El Comienzo de los Dolores
Análisis
Entre la Revelación Divina y los Conflictos del Mundo
Vivimos tiempos convulsos. En los noticieros, en las calles, en los informes de organismos internacionales, se repite una misma secuencia: guerras, hambre, persecución, tensiones crecientes, desmoronamiento de estructuras sociales, colapsos económicos, signos naturales alarmantes. África arde bajo conflictos tribales y religiosos; Asia hierve entre expansionismos imperiales y la opresión de minorías; el llamado Medio Oriente —tierra de promesas, patriarcas y profetas— parece más bien un escenario perpetuo de enfrentamientos cuyo origen y finalidad se difuminan en la bruma de intereses geopolíticos. En este contexto global, muchos se hacen la misma pregunta: ¿qué está pasando con el mundo? Y otros, quizás más perspicaces o espiritualmente atentos, formulan la verdadera cuestión: ¿qué está diciendo Dios en medio de todo esto?
Jesucristo mismo, cuando anunció los eventos que precederían su retorno glorioso, usó una expresión que resuena con particular fuerza en nuestros días: “el comienzo de los dolores” (cf. Mt 24,8). Esta frase —tomada del vocabulario propio de la mujer que entra en trabajo de parto— implica que los dolores que experimenta el mundo no son definitivos ni terminales, sino previos a un nacimiento, a una manifestación, a un alumbramiento escatológico. Pero, como en todo parto, los dolores se intensifican, se suceden en oleadas, y culminan en una crisis final. No se trata, pues, de catástrofes al azar, sino de signos que deben ser discernidos a la luz de la revelación divina. Porque si el mundo atraviesa un umbral, si la historia humana se precipita hacia su consumación, entonces corresponde a los creyentes —especialmente a los que profesan la fe católica— comprender el tiempo que están viviendo, y no ser como los hipócritas que saben interpretar el color del cielo, pero no los signos de los tiempos (cf. Mt 16,3).
Este ensayo es una invitación a leer esos signos con inteligencia espiritual, con fidelidad al Magisterio, y con la audacia que nace de saber que el Señor ya nos lo ha advertido todo desde antiguo. Nos apoyaremos exclusivamente en la Sagrada Escritura como eje interpretativo, y al mismo tiempo incluiremos referencias puntuales a autores contemporáneos que han procurado aplicar las profecías bíblicas al contexto actual, como el licenciado Ángel Revilla —más conocido por su canal “Dross”—, quien, desde una plataforma secular pero sensible a lo sobrenatural, ha puesto en circulación preguntas y asociaciones que, si bien requieren discernimiento, no pueden ser descartadas como irrelevantes.
Como autor de la colección El Apocalipsis de San Juan en el libro “Eras de Revelación”, quiero aclarar desde el inicio que este texto no pretende ser una profecía nueva ni una revelación privada. No se trata de añadir nada a lo ya revelado, sino de meditar, profundizar y desarrollar —siguiendo las huellas de intérpretes como el P. Leonardo Castellani y el P. José Antonio Fortea— lo que la Tradición ha transmitido y lo que la Escritura ha profetizado. Mi tarea, como siempre, es servir de puente entre la Palabra de Dios y los acontecimientos del mundo, con la humildad de quien sabe que sólo la gracia divina da luz para interpretar, y que sin ella, la profecía permanece sellada.
En mis dos primeros libros —especialmente en Los siete sellos, que forma el segundo volumen de esta serie— me he centrado en los grandes ciclos de juicios representados por los sellos y las trompetas. Allí he propuesto, con temor de Dios y sin pretensión de infalibilidad, una lectura que armoniza los datos bíblicos con los eventos históricos contemporáneos. En el siguiente volumen, haré referencia a las divisiones posteriores —las copas de la ira, las visiones del dragón y de la bestia, la caída de Babilonia—, y prometo al lector que, si Dios me concede el entendimiento, el tercer libro abordará con mayor profundidad la interpretación de estas visiones, no como un ejercicio de especulación, sino como una tarea profética al servicio del pueblo fiel.
Este texto, por tanto, debe leerse como una disertación personal, una reflexión que se apoya en los textos sagrados y en la doctrina perenne de la Iglesia, pero que no obliga a la conciencia del lector más allá de lo que enseña el Magisterio. No estoy declarando que los eventos actuales sean sin más los anunciados en el Apocalipsis, pero sí afirmo que pueden corresponder a etapas anticipadas por el Espíritu Santo. Y si no aprendemos a pensar así, corremos el riesgo de permanecer ciegos ante los hechos, o —peor aún— de ser arrastrados por doctrinas falsas y engaños apocalípticos sin fundamento.
Los nombres de los imperios pueden haber cambiado, pero los espíritus que los mueven son los mismos. La batalla entre el macho cabrío y el carnero (cf. Dn 8) —alegoría que muchos han identificado con el enfrentamiento entre Grecia y Persia, y que autores modernos asocian a Estados Unidos e Irán— sigue siendo una clave válida si se la interpreta con sensatez. No pretendemos identificar de manera exacta a cada protagonista de las visiones proféticas, sino aprender los principios con los que Dios actúa en la historia. Como decía el P. Castellani: “Las profecías no se cumplen nunca como uno las espera; pero siempre se cumplen.”
Finalmente, invito al lector a no ver en este ensayo una conclusión cerrada, sino un punto de partida. Quien desee ahondar en las tesis aquí esbozadas puede acudir a mis obras previas —Los siete sellos, Era de Revelación— donde se desarrollan las líneas maestras de esta interpretación. Y en lo que vendrá —si Dios así lo dispone— espero continuar trazando este mapa espiritual de los tiempos, siempre con el deseo de servir a la Verdad, que no es un concepto abstracto, sino una Persona viva: Jesucristo, el Señor de la historia.
“Todo ya está cumplido”
Desde una lectura estrictamente profética, anclada en el marco de la Revelación y la autoridad de la Sagrada Escritura, las visiones de los profetas Daniel, Jeremías y Ezequiel ofrecen un panorama histórico-escatológico sobre la sucesión de imperios mundiales que precederían la venida del Mesías prometido. Estas visiones no deben interpretarse simbólicamente en el vacío ni desplazadas a contextos modernos sin una verificación rigurosa de su cumplimiento histórico dentro del plan divino. En efecto, la exégesis católica tradicional, sustentada en el magisterio y en el pensamiento de autores como San Jerónimo, Santo Tomás de Aquino y, más recientemente, en intérpretes como el P. Leonardo Castellani, reconoce que dichas profecías encuentran su cumplimiento pleno en el proceso histórico que desemboca en la Encarnación del Verbo.
La visión de la estatua en el segundo capítulo del libro de Daniel, revelada en un sueño al rey Nabucodonosor e interpretada por el propio Daniel, establece la primera secuencia profética de reinos mundiales. La estatua está compuesta por una cabeza de oro, un pecho y brazos de plata, un vientre y muslos de bronce, piernas de hierro y pies parcialmente de hierro y barro cocido. Daniel identifica la cabeza de oro con el imperio de Babilonia, representado en ese momento por Nabucodonosor mismo, cuya autoridad había sido otorgada directamente por el Dios del cielo (Dn 2,37-38). El siguiente reino, inferior al primero, es el de los medos y persas, simbolizado por la plata, que sucede al babilonio tras la conquista de Babilonia por Ciro el persa. El tercer reino, de bronce, se asocia tradicionalmente con el Imperio Macedonio de Alejandro Magno, que se impuso sobre el mundo conocido con velocidad y extensión notables. Finalmente, las piernas de hierro corresponden al Imperio Romano, caracterizado por su fortaleza, disciplina militar y capacidad de destrucción, aunque con una fase final dividida y frágil, como lo indican los pies de hierro mezclado con barro.
Esta primera visión encuentra su correlato simbólico en la visión de las cuatro bestias descrita en Daniel 7, donde se representan nuevamente los cuatro imperios, ahora desde una perspectiva teológica: como poderes terrenales que surgen del “mar”, imagen constante en la literatura profética para aludir al caos, la inestabilidad y el mundo de las naciones gentiles. La primera bestia es un león con alas de águila, que corresponde a Babilonia; majestuoso y rápido, pero que posteriormente es humanizado, se le arrancan las alas y se le da un corazón de hombre, indicando el cambio en el carácter de Nabucodonosor tras su humillación y conversión (Dn 4). La segunda bestia, semejante a un oso, representa a los medos y persas; se alza de un costado, indicando el predominio persa sobre los medos, y se le ordena devorar mucha carne, aludiendo a sus conquistas territoriales. La tercera es un leopardo con cuatro alas y cuatro cabezas, identificado con el imperio macedonio de Alejandro Magno, cuyo reino fue dividido tras su muerte entre sus cuatro generales (casando con Daniel 8,8-22). La cuarta bestia, terrible, espantosa y extraordinariamente fuerte, con dientes de hierro, representa a Roma, que rompe, devora y pisotea los restos de los anteriores imperios. Esta última bestia presenta diez cuernos, es decir, diez reyes o poderes menores, y de entre ellos surge un cuerno pequeño que habla con arrogancia y blasfemia, el cual debe ser entendido como un tipo, una figura anticipatoria del anticristo escatológico.
