El Canon
Ensayo
Introducción:
En tiempos recientes, ha resurgido con fuerza una controversia que, si bien tuvo su expresión más aguda en la Reforma protestante del siglo XVI, continúa proyectando sombras sobre la comprensión de la Sagrada Escritura: la cuestión de la infalibilidad o falibilidad del Canon bíblico.
Esta disputa no se limita al Antiguo o al Nuevo Testamento por separado, sino que afecta a la totalidad de la Biblia y, con ello, a la propia estructura de la fe cristiana. En ciertos sectores protestantes se sostiene la tesis de que poseemos un “canon falible de libros infalibles”, lo cual genera una contradicción de fondo entre el contenido revelado y la autoridad que lo reconoce. Esta postura, además de fragmentar la unidad de la Revelación, ha dado lugar a múltiples listas canónicas, derivadas de diversas comunidades eclesiales y criterios particulares.
El presente estudio abordará esta problemática desde un enfoque analítico-sintético, procurando exponer con rigor la lógica interna de la posición católica y los puntos de incoherencia presentes en algunas doctrinas protestantes. Como núcleo inicial, se examinará el Canon del Nuevo Testamento, cuya aceptación generalizada no impide las divergencias sobre su formación y autoridad, para luego abordar el Canon del Antiguo Testamento, donde la exclusión de los libros deuterocanónicos por parte de algunos se apoya en fundamentos históricos y filológicos que deben ser examinados con atención y sin prejuicios.
I. Postulados protestantes acerca del Canon bíblico:
Dentro del pensamiento protestante, se han sostenido diversas posturas respecto al Canon bíblico que, aunque coinciden en su mayoría en cuanto a los libros que conforman el Nuevo Testamento, divergen profundamente en cuanto a los fundamentos teológicos y eclesiológicos que justifican su aceptación.
Uno de los postulados más difundidos sostiene que el Canon de la Escritura es verdadero, pero no necesariamente infalible en su delimitación. Es decir, se reconoce que los libros inspirados por Dios están contenidos en la Biblia, pero se niega que exista una garantía infalible de que todos los libros incluidos sean efectivamente inspirados, o que no falte alguno.
Esta tesis genera una paradoja insoslayable: si el Canon es falible, entonces no se puede tener certeza absoluta de que se posean únicamente los libros divinamente inspirados, lo que mina la autoridad misma de la Escritura como norma suprema de fe.
Junto a esta idea, muchos protestantes sostienen que no es necesaria una autoridad central, visible e infalible —como la Iglesia católica— para determinar o confirmar el Canon. Según esta perspectiva, el Espíritu Santo guía individualmente a los creyentes y a las comunidades para reconocer por sí mismas, con base en la "autoautenticidad" de los textos sagrados, cuáles son los libros inspirados. Esta postura, aunque revestida de un aire espiritual, introduce un criterio subjetivo e inestable, pues deja la cuestión del Canon a la interpretación o sensibilidad de las comunidades, lo cual explica por qué distintas ramas protestantes han sostenido canones diversos en distintos momentos de su historia.
La falta de una autoridad magisterial con competencia reconocida para dirimir esta cuestión ha llevado incluso a que algunos autores reformados cuestionen partes del Nuevo Testamento —como la epístola de Santiago o el Apocalipsis— apelando a razones internas o doctrinales, no necesariamente vinculadas a la tradición apostólica ni al consenso antiguo.
Por último, se afirma con fuerza en estas doctrinas la inerrancia de la Escritura, pero no la de la Iglesia. Este principio implica que la Iglesia visible —al no estar protegida del error doctrinal— no puede definir infaliblemente qué libros forman parte de la revelación. No obstabte, esta posición, al desvincular completamente a la Iglesia del acto de recepción, custodia y promulgación del Canon, olvida que fue precisamente la Iglesia —en sus primeros siglos— la que discernió, con criterios históricos, doctrinales y litúrgicos, los libros auténticos, y rechazó los apócrifos.
De hecho, antes de la Reforma, ninguna comunidad cristiana dudaba seriamente de la necesidad de una autoridad visible eclesial que, asistida por el Espíritu, pudiera declarar con certeza los límites del depósito revelado. Rechazar esta autoridad y al mismo tiempo sostener la inerrancia de la Escritura constituye, en última instancia, una contradicción doctrinal difícilmente resoluble dentro de una teología coherente.
II. La insuficiencia de los criterios humanos como base del Canon bíblico:
A menudo, en el debate contemporáneo sobre la Sagrada Escritura y su delimitación canónica, se plantea que los cristianos pueden, por medio de ciertos criterios objetivos, identificar cuáles libros son inspirados y cuáles no, sin necesidad de una autoridad visible e infalible que garantice dicha identificación. Esta idea, aunque seductora desde la perspectiva del libre examen y de la autonomía individual o comunitaria, se revela profundamente problemática tanto en su raíz como en sus consecuencias. Si bien es cierto que criterios como la apostolicidad, la ortodoxia, el uso litúrgico y la antigüedad pueden ofrecer luces auxiliares, ninguno de ellos, ni todos en conjunto, tienen la capacidad de erigirse como fundamento suficiente, normativo y universal para definir el Canon de la Sagrada Escritura.
Uno de los criterios más frecuentemente invocados por apologistas protestantes es la ortodoxia doctrinal. En teoría, se trataría de reconocer como inspirados aquellos escritos que enseñan la doctrina verdadera, conforme al Evangelio revelado por Jesucristo y transmitido por sus apóstoles. Sin embargo, aquí emerge una dificultad insalvable: ¿qué se entiende por “doctrina verdadera” cuando no existe acuerdo doctrinal siquiera entre las principales corrientes protestantes? Basta con observar la pluralidad de cristologías aceptadas dentro del protestantismo contemporáneo.
El Consejo Mundial de Iglesias, organismo que busca fomentar la unidad entre las diversas confesiones no católicas, suele afirmar que hay un núcleo común en todas ellas: la fe en Jesucristo como Hijo de Dios. Pero esta afirmación, al examinarse más de cerca, se disuelve en ambigüedad.
Los unitarios también afirman que Jesús es el Hijo de Dios, pero niegan su divinidad consustancial al Padre. Los arrianos modernos y los testigos de Jehová niegan la eternidad del Logos. Los trinitarios clásicos, en cambio, afirman la consustancialidad del Hijo con el Padre, pero incluso entre ellos hay divisiones: algunos entienden la encarnación en términos adoptacionistas velados, otros niegan la existencia de dos voluntades en Cristo, y no faltan quienes, dentro del protestantismo liberal, consideran a Jesús como mero “hombre excepcional” investido de misión profética. ¿En qué queda entonces el criterio de “ortodoxia”? No puede ser una norma objetiva cuando su contenido es rehén de interpretaciones doctrinales divergentes y mutuamente excluyentes.
La situación se agrava cuando pasamos de la cristología a la soteriología. La diversidad de escuelas dentro del protestantismo es tan amplia que hablar de una “doctrina común de la salvación” se torna ilusorio. Lutero, por ejemplo, sostenía que el hombre es justificado por la sola fe sin ninguna cooperación de su parte, en una imputación forense que no transforma la sustancia del alma. Calvino introdujo una soteriología mucho más rigurosa basada en la doble predestinación absoluta, mientras que los arminianos defendían la posibilidad de resistir la gracia. Posteriormente, los metodistas propusieron una justificación por fe acompañada de un fuerte llamado a la santificación progresiva, mientras que corrientes más recientes, como las pentecostales o carismáticas, asocian la salvación con signos visibles del Espíritu (como el don de lenguas). ¿Qué significa entonces que un texto es “ortodoxo”? ¿Que se ajusta a la doctrina de qué rama protestante? ¿Bajo qué criterio se descartan como no inspirados textos que, aunque antiguos y de uso litúrgico en ciertas regiones, no coinciden con una de estas muchas interpretaciones doctrinales?
