Sola Scriptura

 Ensayo

Entre los errores más graves introducidos por la Reforma protestante, destaca la doctrina conocida como Sola Scriptura, según la cual sólo la Biblia —interpretada por cada individuo— constituye la única regla de fe. Esta enseñanza, ajena a la Tradición apostólica, ha producido división, confusión doctrinal y relativismo, al separar la Palabra de Dios escrita de la Iglesia que la custodia, la interpreta y la transmite con autoridad desde los tiempos de los apóstoles.

Frente a quienes hoy, con celo mal dirigido, repiten esta doctrina como si fuera sinónimo de fidelidad a Cristo, urge denunciar su falsedad y confirmar a los católicos en la verdad plena. Sola Scriptura no solo no aparece en la Biblia, sino que contradice la misma Escritura, el testimonio unánime de los Padres y el mandato de Cristo a su Iglesia. No fue a un libro al que Él confió la interpretación de su Palabra, sino a una Iglesia viva, guiada por el Espíritu Santo.

El presente estudio tiene como fin desmontar los fundamentos filosóficos y teológicos de este error, mostrar sus consecuencias destructivas, y proclamar con claridad la fe de siempre: que la Revelación divina ha sido confiada íntegramente a la Iglesia, y que solo en ella puede conocerse, vivirse y transmitirse sin adulteración.

I. Refutación Filosófica de la Sola Scriptura

Antes de entrar en la crítica racional de la Sola Scriptura, conviene precisar una distinción fundamental en teología: el principio material de la fe es aquello que se cree (la Revelación divina en sí misma), mientras que el principio formal es aquello por lo cual se sabe que algo pertenece a la Revelación (la autoridad que lo autentica). El protestantismo radical sostiene que tanto el principio material como el formal se identifican con la Escritura. El catolicismo, en cambio, reconoce que la Revelación se transmite a través de la Sagrada Escritura y de la Tradición, y que el Magisterio de la Iglesia, asistido por el Espíritu Santo, constituye el principio formal que garantiza su autenticidad y correcta interpretación.

La doctrina protestante de Sola Scriptura, según la cual la Sagrada Escritura constituye la única regla infalible de fe y conducta, ha sido durante siglos uno de los pilares centrales de la teología reformada. Sin embargo, desde un punto de vista estrictamente filosófico, este principio no resiste un análisis riguroso. A pesar de su aparente simplicidad y autoridad, el concepto de Sola Scriptura presenta profundas inconsistencias lógicas, epistemológicas y hermenéuticas que lo hacen insostenible como fundamento único del conocimiento revelado. En el presente análisis se mostrarán sus principales falacias, contradicciones internas y deficiencias desde una perspectiva racional, antes incluso de entrar al terreno teológico, para evidenciar que su invalidez comienza en el plano de la razón natural.

Una de las primeras y más evidentes falacias en que incurre la Sola Scriptura es la petición de principio, o petitio principii. Esta falacia se comete cuando se da por demostrado lo que en realidad está en cuestión. Así, quienes defienden este principio argumentan que sólo debe creerse lo que dice la Biblia, y justifican esta afirmación basándose en la propia Biblia. Pero en ningún lugar de la Escritura se encuentra una enseñanza explícita que declare que “solamente” la Escritura debe ser considerada como norma infalible de fe. El texto más frecuentemente citado es 2 Timoteo 3,16-17, donde leemos: “Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.” Sin embargo, esta afirmación, lejos de excluir otras fuentes de autoridad, simplemente enuncia la utilidad y origen divino de la Escritura, algo que también sostiene la doctrina católica. En ningún momento Pablo afirma que sólo la Escritura cumple esa función, ni que deba entenderse en oposición a la Tradición o al Magisterio. Por tanto, pretender que este pasaje justifica el principio de Sola Scriptura equivale a colocar sobre el texto un peso que no puede sostener, y constituye un acto de circularidad lógica: se busca probar desde la Escritura un principio que no está en la Escritura. El canon del Nuevo Testamento no fue revelado como tal, sino discernido en el seno de la Iglesia durante siglos, con base en criterios como la apostolicidad, la conformidad doctrinal con la fe recibida, el uso litúrgico constante y la aceptación universal entre las comunidades cristianas. Este proceso fue confirmado en los concilios de Hipona (393), Cartago (397) y más formalmente en el de Trento (1546). Por tanto, quien acepta el canon tal como lo posee hoy, lo hace por un acto de fe en la autoridad eclesial que lo definió.