La visión del carnero y el macho cabrío en Daniel 8 ofrece mayor especificidad en cuanto a los imperios medo-persa y griego. El carnero de dos cuernos simboliza el poder dual de medos y persas, mientras que el macho cabrío que lo embiste desde el occidente es identificado con Grecia, y su gran cuerno con Alejandro Magno. Tras la muerte de Alejandro, el cuerno se rompe y en su lugar aparecen cuatro cuernos menores, que simbolizan la división del imperio entre sus generales: Casandro, Lisímaco, Seleuco y Ptolomeo. De uno de estos cuernos emerge un cuerno pequeño que crece mucho, incluso hacia el pueblo santo, profanando el santuario. Esta figura es reconocida tradicionalmente como Antíoco IV Epífanes, rey de la dinastía seléucida, quien persiguió violentamente al pueblo judío, profanó el Templo de Jerusalén y se erigió como figura anticipatoria del último perseguidor mesiánico.
El cumplimiento de todas estas visiones encuentra su punto culminante en el anuncio profético de las “setenta semanas” (Dn 9,24-27), en el que el ángel Gabriel revela a Daniel un período definido para la consumación de los tiempos mesiánicos: setenta semanas de años (490 años) hasta que se termine el pecado, se selle la profecía y se unja al Santo de los Santos. Desde la salida de la orden para restaurar Jerusalén hasta la venida del Mesías Príncipe transcurren 69 semanas (483 años), y en la última semana el Mesías será eliminado. La tradición patrística y la exégesis católica coinciden en que este periodo se cumple con la venida de Jesucristo, el Ungido, cuya muerte acontece en la última semana, poniendo fin al sacrificio y la oblación del Antiguo Testamento, e inaugurando la Nueva y Eterna Alianza.
A esta precisión cronológica se suma la promesa mesiánica contenida en el libro de Ageo (Ag 2,20-23), donde el Señor anuncia que trastornará los tronos de los reinos y destruirá la fuerza de los poderes gentiles, al tiempo que “tomará” a Zorobabel, “mi siervo”, “como anillo de sello”, estableciendo con él una promesa jurídica que será canal histórico y legal del Mesías. Zorobabel, descendiente directo de Jeconías y de David, recibe así una restauración simbólica de la dinastía davídica, que no ya en forma de reino político, sino como herencia mesiánica legítima. Esta línea es transmitida hasta José, esposo de María, padre legal de Jesús, asegurando la transmisión del derecho real. Paralelamente, por la línea de Natán (otro hijo de David), se desarrolla el linaje materno de la Virgen María, tal como aparece sugerido en la genealogía lucana, lo que garantiza la doble herencia mesiánica: legal (por José) y natural (por María).
En este sentido, las visiones de las bestias, de las estatuas, de los cuernos y de las semanas, no deben ser proyectadas a un futuro escatológico aún pendiente, como hacen algunas corrientes protestantes y milenaristas, sino comprendidas como profecías ya cumplidas con la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. La exégesis católica, respaldada por la interpretación de los Padres de la Iglesia y los grandes comentaristas medievales, sostiene con claridad que todas las profecías del Antiguo Testamento respecto a los reinos del mundo, el Templo, el sacrificio, la ciudad santa y el Mesías encuentran su cumplimiento en Cristo y en su obra redentora. Desde ese punto de vista, toda interpretación que busque revivir estas profecías como si estuvieran pendientes desconoce el sentido histórico-salvífico de la Revelación y debilita la centralidad absoluta de Jesucristo como plenitud de la profecía.
Por eso, este primer apartado se titula, con propiedad teológica y precisión hermenéutica: “Todo ya está cumplido”. Porque todo cuanto fue dicho por la boca de los profetas acerca del Mesías, de su tiempo, de los imperios que lo precederían, y del Templo que debía ser purificado y luego sustituido por su Cuerpo glorificado, ha tenido ya su realización. Las profecías son, en este sentido, retrospectivamente confirmadas por el hecho de la Redención, que es el eje de la historia humana, y no puede ser relativizado por ningún evento posterior.
Las profecías del Señor
Las profecías anunciadas directamente por Jesucristo constituyen el culmen y la clave interpretativa de toda la revelación profética anterior. En los evangelios sinópticos y en el de San Juan, el mismo Verbo encarnado pronuncia, con autoridad divina, el juicio sobre Jerusalén, el anuncio del fin de la Antigua Alianza, y la destrucción inminente del Templo. Tales declaraciones no solo fueron testimonios proféticos, sino actos de juicio escatológico, en los que se marca el tránsito definitivo de la economía antigua de la salvación —la cual encontraba su centro ritual en el sacrificio del Templo— a la instauración del nuevo culto en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23), cuyo centro y fundamento es la persona de Jesucristo, Sumo Sacerdote, Víctima y Altar.
En varias ocasiones, el Señor anticipa que la ciudad de Jerusalén será sitiada y destruida, y que el Templo será arrasado sin que quede piedra sobre piedra (cf. Mt 24,2; Mc 13,2; Lc 21,6). Estas palabras se cumplen con precisión en el año 70 d.C., cuando Tito, hijo de Vespasiano, al frente de las legiones romanas, culmina el sitio de Jerusalén y destruye completamente el Templo. Esta destrucción no fue meramente un evento político o militar, sino que, desde la perspectiva cristiana, fue el signo visible del cese definitivo del culto mosaico, que había sido ya interiormente superado por el sacrificio de la cruz, único y suficiente. El velo del Templo rasgado (cf. Mt 27,51; Mc 15,38; Lc 23,45) es el signo teológico de que la presencia de Dios —la Shejiná— ha abandonado el Sancta Sanctorum, pues el Templo ya no cumple ninguna función salvífica. El único y verdadero Templo es ahora el Cuerpo de Cristo (cf. Jn 2,19-21), y el nuevo pueblo sacerdotal es su Iglesia.
Este evento histórico debe entenderse también a la luz de las visiones del Antiguo Testamento. Tal como la gloria del Señor abandonó el Templo en la visión de Ezequiel (Ez 10,18-19; 11,22-23), así también ahora la gloria divina se retira del lugar que había sido elegido, al comprobar la obstinación del pueblo en su incredulidad y en su rechazo del Mesías prometido. En este contexto, Jesús llora sobre Jerusalén (cf. Lc 19,41-44), no solo como acto de compasión humana, sino como expresión del dolor divino ante la ceguera del pueblo elegido, que no reconoció el tiempo de su visitación.
Las profecías del Señor incluyen también una advertencia precisa para los discípulos. En el llamado "discurso escatológico" (Mt 24; Mc 13; Lc 21), Jesús anuncia los signos que precederán a la destrucción de Jerusalén y, en una proyección tipológica, también al fin del mundo. Estas palabras deben interpretarse en dos niveles: uno histórico-inmediato, referido a la generación que sería testigo de la ruina de Jerusalén (cf. Mt 24,34), y otro escatológico-futuro, relativo al retorno glorioso del Hijo del Hombre en el juicio final. En la primera dimensión, las palabras del Señor se verifican plenamente cuando, tras el sitio de Jerusalén, los cristianos que habían atendido a su advertencia huyen a Pella y salvan la vida, mientras los que permanecen son exterminados o hechos esclavos. En la segunda dimensión, los mismos signos —guerras, terremotos, pestes, falsos profetas— se reproducen en la historia como advertencias constantes del carácter caduco del mundo y de la necesidad de permanecer vigilantes (cf. Mt 25,13).
Es fundamental subrayar que el mismo Cristo se presenta como el cumplimiento de todas las profecías mesiánicas anteriores. En Él se realiza la promesa hecha a los patriarcas, la esperanza de los profetas, la figura del Siervo de Yahveh, y el nuevo Moisés que da la Ley definitiva desde el monte de las Bienaventuranzas. Por eso, puede afirmar sin ambigüedad: “No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17). El cumplimiento no significa anulación, sino plenitud: las profecías, los signos, los tipos, las figuras del Antiguo Testamento encuentran en Cristo su realización final.