La confusión doctrinal que se da en el ámbito protestante respecto a la naturaleza de Cristo y a la doctrina de la salvación encuentra su reflejo inevitable en la praxis litúrgica y en la noción misma de Iglesia. Esta ruptura no es meramente disciplinaria o cultural, sino que obedece a una concepción eclesiológica errónea, en la que cada comunidad local o denominación puede interpretar libremente las Escrituras, establecer sus formas de culto, y redefinir incluso los sacramentos instituidos por Cristo. Así, los sacramentos —signos visibles y eficaces de la gracia divina— fueron mutilados o suprimidos en muchas corrientes reformadas. La Eucaristía fue reducida a un mero memorial simbólico en buena parte del mundo evangélico; el bautismo infantil fue abandonado por numerosas sectas; la confesión auricular desapareció casi por completo, y la unción de los enfermos fue relegada a prácticas carismáticas no sacramentales. Esto provoca un desarraigo litúrgico radical, incompatible con el principio que muchos reformadores afirmaban como criterio para la inclusión canónica: el uso constante y universal de ciertos libros en la vida litúrgica de la Iglesia.
¿Cómo puede sostenerse con seriedad que el uso litúrgico es un criterio válido para la canonicidad, cuando las comunidades protestantes carecen de una liturgia común, orgánica, históricamente desarrollada? En la tradición católica —y hasta cierto punto en la ortodoxa oriental— la celebración de la fe está íntimamente ligada a la Palabra de Dios leída, proclamada y explicada en la asamblea litúrgica. No se puede separar la Biblia de la Misa, ni la Misa de la Biblia. Pero en el mundo protestante, la liturgia ha sido despojada de su dimensión sacramental y eclesial, convertida muchas veces en una reunión carismática, en un acto de alabanza informal o en una exposición doctrinal centrada en el pastor como figura de referencia. En este contexto, apelar al “uso litúrgico” como criterio de discernimiento canónico no solo es inconsistente, sino anacrónico, pues presupone una continuidad y una estabilidad que el protestantismo no posee ni pretende poseer.
Otro criterio que se invoca con frecuencia es el de la “recepción por parte de la Iglesia”, entendido como el reconocimiento espontáneo, orgánico, de los textos inspirados por parte del pueblo cristiano. Se afirma que la Iglesia, en cuanto comunidad de creyentes, ha discernido con la guía del Espíritu qué libros deben formar parte de la Biblia. Pero nuevamente, esta afirmación encierra una ambigüedad peligrosa. ¿A qué “Iglesia” se refiere este criterio? ¿A la Iglesia católica, que desde el siglo IV fijó su Canon en los concilios regionales de Hipona y Cartago, con confirmación romana? ¿A la Iglesia ortodoxa, que tiene un Canon similar pero con algunas diferencias menores en el Antiguo Testamento? ¿O a las múltiples comunidades protestantes, muchas de las cuales nacieron más de mil años después de estos concilios y que han cambiado su propia lista de libros varias veces a lo largo de su historia? La llamada “recepción eclesial” no puede ser entendida como una especie de plebiscito o de consenso sociológico. En la Iglesia primitiva, la recepción de los libros sagrados estaba profundamente vinculada a la Tradición apostólica viva y al discernimiento de los pastores legítimos, en comunión con el sucesor de Pedro. Separar la recepción del Canon de esta estructura visible y jerárquica es privarla de su fundamento mismo.
Más aún, muchas corrientes protestantes contemporáneas recurren —aunque de manera implícita o inconsciente— a categorías y disputas teológicas propias del catolicismo para intentar justificar sus posturas. Un caso paradigmático es el uso de los conceptos de congruencia o eficacia de la gracia, desarrollados en el marco de la controversia entre molinistas y bañecianos sobre la relación entre la gracia divina y la libertad humana. Se encuentran no pocos protestantes que apelan a Luis de Molina para sostener una especie de cooperación de la voluntad en la lectura y aceptación de los textos bíblicos, presentando una visión sinérgica del acto de fe. Pero tales distinciones fueron elaboradas dentro de la teología católica, con presupuestos sacramentales y eclesiales propios del marco de la Tradición. No pueden ser extraídas de ese contexto sin violentar su sentido original. Lo mismo ocurre con las nociones de virtudes teologales, luz natural, o consentimiento universal. Son conceptos que tienen un lugar y una función dentro de un sistema orgánico, y no pueden ser instrumentalizados selectivamente por sistemas que niegan otras partes esenciales de la misma doctrina.
En última instancia, todos estos criterios —apostolicidad, ortodoxia, uso litúrgico, recepción eclesial, autenticidad espiritual— solo tienen sentido si se reconocen como instrumentos subordinados a un principio de autoridad, que los aplica con competencia infalible. Como bien expresó el cardenal Newman en su célebre Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, sin una autoridad viva y permanente, todos los principios doctrinales se disuelven en interpretación privada, y no hay barrera alguna que impida la fragmentación doctrinal o el error. De hecho, esa fragmentación es exactamente lo que la historia del protestantismo ha producido: miles de comunidades que se contradicen entre sí, sin posibilidad de establecer un juicio definitivo y vinculante. La Escritura, desarraigada de la Tradición y del Magisterio, queda entonces expuesta a toda clase de manipulaciones, reducida a un texto ambiguo que cada uno acomoda según su conciencia o su sensibilidad espiritual.
En el siglo IV, la Iglesia —todavía indivisa y en plena comunión entre Oriente y Occidente— vio la necesidad de establecer con mayor claridad el conjunto de libros considerados sagrados y normativos para la fe. Esta necesidad no surgió por una carencia doctrinal, sino como respuesta a la proliferación de textos apócrifos, pseudoepigráficos y heréticos que, bajo apariencia de autoridad apostólica, pretendían introducir doctrinas extrañas al depósito de la fe. El gnosticismo, por ejemplo, dio origen a múltiples escritos que usurpaban nombres venerables —como Tomás, Pedro o Felipe— para legitimar enseñanzas incompatibles con el Evangelio. Era preciso, por tanto, ofrecer al Pueblo de Dios una guía clara, enraizada en la Tradición apostólica, sobre qué textos podían considerarse verdaderamente inspirados por el Espíritu Santo.
En este contexto se celebran los Concilios de Hipona (393) y Cartago (397 y 419), donde se establece una lista de libros que coincide plenamente con el Canon católico actual, incluyendo los deuterocanónicos. Pero lo importante no es solo la lista, sino el principio eclesiológico que subyace: estos concilios eran regionales, y sus decisiones se consideraban válidas en la medida en que fueran ratificadas por la autoridad superior, es decir, el Obispo de Roma. Las actas del Concilio de Cartago (397) son claras al respecto: “para que esto sea tenido por firme, agréguese que este juicio debe ser enviado a la Iglesia de Roma para su confirmación”. No se trata de una cortesía diplomática, sino del reconocimiento explícito de que la definición del Canon pertenece al juicio del Magisterio universal, cuya sede es Roma.
Por ello, la afirmación protestante según la cual el Canon se “descubrió” o “emergió” naturalmente en la comunidad cristiana, sin necesidad de una autoridad jerárquica, no se sostiene históricamente. Si bien hubo un proceso de recepción y discernimiento, ese proceso culminó en actos eclesiales concretos, normativos, que fueron reconocidos como vinculantes por la totalidad de la Iglesia en comunión con Roma. La idea de un “consenso espontáneo” es una proyección ideológica posterior, que desconoce tanto la realidad de la vida eclesial antigua como los mecanismos por los cuales la Iglesia discernía la verdad revelada.