Más aún, este principio padece una falla epistemológica insalvable: la ausencia de un criterio externo que justifique qué textos forman parte de la Escritura. Si se afirma que la Biblia es la única autoridad, surge inevitablemente la pregunta de cómo se determina qué libros la componen. La historia demuestra que el canon bíblico no fue definido por los textos mismos, sino por la Iglesia, a través de su discernimiento magisterial asistido por el Espíritu Santo. En el siglo IV, el Concilio de Roma (382 d.C.), bajo el pontificado de Dámaso I, fijó el canon de la Escritura que hoy reconocemos. Este hecho tiene una implicación filosófica clara: la autoridad de la Escritura no puede ser reconocida sin una instancia superior que identifique, separe y sancione los textos inspirados. La Sola Scriptura, al negar esta mediación eclesial, se ve forzada a aceptar el canon sin poder justificarlo racionalmente desde su propio principio. Así, incurre en una autonegación: afirma que la Escritura es la única regla, pero no puede establecer qué es Escritura sin recurrir a una autoridad externa que ella misma rechaza.

Desde la ontología y la metafísica también se pueden señalar errores fundamentales en la Sola Scriptura. El principio protestante tiende a absolutizar el texto bíblico como si fuese ontológicamente idéntico a la Palabra de Dios. Sin embargo, en la perspectiva filosófica tomista, todo ente compuesto —y un texto lo es— requiere de una forma (contenido) y una materia (soporte lingüístico). La Escritura, aunque inspirada, no es la Revelación misma en su plenitud, sino su testimonio escrito. El Evangelio de Juan es claro al señalar que la Palabra de Dios no es un libro, sino una Persona: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1,1). Este Verbo, o Logos, no es equivalente a un texto, sino que es el Hijo eterno del Padre, hecho carne en Cristo. Por eso el mismo Jesús reprocha a quienes absolutizan las Escrituras sin dirigirse a Él: “Escudriñáis las Escrituras, porque pensáis que en ellas tenéis vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí. Pero no queréis venir a mí para tener vida.” (Juan 5,39-40). Elevar la Escritura a la categoría de única norma infalible es, desde esta óptica, un error ontológico: se confunde el signo con la realidad significada, el texto con el Verbo eterno.

A esto se suma una grave deficiencia desde la filosofía del lenguaje. Ningún texto puede comprenderse al margen de un contexto lingüístico e interpretativo. Wittgenstein, Gadamer, Ricoeur y otros pensadores contemporáneos han mostrado que el sentido de las palabras se constituye en el uso, en la comunidad que las interpreta y en la tradición que las sostiene. La Sola Scriptura presupone que la Escritura posee una claridad intrínseca —la llamada perspicuitas Scripturae— que permite a cualquier lector sincero captar su sentido sin necesidad de una autoridad interpretativa. Pero esta idea es desmentida por la misma Escritura, que reconoce la dificultad de sus textos. San Pedro advierte que en las cartas de Pablo “hay algunas cosas difíciles de entender, que los ignorantes e inconstantes tuercen para su propia perdición” (2 Pedro 3,16). Y en otro lugar afirma: “Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada” (2 Pedro 1,20). Estas afirmaciones implican que el texto necesita ser interpretado por una comunidad guiada por el Espíritu Santo, no por individuos aislados.

La interpretación privada, sin referencia a una comunidad epistémica autorizada, lleva inevitablemente al subjetivismo. Desde la epistemología social, se sabe que la verdad no se accede de manera solitaria, sino dentro de un cuerpo que la custodia, verifica y transmite. San Pablo lo deja claro cuando afirma que “la Iglesia del Dios vivo [es] columna y fundamento de la verdad” (1 Timoteo 3,15). Si es la Iglesia —y no el individuo— la que sostiene la verdad, entonces no puede admitirse que la lectura individual de la Escritura, desligada de la Tradición y del Magisterio, sea un criterio válido de certeza doctrinal. Aquí se muestra la contradicción fundamental de la Sola Scriptura: propone una fuente de verdad sin un sujeto epistémico capaz de interpretarla con autoridad. En cambio, la Iglesia Católica reconoce a la comunidad eclesial, en comunión con el sucesor de Pedro, como el sujeto vivo que garantiza la continuidad y autenticidad de la interpretación del Evangelio.

