El error de Lutero
Síntesis
Sobre el Ser y la Palabra de Dios
Martín Lutero fue un hombre que, buscando una reforma dentro de la Iglesia, terminó provocando una ruptura que cambió la historia del cristianismo. Su error más profundo no fue solo teológico o disciplinar, sino filosófico: fue un error sobre el Ser, sobre la forma en que entendemos a Dios, al hombre y a la Iglesia.
Lutero, en su angustia personal y en su lucha con el pecado, llegó a concebir al ser humano como radicalmente corrompido, incapaz de cooperar con Dios en su salvación. Para él, el hombre no podía elevarse, no podía realizar su naturaleza ni perfeccionarse. Aquí aparece el primer gran error: negar que el hombre, aunque herido por el pecado, sigue teniendo una naturaleza creada por Dios, que conserva una capacidad orientada al bien, aunque necesitada de la gracia. Negar esto es negar una verdad del Ser: que lo creado por Dios es bueno en sí mismo, aunque esté dañado por el pecado. Lutero convirtió al ser humano en un ser pasivo, incapaz de responder libremente a Dios. En términos filosóficos, esto significa romper la relación armoniosa entre naturaleza y gracia, entre el ser y su plenitud. Ya no hay un "deber ser" que brote de lo que somos; solo queda una voluntad divina que salva por la fe, sin que el hombre colabore.
Este error se conecta directamente con el segundo: la Sagrada Escritura como único tribunal supremo, aislada de la Iglesia. Lutero afirmó que la única autoridad válida para definir la fe y la moral era la Biblia. A esto se lo llama el principio de sola Scriptura ("solo la Escritura"). Pero este principio encierra una contradicción: la Biblia misma no se puede validar a sí misma fuera de la Iglesia. ¿Por qué? Porque fue la Iglesia la que, guiada por el Espíritu Santo, reconoció, recopiló y preservó los libros que hoy llamamos "Sagradas Escrituras". Si la Iglesia no tiene autoridad, ¿quién dice qué libros forman parte de la Biblia? ¿Quién interpreta correctamente sus palabras?
Al separar la Escritura de la Iglesia, Lutero rompió el vínculo entre la Palabra viva de Dios y la comunidad visible que la custodia y transmite. La Escritura, sin una autoridad que la interprete fielmente, se vuelve ambigua, y cada persona puede darle el sentido que quiera. Esto ha llevado a miles de divisiones dentro del protestantismo. Lo que debía ser un límite claro para la fe y la moral —la Palabra de Dios— se volvió, sin la Iglesia, una fuente de subjetividad. No hay tribunal común, no hay criterio firme, porque la interpretación queda al juicio individual.
En cambio, la enseñanza católica afirma que la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia forman un único y mismo depósito de la verdad revelada. La Escritura no está por encima de la Iglesia, ni la Iglesia por encima de la Escritura; ambas están unidas, y una no se entiende sin la otra. La Iglesia no inventa la verdad, sino que la sirve, y al hacerlo, garantiza el sentido auténtico del Ser, del hombre, de Dios y de su Palabra.
Por eso, el error protestante no fue solo un desacuerdo teológico, sino una ruptura en la comprensión misma de la realidad. El Ser dejó de ser comprendido como una unidad armoniosa entre naturaleza y gracia, entre palabra y comunidad, entre lo creado y lo revelado. Y cuando se pierde esa unidad, también se pierde el camino claro hacia la verdad, el bien y la plenitud del hombre.
La Sagrada Escritura: su ser y su deber ser en la Iglesia Católica
La Sagrada Escritura —la Biblia— es un don precioso que Dios ha dado a su Iglesia. Pero para entender correctamente qué es y para qué existe, debemos distinguir cuidadosamente: la Biblia contiene la Palabra de Dios, pero no es, en sí misma, el Verbo de Dios en su sentido pleno.
En el Evangelio según san Juan, se dice con claridad: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). El Verbo (en griego, Logos; en latín, Verbum) no es un libro, ni un texto, sino una Persona: Jesucristo, el Hijo eterno del Padre. Él es la Palabra definitiva de Dios al mundo, no un mensaje más, sino la Revelación misma hecha carne. Por eso, la Biblia no es el Verbo, sino que da testimonio del Verbo. Como afirma el Concilio Vaticano II en Dei Verbum n. 7, la Revelación de Dios se realiza en hechos y palabras íntimamente unidos, pero alcanza su plenitud en Cristo.