En esta misma línea debe entenderse la misión de san Jerónimo, quien en el siglo IV emprendió la magna obra de traducir las Escrituras al latín, lengua ya dominante en Occidente. Jerónimo, como es sabido, consultó textos hebreos, arameos y griegos, y mantuvo correspondencia con diversos Padres orientales. Su labor no fue aislada ni independiente, sino plenamente eclesial. En su correspondencia con el papa Dámaso I, Jerónimo reconoce expresamente que trabaja bajo obediencia, y que su criterio no es último, sino subordinado al juicio de la Iglesia. Si en algún momento expresó dudas personales sobre algunos libros deuterocanónicos —como Sabiduría o Eclesiástico— ello no constituye una objeción válida, pues esas dudas fueron superadas en obediencia al criterio de la Iglesia universal. En efecto, Jerónimo los tradujo, los incorporó a la Vulgata y, por ello mismo, contribuyó decisivamente a su recepción litúrgica y doctrinal en Occidente.
Algunos estudiosos contemporáneos, especialmente dentro de la tradición crítica que predomina en ciertos círculos académicos europeos, han cuestionado la autenticidad documental del denominado Decretum Damasi, o Decreto del papa Dámaso sobre el canon de las Escrituras, tradicionalmente atribuido al concilio celebrado en Roma en el año 382. Esta objeción no se dirige al contenido doctrinal del texto —que coincide plenamente con los cánones aprobados en los concilios de Hipona (393) y Cartago (397 y 419), y que sería reafirmado dogmáticamente por los concilios de Florencia (1442) y Trento (1546)—, sino más bien a su carácter de acta sinodal auténtica. Autores como Raymond Brown y colaboradores, en el Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, califican el Decretum Damasi como un texto “espurio”, no en sentido doctrinal, sino desde el punto de vista filológico y diplomático: consideran que no proviene directamente del sínodo romano ni puede verificarse como una copia oficial de sus actas. Según esta perspectiva crítica, el documento habría sido compuesto o reelaborado hacia comienzos del siglo VI en regiones como el sur de Francia o el norte de Italia, posiblemente bajo los pontificados de Gelasio I (492–496) o Hormisdas (514–523), y difundido a través de colecciones como el Codex Claromontanus o las Decretales Pseudoisidorianas (Brown, Raymond E., et al. “Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo” Libro 5, p. 53, n. 9-10. Los autores explican que el canon 60 del Concilio de Laodicea y el decreto atribuido al papa Dámaso han sido considerados espurios por razones filológicas y diplomáticas, aunque reconocen su valor como expresión de la fe de ciertas regiones en época posterior).
No obstante, incluso aceptando esta hipótesis de origen tardío y naturaleza privada, no debe desestimarse el valor doctrinal del documento. El canon que recoge el llamado Decreto de Dámaso refleja con notable fidelidad la praxis canónica de la Iglesia romana desde el siglo IV, y encuentra confirmación en la obra de san Jerónimo, quien fue encargado por el mismo papa Dámaso de revisar las traducciones bíblicas en uso. Como explica el académico protestante Marius Nel, Jerónimo emprendió desde el año 382 una labor filológica sin precedentes, enfrentándose a la multiplicidad de versiones latinas del Antiguo Testamento existentes en su tiempo. En lugar de seguir la tradición de la Septuaginta, Jerónimo optó por traducir directamente del hebreo, al que se refería como veritas hebraica, lo que le acarreó severas críticas por parte de quienes consideraban inspirada la versión griega, especialmente en los pasajes en que esta difería del texto hebreo. Respecto a los libros presentes en la Septuaginta pero ausentes del canon hebreo —lo que hoy llamamos deuterocanónicos—, Jerónimo los llamó apócrifos y sostuvo que, aunque no debían emplearse para definir doctrina, sí podían ser leídos en la Iglesia por su valor moral y edificante (Nel, Marius. Pentecostal Canon of the Bible?, Journal of Pentecostal Theology 29 (2020):9. doi:10.1163/17455251-02901001. Nel explica que Jerónimo, al traducir del hebreo, consideraba los libros deuterocanónicos como útiles para la edificación cristiana, aunque no los incluía dentro del canon normativo en sentido estricto. No obstante, su inclusión en la Vulgata facilitó su integración litúrgica y teológica en la tradición latina). A pesar de las sospechas iniciales, su traducción terminaría imponiéndose como la editio vulgata, desplazando progresivamente a la Vetus Latina.
La posición ambigua de Jerónimo respecto a los deuterocanónicos, sin embargo, no impidió su inclusión en la Vulgata ni su uso constante en la vida litúrgica y doctrinal de la Iglesia occidental. De hecho, su progresiva recepción en la praxis canónica desembocaría en su reconocimiento formal en los concilios antes mencionados. Por tanto, aunque el documento conocido como Decretum Damasi pueda carecer de autenticidad sinodal estricta en sentido diplomático, su contenido doctrinal refleja de manera clara y coherente la tradición eclesial sobre el canon bíblico ya en el siglo IV, y se constituye como un testimonio valioso —aunque no normativo— del desarrollo histórico de la conciencia canónica de la Iglesia.
Es importante insistir en que el hecho de que Jerónimo haya acudido a la tradición manuscrita de las Iglesias griegas no implica que aquellas comunidades fuesen consideradas como la única fuente de ortodoxia o autoridad. En aquel tiempo, todas las Iglesias patriarcales —Roma, Alejandría, Antioquía, Jerusalén, Constantinopla— estaban en plena comunión. No existía aún el cisma de 1054, ni la fragmentación doctrinal posterior. Por tanto, los intercambios entre Roma y Oriente no reflejaban una oposición o competencia entre iglesias rivales, sino el funcionamiento orgánico de una sola Iglesia, una en la fe, en los sacramentos y en la autoridad apostólica. El testimonio de la Iglesia griega era valioso no por una autonomía doctrinal, sino porque expresaba la misma fe recibida en todos los lugares, bajo la guía del Espíritu que actúa en la unidad del Cuerpo místico.
Este punto es fundamental para evitar interpretaciones erróneas, como aquellas que afirman que la Iglesia occidental dependía del juicio oriental para fijar su Canon, o que los libros griegos estaban sujetos a evaluación por parte de Roma como si se tratara de una relación horizontal entre comunidades independientes. Nada más lejos de la verdad. La Iglesia primitiva entendía que, aunque hubiera diferencias de rito o de lengua, la fe era una, y su custodia estaba confiada en última instancia al sucesor de Pedro. Por eso, cuando se definió el Canon en Hipona y Cartago, y cuando san Jerónimo concluyó su Vulgata, el resultado fue una consolidación de la unidad doctrinal, que reflejaba la comunión de las Iglesias, no su fragmentación.
Ahora bien, frente a este testimonio histórico, muchos protestantes han optado por rechazar los libros deuterocanónicos, alegando que no formaban parte del canon hebreo. Esta objeción, sin embargo, ignora el contexto histórico del judaísmo post-templo. Tras la destrucción del Templo en el año 70, y especialmente después de la revuelta de Bar Kojba en el 135, las autoridades rabínicas judías emprendieron un proceso de redefinición identitaria, en el cual la exclusión de ciertos libros usados por los cristianos tuvo un papel clave.
La versión de la Septuaginta, traducida al griego entre los siglos III y II a.C. en Alejandría, contenía no solo los libros protocanónicos, sino también los "deuterocanónicos" (me permito este termino con fines pedagógicos), y era la Escritura habitual en las sinagogas de la diáspora. Es esta misma versión la que citan con frecuencia los escritores del Nuevo Testamento, incluyendo al mismo Cristo y a los apóstoles. Rechazar estos libros por no figurar en el canon hebreo post-templo es, por tanto, un criterio artificial, basado en una reacción anti-cristiana tardía del judaísmo rabínico, y no en la praxis de la Iglesia primitiva.