Además, la experiencia histórica refuta la idea de que la Escritura, leída sin mediación, produzca unidad doctrinal. Desde el siglo XVI hasta hoy, el protestantismo ha dado lugar a miles de denominaciones diferentes, muchas de ellas sosteniendo enseñanzas opuestas entre sí, y todas apelando a la misma Escritura como fundamento. Este hecho constituye una refutación empírica de la Sola Scriptura: si el principio fuera válido, debería conducir a una única interpretación, no a una proliferación de doctrinas contradictorias. La verdad no puede dividirse en versiones opuestas. Por tanto, la multiplicación doctrinal que caracteriza al mundo protestante es un indicio racional de que la Escritura no puede interpretarse de forma privada sin caer en relativismo hermenéutico.

Por último, desde la filosofía tomista, el acto de fe no se apoya sólo en la evidencia del texto, sino en la autoridad del que enseña. Santo Tomás distingue entre el contenido de la fe (quod creditur) y el motivo de credibilidad (propter quod creditur). Creemos no porque el texto por sí mismo sea evidente, sino porque lo enseña una autoridad divina. En este sentido, el texto sagrado necesita una “forma” interpretativa, es decir, un acto de magisterio que lo ordene y lo aclare. Separar la Escritura de esta forma viva de interpretación es dejarla en estado potencial, sin acto que la actualice como norma. La Sola Scriptura reduce la Revelación a un conjunto de signos sin intérprete, lo que contradice el principio filosófico de que todo conocimiento requiere un acto formal para actualizar su sentido.

En conclusión, la doctrina de la Sola Scriptura, considerada desde una perspectiva filosófica, se revela como un principio autocontradictorio, epistemológicamente débil, lógicamente falaz y hermenéuticamente impracticable. Niega la necesidad de un criterio externo, pero no puede justificar su propia validez sin él. Confunde el texto con el Verbo, niega la comunidad como sujeto epistémico, y genera división allí donde prometía unidad. Frente a ello, la fe católica, iluminada por la razón y sostenida por la Tradición, afirma que la Revelación divina ha sido confiada no a un libro aislado, sino a una comunidad viva, guiada por el Espíritu Santo: la Iglesia, columna y fundamento de la verdad. Sin esta Iglesia, sin su Magisterio y sin su Tradición, la Escritura queda reducida a una colección de textos sometida al juicio de cada lector, sin unidad, sin autoridad, sin garantía de verdad. Así, la Sola Scriptura no es la solución al problema de la autoridad, sino su disolución en el relativismo interpretativo.

II. Refutación Teológica de la Sola Scriptura

(Biblia, Patrística y Magisterio)

El principio de Sola Scriptura, tal como lo sostienen muchas denominaciones protestantes, postula que la única regla infalible de fe y práctica cristiana es la Escritura, excluyendo como autoridades normativas tanto la Tradición apostólica como el Magisterio eclesial. Esta tesis, sin embargo, no resiste el escrutinio de las propias fuentes que dice venerar. Si el protestantismo afirma que la Escritura es la única autoridad infalible, debe probarlo a partir de la misma Escritura, cosa que no puede hacer sin incurrir en contradicciones. Peor aún, no solo no encuentra tal afirmación en los textos inspirados, sino que estos enseñan de modo claro la existencia de una Tradición viva y de una autoridad eclesial instituida por Cristo para enseñar y preservar su doctrina.

Comencemos por el Nuevo Testamento. No existe un solo versículo que afirme que la Escritura es la única regla de fe. El pasaje más citado por los defensores del Sola Scriptura es 2 Timoteo 3,16-17: “Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.” Este pasaje, si se lee con honestidad exegética, no afirma exclusividad alguna. El hecho de que la Escritura sea “útil” e “inspirada” no implica que sea la única fuente de autoridad. De hecho, san Pablo no habla de “solamente” la Escritura, ni niega que existan otras formas de transmisión de la fe. En otras cartas, él mismo exhorta a los fieles a mantenerse firmes en la Tradición que les fue transmitida oralmente: “Así que, hermanos, estad firmes y conservad las tradiciones que os fueron enseñadas, ya de palabra, ya por carta nuestra.” (2 Tesalonicenses 2,15). Aquí queda claro que la Tradición oral, no contenida en la Escritura, tiene la misma autoridad y debe conservarse con la misma fidelidad.