Esta realidad teológica se verifica también en la Pasión y Resurrección del Señor. En su muerte se consuma la obra de la redención: el Cordero sin mancha es inmolado por los pecados del mundo, y con su sangre inaugura la Nueva Alianza (cf. Mt 26,28). Con su resurrección, Cristo vence la muerte —consecuencia del pecado original— y abre de nuevo las puertas del Paraíso. Pero esta victoria no es solo jurídica o simbólica: es real y ontológica. El alma de Cristo, unida hipostáticamente al Logos, desciende a los infiernos para anunciar la victoria a los justos del Antiguo Testamento y llevarlos consigo a la gloria. Este descenso no es una mera figura literaria, sino un acto de la economía salvífica en el que el alma humana del Redentor, unida a la Persona divina del Verbo, cumple el anuncio de los profetas (cf. 1 Pe 3,18-19).
La Iglesia, como Cuerpo Místico de Cristo, prolonga en la historia la obra de la redención. Ella es la depositaria de la Palabra, la intérprete auténtica de las Escrituras, y el lugar ordinario de la salvación. De ahí que la enseñanza “extra Ecclesiam nulla salus” no deba entenderse como exclusivismo arbitrario, sino como afirmación de la centralidad salvífica de Cristo, cuya presencia y acción están garantizadas en su Iglesia. La Iglesia reconoce que Dios puede obrar fuera de sus límites visibles, pero siempre en orden a Cristo y por Cristo. Por eso, todo juicio sobre la salvación última pertenece solo a Dios, justo juez, que conoce el corazón de cada ser humano y sus disposiciones últimas ante la verdad.
Desde esta perspectiva, las profecías del Señor, registradas en los evangelios, no son meras advertencias morales ni lecturas sociológicas de los acontecimientos, sino verdaderos juicios escatológicos, que se inscriben en el drama de la historia de la salvación. En ellas se manifiesta la coherencia interna de la Revelación: desde las promesas patriarcales hasta la instauración del Reino, pasando por las alianzas, los reinos y los profetas, todo encuentra su unidad en Cristo. Así, se cumple lo anunciado por el ángel a María: “Reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1,33).
III. Las Revelaciones
Este no es el punto culminante. Todavía no. Aquí apenas estamos en el centro del camino, en la sección intermedia de esta obra. Es, sin embargo, el momento en que comienza a explicarse verdaderamente todo. Por eso es necesario indicar, aunque brevemente, que los contenidos que ahora exponemos están desarrollados a fondo en los libros Eras de la revelación y Los Siete Sellos. No es una simple referencia editorial o una forma de hacerme publicidad, aunque también cumpla esa función; es sobre todo una forma de situar al lector en el eje interpretativo y en la secuencia de esta lectura profética.
En Eras de la revelación explico detalladamente cómo funciona cada una de las eras de la Iglesia a lo largo del tiempo, cómo se van desplegando las etapas del combate espiritual entre la luz y las tinieblas, entre el Reino del Cordero y las fuerzas del Anticristo. En Los Siete Sellos, por su parte, desarrollo el significado y las consecuencias que tiene la apertura de cada uno de los sellos, y muestro cómo cada trompeta del Apocalipsis manifiesta una energía espiritual concreta. Esa energía, una vez revelada y desatada, toma forma histórica y se manifiesta bajo la forma de herejía, de corrupción, de apostasía o de catástrofe, según el caso. Cada trompeta representa una herejía, pero no solo como doctrina errónea, sino como fuerza desintegradora de la vida cristiana. Y esa herejía, a su vez, provoca consecuencias: persecuciones, divisiones, colapsos sociales o incluso guerras.
Nada de esto es simbólico en el sentido de ficción. Cada revelación del Apocalipsis se cumple. Y se cumple en el tiempo. Lo que se dice en el cielo se ejecuta en la tierra. Cuando el Cordero rompe un sello, lo que estaba oculto se muestra. Y cuando el ángel toca la trompeta, el juicio comienza, no como castigo externo sino como desenlace interno. La verdad revelada, cuando es rechazada, se convierte en juicio. La gracia despreciada se transforma en ruina. El Apocalipsis no es un conjunto de visiones privadas ni de figuras vagas: es Revelación pública, Palabra de Dios, y su cumplimiento no es opcional ni negociable. La historia entera es el escenario de su cumplimiento.
Por eso es tan importante comprender que no estamos interpretando un código secreto sobre el fin del mundo. Estamos leyendo el desarrollo del Reino de Dios en la historia real. El Apocalipsis describe, revela y juzga los acontecimientos reales que ha atravesado la Iglesia desde su fundación hasta hoy. Y cada etapa de ese juicio tiene una estructura reconocible: una verdad revelada, una respuesta humana (de fe o de rebelión), una consecuencia visible. Así es como operan las trompetas: cada una desata una energía espiritual, y esa energía no se disuelve en el aire, sino que impacta en la tierra, en la historia, en la carne de los hombres. Esa conexión entre lo celestial y lo terrestre, entre lo teológico y lo histórico, es lo que desarrollamos a fondo en los libros mencionados.
El lector que quiera comprender a fondo cómo cada trompeta corresponde a una herejía precisa, y cómo cada herejía da lugar a un colapso teológico, eclesial o civilizatorio, encontrará ese desarrollo completo en Los Siete Sellos. Aquí lo señalamos sólo para indicar el marco y el ritmo de lo que sigue. Lo mismo vale para las siete copas, que serán analizadas más adelante. Todo el Apocalipsis puede ser leído como un proceso de revelación progresiva, que ilumina la historia de la Iglesia desde su nacimiento hasta su purificación final. Por eso el Juicio no está al final: está obrando ya, porque el Juez ya ha sido entronizado. Cristo reina desde la Cruz, y su Palabra juzga desde ahora al mundo.
La figura del primer jinete en el Apocalipsis, montado sobre un caballo blanco, representa fundamentalmente la cristiandad, el avance del Evangelio y la victoria del Reino de Cristo a través de la predicación de su palabra. Este jinete, que porta una corona, es símbolo del poder legítimo que emana de la fe cristiana, un poder que no se funda en la violencia arbitraria sino en la autoridad divina reconocida. La corona que lleva es el signo de la dignidad y el dominio conferido a aquellos que luchan por la causa de Cristo y defienden su Reino en la historia. En este sentido, las monarquías y los reyes que abrazan el cristianismo y dirigen sus esfuerzos en defensa del Evangelio participan de esta corona, siendo instrumentos del Reino que avanza.
Este avance es una victoria constante que se expresa en la expansión del mensaje cristiano, en la conversión de pueblos y en la instauración progresiva de un orden basado en la verdad revelada. La fuerza del Evangelio radica en su capacidad para imponerse como la voluntad soberana de Cristo sobre el mundo, transformando estructuras, culturas y mentalidades. Por eso, el jinete del caballo blanco no es solo un símbolo de conquista pacífica, sino también de autoridad real y espiritual, que se traduce en la capacidad de vencer en las luchas por el Reino.
No obstante, esta victoria del Evangelio no es sin conflictos ni resistencias. Dentro de la historia de la cristiandad han existido luchas fratricidas, guerras internas motivadas por ambiciones de poder, rivalidades y deseos de dominación. Estas guerras, que surgen de las pasiones humanas y la naturaleza caída, representan la corrupción del Reino cuando los hombres se apartan del mandato divino y buscan imponer sus propios intereses en lugar de la voluntad de Dios. La sangre derramada en estas contiendas no es expresión de la justicia de Cristo, sino el fruto amargo de la concupiscencia y el pecado que pervierte el orden legítimo.
La naturaleza humana caída, marcada por la concupiscencia, da lugar a esta violencia interna que debilita la misión evangelizadora y provoca la división en el Cuerpo Místico de Cristo. Así, quienes luchan por ambiciones intestinas, por el dominio personal o por intereses egoístas, terminan perdiendo, porque no están alineados con el plan divino, ni con la voluntad de Dios para la historia. En cambio, aquellos que se esfuerzan sinceramente por hacer avanzar el Reino, subordinando su voluntad a la de Cristo, reciben la corona y la victoria. Por lo tanto, el mensaje del primer jinete no solo es la proclamación del Evangelio sino una llamada a la fidelidad y a la verdadera justicia, que supera la mera conquista humana y se funda en la obediencia a Dios.
Los jinetes que le siguen, lejos de representar etapas aisladas o independientes, son la consecuencia lógica y la manifestación progresiva de la caída del hombre y de la historia en la que se despliega la lucha entre el bien y el mal. En particular, es importante corregir una idea común pero errónea: el tercer jinete no es la peste sino el hambre, mientras que el cuarto jinete, montado en un caballo bayo, es la muerte, que viene acompañada por el Hades. Esta distinción es fundamental para comprender el sentido teológico y escatológico del texto apocalíptico.