La Iglesia apostólica no eligió el canon hebreo reducido de los fariseos, sino que acogió y santificó la herencia bíblica de la Septuaginta, reconociendo en ella no solo una traducción válida, sino también una configuración providencial del Antiguo Testamento que preparaba la plenitud del Nuevo. Por eso, san Pablo, san Pedro y el mismo Señor citan textos que se encuentran en la Septuaginta, algunos de los cuales no aparecen en el canon hebreo posterior. Este hecho, debidamente considerado, refuerza la tesis católica: no basta con apelar a criterios filológicos o de tradición rabínica para definir el Canon cristiano. Es necesario un juicio eclesial, asistido por el Espíritu, que determine con autoridad qué libros son verdaderamente inspirados.
Uno de los pilares del pensamiento protestante en materia bíblica ha sido la idea de que, mediante ciertos criterios objetivos, puede llegarse a determinar con certeza cuáles libros son inspirados por Dios y, por ende, merecen formar parte del Canon de las Escrituras. Entre estos criterios se incluyen la apostolicidad, la antigüedad, la ortodoxia doctrinal, la recepción litúrgica y la edificación espiritual. Aunque a primera vista esta metodología parece plausible, un análisis más detenido revela su insuficiencia, no solo por su carácter limitado y con frecuencia contradictorio, sino porque presupone una capacidad de discernimiento doctrinal infalible en los individuos o comunidades que los aplican, lo cual desemboca en una paradoja: afirmar la certeza del Canon a partir de criterios falibles.
III. La autoridad visible:
La cuestión de la canonicidad no puede ser resuelta adecuadamente sin abordar el principio de autoridad visible que rige en la Iglesia desde su fundación por Jesucristo. Este principio no es un simple arreglo organizativo, sino una verdad teológica de base: Cristo, en cuanto Dios verdadero, fundó una Iglesia visible, dotada de una estructura jerárquica y de una misión divina. Si Jesucristo no es Dios, la Iglesia no tendría institución divina. Pero si lo es, como confesamos en el Credo y como fue definido en los grandes concilios de la antigüedad cristiana, entonces su obra no puede ser una simple agregación de creyentes, sino una institucio sacramental con autoridad para enseñar, santificar y gobernar.
La Iglesia que Cristo funda está compuesta por todos los fieles (laicos y clérigos), pero debe distinguirse entre la Iglesia docente y la Iglesia discente. La primera tiene la misión de enseñar con autoridad, y está conformada por quienes han recibido la plenitud del sacerdocio: los obispos en comunion con el sucesor de Pedro. La segunda, por su parte, recibe esa enseñanza y la acoge con obediencia. Ambas conforman la Iglesia militante, en peregrinación en este mundo, cuya santidad no radica en la impecabilidad de sus miembros, sino en su separación del mundo para Dios (qadosh, "apartado"), en su profesión de la verdadera fe y en su participación en los medios de salvación instituidos por Cristo.
Las Escrituras testimonian claramente que Cristo fundó una Iglesia visible. En Mateo 16,18-19 se lee: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mí Iglesia... A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos». El contexto judío de este lenguaje remite a la figura del mayordomo real, como aparece en Isaías 22,22: «Pondré la llave de la casa de David sobre su hombro...». Así, Pedro recibe un encargo que no es simbólico, sino institucional: ser la piedra visible de unidad, el administrador de la Casa de Cristo, que es la Iglesia.
Esta Iglesia se configura como una comunidad jerárquica con tres grados del orden: obispos, presbíteros y diáconos. Este triple orden se manifiesta ya en las cartas pastorales y en los escritos de los Padres apostólicos, como san Ignacio de Antioquía, quien afirma: «Donde esté el obispo, allí está la Iglesia» (Ep. ad Smyrn.). La sucesión apostólica garantiza la continuidad doctrinal y sacramental de la Iglesia. Los Apóstoles no dejaron su misión al arbitrio de los fieles, sino que ordenaron a varones probos para que tomaran su lugar cuando ellos durmieran. Esto está testimoniado por san Ireneo de Lyon: «La tradición apostólica ha llegado hasta nosotros a través de la sucesión de los obispos» (Adv. haer.).
Los concilios, tanto locales como ecuménicos, son expresión visible de esta autoridad colegial bajo la cabeza visible de la Iglesia. Ya en Hechos 15 encontramos el paradigma del concilio de Jerusalén, donde los Apóstoles y los presbíteros, con Pedro como figura decisiva y Santiago como moderador, emiten un juicio doctrinal vinculante: «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros...». Esta fórmula revela que no se trata de una opinión debatible, sino de una decisión magisterial.
A lo largo de la historia, los concilios ecuménicos han ejercido esta autoridad para zanjar controversias y definir con claridad lo que la Iglesia cree. La validez de sus definiciones está condicionada a la comunion con el sucesor de Pedro, del mismo modo que la unidad de Israel dependía de su vinculación con la tribu de Judá, de la cual vendría el Mesías. La analogía entre la casa de David y la Iglesia no es accidental, sino profética: Pedro recibe las llaves como Eliacín, el mayordomo de David, las recibió en Isaías 22.
Por tanto, si se ha de aceptar un Canon de libros inspirados, es necesario aceptar también una autoridad visible e infalible que lo defina. Los criterios humanos, por más nobles o racionales que sean, no pueden suplir el juicio de la Iglesia que recibe de Cristo la potestad de atar y desatar. Negar esta autoridad es, en última instancia, caer en el subjetivismo, donde cada quien define su propio Canon. Solo una Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica puede garantizar con certeza qué libros son Palabra de Dios.
La cuestión de la autoridad visible en la Iglesia es fundamental para comprender el fundamento del Canon bíblico y la transmisión auténtica de la Revelación. Antes del Gran Cisma y la Reforma, todos, clérigos y laicos, formaban parte de una única Iglesia militante, con una estructura jerárquica visible que se fundamentaba en la sucesión apostólica. Esta sucesión no es una mera tradición humana, sino un mandato divino: Cristo instituyó la Iglesia, constituyéndola como una realidad sobrenatural con origen divino, ya que Él mismo es Dios. Por tanto, sin la divinidad de Cristo, no existiría la Iglesia como institución divina.
Cristo, al enviar a los apóstoles, les confirió un poder y una autoridad particular que se transmite a sus sucesores, los obispos, mediante la imposición de manos en el orden episcopal, así como a los presbíteros y diáconos para sus respectivas funciones. Este orden jerárquico constituye la base de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo y unidad visible. Por ello, existe una sola Iglesia, santa, católica y apostólica, cuyo atributo de santidad no implica impecabilidad humana, sino que está apartada del mundo y consagrada por Dios para la salvación.
En esta estructura, Pedro ocupa un lugar singular. Cristo le confiere el “principado” visible al decirle: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18), y le entrega las llaves del Reino de los Cielos para atar y desatar (Mt 16,19), confiriéndole la autoridad suprema para gobernar la Iglesia. Esta autoridad se entiende como la cabeza visible y el fundamento de la unidad eclesial. La comunión con Pedro y sus sucesores es, por tanto, signo indispensable de pertenencia a la Iglesia verdadera.
Los apóstoles establecieron un orden de sucesión mediante el cual, al morir los primeros, hombres probos y aptos eran elegidos para tomar su lugar en el episcopado, el presbiterado y la diaconía. La continuidad apostólica garantiza que la doctrina y la disciplina se mantengan fieles a la enseñanza de Cristo, evitando errores doctrinales que pueden surgir con el tiempo. Esta sucesión también legitima los concilios, reuniones colegiales de obispos donde se definen y clarifican cuestiones de fe y moral ante nuevas controversias.