Asimismo, en 2 Timoteo 2,2, san Pablo instruye a su discípulo: “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, eso encomiéndalo a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros.” Este mandato de transmitir oralmente la enseñanza apostólica revela una pedagogía de la fe que antecede a la fijación del canon y que no depende exclusivamente de los textos escritos. El cristianismo primitivo no nació como una religión del libro, sino como una comunidad viva, instruida por la predicación apostólica y guiada por el Espíritu Santo. Solo más tarde esas enseñanzas fueron consignadas por escrito, y su canonicidad fue discernida por la Iglesia, no autoafirmada por los textos mismos.

Otro testimonio elocuente se encuentra en 1 Tesalonicenses 2,13: “Por esto también nosotros damos gracias a Dios sin cesar, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino como lo que es en verdad, la palabra de Dios.” Este versículo confirma que la Palabra de Dios no estaba restringida a los textos escritos. Lo que los tesalonicenses recibieron no fue un libro, sino una enseñanza oral, que san Pablo llama “Palabra de Dios”. Este dato es fundamental para refutar la premisa protestante: la Revelación no se agota en lo que está escrito, y no hay razón bíblica para limitarla exclusivamente a ello.

Cristo mismo nunca escribió una sola línea del Nuevo Testamento, ni ordenó a sus apóstoles redactar un libro. En cambio, los envió a predicar y enseñar: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado.” (Mateo 28,19-20). La orden de enseñar precede y trasciende cualquier medio escrito. La autoridad para enseñar no se basa en la Escritura, sino en la misión apostólica recibida de Cristo. Este dato desmonta la suposición de que la única regla de fe fue confiada a un texto. La Iglesia, con su Magisterio, es parte constitutiva de la Revelación, no una institución subordinada al texto.

Por tanto, el principio de Sola Scriptura es en sí mismo antibíblico. Afirma algo que la Biblia nunca enseña y niega una realidad que la Biblia atestigua insistentemente: la existencia de una Tradición oral, viva y normativa, y de una autoridad eclesial visible encargada de custodiarla. San Pablo exhorta a evitar a quienes se apartan de esta Tradición: “Os ordenamos, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que ande desordenadamente y no según la tradición que recibisteis de nosotros.” (2 Tesalonicenses 3,6). La ruptura con la Tradición no es una opción bíblica, sino una transgresión grave.

Es importante distinguir entre Tradición en sentido pleno —es decir, la transmisión viva del depósito de la fe, proveniente de los apóstoles y guiada por el Espíritu Santo— y las tradiciones humanas o prácticas disciplinares que pueden cambiar con el tiempo. La Iglesia defiende la Tradición (con mayúscula) como fuente normativa junto con la Escritura, tal como afirmaron los concilios ecuménicos, pero no canoniza como dogma todas las costumbres particulares surgidas a lo largo de los siglos.

La patrística, por su parte, ofrece una confirmación continua de esta concepción. Los Padres de la Iglesia nunca sostuvieron el principio de Sola Scriptura. San Ireneo de Lyon, hacia el año 180, combate a los gnósticos no con la Escritura sola, sino con el argumento de la sucesión apostólica, la Tradición viva de las Iglesias fundadas por los apóstoles. En su obra Adversus Haereses, dice: “Podemos enumerar a los que fueron establecidos por los apóstoles como obispos en las Iglesias, y a sus sucesores hasta nosotros... con esta tradición, que proviene de los apóstoles y que se conserva por la sucesión de los presbíteros, se destruye toda enseñanza herética.” La Tradición apostólica no es aquí un complemento opcional, sino el criterio fundamental para discernir la verdad.

De igual modo, san Agustín afirma: “Yo no creería en el Evangelio si no me moviera a ello la autoridad de la Iglesia Católica.” Esta frase ha sido manipulada o descontextualizada, pero su sentido original no deja dudas: la fe en la Escritura se apoya en la autoridad previa de la Iglesia. No es el texto quien garantiza por sí mismo su credibilidad, sino la Iglesia quien, asistida por el Espíritu Santo, lo presenta como normativo. San Agustín, como los demás Padres, reconoce que la Escritura es Palabra de Dios, pero no la aísla de la Tradición ni del Magisterio. Para él, la autoridad de la Iglesia es la condición de posibilidad para reconocer la Escritura como inspirada.