El jinete del caballo bayo —cuyo color en el griego original se describe como de aspecto cadavérico o pálido, propio de un cadáver— es personificación de la muerte misma, la cual tiene una función central y devastadora en el desenlace de la historia humana. Esta muerte no es simplemente la cesación biológica de la vida, sino la manifestación última del juicio divino sobre el pecado y la rebelión contra Dios. Detrás de este jinete viene el Hades, que puede traducirse como “el lugar de los muertos”, una expresión que remite a la morada temporal de las almas antes del juicio definitivo. La presencia del Hades indica que la muerte no actúa aisladamente, sino que tiene un dominio real y una consecuencia permanente en la condición humana caída.
El cuarto jinete tiene poder para infligir castigos terribles al mundo: puede traer peste, fieras de la tierra y espada. Estos elementos representan los diversos medios con los cuales la muerte y el juicio divino se manifiestan en el orden temporal. La peste, por ejemplo, no es un mero accidente biológico sino una expresión del desorden provocado por el pecado. Las fieras simbolizan los peligros que acechan en la tierra caída, las calamidades y catástrofes naturales que se intensifican en la historia como consecuencias del alejamiento de Dios. La espada es la imagen de la guerra y del conflicto armado, que lleva inevitablemente a la muerte y a la destrucción.
Por ello, el jinete de la muerte es el más devastador y tiene un poder universal: “tiene poder sobre la cuarta parte de la tierra”, dice el texto, señalando que su dominio es real y que la muerte es la consecuencia necesaria y última de la caída del mundo. La muerte actúa en la historia humana no sólo como un hecho natural sino como un juicio visible, una consecuencia lógica del pecado que corrompe el orden creado. Sin embargo, dentro del plan divino, esta muerte tiene también un límite y una finalidad: no es un poder absoluto en el sentido de que pueda anular la autoridad suprema de Cristo, sino que está subordinada a la voluntad del Señor y tiene un papel instrumental en el juicio escatológico.
De esta forma, la visión apocalíptica no describe un caos desordenado ni un dominio irrestricto de la muerte o del mal, sino la progresión de la voluntad de Cristo que se manifiesta en la historia mediante la imposición del Reino y el juicio justo. La muerte y el Hades siguen en pos del jinete, porque son la consecuencia de la resistencia de muchos a aceptar la verdad y el orden divino. La condenación definitiva se expresa así como un rechazo libre y consciente de la voluntad de Cristo, que implica la exclusión del Reino y la permanencia en el estado de muerte espiritual y separación eterna.
Este marco explica también el simbolismo de la tierra como ámbito religioso y espiritual donde se desarrollan estas luchas y castigos. La escena en la que un ángel toma fuego del altar y lo lanza sobre la tierra simboliza la caída definitiva de Jerusalén y el fin del culto mosaico. Este acto representa el rompimiento irreversible con el antiguo pacto y la desaparición del templo como centro del culto, señalando que la verdadera relación con Dios ya no pasa por los ritos externos ni por la pertenencia étnica, sino por la adhesión a Cristo.
El Apocalipsis insiste en que quienes se llaman judíos pero no reconocen a Cristo como Mesías no son verdaderamente el pueblo de Dios. La verdadera identidad de Israel es espiritual, no física, y se encuentra en quienes forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia. Esta nueva alianza reemplaza y supera la antigua, desplazando la circuncisión física como signo de pertenencia a Israel por la fe y el Bautismo, que integran al creyente en Cristo. Por lo tanto, el avance de la cristiandad no es solo una expansión territorial o política, sino la instauración de un nuevo pueblo, un Israel espiritual que participa en la salvación y el reinado de Dios.
La historia de la cristiandad debe ser comprendida bajo esta óptica escatológica y teológica: es la historia del avance del Reino de Cristo en medio de la oposición, la guerra, el conflicto y la purificación. Aunque la Iglesia y la cristiandad humana han cometido errores, especialmente cuando se han dejado arrastrar por ambiciones y divisiones internas, la llamada a la conversión sigue siendo urgente y fundamental. La verdadera conversión no es simplemente una adhesión externa o formal, sino una incorporación ontológica y vivificante a Cristo, el verdadero Israel, que transforma la identidad y destino de la persona.
Por tanto, la corona del primer jinete no debe entenderse como una simple insignia real, sino como el símbolo del Reino de Cristo que avanza a pesar de las dificultades y que, al fin, triunfará. Los jinetes siguientes – la guerra, el hambre y la muerte – son las manifestaciones del juicio y las consecuencias de la caída, pero no anulan el reinado de Cristo, sino que forman parte de su plan redentor. La historia es un conflicto entre la voluntad divina y las fuerzas del mal, en el que la cristiandad, a través del Evangelio, está llamada a perseverar y a extender el Reino.
En definitiva, la visión apocalíptica debe ser leída como la proclamación de la soberanía absoluta de Cristo sobre la historia, que se impone a través de la predicación evangelizadora y se sostiene frente a la adversidad mediante la justicia y la defensa legítima. La muerte y el juicio son reales y temibles, pero están bajo el dominio del Señor y tienen como finalidad última la purificación y la instauración del Reino eterno, en el que la justicia, la paz y el amor de Dios reinarán sin límites ni oposición.
La imagen del séptimo sello se abre con un momento de asombroso silencio: tras el clamor y el rugido de los júbilos y los juicios, un ángel desciende del altar, toma un carbón encendido de las brasas del caldero y lo arroja contra la tierra. Al instante, se guarda en el cielo un silencio de media hora, y ese silencio solemne es la señal de que ha caído el antiguo orden, que Jerusalén está sitiada y el Templo destruido, y que el culto ritual ha llegado a su fin. El fuego que cae simboliza la consumación de la purificación: ya no hay más ofrendas de animales ni sacerdotes que celebren el rito mosaico, porque el altar de holocaustos ha sido reemplazado por el altar del Cordero.
En la profecía bíblica, la tierra representa el ámbito religioso, la liturgia y el antiguo pacto, mientras que el mar alude al caos de las naciones gentiles y al poder inestable de los imperios. Al lanzar el carbón sobre la tierra —y no sobre el mar—, el ángel indica que el juicio se cebe primero en el culto: es contra los falsos sacerdotes, contra el sistema sacrificial que ya no da vida sino sombra. Cuando la Escritura proclama que “los que se llaman judíos y no lo son” (Ap 3,9) persisten en el culto del Templo, en realidad se les anuncia que no pueden llamarse hijos de Abraham si rechazan al Mesías; pues el verdadero Israel es ahora aquel que forma parte del Cuerpo de Cristo por la fe y el Bautismo, no quien retiene una pretensión étnica o ritual.
El medio minuto de silencio cósmico —un lapso breve pero cargado de significado— marca la transición definitiva: con el séptimo sello se inaugura el reinado de Cristo en la tierra. No es que, física o visiblemente, la cruz se convierta en trono, sino que la misión de la Iglesia, liberada ya del Templo, sale al encuentro de todas las naciones con la proclamación del Evangelio. Ese ejército del Cordero, compuesto por apóstoles y discípulos, se lanza a la conquista espiritual del mundo: no con espada humana, sino con la Palabra encarnada, con la celebración de los sacramentos y con el testimonio del martirio.
En la sucesión de las eras eclesiales, la primera etapa, la era de Éfeso, ve la consolidación de la comunidad apostólica; la segunda, la era de Esmirna, sufre la prueba del fuego con las persecuciones sangrientas. La historia de la Iglesia avanza entre el silencio tras el séptimo sello —la quietud expectante— y el estallido de las trompetas, que anuncian juicios particulares sobre el mundo. La revelación a Constantino marca un punto de inflexión: el Evangelio sale del silencio y se convierte en religión oficial, preludio de la conversión de Teodosio y de la instauración del cristianismo como religión del Imperio Romano. En ese momento se reconoce públicamente el reinado de Cristo sobre el mundo pagano, y el Anno Domini comienza a sustituir al calendario ab urbe condita como norma temporal.
Pero el cese del sacrificio perpetuo, profetizado por Daniel y comprendido por los Santos Padres como signo del fin del culto ritual, no se consumará verdaderamente sino con la manifestación del ánomos, el Anticristo, quien intentará prohibir no sólo la Misa, sino todo acto de adoración a Dios vivo. En cada Eucaristía el Sacrificio del Calvario se actualiza: esto significa, en el lenguaje de la teología y la filosofía cristiana, que el único y verdadero sacrificio, ya llevado a cabo por Cristo una vez para siempre, se hace presente de manera incruenta y eficaz en cada rincón donde se celebra la Misa. “Actualizar” no quiere decir repetir ni recrear el Calvario, sino hacer accesible aquí y ahora aquel triunfo redentor, para que el sacrificio de la cruz siga obrando en favor de los fieles.