Los concilios ecuménicos representan el ejercicio pleno del magisterio, manifestando la unidad visible y la autoridad que posee la Iglesia para interpretar auténticamente la Sagrada Escritura y la Tradición. La participación en comunión con el Obispo de Roma, sucesor de Pedro, es la garantía de la universalidad y la verdad en las decisiones conciliares, tal como consta en las actas de los Concilios de Cartago e Hipona, donde las decisiones se enviaban a Roma para su confirmación.
En este contexto, la autoridad visible es lo que asegura la unidad doctrinal, litúrgica y disciplinar de la Iglesia. Sin esta autoridad, la interpretación bíblica queda fragmentada, como sucede en el protestantismo, donde la ausencia de un magisterio visible y sucesorio lleva a una multiplicidad de interpretaciones divergentes y contradictorias. Por ello, la autoridad visible no es un mero poder humano, sino una institución divina que garantiza la preservación íntegra de la Revelación a lo largo de los siglos.
IV. La autoridad y su infalibilidad:
La necesidad de una autoridad visible, ya expuesta en el apartado anterior, se conecta de modo natural con la cuestión de su infalibilidad. Si Cristo es verdadero Dios, entonces lo que Él ha fundado no puede carecer de eficacia sobrenatural para cumplir su misión. Cristo funda su Iglesia y la envía al mundo para enseñar “todas las cosas que os he mandado” (Mt 28,20), prometiendo estar con ella “todos los días, hasta el fin del mundo”. Esta promesa no es meramente una asistencia moral o afectiva, sino una garantía ontológica: la Iglesia no puede dejar de ser lo que Él la ha hecho. Por eso, si la Iglesia está llamada a enseñar la verdad en todo tiempo y lugar, y a guiar a los hombres a la salvación, es indispensable que pueda hacerlo sin error en materia de fe y de moral. De lo contrario, estaría condenada a contradicciones internas y su enseñanza perdería toda autoridad vinculante.
La Escritura nos muestra que Dios, siendo infalible, se ha dignado comunicar de manera limitada esa infalibilidad a sus instrumentos. El profeta no podía errar al transmitir el mensaje divino; el agiógrafo, asistido por el Espíritu Santo, escribía sin error lo que Dios quería que se escribiera (cf. Dei Verbum, 11). Esta asistencia divina no anula las facultades humanas, sino que las eleva, las purifica y las protege del error. Del mismo modo, el acto magisterial de la Iglesia —cuando se da en ciertas condiciones— participa de la infalibilidad divina, no por mérito humano, sino por don y asistencia del Espíritu Santo.
Por tanto, así como el Espíritu inspiró los escritos sagrados, también asiste a la Iglesia para que pueda interpretar, custodiar y enseñar infaliblemente la verdad contenida en ellos. La infalibilidad no se confunde con la impecabilidad, ni implica que todo lo dicho por miembros de la Iglesia esté libre de error. Se refiere, en sentido estricto, a la incapacidad de la Iglesia de errar al enseñar oficialmente una doctrina de fe o moral como definitiva, sea en un Concilio ecuménico, sea mediante una definición ex cathedra del Romano Pontífice, o también mediante el magisterio ordinario y universal cuando los obispos en comunión con el Papa enseñan una doctrina como definitiva.
Cristo, al prometer el envío del Espíritu Santo, lo hace en el contexto del mandato de enseñar: “El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todo cuanto Yo os he dicho” (Jn 14,26). La enseñanza de la Iglesia, cuando se ejerce en nombre de Cristo por quienes han recibido el mandato apostólico, está habitada por esa asistencia divina. El Espíritu no abandona jamás a la Iglesia, como cuerpo místico de Cristo, y en consecuencia le garantiza la capacidad de guiar a los fieles sin error en las cuestiones esenciales para la salvación.
Esta participación de la Iglesia en la infalibilidad divina se ordena a su misión, y en particular se concentra en el Magisterio, es decir, en el acto docente que compete a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro. Porque si bien toda la Iglesia es infalible in credendo (es decir, en cuanto al sensus fidei del pueblo fiel cuando cree unánime y universalmente lo que siempre ha creído la Iglesia), sólo el Magisterio es infalible in docendo (en su enseñanza oficial). Este carisma, conferido por Cristo, es ejercido de modo extraordinario en los Concilios ecuménicos y en las definiciones ex cathedra, y de modo ordinario en la enseñanza constante y universal del episcopado en comunión con el Papa.
El magisterio no es infalible en todos sus actos, sino únicamente en aquellos en los que se cumplen ciertas condiciones. Esto explica por qué pueden existir errores o imprudencias en ciertos documentos eclesiásticos de orden pastoral, disciplinar o teológico no definitivo. Sin embargo, cuando el Papa o el colegio episcopal definen solemnemente una doctrina de fe o moral como divinamente revelada, tal acto goza de infalibilidad por la misma promesa de Cristo. “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza” (Lc 10,16). Y también: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).
La necesidad de esta infalibilidad se desprende también de la naturaleza del hombre y de su vocación a la verdad. Una autoridad que puede equivocarse en lo que es esencial para la salvación no puede ser signo de la fidelidad de Dios. Y si el error puede permear la enseñanza oficial de la Iglesia, entonces el creyente no tiene base firme para asentir con fe a lo enseñado. La fe exige certeza, y la certeza requiere una garantía divina. Por eso, la infalibilidad del Magisterio es condición sine qua non para que la fe cristiana sea verdaderamente divina y no una opinión humana. El que cree, cree no por argumentos meramente racionales, sino porque Dios —que no puede engañarse ni engañarnos— lo ha revelado y su Iglesia lo ha enseñado con autoridad.
Ahora bien, ¿ha creído siempre la Iglesia que es infalible al enseñar? La respuesta debe partir del principio de catolicidad entendido según la regla de San Vicente de Lérins: “quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est”. Es decir, lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos. Esta fórmula nos permite identificar la fe auténtica y excluir las innovaciones. Si se demuestra que la Iglesia —entendida como el conjunto de los obispos en comunión con el Papa— ha enseñado constante y universalmente que goza de infalibilidad en su misión de enseñar la fe, entonces esa doctrina forma parte del depósito de la fe.
Y de hecho, desde los primeros siglos se constata que los fieles confiaban absolutamente en las decisiones doctrinales de los Concilios ecuménicos y en la enseñanza del obispo de Roma. San Ireneo, en el siglo II, habla de la Iglesia de Roma como aquella con la que toda Iglesia debe concordar por su autoridad preeminente en la sucesión apostólica (Adversus haereses). San Agustín, comentando el caso del pelagianismo, afirma: “Roma locuta est, causa finita est”. La Iglesia siempre ha considerado que los concilios ecuménicos, cuando definen una doctrina, lo hacen con autoridad infalible. Nadie ha creído legítimamente que un concilio verdadero —reunido con el Papa y enseñando sobre fe o moral— pudiera errar. Esa convicción no fue impuesta arbitrariamente, sino reconocida como testimonio del Espíritu.
El Concilio Vaticano I no introdujo una novedad al definir la infalibilidad papal ex cathedra, sino que hizo explícita una verdad que la Iglesia había vivido desde siempre. No se trata de un poder humano ni de una dictadura teológica, sino del ejercicio supremo del oficio pastoral de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32). Lo que se define infaliblemente no es lo que el Papa cree personalmente, sino lo que enseña formalmente como pastor universal, en comunión con la Iglesia, sobre una materia de fe o moral.
