogo, que es la base para la convivencia pacífica y el desarrollo humano.
En definitiva, la teoría del género, en su rechazo de los principios metafísicos y lógicos, representa una ruptura radical con la tradición filosófica que ha sustentado la comprensión racional y objetiva de la realidad humana. Este error fundamental desestructura la identidad personal, destruye las condiciones para el conocimiento coherente y abre la puerta a una fragmentación social y cultural que desafía la estabilidad y la justicia.
Desde una perspectiva conservadora y realista, resulta imperativo reconocer y confrontar estas consecuencias para restaurar un fundamento filosófico sólido que permita recuperar la coherencia del pensamiento, la identidad y el orden social.
El Derecho del Ser:
El derecho, como disciplina normativa encargada de ordenar la convivencia social, se sustenta en la necesidad ineludible de definiciones precisas y objetivas que permitan identificar con claridad a los sujetos, las situaciones y las relaciones jurídicas involucradas. La certeza y la uniformidad en las categorías legales no son meras formalidades, sino condiciones indispensables para garantizar la justicia, la igualdad ante la ley y la aplicación equitativa de derechos y deberes. Sin un marco definido y estable, la labor del derecho se torna arbitraria, inconsistente y pierde su capacidad para ofrecer soluciones justas y duraderas.
La teoría del género, al promover una concepción de la identidad humana que es fluida, múltiple y ontológicamente indeterminada, produce una perturbación profunda en estas bases esenciales del orden jurídico. Al considerar la identidad de género como una construcción social variable, sujeta a cambios arbitrarios y discontinuos, se desvincula el derecho de un fundamento objetivo y estable sobre el cual pueda formular normas claras y aplicables. Esta falta de objetividad provoca una crisis normativa que se traduce en inseguridad jurídica, fragmentación legislativa y dificultades prácticas en la administración de justicia.
La inseguridad jurídica es quizás la consecuencia más inmediata y evidente. Cuando no se puede definir con claridad quién es quién en términos legales, especialmente en relación con una categoría tan fundamental como el género, se genera un vacío normativo que afecta derechos tan esenciales como el reconocimiento de la identidad legal, la filiación, el acceso a servicios públicos, la protección frente a la discriminación y la violencia. La ambigüedad ontológica impide la elaboración de registros civiles confiables y la estabilidad documental, lo que a su vez mina la confianza ciudadana en las instituciones y en el sistema jurídico mismo.
Este vacío se agrava con la fragmentación normativa, pues la multiplicidad indefinida de identidades de género demanda que el sistema jurídico adopte normas particulares para cada variante o expresión, generando un entramado normativo disperso y contradictorio. Lejos de contribuir a un sistema coherente y universal, esta situación obstaculiza la aplicación equitativa de la ley y propicia conflictos entre diferentes normas, lo que deriva en inseguridad y desigualdad frente al derecho.
En el nivel práctico, la dificultad para el control y la aplicación de la ley se vuelve patente. Jueces, fiscales y demás operadores jurídicos enfrentan un desafío mayúsculo al interpretar y aplicar normas sobre categorías que son ambiguas o cambiantes. La ausencia de criterios objetivos abre la puerta a decisiones arbitrarias, inconsistentes y sujetas a influencias políticas o ideológicas, erosionando la autoridad judicial y debilitando el Estado de Derecho. En última instancia, la ley pierde su capacidad de ser un instrumento imparcial y confiable para resolver conflictos.
Adicionalmente, esta situación genera un riesgo considerable de arbitrariedad y discriminación inversa. La falta de parámetros claros puede conducir a que los derechos y obligaciones se asignen de manera subjetiva o caprichosa, favoreciendo ciertos grupos en detrimento de otros sin una base racional o legal válida. Esta dinámica no solo vulnera los principios fundamentales del derecho, sino que también fractura la cohesión social al fomentar resentimientos y divisiones.
Por último, las áreas más vulnerables de la sociedad, como la infancia, la familia y los trabajadores, sufren las consecuencias más severas. La indefinición de la identidad, al crear vacíos legales, dificulta la protección efectiva de estos grupos que requieren tutela especial. Sin un marco jurídico claro, las políticas públicas se vuelven ineficaces y la garantía de derechos fundamentales se vuelve precaria.
La teoría del género, al negar la estabilidad ontológica de la identidad humana, socava los fundamentos mismos del derecho como sistema de orden, previsibilidad y justicia. La inseguridad jurídica creciente que deriva de esta negación afecta la confianza de los ciudadanos en las instituciones y amenaza la convivencia pacífica y el respeto mutuo dentro de la sociedad. Desde una perspectiva conservadora, la restauración de definiciones claras, basadas en una realidad objetiva y principios filosóficos sólidos, es condición indispensable para garantizar la eficacia normativa y la protección equitativa de todos los miembros de la comunidad social. Solo sobre estos cimientos es posible edificar un sistema jurídico justo, coherente y duradero, capaz de sostener el orden y la dignidad humana.