Así, el ser de la Biblia consiste en ser testimonio inspirado de la Palabra viva, signo y medio a través del cual Dios se comunica con su pueblo. Es Palabra de Dios en sentido derivado y participado, no absoluto: está inspirada por el Espíritu Santo, escrita por autores humanos, y confiada a la Iglesia. Tiene un origen divino, pero una forma humana. Y como toda palabra humana, requiere interpretación auténtica —no privada ni arbitraria— para que su sentido pleno se conserve y se transmita fielmente.
El deber ser de la Escritura es, por tanto, servir como instrumento vivo dentro de la Tradición Apostólica, en comunión con el Magisterio de la Iglesia. No fue dada para ser leída en aislamiento ni interpretada individualmente, sino para formar parte del proceso vivo por el cual Dios guía a su Iglesia en la verdad.
El error protestante: confundir la Biblia con el Verbo eterno
Uno de los errores más graves del protestantismo es identificar la Escritura escrita con la Palabra de Dios en sentido absoluto, como si la Biblia fuera la Palabra (con mayúscula) en la misma forma en que lo es Cristo. Al sostener el principio de sola Scriptura —que solo la Biblia es fuente y norma última de fe—, el protestantismo comete un doble error:
Teológico: porque la Palabra definitiva de Dios no es un libro, sino una Persona: Jesucristo. La Biblia habla de Él, pero no lo agota. Separar la Escritura de la Tradición viva y del Magisterio es como intentar comprender a Cristo sin la Iglesia, que es su Cuerpo.
Lógico: porque comete la falacia de petitio principii (petición de principio), al usar la Biblia para justificar su propia autoridad, sin reconocer que la Biblia no se explica ni se garantiza a sí misma, sino que fue la Iglesia Católica, en el siglo IV, la que definió y cerró el canon bíblico inspirado. Rechazar la autoridad de la Iglesia y luego aceptar el canon que ella definió es incoherente.
Además, al aislar el texto bíblico de su contexto eclesial, el protestantismo reduce la Revelación a un documento, y con ello fragmenta su interpretación. Esta lectura individualista ha generado miles de denominaciones con doctrinas contradictorias, algo incompatible con la unidad querida por Cristo.
El error de sola fide: fe sin transformación
Otro error es el de sola fide (“solo la fe salva”), que sostiene que el hombre es justificado solo por un acto de fe, sin necesidad de obras ni participación activa. Esta doctrina reduce la relación con Dios a un evento interior y subjetivo, ignorando que la fe verdadera —como dice Santiago— “si no tiene obras, está muerta” (St 2,26). La fe que justifica es una fe viva, que actúa por la caridad (cf. Gál 5,6), y eso es también lo que enseña la Escritura.
Este error niega la cooperación del hombre con la gracia, y con ello niega también el "deber ser" del creyente: su vocación a crecer en santidad, en obediencia a la voluntad de Dios. Una fe sin obras es una fe sin seguimiento, sin cruz, sin transformación interior.
Conclusión: Escritura viva en el corazón de la Iglesia
La Sagrada Escritura es Palabra de Dios en cuanto que da testimonio fiel del Verbo, pero no es el Verbo mismo, que es Jesucristo. Fue inspirada, custodiada y transmitida por y dentro de la Iglesia Católica, y su interpretación auténtica solo es posible dentro de la Tradición apostólica, bajo la guía del Magisterio.
Su deber ser es servir a la vida de la Iglesia, alimentar la fe, formar la conciencia, y conducir al encuentro con Cristo vivo en los sacramentos, la oración y la caridad. Leída fuera de la Iglesia, sin la Tradición y sin el Magisterio, la Escritura corre el riesgo de convertirse en letra muerta, manipulada por cada lector según su criterio personal.
Por eso, para quien busca la verdad plena, no basta la Biblia sola. Hace falta la Iglesia, cuerpo vivo de Cristo, en la que la Palabra escrita se convierte en Palabra vivida. Solo así, la Escritura cumple su verdadera misión: conducirnos al Verbo eterno, Jesucristo, y hacernos partícipes de su vida.