Cabe señalar que esta infalibilidad no destruye la libertad, sino que la garantiza. Porque libera a los fieles del error, y les permite asentir con certeza a lo enseñado. No obliga a aceptar cualquier opinión, sino que protege el núcleo de la fe contra la confusión y la manipulación doctrinal. De ahí que, aun en los momentos más oscuros de la historia, la Iglesia nunca ha enseñado formalmente una herejía. Pudo haber ambigüedades, silencios o incluso omisiones graves en el plano pastoral o disciplinar, pero nunca ha definido como dogma una doctrina falsa. Este hecho histórico es inexplicable sin la asistencia del Espíritu Santo.
Así se cumple la promesa de Cristo: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,13). Este Espíritu es el alma de la Iglesia, su principio vital y su luz interior. Y su acción no es intermitente ni caprichosa, sino constante y fiel. Por eso la Iglesia puede enseñar infaliblemente, no porque sus miembros sean infalibles, sino porque el Espíritu la asiste indefectiblemente.
En conclusión, la infalibilidad de la Iglesia es consecuencia necesaria de su origen divino, de su misión docente y del auxilio permanente del Espíritu Santo. La autoridad eclesial, sin infalibilidad, sería una mera administración humana sin garantía sobrenatural. Pero Cristo no ha dejado a su Esposa desprovista de los medios para cumplir su vocación: por eso, su autoridad visible —fundada sobre Pedro y los apóstoles— goza de una participación en la infalibilidad de Dios, que es la roca firme sobre la cual descansa toda la edificación de la fe.
V. Contraste entre los criterios católicos y las posturas protestantes sobre el Canon:
La afirmación de que la Iglesia necesita una autoridad visible e infalible para poder discernir, custodiar y enseñar con certeza el contenido de la Revelación ha sido sostenida desde los orígenes de la comunidad cristiana. Esta necesidad se torna aún más evidente cuando se examinan las consecuencias doctrinales del rechazo protestante a tal autoridad. En efecto, la Reforma del siglo XVI introdujo no solo una ruptura disciplinar y sacramental, sino un colapso de la noción misma de autoridad doctrinal objetiva, visible y vinculante, al negar que exista un órgano infalible en la tierra que tenga el poder de definir qué pertenece y qué no al depósito de la fe.
Los reformadores, si bien reconocieron la inspiración y la autoridad suprema de la Sagrada Escritura, sostuvieron que dicha autoridad era autosuficiente y no requería de una instancia eclesial infalible que la definiera o interpretara. Así, por ejemplo, Lutero argumentó que la Biblia era “autenticada” por el testimonio interior del Espíritu Santo en el corazón del creyente, de modo que no dependía de la aprobación eclesial para ser Palabra de Dios. Calvino, por su parte, afirmó que el alma regenerada por la gracia es capaz de reconocer en las Escrituras la voz de Dios, por lo que el Canon se impone a la Iglesia, y no al revés. Esta tesis, sostenida bajo la fórmula del testimonium Spiritus Sancti internum, excluye en principio la necesidad de una autoridad visible e infalible que garantice el contenido del Canon.
Sin embargo, esta concepción subjetivista e individualista no puede responder satisfactoriamente a una objeción de fondo: ¿cómo puede el creyente saber con certeza que aquellos libros que tiene en sus manos —y no otros— son efectivamente Palabra de Dios? Si no hay un juicio externo, público y asistido por el Espíritu que defina el Canon, entonces se cae en una circularidad: se cree que tal libro es inspirado porque así lo dice el libro, pero se acepta el libro porque se cree que es inspirado. El testimonio interior del Espíritu, al no estar regulado por una norma objetiva, se presta a múltiples contradicciones, como de hecho sucedió en la historia del protestantismo: Lutero dudó de la canonicidad de Hebreos, Santiago, Judas y Apocalipsis, y consideró que estos libros no estaban a la altura del Evangelio que él creía haber descubierto en Romanos y Gálatas. Zuinglio y otros reformadores debatieron si el Antiguo Testamento debía limitarse al canon hebreo, siguiendo el criterio rabínico de Jamnia. En consecuencia, la autoridad del Canon quedó subordinada a la teología del individuo o de la comunidad.
Por contraste, la Iglesia católica afirma que la autoridad de la Sagrada Escritura —aunque intrínseca en cuanto Palabra de Dios— necesita ser reconocida, delimitada y propuesta por una autoridad visible e infalible que actúe en nombre de Cristo. Esta autoridad es la Iglesia, que como columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15) puede discernir qué libros pertenecen auténticamente al depósito revelado. No se trata de que la Iglesia “haga” inspirado un libro por el hecho de declararlo tal, sino que, asistida por el Espíritu Santo, lo reconoce como inspirado y lo propone infaliblemente a los fieles como tal. Esta proposición infalible se dio históricamente en varios concilios —Hipona (393), Cartago (397 y 419), Florencia (1442), Trento (1546)— y fue ejercida definitivamente en Trento con autoridad dogmática. La Iglesia no eligió arbitrariamente los libros, sino que, mediante el uso de criterios históricos y doctrinales (apostolicidad, ortodoxia, uso litúrgico, etc.), y con la asistencia del Espíritu, definió infaliblemente el Canon como expresión objetiva de la Revelación.
La diferencia, entonces, no está solo en los métodos o en la extensión del Canon (como sucede con los deuterocanónicos), sino en el principio mismo de autoridad. El protestante parte de un criterio subjetivo, ya sea individual o comunitario, fundado en una supuesta guía del Espíritu no mediada visiblemente, mientras que el católico afirma que el Espíritu guía a la Iglesia visiblemente instituida por Cristo, con una jerarquía y un magisterio asistidos infaliblemente en determinadas condiciones. Por ello, la Iglesia puede definir con certeza lo que pertenece a la Revelación y lo que no. Y esta certeza es necesaria para la fe, pues no puede asentirse con fe divina a un contenido del cual no se tiene seguridad objetiva.
Este punto es crucial: si no existe un órgano infalible que defina el Canon, entonces tampoco se puede tener fe divina en que la Biblia, tal como la conocemos, sea íntegramente Palabra de Dios. La fe quedaría reducida a una probabilidad moral, o al convencimiento subjetivo del lector. Pero la fe exige certeza basada en la autoridad de Dios que revela, y esta autoridad divina se manifiesta en la Iglesia como instrumento de Cristo. No es posible sostener con coherencia que los libros de la Escritura son inspirados y normativos, y al mismo tiempo rechazar la autoridad de la Iglesia que los reconoció como tales. El rechazo de la infalibilidad eclesial lleva necesariamente al relativismo bíblico.
La fragmentación doctrinal del protestantismo es un resultado directo de este rechazo. Una vez que se niega la necesidad de una autoridad visible e infalible que interprete y defina el contenido de la fe, cada comunidad —y aun cada creyente— se convierte en su propio magisterio. Por eso, entre los grupos protestantes se encuentran posiciones irreconciliables sobre temas fundamentales: desde la justificación hasta los sacramentos, desde la cristología hasta la moral sexual, desde el rol del bautismo hasta la divinidad de Cristo. Aun cuando muchos protestantes afirman la inspiración de las Escrituras, no pueden evitar que el texto sea interpretado de manera contradictoria, porque carecen de un criterio último que resuelva las disputas doctrinales de manera vinculante.
En cambio, la Iglesia católica, al tener una autoridad infalible que define el Canon y su interpretación auténtica, conserva la unidad doctrinal esencial a lo largo de los siglos. No se trata de uniformidad exterior, sino de continuidad vital en la misma fe recibida de los Apóstoles, preservada por la Tradición y definida por el Magisterio. Así se cumple la oración de Cristo: “Padre santo, guárdalos en tu nombre... para que sean uno como nosotros” (Jn 17,11). Esa unidad no es un simple consenso moral, sino una comunión visible en la misma fe, los mismos sacramentos y la misma autoridad. Por eso, mientras que el protestantismo ha multiplicado las divisiones bajo el principio de la sola Scriptura, la Iglesia católica ha mantenido la cohesión doctrinal bajo el principio de la Tradición viva, iluminada por el Espíritu y garantizada por la autoridad infalible de la Iglesia.