Cada Eucaristía, desde el alba hasta el ocaso, trae al presente la ofrenda única de Cristo, reuniendo en un mismo acto a la Iglesia de todos los tiempos. Mientras sobreviva el culto eucarístico, existe el reino de Dios en medio del mundo; cuando sea prohibido, la última resistencia humana contra la iniquidad habrá caído. Entonces, la figura del Anticristo se volverá patente: ya no bastará con secuestrar autoridades civiles, sino que su golpe definitivo será silenciar el altar, cerrar la puerta de la Misa y declarar ilegal el culto divino. Sólo así se consumará el cese del sacrificio perpetuo que Daniel vio anunciado, y la blasfemia habrá llegado a su esplendor.
Comprender esta dinámica eucarística es clave para entender el Apocalipsis y la historia de la Iglesia. La profanación del altar sería el signo más atroz de la rebelión humana contra Dios, porque la Eucaristía es la presencia real de Cristo y el centro de la vida sacramental. Por eso, mientras la cristiandad avanza con la promesa del primer jinete, debe prepararse también para la gran prueba: defender el altar con la fe, resistir todos los poderes que pretendan silenciar la Misa y permanecer firmes en el misterio de la fe que confesamos.
En esta parte medular de la obra, queda clara la progresión: del avance victorioso del Cristianismo (jinete blanco), al silencio expectante tras el séptimo sello, a la eclosión de las trompetas y, finalmente, a la contienda final por el altar eucarístico. La historia de la Iglesia, con sus luces y sus sombras, es el escenario donde estos símbolos se cumplen. La visión apocalíptica no es un relato ajeno a la realidad, sino el mapa teológico que ilumina los acontecimientos temporales. Los reinos caen, los imperios sucumben, pero el altar de Dios permanece. Y sobre ese altar, en cada Misa, se hace nuevamente presente el Sacrificio del Cordero, confirmando que el reinado de Cristo ya ha vencido y que, hasta el último día, el Cuerpo Místico seguirá ofreciendo al mundo la única salvación posible.
IV. La Geopolítica
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, el mapa geopolítico mundial refleja una compleja dinámica de conflictos, ideologías y persecuciones, muchas veces encubiertas bajo causas superficiales o pretextos políticos. Por ejemplo, el nazismo de Adolf Hitler, que en la superficie utilizó argumentos racistas y económicos para justificar su expansionismo, tiene raíces profundas en una tradición intelectual y religiosa marcada por el luteranismo y el calvinismo, tradiciones que durante siglos han mantenido un claro antagonismo anticatólico. Este antagonismo hunde sus raíces en los errores doctrinales heredados desde la Reforma protestante, y se remonta aún más atrás, a movimientos heréticos como los cátaros y a las ideas de herejes medievales que ya habían desacreditado la unidad y la verdadera fe católica.
Es importante aclarar que, desde una perspectiva filosófica y teológica rigurosa, no todo discurso crítico o simplemente heterodoxo es filosofía auténtica. La verdadera filosofía, en el sentido clásico, implica la búsqueda del conocimiento de la verdad a partir de principios racionales sólidos y la consideración de una realidad objetiva, incluyendo la realidad trascendente y divina. En cambio, muchos de los llamados “filósofos” de la Ilustración, y sus antecedentes intelectuales, como los literatos que promovieron una visión radicalmente anticatólica, se dedicaron más bien a un ejercicio retórico o sofístico que socavó la verdad objetiva y la fe católica. Esta deriva alcanzó su expresión máxima cuando desacralizaron la Catedral de Notre Dame y la convirtieron en un templo dedicado a la diosa razón, endiosando la razón pura y el raciocinio privado como sustitutos de Dios, desconociendo así que la verdadera fe católica armoniza fe y razón, en donde la razón está ordenada hacia la verdad divina.
Este rechazo de la verdad objetiva y trascendente ha marcado la historia de las herejías y errores teológicos que se han ido manifestando hasta nuestros días, particularmente en las múltiples corrientes protestantes. Podemos rastrear cómo ciertos errores fueron retomados, distorsionados o mezclados desde los tiempos de John Wycliffe, pasando por Lutero y Calvino, hasta llegar a las diversas corrientes actuales como el arminianismo, que muestra un semipelagianismo latente; o los puritanos, con influencias del catarismo; o las posturas universitarias actuales, donde confluyen nuevos errores teológicos que no son más que viejas herejías disfrazadas de modernidad. Todo esto tiene un origen común: el padre de la mentira, que siempre toma una parte de la verdad para distorsionarla y crear una falsa doctrina que aleja al hombre de Dios.
Este proceso no solo es histórico sino también espiritual, pues explica el surgimiento de religiones como el Islam, que aparece en una narrativa contradictoria y fragmentaria desde la experiencia del profeta Mahoma con el ángel Gabriel, un ángel que, según relatos, inicialmente parecía amenazar su vida antes de revelarle el mensaje. En paralelo, otras sectas modernas, como los mormones o los testigos de Jehová, son corporaciones religiosas que niegan la realidad trascendente de Cristo como Dios y Señor, y por tanto se apartan de la verdadera fe.
Estos movimientos coinciden con el neo-protestantismo y neo-pentecostalismo, que a pesar de pretender predicar el evangelio, terminan distorsionándolo para evitar afirmar lo que la Iglesia católica ha enseñado desde los apóstoles. Aquí reside la raíz del problema fundamental: la unidad cristiana no puede lograrse sin la verdad plena de la fe recibida y mantenida por la Iglesia Católica. Por más que algunos hermanos separados intenten un ecumenismo que exija renunciar a dogmas esenciales, los católicos no podemos ni debemos aceptar tal renuncia, porque hacerlo equivaldría a apostatar de la fe apostólica.
Este marco es fundamental para entender la geopolítica actual y los conflictos globales —desde Israel e Irán, Medio Oriente, hasta Ucrania y el Este europeo— y sus repercusiones proféticas. La guerra que hoy presenciamos es, como enseñó Cristo, el “principio de los dolores”. Aún falta mucho camino hasta el fin definitivo, y los católicos, conscientes de ello, no tememos al Apocalipsis ni al fin del mundo, aunque sí al sufrimiento y a la muerte, que son parte de nuestra condición humana. Entendemos que el Apocalipsis es, en última instancia, un libro de esperanza y gozo porque marca la victoria de Cristo y la justicia divina.
Somos conscientes de que este sufrimiento cae también sobre nosotros, porque no siempre hemos cumplido con nuestro deber cristiano, y por eso debemos redoblar esfuerzos en nuestra propia conversión y en la evangelización, cumpliendo el mandato de predicar a tiempo y destiempo. La responsabilidad recae con mayor peso sobre los pastores, que deben guiar y dar testimonio fiel, pero también sobre los laicos, quienes, aunque con diferentes roles, están llamados a vivir bajo la ley divina y a ser testigos del Evangelio en el mundo.
La Paz de Westfalia (1648) marcó un antes y un después en la organización política mundial, estableciendo el principio de soberanía estatal y un orden internacional basado en Estados-nación con jurisdicción exclusiva en sus territorios. Este acuerdo, resultado de la Guerra de los Treinta Años, pretendía evitar la imposición de poderes supranacionales, especialmente religiosos, sobre las estructuras políticas, pero abrió la puerta a un sistema fragmentado de estados soberanos que competirían entre sí por la hegemonía territorial y económica.
Esta dinámica se ha mantenido hasta nuestros días, y es posible trazar una continuidad histórica que enlaza la Primera y la Segunda Guerra Mundial. La Gran Guerra, lejos de resolver los conflictos, dejó heridas abiertas y sistemas políticos y económicos frágiles que condujeron inevitablemente al estallido del segundo gran conflicto bélico del siglo XX. Los tratados de paz, especialmente el Tratado de Versalles, no resolvieron las tensiones económicas, políticas y sociales, sino que las agravaron, dando paso a la emergencia de regímenes totalitarios como el de Adolf Hitler, quien utilizó el racismo como excusa para justificar sus ambiciones expansionistas y su ideología destructiva.