Incluso san Jerónimo, traductor de la Vulgata, apela a la autoridad del papa Dámaso en su correspondencia, solicitando directrices para resolver disputas textuales. Si un erudito de su talla reconocía la necesidad de una autoridad interpretativa eclesial, es impensable que los primeros cristianos creyeran en un principio de autosuficiencia del texto. Lo que se observa constantemente en los Padres es la convicción de que la Escritura debe ser leída en la Iglesia, interpretada por el Magisterio y vivida en fidelidad a la Tradición apostólica.

Esta misma línea se ha mantenido sin interrupción hasta la enseñanza magisterial actual. El Concilio de Trento, en su sesión cuarta (1546), definió solemnemente que la verdad revelada se contiene “en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que, recibidas por los apóstoles de la boca de Cristo o por el Espíritu Santo, han llegado hasta nosotros.” Más recientemente, el Concilio Vaticano II afirmó en Dei Verbum §10 que “la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia están tan unidos entre sí que uno no subsiste sin los otros.” Esta triple fuente es una unidad indivisible que transmite fielmente la Revelación. El Magisterio no está sobre la Palabra de Dios, sino a su servicio, y tiene por misión interpretarla auténticamente, conforme a la asistencia prometida por Cristo a su Iglesia: “El Espíritu de verdad os guiará hasta la verdad plena.” (Juan 16,13).

Por tanto, la enseñanza católica no se opone a la Escritura, sino que la defiende de las interpretaciones arbitrarias. Reconoce su inspiración divina, pero no admite que su interpretación quede librada al juicio privado. Cristo fundó una Iglesia, no un libro, y a esa Iglesia confió la misión de enseñar con autoridad: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.” (Mateo 16,18). A Pedro y a sus sucesores les confirió las llaves del Reino, símbolo de autoridad legislativa y doctrinal (Mateo 16,19). Este poder no es humano, sino instituido por el mismo Cristo para garantizar la transmisión íntegra de la fe. El Magisterio de la Iglesia, que interpreta la Palabra de Dios escrita o transmitida, se ejerce en varios niveles: el Magisterio ordinario y universal, ejercido por los obispos en comunión con el Papa; el Magisterio extraordinario, expresado en los concilios ecuménicos o en declaraciones ex cathedra del Romano Pontífice. Este Magisterio no añade nuevas revelaciones, sino que custodia, clarifica y define con autoridad aquellas verdades contenidas implícita o explícitamente en el depósito revelado.

En síntesis, la doctrina de Sola Scriptura carece de fundamento bíblico, es desconocida por los Padres de la Iglesia y ha sido condenada por el Magisterio de manera explícita. La Revelación no se reduce a lo escrito, sino que se transmite de modo integral en la Sagrada Tradición viva, custodiada por la Iglesia y garantizada por el Magisterio infalible. Negar esta estructura trinitaria de la Revelación equivale a mutilar el Evangelio, reducirlo a letra muerta y someterlo al juicio subjetivo del lector individual. En cambio, la Iglesia Católica confiesa que la Palabra de Dios es viva y eficaz, y que se comunica a su pueblo no solo a través del texto inspirado, sino también mediante la enseñanza viva del Magisterio y la continuidad ininterrumpida de la Tradición apostólica.

III. Síntesis conclusiva: la Iglesia como garante de la Revelación

La doctrina protestante de Sola Scriptura, examinada desde una perspectiva filosófica y teológica, se revela como un principio deficiente, insuficiente y profundamente incompatible con la naturaleza misma de la Revelación cristiana. A pesar de las buenas intenciones de quienes la sostienen —la preservación de la pureza evangélica, la centralidad de la Palabra de Dios y la protección frente a errores eclesiásticos—, su desarrollo histórico y su aplicación práctica han desembocado en una disolución del principio de unidad, en una fragmentación doctrinal generalizada y en una teología de la subjetividad que contrasta radicalmente con el testimonio apostólico. La Iglesia Católica, al afirmar la unidad indivisible entre Escritura, Tradición y Magisterio, no niega la autoridad de la Biblia, sino que la defiende y garantiza, evitando que se transforme en un objeto de interpretaciones particulares desligadas del contexto eclesial que le dio origen y que constituye su lugar natural de transmisión.