¿Qué significa que la Iglesia “define” el Canon?
Cuando afirmamos que la Iglesia “define” el Canon bíblico, no estamos diciendo que lo “inventa”, lo “fabrica” o lo “crea” como si fuera autora de su contenido. La Iglesia no es la fuente de la Revelación divina, sino su receptora, guardiana y transmisora. La Revelación tiene su origen en Dios mismo, quien habló en los tiempos antiguos por los profetas y, en la plenitud de los tiempos, por su Hijo (cf. Heb 1,1-2). Los escritos inspirados son fruto de la iniciativa divina: “Toda Escritura es inspirada por Dios” (2 Tim 3,16), lo cual implica que su autor principal es el Espíritu Santo, aunque se haya servido de autores humanos.
Por tanto, la definición del Canon por parte de la Iglesia no equivale a una creación ex nihilo, sino a un acto de discernimiento infalible mediante el cual se reconoce, acoge y solemnemente proclama qué libros han sido efectivamente inspirados por Dios y, por ello, deben ser recibidos como Escritura sagrada por todo el pueblo cristiano. Es decir, la Iglesia no determina qué libros deben ser inspirados, sino que, con la asistencia del Espíritu Santo prometida por Cristo (cf. Jn 14,26), reconoce cuáles lo son objetivamente, por haber sido inspirados por Dios en la economía de la Revelación.
La Iglesia, por tanto, no crea la inspiración de los libros canónicos, ni los hace inspirados por el hecho de declararlos como tales. Lo que hace —y esto es decisivo— es reconocer formal y públicamente que ciertos libros, entre todos los que circulan, son efectivamente inspirados, y que deben ser leídos y venerados como Palabra de Dios. Este reconocimiento lo hace con la autoridad que ha recibido de Cristo, asistida por el Espíritu Santo, quien guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16,13). Es un acto magisterial, no legislativo en sentido humano, y mucho menos arbitrario. Así lo entendió siempre la Tradición católica: la Iglesia es la receptora, custodia e intérprete autorizada de la Revelación, pero no su fuente.
Desde el punto de vista filosófico, este acto de discernimiento se comprende mejor a la luz de la distinción entre actus y potentia. El entendimiento humano —y por extensión, el entendimiento eclesial como cuerpo docente animado por el Espíritu— se halla en potentia cognoscitiva, es decir, en capacidad de conocer, pero no posee por sí solo el acceso necesario a las verdades divinas sin ser elevado por la gracia. En su naturaleza, el alma racional puede —en cuanto potentia oboedientialis— ser elevada por Dios a operaciones que superan sus capacidades naturales, sin por ello ser violentada ni anulada en su ser.
Así, cuando la Iglesia —en su función magisterial— discierne qué libros son inspirados, no actúa meramente según una facultad humana o en virtud de una operación racional autónoma, sino que su operatio (acto segundo, en acto) es el fruto de una actus operantis asistido por Dios. Es decir, la operatio magisterii al definir el Canon se realiza en acto no solo por el ejercicio de una facultad humana perfeccionada por el hábito adquirido o por el saber histórico, sino principalmente por un actus infuso, una moción divina que mueve a la Iglesia non coacte sed libere, es decir, sin coerción, pero con eficacia.
Esta moción divina es lo que se llama carisma de infalibilidad, por el cual el Espíritu Santo actualiza la potentia Ecclesiae docendi —la capacidad de enseñar— en conformidad plena con la verdad revelada, preservándola del error. Esta actualización no es mecánica ni externa, sino íntima y connatural, ya que el Espíritu, que habita en la Iglesia como en su templo, mueve interiormente a los pastores —especialmente al Romano Pontífice y al Colegio Episcopal en comunión con él— a juzgar conforme a la fe apostólica recibida.
En este contexto, la definición del Canon no es un acto meramente disciplinar, ni tampoco un ejercicio de autoridad desnuda (potestas sin veritas), sino una operatio veritatis bajo asistencia sobrenatural. Se trata de una actualización específica del intelecto eclesial que, en virtud de una asistencia divina prometida y obrada por el Paráclito, participa —de manera análoga y limitada— del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de sus designios revelados. En este sentido, la definición canónica es un acto teándrico institucional: una acción realizada por sujetos humanos en cuanto elevados por la gracia, sin confusión de naturalezas ni disolución del sujeto.
La Iglesia, como Cuerpo Místico de Cristo, recibe de su Cabeza —Cristo glorioso— no solo la misión de enseñar (cf. Mt 28,19-20), sino también la asistencia permanente que hace posible el ejercicio infalible de dicha misión cuando define solemnemente materias de fe y moral. El acto de definir el Canon, por tanto, se sitúa dentro del horizonte de la operatio Dei per Ecclesiam, y su infalibilidad es fruto de la inhabitatio Spiritus Sancti, que garantiza que la decisión magisterial no será errónea ni defectuosa en lo que concierne al objeto formal de la fe: el contenido revelado por Dios y confiado a la custodia de la Iglesia.
Así, aunque el juicio sobre el Canon se formula mediante deliberaciones humanas, consultas, y discusiones, el actus finalis —la definición infalible— es un fruto del Espíritu, quien mueve eficazmente a la Iglesia para que, al ejercer su función docente, no yerre en cuanto a la identificación de aquellos libros que forman parte del depósito revelado. La Iglesia, por tanto, recibe el Canon como un don, lo discierne como un deber, y lo proclama como una madre que enseña con autoridad, no por soberanía personal, sino por fidelidad esponsal a su Señor.
En este sentido, decimos que la Iglesia recibe el Canon como parte de la Revelación apostólica, lo custodia con fidelidad a lo largo de los siglos, y lo transmite a cada generación con autoridad y sin error. Esta triple función —receptora, custodial y transmisora— es un reflejo de su misión como sierva de la Palabra, no como su dueña. San Agustín lo expresa claramente al decir: "Yo no creería en el Evangelio, si no me moviera a ello la autoridad de la Iglesia católica" (Contra ep. Manichaei, 5,6). La autoridad eclesial no suplanta a la Palabra, sino que la señala, la propone, la protege y la explica.
Por eso es que hablamos de definición del Canon como una decisión dogmática y vinculante, tomada por la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo, que pone fin a toda duda legítima sobre qué libros pertenecen o no al depósito revelado. Esta definición no fue instantánea ni caprichosa: fue el fruto de un discernimiento prolongado, que incluyó el testimonio de los Padres, el uso litúrgico de las comunidades, la coherencia doctrinal de los textos y, en última instancia, el juicio del Magisterio asistido infaliblemente. El Canon, en su forma definitiva, fue definido dogmáticamente por el Concilio de Trento en 1546, aunque ya había sido sancionado con autoridad en los concilios de Hipona (393), Cartago (397 y 419) y reafirmado en Florencia (1442). Trento no inventó el Canon; simplemente lo cerró oficialmente, definiendo que esos libros y solo esos son inspirados, "con igual piedad y reverencia" tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.
Este matiz es esencial: la Iglesia no elige los libros como quien compila una antología piadosa, sino que discierne y declara cuáles fueron inspirados por Dios desde su origen. De hecho, la inspiración precede cronológicamente a cualquier reconocimiento eclesial. Pero la certeza objetiva de qué libros fueron inspirados —y cuáles no— no puede depender ni del sentimiento personal, ni del consenso mayoritario, ni de la erudición académica. Debe depender de una autoridad visible, colegiada y asistida por Dios, como lo es el Magisterio eclesial.