De esta forma, se puede considerar que hemos vivido una suerte de "tercera guerra mundial fragmentada", que no se manifiesta en un conflicto global declarado sino en múltiples focos de tensión localizados, con características económicas, políticas y militares. Esta guerra no convencional se basa fundamentalmente en la competencia económica entre grandes potencias como China, Estados Unidos, Japón y Corea del Sur, que rivalizan por el control de mercados, recursos y tecnología.
China, por ejemplo, ha experimentado un crecimiento económico sin precedentes, posicionándose como un actor global con el que Estados Unidos y sus aliados deben contar, en un escenario de competencia feroz que recuerda, en términos económicos, las luchas hegemónicas de siglos pasados. Esta competencia no es solo bilateral, sino que afecta el equilibrio geopolítico mundial, influyendo en las alianzas y conflictos locales.
El imperialismo económico británico del siglo XVIII también puede verse como un antecedente histórico clave. Londres fragmentó el Imperio español no solo por ambición política sino para obtener ventajas comerciales directas, evitando depender de España para acceder a las riquezas y materias primas del Nuevo Mundo. Esta dinámica económica colonial tuvo consecuencias profundas que aún reverberan en la actualidad, moldeando las estructuras de poder y conflicto.
Hoy, la guerra ya no es únicamente militar, sino también un negocio global en el que la fabricación y venta de armas son un motor económico, indiferente al sufrimiento humano. Los miles de muertos en conflictos como los de Israel-Irán, Ucrania-Rusia o en otros puntos calientes, son meros daños colaterales para los que se lucran con la guerra.
En este contexto, la Iglesia Católica, aunque su poder político directo se haya reducido notablemente, mantiene un papel moral y espiritual fundamental. Su enseñanza sigue proclamando la verdad de Cristo y la moral que debe guiar la convivencia humana. Esta verdad es un punto de referencia frente a la anomia moral y social que prevalece en muchas regiones.
Cabe destacar que el orden internacional es fragmentado también en cuanto a la concepción misma de los derechos humanos y la convivencia. Mientras Occidente promueve una carta universal de derechos humanos, su alcance es limitado y muchas veces solo discursivo, pues no es plenamente aceptado ni respetado universalmente. Los países musulmanes, por ejemplo, tienen sus propias interpretaciones basadas en la sharía, que en muchos casos no reconocen los mismos derechos y libertades que proclaman las naciones occidentales.
Esta diversidad normativa y cultural hace imposible una integración completa o una fraternidad global verdadera. Lo más realista es que los distintos pueblos convivan en una paz precaria y fragmentaria, respetando la soberanía y las fronteras, sin que haya una unidad profunda más allá de un coexistir a distancia.
Un ejemplo emblemático es la creación del Estado de Israel, que surgió tras la Segunda Guerra Mundial con la bendición tácita de potencias como Gran Bretaña, que cedió territorios bajo mandato. Este Estado debe ser respetado en su existencia, no desde una perspectiva sionista ideológica, ni pro-palestina, sino desde un enfoque cristiano y realista que reconozca las leyes de la guerra y los resultados de los conflictos pasados.
En suma, vivimos en un mundo marcado por tensiones profundas, fragmentaciones políticas, religiosas y culturales, y una economía globalizada que no ha logrado resolver las desigualdades ni evitar los conflictos. Desde la perspectiva cristiana, estas circunstancias corresponden al “principio de los dolores” que anunció Jesucristo, es decir, el comienzo de un tiempo difícil y convulso, pero no el fin inmediato del mundo.
Es fundamental entender que el fin del mundo, en sentido escatológico, está todavía lejano y que debemos vivir con la esperanza y la responsabilidad de seguir los mandatos de Jesucristo en el presente, preparándonos para nuestro juicio privado en cualquier momento. Esta preparación incluye vivir en gracia, en comunión con la Iglesia, y trabajando por la salvación propia y la de nuestros hermanos.
El peso de la responsabilidad recae con mayor intensidad en los pastores y líderes espirituales, que deben predicar con fidelidad y claridad, mientras que los laicos están llamados a dar testimonio en sus vidas cotidianas, actuando conforme a la ley moral y ética del Evangelio.
Aun cuando el mundo creyó haber firmado la paz al final de la Primera Guerra Mundial, la historia nos mostró que aquello fue solo una tregua mal negociada, impuesta en un vagón de tren, con humillación, sin verdadera justicia y sin raíz espiritual. La paz no es la ausencia de guerra, ni la mera firma de tratados entre estados heridos; la paz verdadera se funda en el orden, y el orden en la verdad.
Lo que ocurrió tras aquella primera conflagración fue solo la siembra del resentimiento que germinó en el nacionalsocialismo de Hitler, y lo que sucedió tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial fue la instauración de un nuevo equilibrio global edificado sobre el miedo, no sobre el respeto, y menos aún sobre la justicia. La Guerra Fría, lejos de ser una disputa puramente ideológica, fue la consecuencia natural de un mundo dividido entre dos modelos que, en el fondo, compartían una raíz común: la negación del Reinado Social de Cristo. Uno se expresaba en la idolatría del individuo y del capital; el otro, en la disolución del hombre en la masa colectivista. Ambos eran frutos de la misma semilla liberal que germinó con la Revolución Francesa, en donde se sustituyó al altar por la guillotina, y al trono por la Asamblea.
Hoy vemos cómo esa fractura espiritual se prolonga y se manifiesta en conflictos que, aunque revestidos de geopolítica, no pueden entenderse sin considerar su trasfondo filosófico y religioso. El caso de Irán e Israel no es solo una pugna territorial o étnica; es también la prolongación de una guerra entre dos visiones religiosas del mundo que excluyen a Cristo como piedra angular.
Lo mismo puede decirse del conflicto entre India y Pakistán, en el que el nacionalismo religioso sustituye a la verdad universal. En China y Taiwán, en Corea del Norte y del Sur, en los Himalayas entre China e India, no hay únicamente disputas de fronteras: hay visiones de humanidad incompatibles, irreconciliables, porque han sido gestadas al margen del Evangelio. China, en particular, representa hoy la expresión más agresiva de una ideología que busca imponer su modelo sin Dios al mundo entero, desafiando los límites naturales de la soberanía, exportando un comunismo cuya raíz está también en la misma matriz revolucionaria de donde brotó el capitalismo liberal.
El conflicto interno en el islam, entre sunitas y chiítas, refleja la misma incapacidad de esas religiones para ofrecer una paz auténtica que integre al hombre en su dignidad y le devuelva el sentido de su origen y destino. El islam, sin la plenitud de la Revelación en Cristo, está condenado a repetirse en cismas, en guerras santas y en esperanzas políticas que nunca podrán satisfacer el anhelo espiritual del hombre. Y mientras tanto, en Ucrania y Rusia, contemplamos otra manifestación más del fracaso de un mundo sin referencia común: la Iglesia Ortodoxa dividida, los eslavos enfrentados, las potencias occidentales alimentando el conflicto en nombre de la libertad, pero sirviendo sus intereses geoeconómicos, sin un orden superior que pueda dar sentido a lo que hacen.
Lo que falta, en todos estos casos, no es diálogo; es verdad. No es diplomacia; es humildad ante la verdad objetiva. La política, si no está ordenada al bien común, se convierte en simple administración de intereses, cuando no en imposición de poderes. Y el bien común solo puede existir allí donde se respeta el orden natural, donde cada nación reconoce sus límites y los de los demás, y donde se acepta que el hombre no es ni objeto de mercado ni engranaje del Estado, sino persona creada por Dios, con un fin trascendente.
Pero esto no puede existir sin estructuras estables. La caída de las monarquías católicas, disueltas por revoluciones o absorbidas por repúblicas ideologizadas, dejó el campo abierto a una partidocracia que no sirve al pueblo, sino que lo manipula. El voto, convertido en ídolo democrático, es hoy la coartada de un sistema en el que el pueblo ya no elige su destino, sino a quien lo administrará dentro de los límites impuestos por una oligarquía financiera y mediática que no rinde cuentas a nadie. Y como el poder cambia cada cuatro o seis años, no puede haber un proyecto de nación a largo plazo, ni política de Estado verdaderamente sostenible, ni visión de futuro. Se gobierna para la inmediatez, no para la historia.
Frente a esta decadencia, proponemos una restauración, no como nostalgia de un pasado idealizado, sino como recuperación de un orden natural y espiritual que fue eficaz y que garantizó estabilidad durante siglos. Los pueblos que formaron parte del Imperio español comparten una raíz común: la lengua, la fe, la cultura, el derecho y la sangre derramada por un ideal superior. Nos corresponde hoy volver a pensarnos como un solo cuerpo hispano, iberoamericano, oceánico, africano, reunido no por la dominación, sino por la conciencia de un origen compartido y una misión común. Esa unidad no puede construirse sobre tratados comerciales ni sobre convenios técnicos: debe brotar de una conciencia histórica y espiritual, en la que reconozcamos a Cristo como Rey de las naciones y a su Vicario como autoridad espiritual sobre todos nosotros.