La restauración del derecho verdadero del ser implica reconocer que toda normatividad jurídica debe fundarse en la realidad objetiva del ser humano, en su naturaleza dada y estable, que precede y trasciende cualquier construcción social o ideológica. La identidad personal y los atributos esenciales no son meros fenómenos variables ni actos de voluntad, sino realidades que corresponden a una naturaleza ontológica que el derecho debe proteger y respetar para cumplir con su fin esencial: el orden justo de la convivencia humana.
Este enfoque reconoce que la justicia solo puede alcanzarse si las categorías jurídicas son claras, objetivas y universales, basadas en principios filosóficos sólidos como el principio de identidad, que asegura la coherencia del ser, y el principio de no contradicción, que evita la arbitrariedad en la interpretación y aplicación de la ley. Así, el derecho se convierte en un instrumento de estabilidad, previsibilidad y respeto a la dignidad humana, que vela por la protección integral de cada persona según su naturaleza real y no según concepciones cambiantes o ideologías.
El derecho verdadero del ser también implica la defensa de la naturaleza humana como fundamento para la elaboración de leyes, políticas públicas y sistemas de justicia que garanticen el bien común. Esta base firme permite no solo proteger los derechos individuales, sino también salvaguardar los vínculos fundamentales de la sociedad —como la familia, la filiación, la educación y la protección de los más vulnerables—, evitando los vacíos y contradicciones que emergen cuando se abandona el criterio objetivo.
Además, el respeto a la realidad del ser humano brinda un marco adecuado para abordar los desafíos contemporáneos con prudencia y sabiduría, equilibrando la libertad personal con la responsabilidad social y la defensa del orden natural. Esto no excluye la atención a la diversidad ni la sensibilidad hacia las particularidades individuales, sino que sitúa estas consideraciones dentro de un horizonte claro y racional, donde la persona es siempre un sujeto con identidad y dignidad inviolables.
En definitiva, el derecho verdadero del ser constituye la única vía para reconstruir un sistema jurídico coherente, justo y eficaz, capaz de responder a las exigencias éticas, sociales y culturales de nuestra época. Su adopción no solo fortalece las instituciones y la confianza ciudadana, sino que también promueve la convivencia pacífica y el respeto mutuo, pilares imprescindibles para una sociedad ordenada y próspera.
Por lo tanto, frente a las corrientes relativistas y constructivistas que han fragmentado el pensamiento jurídico y social, es necesario reafirmar con rigor filosófico y práctico que el derecho debe estar inextricablemente ligado a la realidad ontológica del ser humano. Solo así podrá cumplir su misión fundamental de proteger la dignidad humana, garantizar la justicia y sostener el orden social, elementos que son la base de toda civilización auténtica y duradera.
CONCLUSIÓN
La teoría del género, sustentada en una cadena filosófica que va desde el nominalismo y el subjetivismo moderno hasta el nihilismo contemporáneo, representa un error profundo en el pensamiento al negar la realidad objetiva y estable del ser humano. Este rechazo de las esencias y la identidad fija no solo implica una ruptura con la tradición metafísica clásica y los principios lógicos fundamentales, sino que también conduce a una fragmentación epistemológica y ontológica que afecta gravemente la coherencia del conocimiento y la comprensión de la persona humana.
En el ámbito jurídico, esta negación de la naturaleza humana objetiva se traduce en inseguridad e ineficacia normativa, pues la indeterminación ontológica que propone la teoría del género dificulta la definición clara y estable de sujetos, derechos y responsabilidades. Como resultado, el sistema jurídico se enfrenta a la fragmentación normativa, la arbitrariedad en la aplicación de la ley y la pérdida de confianza ciudadana en las instituciones, con consecuencias negativas para la justicia, la igualdad y la cohesión social.
Por tanto, desde una perspectiva filosófica y práctica conservadora, es imperativo reafirmar el derecho verdadero del ser, que reconoce la identidad humana como un dato objetivo y estable, fundamento indispensable para el conocimiento, la ética, la política y el derecho. Solo sobre esta base es posible construir un orden social justo, coherente y duradero, que proteja la dignidad de la persona y garantice el bienestar común.
El desafío contemporáneo radica en superar la realidad ilógica impuesta por las corrientes subjetivistas y relativistas, restaurando los principios filosóficos sólidos y el marco normativo claro que permitan la convivencia ordenada y el respeto mutuo en la sociedad. Así, el pensamiento conservador ofrece una vía firme y fundamentada para enfrentar las fracturas actuales, devolviendo al ser humano su verdadero lugar como sujeto con naturaleza dada y derechos inalienables.