A la luz de lo expuesto, podemos afirmar que el principio de Sola Scriptura incurre en varios errores de base. En primer lugar, comete una falacia lógica al pretender justificarse a sí mismo desde la propia Escritura. Como ya se ha demostrado, no existe ningún versículo que enseñe explícitamente que sólo la Escritura debe ser considerada regla infalible de fe y práctica. Textos como 2 Timoteo 3,16-17, frecuentemente utilizados para tal fin, hablan de la utilidad e inspiración de la Escritura, pero no afirman ni insinúan su exclusividad como fuente normativa. Esta ausencia de prueba interna convierte al Sola Scriptura en una proposición autorreferente que exige ser creída sin estar contenida en el depósito que se presenta como único válido. Desde el punto de vista epistemológico, esto representa una petición de principio insalvable: se establece una norma que no puede validarse por sí misma, y que, sin embargo, rechaza todo otro criterio que podría justificarla. Tal posición no solo es contradictoria, sino que abre la puerta al relativismo hermenéutico.

En segundo lugar, el Sola Scriptura es insostenible desde la historia de la Iglesia. La existencia del canon bíblico es el testimonio más claro de esta falencia. Si el protestantismo sostiene que sólo la Escritura es infalible, debe poder demostrar qué libros constituyen dicha Escritura sin recurrir a ninguna otra autoridad. Pero la realidad histórica muestra lo contrario. Fue la Iglesia, con su autoridad magisterial, quien discernió, definió y cerró el canon bíblico, en particular durante los siglos IV y V. El Concilio de Roma (382 d.C.), el Sínodo de Hipona (393) y el Concilio de Cartago (397) reconocieron como inspirados los mismos libros que el protestantismo acepta hoy —excepto aquellos que luego excluyó arbitrariamente del Antiguo Testamento por influencia de cánones rabínicos postcristianos. Sin el Magisterio, no hay manera objetiva de saber qué libros pertenecen a la Escritura y cuáles no, pues ni Mateo, ni Lucas, ni Pablo, ni ningún otro autor del Nuevo Testamento dejó una lista inspirada de los textos sagrados. Afirmar que la Biblia es la única autoridad sin saber con certeza qué constituye la Biblia es un contrasentido epistemológico y doctrinal.

En tercer lugar, la Sola Scriptura elimina la necesidad de un Magisterio visible y autorizado que interprete la Revelación. Esto contradice tanto el testimonio bíblico como la estructura constitutiva de la comunidad cristiana desde sus orígenes. Cristo no dejó un libro, sino que instituyó una Iglesia, y a esta Iglesia le confirió autoridad para enseñar, legislar, corregir y guiar a los fieles. “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y lo que desates en la tierra será desatado en los cielos.” (Mateo 16,18-19). En esta declaración solemne, Cristo otorga a Pedro una autoridad única, ratificada por la promesa de asistencia divina. Si la Escritura fuera autosuficiente, no habría sido necesario conferir tal poder a una persona concreta, ni prometer que la Iglesia resistiría las puertas del infierno. Más aún, la instrucción final de Jesús antes de ascender a los cielos no fue que escribieran libros, sino que enseñaran a todas las naciones: “Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones... enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado.” (Mateo 28,19-20). La enseñanza, no la escritura, fue el medio primario de transmisión de la fe, y esa enseñanza fue confiada a los apóstoles y a sus sucesores en comunión con Pedro.

La experiencia de los primeros cristianos corrobora esta verdad. Durante los primeros siglos del cristianismo, no existía una Biblia unificada como la que conocemos hoy. Las comunidades cristianas recibían la fe a través de la predicación, de la liturgia, de la catequesis y de la enseñanza viva de los obispos. La Escritura fue parte esencial de esta transmisión, pero siempre interpretada dentro de la Tradición apostólica. San Juan concluye su Evangelio con esta afirmación reveladora: “Hay, además, muchas otras cosas que hizo Jesús, que si se escribieran una por una, pienso que ni en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir.” (Juan 21,25). Este pasaje niega explícitamente la autosuficiencia del texto escrito. La Revelación no cabe enteramente en un libro; su plenitud vive en Cristo y se comunica en su Cuerpo, que es la Iglesia.