Solo así podremos ser respetados. Solo así podremos ser oídos en el concierto de las naciones. Un pueblo unido bajo un rey legítimo que, a su vez, se reconoce siervo del Rey de reyes y del Sucesor de Pedro. Solo así podemos ofrecer al mundo una verdadera alternativa a los bloques que se disputan el planeta como si fuera botín de guerra: el bloque del capitalismo usurario y el bloque del comunismo despótico. Entre ambos, el mundo hispano debe ofrecer la tercera vía: el reinado social de Cristo, la primacía del bien común sobre el interés, de la virtud sobre la eficiencia, de la verdad sobre la propaganda.
Y esto comienza en la parroquia, en el hogar, en la vida sacramental. Porque no basta con alzar banderas: hay que convertir el corazón. La Iglesia no es un partido político ni una agencia moralista; es la Esposa de Cristo, madre de los pecadores, refugio de los débiles. Su poder no está en condenar, sino en perdonar; no en castigar, sino en levantar. El pecador que vuelve una y otra vez, débil, humillado, arrepentido, encuentra en ella el abrazo del Padre. Y en esa misericordia está el poder para transformar la historia. Porque cuando un pueblo se confiesa, se arrodilla, ora, comulga, lucha por la gracia, esa nación no puede ser destruida.
Hoy, muchos protestantes afirman no pecar porque se consideran ya salvos; niegan la lucha interior, niegan la caída, y por tanto niegan también la necesidad de la Cruz. Pero nosotros sabemos que mientras vivamos en este mundo, la carne milita contra el espíritu, y el demonio nos acecha. Y por eso necesitamos una Iglesia viva, sacramental, que nos levante una y otra vez, que no nos idealice, pero tampoco nos abandone. Porque el problema político es, en el fondo, un problema teológico. La crisis geopolítica de hoy es el reflejo de una humanidad que ha entronizado al hombre en el lugar de Dios, y por eso no hay orden, ni verdad, ni paz.
Si queremos que cambie el mundo, debe reinar Cristo. Si queremos que nuestros pueblos sean libres, deben someterse a la Verdad. Si queremos construir una civilización nueva, debe comenzar por el corazón, pero proyectarse en la política, en la educación, en las leyes, en la economía, en todo. Porque no hay un solo rincón de la vida humana donde Cristo no diga: esto es mío. Y a ese Señor, al que toda rodilla se doblará en el cielo, en la tierra y en los abismos, debemos darle hoy nuestras rodillas, nuestras patrias, nuestras banderas, y nuestras vidas.
Conclusión
La bestia que emerge del mar y el testimonio final de la Iglesia.
Vivimos una hora oscura de la historia. Una hora densa, confusa, cargada de ruido y de violencia, en la que muchas voces claman por atención, pero pocas pronuncian la verdad. La guerra, la manipulación mediática, las alianzas impías, el odio religioso, el desprecio a la fe cristiana, el derrumbe de los valores que fundaron la civilización, todo ello parece confluir en una misma dirección, como si una inteligencia oculta pero poderosa fuera guiando al mundo hacia un destino predeterminado. Y es en ese escenario —precisamente en este— donde debemos volver la mirada no tanto hacia las profecías del Antiguo Testamento, ya cumplidas en Cristo, sino hacia las profecías del Nuevo Testamento, y más concretamente al último libro de la Biblia, el Apocalipsis de San Juan, porque es ahí donde se anticipa lo que ahora, sí, comienza a cumplirse.
En muchas ocasiones se habla con ligereza de que ahora están “cumpliéndose las profecías”. Pero si se dice esto sin distinción, sin precisión, se comete un grave error. Porque las profecías del Antiguo Testamento —las de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y tantos otros— ya tuvieron su cumplimiento pleno y definitivo en la Persona de Jesucristo, el Mesías prometido. Ya vino el León de Judá, ya fue levantado el Siervo sufriente, ya se cumplió la visión del Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo, ya se quebró el poder del pueblo santo, ya cayó Babilonia —la de los ídolos— y ya fue destruido el Templo conforme a la palabra de Cristo: «No quedará piedra sobre piedra que no sea destruida» (Mt 24,2). La Antigua Alianza fue cerrada por Dios con la sangre del Cordero inmolado y el Santo de los Santos fue abandonado por la gloria divina.
Ahora bien, si decimos que se están cumpliendo “las profecías”, debemos referirnos con propiedad a las que aún aguardan cumplimiento dentro del marco del Nuevo Testamento, que no son muchas, pero sí gravísimas. Y entre ellas, la más determinante —y la que está en curso— es la aparición de la bestia que emerge del mar: esa estructura de poder político-espiritual que perseguirá a los santos del Altísimo y tomará por la fuerza el control del mundo, derramando sangre inocente y exigiendo adoración. Esa bestia no es otra cosa que el último y más perverso sistema global, el que dará cobijo al anticristo y aplastará, con crueldad inédita, todo lo que lleve el sello de Cristo. Y a ella nos estamos aproximando.
Porque si bien el dragón —Satanás— ya ha sido arrojado a la tierra y ya ha vomitado sobre la Iglesia sus herejías, como dice San Juan: «Y arrojó el dragón de su boca, tras la mujer, como un río de agua, para hacer que la arrastrase el río» (Ap 12,15), aún no ha emergido del mar la bestia que ha de recibir poder directamente de él. El mar, en la Escritura, representa los pueblos, las naciones, las multitudes agitadas, los levantamientos humanos. El mar es la masa indiferenciada de la humanidad secularizada. De ahí surgirá la bestia, como dice el texto: «Vi subir del mar una bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, y sobre sus cuernos diez diademas, y sobre sus cabezas, nombres de blasfemia» (Ap 13,1).
¿Y qué es ese mar hoy sino el mundo agitado por la violencia, por el conflicto religioso artificialmente exacerbado, por el derrumbe de las instituciones y por la guerra? No se trata de un caos natural, sino de una destrucción inducida. Como si los actores geopolíticos más poderosos del mundo estuvieran alimentando la confusión, sembrando odio entre religiones, lanzando a los pueblos unos contra otros con el propósito oculto de ofrecer luego, en medio de la desesperación, una figura redentora que ponga orden. Pero ese orden no será justo ni cristiano: será el orden de la bestia. Porque es necesario que el mundo entero, por haber rechazado la verdad, caiga bajo el dominio de la mentira. Como dice San Pablo: «Por eso Dios les envía un poder engañoso, para que crean en la mentira» (2 Tes 2,11).
El Apocalipsis dice que antes de la aparición de la bestia del mar, cayó una gran montaña ardiente sobre el mar. «El segundo ángel tocó la trompeta, y algo como una gran montaña ardiendo en fuego fue lanzado al mar, y la tercera parte del mar se convirtió en sangre» (Ap 8,8). Esa montaña ardiendo no representa necesariamente una catástrofe física, sino una caída espiritual. Una herejía, un falso fuego que se presenta como divino, pero que procede del infierno. Y esa montaña, que pudo haber sido Nestorio o el conjunto de herejías expulsadas del Imperio —gnosticos, arrianos, docetistas, nestorianos— cayó entre los pueblos y de allí emergió una forma religiosa pervertida: una fe sin sacramentos, sin Cristo verdadero, sin redención objetiva. Una fe que reúne elementos cristianos pero los distorsiona. Hablamos del islam.
Porque el islam no es simplemente una religión extranjera: es un rechazo del dogma católico, una especie de protestantismo primitivo que niega el misterio de la Encarnación, repudia la Trinidad, niega el sacrificio redentor de la Cruz y reduce a Jesús a un mero profeta. Y como el protestantismo, se opone al uso de la razón filosófica en la fe, tal como se lee en los escritos de Lutero que condenan la filosofía como “la ramera del diablo”. El islam, desde sus orígenes, prohíbe la filosofía, la reflexión racional sobre el dogma, y se presenta como una sumisión absoluta a un Dios que no ama, que no se dona, que no se encarna. Un Dios sin cruz, sin eucaristía y sin caridad.
Pero esta no es aún la bestia definitiva. La bestia final será una amalgama de poderes: el liberalismo laico que disuelve las naciones, el protestantismo desarraigado que niega la autoridad de la Iglesia, el islam político que se erige como rival de Cristo, el sionismo que prepara un mesías ajeno al Evangelio. Todos esos errores —esos “cuernos” y “cabezas”— convergen, de una forma o de otra, en una estructura de poder mundial que negará a Cristo. Y ese será el tiempo del testimonio final, del martirio, de la gran tribulación. No habrá rapto que lo impida. No seremos arrebatados antes de dar testimonio, porque como dice el Apocalipsis: «Y se le permitió hacer guerra contra los santos y vencerlos» (Ap 13,7).