Este punto resuelve un falso dilema que algunos presentan: si la Iglesia "define" el Canon, entonces es superior a la Escritura. No es así. La Iglesia no es superior a la Escritura en cuanto contenido revelado, sino que, como instrumento del Espíritu, tiene autoridad para reconocerla y proponerla infaliblemente. Es lo mismo que sucede con el dogma de la Trinidad o con los concilios ecuménicos: la Iglesia no inventa verdades, sino que las declara con autoridad. Así como no se puede acusar al Concilio de Nicea de haber "creado" la divinidad del Hijo por definirla dogmáticamente en el 325, tampoco se puede acusar a Trento de haber "creado" el Canon por definirlo solemnemente en 1546. La verdad definida siempre preexiste a la definición; pero la definición permite que esa verdad se reciba con certeza, y no con ambigüedad o duda.
Por tanto, al hablar de la definición del Canon, lo que se afirma no es una invención tardía, sino un acto de discernimiento infalible. Y este acto, necesario para preservar la unidad de la fe, solo puede proceder de una autoridad visible, universal y perpetua: la Iglesia de Cristo, fundada sobre los apóstoles y guiada por el Espíritu Santo.
Conclusión:
La autoridad visible e infalible de la Iglesia como condición necesaria del Canon y de la fe apostólica
La discusión sobre el Canon de las Escrituras, su definición y transmisión, así como sobre la naturaleza de la Iglesia y su autoridad docente, no es una mera cuestión historiográfica o filológica. Es una cuestión doctrinal, de implicancias eclesiológicas y soteriológicas profundas. En el contexto de las divisiones surgidas a partir de la Reforma protestante y de los diversos intentos posteriores por definir el Canon con criterios puramente humanos, ha quedado demostrado que dichos esfuerzos están viciados por una contradicción insalvable: pretenden recibir la Escritura como inspirada sin reconocer la autoridad que la define, propone y custodia.
A lo largo de este estudio hemos demostrado que la definición del Canon no es un acto inventivo de la Iglesia, sino un acto de discernimiento infalible ejercido por la autoridad apostólica visible, la misma que Cristo confirió a los Apóstoles y que se perpetúa en el Magisterio. La Iglesia no crea el Canon, sino que lo recibe, lo custodia y lo transmite. No lo hace como una mera institución humana, sino como Cuerpo de Cristo asistido por el Espíritu Santo, en virtud de una participación derivada, limitada pero real, de la infalibilidad divina. Esta participación se expresa de modo pleno y garantizado cuando la Iglesia enseña de modo solemne, sea por el Papa ex cathedra, sea por el Colegio Episcopal en concilio ecuménico.
En este contexto se hace evidente que sin una autoridad visible e infalible no hay posibilidad alguna de Canon. Todo intento de establecer el Canon a partir de criterios humanos como la antigüedad, la ortodoxia doctrinal, la consonancia litúrgica o el uso eclesial, está condenado al relativismo. Estos criterios son auxiliares, pero no definitorios, porque su aplicación requiere una autoridad que juzgue con certeza, y esa autoridad no puede ser subjetiva ni fragmentaria. No puede depender del juicio personal de cada creyente, ni de un consenso probabilístico entre eruditos o comunidades. Debe ser una autoridad objetiva, divinamente asistida, capaz de definir con obligación de fe. Y esta autoridad solo existe en la Iglesia católica.
Los intentos protestantes de definir el Canon sin una Iglesia infalible caen necesariamente en el subjetivismo o en el racionalismo crítico. Como se ha demostrado, las primeras generaciones reformadas mantuvieron el Canon católico del Nuevo Testamento no por convicción autónoma, sino por inercia histórica. Lutero mismo intentó remover libros que no concordaban con su teología, y la diversidad de los canones protestantes posteriores lo confirma: algunos aceptan Hebreos, otros no; unos incluyen el Apocalipsis, otros lo rechazan; unos canonizan libros protocanónicos del Antiguo Testamento, otros los mutilan. Esta pluralidad es el fruto inevitable de la ausencia de una autoridad divina que pronuncie un juicio definitivo.
Por el contrario, la Iglesia católica, desde los concilios de Hipona y Cartago hasta el Concilio de Trento, pasando por Florencia, ha mantenido con coherencia y unidad la misma lista de libros sagrados. Esta continuidad no puede explicarse sino por la acción del Espíritu Santo, quien asiste a la Iglesia no sólo en su existencia sacramental, sino también en su función docente. Esta es la esencia del Magisterio: un servicio a la Verdad, no una imposición despótica, sino una garantía divina de fidelidad.
Al reconocer que la definición del Canon es un acto infalible de la Iglesia, se hace también necesario reconocer que esta Iglesia no puede enseñar error en materia de fe y costumbres. Esto no implica que cada uno de sus miembros sea impecable o infalible en su vida o expresiones personales, sino que, en su Magisterio solemne, la Iglesia está preservada de error. Esta infalibilidad no le pertenece por naturaleza humana, sino por promesa divina: "El Espíritu de verdad os conducirá a toda la verdad" (Jn 16,13). "Quien a vosotros escucha, a mí me escucha" (Lc 10,16).
Y esto nos lleva a la necesidad de una autoridad visible. Cristo, al instituir la Iglesia, no dejó su doctrina en manos de una interpretación privada ni confó su mensaje al juicio libre de cada individuo. Fundó una comunidad visible, jerárquica, apostólica, dotada de sacramentos y encabezada por un colegio apostólico presidido por Pedro. A esta Iglesia le encomendó la misión de enseñar, bautizar, hacer memoria suya en la Eucaristía y ser columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15). Por eso la autoridad eclesial no es una usurpación, sino un mandato.
Esta autoridad debe ser infalible en su ejercicio más alto, no por arrogancia, sino por necesidad. Si la Iglesia pudiese enseñar error al definir una verdad revelada, entonces la Revelación misma quedaría expuesta a la corrupción y la confusión. Si la Iglesia pudiese errar al declarar el Canon, entonces no habría certeza posible sobre qué es o no Palabra de Dios. Y si no hay certeza sobre la Palabra, toda doctrina derivada de ella queda en entredicho.
Los protestantes se ven así atrapados en una paradoja: niegan la infalibilidad de la Iglesia, pero aceptan un Canon definido por ella. Rechazan la autoridad docente del Magisterio, pero su fe depende de una lista de libros que solo el Magisterio ha podido definir con certeza. Esta incoherencia los lleva, o bien a una reducción arbitraria del Canon (como Lutero), o bien a un fideísmo irracional, que acepta el Canon sin razón suficiente, o bien a un escepticismo crítico que cuestiona incluso los Evangelios.
En cambio, el católico, al aceptar el Canon, acepta también la autoridad de la Iglesia que lo define. Y al aceptar esa autoridad, reconoce que Cristo no ha abandonado a su Iglesia, sino que la asiste y la conduce por medio del Espíritu. Así se preserva la unidad de la fe, la integridad de la doctrina, la continuidad de la Tradición.
Por todo ello, se concluye con certeza doctrinal, histórica y teológica que el Canon de las Escrituras sólo es posible si existe una autoridad visible, universal e infalible que lo declare. Y esa autoridad solo puede ser la Iglesia católica, una, santa, católica y apostólica, columna y fundamento de la verdad. Negar esta autoridad es negar la posibilidad misma del Canon, y con ello, la certeza objetiva de la fe cristiana.
Por eso afirmamos: no hay Canon sin Iglesia, no hay Iglesia sin autoridad, no hay autoridad sin infalibilidad, y no hay infalibilidad sin la asistencia del Espíritu que Cristo dio a su Iglesia para enseñar, santificar y regir hasta el fin de los tiempos.