Desde el siglo I, la Iglesia ha vivido esta dinámica entre Escritura, Tradición y Magisterio. San Ireneo, San Ignacio de Antioquía, San Clemente, San Agustín, San León Magno y tantos otros Padres apelaron constantemente a la sucesión apostólica como criterio de verdad. El hereje no era el que interpretaba mal un pasaje aislado, sino el que rompía la comunión con el depósito de la fe conservado en la Iglesia universal. La Tradición no es una colección de costumbres humanas, sino la vida misma del Espíritu en la comunidad creyente que transmite lo que ha recibido: “Porque yo os transmití lo que también recibí...” (1 Corintios 15,3). Esta transmisión no es meramente textual, sino vivencial, sacramental y eclesial.

Frente a esto, la Sola Scriptura constituye una ruptura con la estructura ontológica de la Revelación. Presupone que la Palabra de Dios puede subsistir separada de su sujeto vivo, la Iglesia, y que su interpretación puede realizarse de manera legítima sin referencia a una autoridad común. El resultado ha sido el caos doctrinal: más de treinta mil denominaciones protestantes, cada una afirmando que su lectura de la Biblia es la correcta, y cada una rechazando como infalible cualquier otra interpretación. Esto no es unidad, sino fragmentación; no es fidelidad a Cristo, sino autonomía interpretativa. La Palabra de Dios, al carecer de un intérprete autorizado, se convierte en campo de batalla entre opiniones individuales. San Pedro ya lo había advertido: “...los indoctos e inconstantes tuercen las Escrituras para su propia perdición.” (2 Pedro 3,16).

Frente a esta anarquía hermenéutica, la Iglesia Católica propone un principio de unidad y verdad: el Magisterio infalible. Esta infalibilidad no es un privilegio personal del papa, sino un carisma concedido por Cristo para proteger a su Iglesia del error en materia de fe y moral. El Concilio Vaticano I, en la constitución Pastor Aeternus, definió que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, goza de una asistencia especial del Espíritu Santo que lo preserva del error al enseñar solemnemente una doctrina de fe. Este dogma no introduce novedades, sino que garantiza que el depósito recibido se conserve íntegro. La infalibilidad es, en definitiva, la expresión más elevada de la fidelidad de Dios a su promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mateo 28,20).

En suma, la Sola Scriptura, al separar la Escritura de la Tradición y del Magisterio, rompe la unidad orgánica de la Revelación. Reduce la fe cristiana a un texto, como si la Verdad pudiera encapsularse en páginas, sin un intérprete vivo ni una comunidad de fe. Pero Dios no nos dejó un libro, sino un Hijo; y ese Hijo fundó una Iglesia, no una biblioteca. La Escritura es Palabra de Dios porque fue escrita bajo inspiración divina, pero su comprensión auténtica requiere la mediación del mismo Espíritu que la inspiró. Este Espíritu guía a la Iglesia, no al individuo aislado, y preserva su doctrina de generación en generación, conforme a la promesa del Señor: “El Espíritu de verdad os guiará a toda la verdad.” (Juan 16,13). La Revelación no se reduce a un texto, porque el Verbo de Dios no es una página, sino una Persona viva: Jesucristo. Él es la Palabra eterna del Padre, encarnada en la historia y prolongada en su Cuerpo, que es la Iglesia. Solo desde esta Iglesia es posible comprender rectamente las Escrituras, pues “les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras” (Lucas 24,45). La Iglesia, como madre y maestra, no usurpa la autoridad de Cristo, sino que la ejerce en su nombre, para guiar con certeza a sus hijos hacia la plenitud de la verdad.

La experiencia nos confirma lo que la fe y la razón ya habían señalado: la Biblia no puede subsistir como norma única e infalible sin desgarrarse en interpretaciones contradictorias. Solo una Iglesia visible, con autoridad doctrinal colegiada y en continuidad apostólica, puede custodiar el depósito de la fe, preservar su integridad y garantizar que la Palabra de Dios sea proclamada, vivida y comprendida conforme al querer de Cristo. Esta Iglesia es la Católica, fundada sobre Pedro, guiada por el Espíritu y sostenida por la promesa de Aquel que no puede mentir: “Las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.” (Mateo 16,18). A esta Iglesia pertenece la Escritura. Fuera de ella, la Escritura se convierte en letra muerta o en arma de división. Dentro de ella, en cambio, es Palabra viva que conduce a la Verdad plena, a la unidad del Cuerpo y a la gloria de Dios.

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