Lo que viene, por tanto, no es la Parusía gloriosa. No es aún el juicio final. Es el testimonio doloroso de la Iglesia que ha sido llevada al desierto —como la mujer vestida de sol— y que será perseguida. «Y a la mujer se le dieron las dos alas del águila grande, para que volase al desierto, a su lugar, donde es sustentada por un tiempo, y tiempos, y la mitad de un tiempo, lejos de la serpiente» (Ap 12,14). Ese desierto es el mundo descristianizado, el mundo en el que ya no es posible confesar públicamente la fe sin ser ridiculizado, marginado o castigado. Es el mundo que ha querido deshacerse de Dios, y que por eso se verá dominado por el peor de los tiranos.
Y sin embargo, el desierto no es la ausencia de Dios. Es precisamente el lugar del encuentro. Así como Israel fue purificado en el desierto antes de entrar en la Tierra Prometida, así también la Iglesia —el Israel de Dios— será purificada en el exilio, en el dolor, en la tribulación. La presencia de Dios no se mide por la ausencia de persecución, sino por la fidelidad que Él suscita en los corazones de los fieles. El mismo Señor lo dijo: «Entonces os entregarán a la tribulación y os matarán, y seréis odiados por todas las naciones a causa de mi nombre» (Mt 24,9). Esta no es una posibilidad remota: es una certeza profética. Pero no se trata de desesperar, sino de mantenerse firmes. Porque tras la tribulación vendrá el triunfo.
En este contexto geopolítico que analizamos, no podemos ignorar que la guerra en Medio Oriente —con epicentro en Israel, Gaza, Irán, Siria y otros territorios— no es un conflicto más. Hay en ella una dimensión escatológica que no debemos subestimar.
Porque cuando los ejércitos de las naciones rodeen a Jerusalén, como dice el Evangelio de Lucas, será la señal de que su desolación se acerca (cf. Lc 21,20). Pero no en el sentido que esperan los judíos, sino en el sentido que Jesús anticipó: la consumación del rechazo del Mesías, el final de la historia antigua y el inicio del juicio de las naciones. Lo que está en juego no es la soberanía política de un Estado, sino la soberanía espiritual de Dios sobre la humanidad. Por eso la batalla es tan violenta, y por eso se intensificará hasta hacerse global.
A esta realidad debemos sumar otra más grave: la traición dentro del propio campamento cristiano. No nos enfrentamos solo a enemigos externos. Los mayores peligros vendrán desde dentro. Como dice San Pablo: «Sé que después de mi partida se introducirán entre vosotros lobos rapaces que no perdonarán al rebaño; y de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos» (Hch 20,29-30). La gran apostasía no será solo la caída de los pueblos en el paganismo, sino la traición de muchos dentro de la Iglesia. Obispos, sacerdotes, teólogos, incluso líderes visibles que serán seducidos por la lógica del mundo, por el deseo de pactar, de ser tolerados, de evitar el escándalo de la cruz. Pero el que no lleva su cruz no puede seguir a Cristo.
Y es aquí donde resuena con más fuerza la advertencia del Señor: «Cuando veáis la abominación desoladora de la que habló el profeta Daniel, erigida en el lugar santo, el que lea, entienda» (Mt 24,15). La abominación desoladora no es un objeto concreto, sino una situación de inversión: lo sagrado profanado, lo santo expulsado, lo verdadero reemplazado por lo falso. Puede manifestarse en un falso culto, en una liturgia pervertida, en una moral sin Evangelio, en una iglesia sin Cristo. Es entonces cuando se verá claramente quién permanece en la verdad y quién se ha vendido al mundo. Y ese será el verdadero cisma: no jurídico, no administrativo, sino existencial. La separación entre quienes aman a Dios y quienes aman su propio prestigio.
Y, sin embargo, no temamos. Porque el Cordero está con nosotros. Él es el Rey, aunque todavía no todos lo reconozcan. Él es el Juez, aunque su juicio se haya suspendido por misericordia. Él es el León de Judá, aunque haya preferido mostrarse como Cordero inmolado. Él es el que abre los sellos del libro, el que guía la historia, el que permite que la Iglesia sea humillada, como Él mismo fue humillado, para que resplandezca su gloria en los pequeños, en los pobres, en los mártires. Como dice el Apocalipsis: «Estos son los que han venido de la gran tribulación, han lavado sus vestiduras y las han emblanquecido con la sangre del Cordero» (Ap 7,14).
Esa es nuestra esperanza: no ser liberados del sufrimiento, sino ser fortalecidos en medio del sufrimiento. No evitar la persecución, sino perseverar hasta el final. Porque el que persevere será salvado. Y aunque ahora los reinos del mundo parezcan entregarse al dragón, y aunque ahora las naciones bramen contra Cristo, como dice el salmo: «¿Por qué se amotinan las gentes y los pueblos piensan cosas vanas?» (Sal 2,1), el Padre ha decretado ya su victoria: «Yo mismo he establecido a mi rey sobre Sion, mi santo monte» (Sal 2,6). Jesucristo reina. No reinará en el futuro: ya reina. Y su reinado se extenderá desde el madero de la cruz hasta el último confín de la tierra, aunque el mundo no lo reconozca.
Por eso, hermanos, no debemos mirar con angustia los signos de estos tiempos. Debemos discernirlos. Debemos vivirlos con lucidez y esperanza. No hay lugar para el miedo en los corazones que aman a Cristo. Hay lugar, sí, para el dolor, para la lucha, para el combate espiritual. Pero no para el temor. Porque como dice el Apocalipsis: «Y vencieron por la sangre del Cordero y por la palabra de su testimonio, y menospreciaron sus vidas hasta la muerte» (Ap 12,11). Venceremos no con armas humanas, no con estrategias políticas, no con pactos mundanos, sino con el testimonio fiel, con la sangre, con la confesión humilde y constante del nombre de Jesús.
Y ese nombre es la clave. Porque el gran combate escatológico no es entre religiones. No es entre civilizaciones. No es entre ideologías. Es entre Cristo y el anticristo. Es entre el nombre de Jesús y el nombre de la bestia. Es entre el sello del Cordero y la marca del dragón. Y todos, absolutamente todos, seremos llamados a decidir: ¿a quién pertenecemos? ¿A quién damos culto? ¿A quién obedecemos? Porque como dice el Apocalipsis: «Y se le permitió infundir aliento a la imagen de la bestia, para que hablase la imagen de la bestia, e hiciese matar a todos los que no la adoraran» (Ap 13,15). Y en esa hora, los tibios no resistirán. Solo resistirán los sellados con el Espíritu.
¿Y cómo prepararnos para esa hora? Volviendo al Evangelio. Volviendo a la Eucaristía. Volviendo a la confesión. Volviendo a la oración del corazón. Volviendo a María, la Mujer vestida de sol, que huye al desierto para proteger a los suyos. Volviendo al rosario, que es el arma de los sencillos. Volviendo al sacrificio, a la cruz, al martirio espiritual. Porque la gran victoria de la Iglesia no será política ni mediática. Será oculta. Será como la del Calvario. Una derrota aparente, pero una victoria absoluta.
Jesucristo no será derrotado. Nunca lo ha sido. Nunca lo será. Aunque lo expulsen de las constituciones, de las escuelas, de los parlamentos, de las conciencias, Él permanece. Porque como dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). La Palabra permanece. Y esa Palabra es viva, es eficaz, es espada de doble filo. Esa Palabra nos juzgará y nos salvará.
Y cuando todo parezca perdido, cuando el templo haya sido profanado, cuando la Iglesia haya sido reducida a unos pocos fieles escondidos, cuando el mundo entero haya caído en manos del engaño… entonces aparecerá el signo del Hijo del Hombre en el cielo. Entonces se cumplirá lo dicho: «Entonces verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria» (Mt 24,30). Entonces los muertos resucitarán. Entonces el Cordero juzgará a las naciones. Entonces el diablo será encadenado. Entonces ya no habrá llanto, ni muerte, ni dolor, porque las cosas viejas habrán pasado (cf. Ap 21,4). Entonces, y solo entonces, vendrá la Jerusalén Celestial.
«He aquí que vengo pronto, y mi recompensa está conmigo, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin» (Ap 22,12-13).
Amén. ¡Ven, Señor Jesús!