Arminianismo
Análisis
I. Fundamentos doctrinales del Arminianismo
Contexto histórico-teológico
El arminianismo nace a finales del siglo XVI
como reacción a las implicaciones más duras del calvinismo reformado. Jacobus
Arminius, teólogo holandés, buscaba salvaguardar tanto la soberanía de Dios
como la libertad y responsabilidad moral del hombre. En su opinión, el esquema
calvinista de predestinación incondicional y gracia irresistible contradecía el
carácter amoroso y justo de Dios, así como múltiples pasajes de la Sagrada
Escritura.
A la muerte de Arminius en 1609, sus
discípulos sistematizaron su pensamiento en el documento conocido como la Remonstrancia
(1610), donde expusieron cinco artículos básicos que hoy constituyen la
estructura del arminianismo clásico. Estos postulados fueron posteriormente
debatidos y rechazados en el Sínodo de Dordrecht (1618-1619), pero el
movimiento persistió, dando lugar al arminianismo wesleyano y otras expresiones
contemporáneas dentro del protestantismo.
Primer postulado: Depravación parcial y libertad restaurada
A diferencia del calvinismo, que sostiene la
depravación total del hombre tras la caída de Adán, el arminianismo afirma que,
aunque el ser humano está radicalmente afectado por el pecado, no ha perdido
completamente la capacidad de responder a Dios. Esta respuesta no proviene de
la naturaleza humana pura, sino gracias a una gracia preveniente
—concedida por Dios a todos— que restaura la posibilidad de elección libre sin
determinarla.
Este primer postulado permite sostener la
responsabilidad moral del hombre: si el ser humano no puede hacer otra cosa que
pecar, entonces no puede ser justamente condenado. Por tanto, la gracia no
niega la libertad, sino que la restituye.
Fundamento bíblico:
- “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo.” (Jn 12,32)
- “La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres.” (Tito 2,11)
- “He puesto delante de ti la vida y la muerte... escoge, pues, la vida.” (Dt 30,19)
Segundo postulado: Elección condicional basada en la presciencia
Dios, según el arminianismo, elige para la
salvación a aquellos que prevé que responderán con fe
a su gracia. La predestinación es real, pero no es arbitraria ni incondicional.
Se basa en la presciencia divina: Dios, fuera del tiempo, contempla quiénes
creerán libremente en Cristo, y a ellos elige.
Esta doctrina busca conciliar la elección
divina con la justicia y el amor universal de Dios. Si Dios desea que todos se
salven (1 Tim 2,4), no puede haber predestinación que excluya arbitrariamente a
muchos. Por tanto, la elección no es causal, sino consecuente respecto a la fe
prevista.
Fundamento bíblico:
- “A los que antes conoció, también los predestinó.” (Rm 8,29)
- “Elegidos según la presciencia de Dios Padre.” (1 Pe 1,2)
- “No hace acepción de personas.” (Hch 10,34)
Tercer postulado: Redención universal
Cristo murió por todos los hombres,
no solo por los predestinados. Su sacrificio es suficiente para salvar a todos,
aunque solo es eficaz en quienes creen. La expiación es potencialmente
universal, pero su aplicación está condicionada a la respuesta de fe.
Este punto afirma que el Evangelio no es una oferta vacía: cuando se predica a toda criatura, hay una intención salvífica real en Dios. Negar esto —como en el calvinismo de expiación limitada— convertiría el anuncio de salvación en un simulacro.
Fundamento bíblico:
- “Él es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.” (1 Jn 2,2)
- “El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.” (Jn 1,29)
- “Murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí.” (2 Co 5,15)
Cuarto postulado: Gracia resistible
Aunque Dios ofrece la gracia a todos, el
hombre puede resistirla. La libertad humana, restaurada por la
gracia preveniente, permite aceptar o rechazar el llamado divino. La salvación
no se impone; es una relación de amor que exige consentimiento libre.
Este punto es esencial para preservar la
coherencia moral y espiritual del Evangelio: si la gracia es irresistible,
entonces no hay lugar para la conversión personal auténtica. Pero si puede
resistirse, se conserva la responsabilidad moral.
Fundamento bíblico:
- “¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos... y no quisiste!” (Mt 23,37)
- “Resistís siempre al Espíritu Santo.” (Hch 7,51)
- “No apaguéis el Espíritu.” (1 Tes 5,19)
Quinto postulado: Posibilidad real de caída
El creyente justificado puede
perder la gracia si no persevera en la fe y la obediencia. La
salvación no es un estado garantizado, sino una comunión viva que debe
mantenerse. El pecado grave y la apostasía pueden cortar la unión con Cristo.
A diferencia del calvinismo, que enseña la
perseverancia final de los santos, el arminianismo afirma que la Biblia
advierte real y repetidamente contra el peligro de caer. La fidelidad, no solo
el acto inicial de fe, es necesaria.
Fundamento bíblico:
- “Miren que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo.” (Heb 3,12)
- “Si alguno no permanece en mí, será echado fuera.” (Jn 15,6)
- “Has caído de la gracia.” (Gál 5,4)
Armonía interna del sistema
Los cinco puntos del arminianismo están
ordenados en torno a la noción de relación personal libre entre Dios y el
hombre. La gracia no se opone a la libertad, sino que la hace
posible; Dios no impone la salvación, sino que la propone; Cristo muere por
todos, y cada uno decide libremente aceptarlo o rechazarlo.
Este modelo, aunque criticado por pelagianismo o sinergismo, intenta honrar tanto la soberanía divina como la dignidad de la libertad humana. Se presenta como más coherente con la universalidad del Evangelio y con la enseñanza moral de la Escritura.
Arminianismo wesleyano
El arminianismo wesleyano es una forma desarrollada del arminianismo clásico, impulsada en el siglo XVIII por John Wesley, el fundador del metodismo. Si bien mantiene los principios fundamentales establecidos por Jacobus Arminius —especialmente la primacía de la gracia divina y la libertad humana en la salvación—, Wesley introdujo matices distintivos que configuran una teología más orientada a la vida cristiana práctica y al progreso espiritual.
Una de las características centrales del arminianismo wesleyano es su énfasis en la santificación progresiva. Para Wesley, la salvación no se limita al perdón inicial de los pecados, sino que implica un camino continuo de transformación interior que culmina en lo que él denominó “perfección cristiana”. Esta perfección no se refiere a una impecabilidad absoluta, sino a una madurez espiritual en la que el creyente puede amar a Dios y al prójimo con un corazón puro y desinteresado. Así, la vida cristiana es entendida como un proceso dinámico de crecimiento en la gracia.
Otra diferencia importante respecto al arminianismo clásico es la comprensión más desarrollada de la gracia preveniente. Wesley enseñó que esta gracia actúa incluso antes de que el ser humano sea consciente de ella, preparando el corazón para responder al Evangelio. Esta gracia es universal, continua y personalizada, y permite que todos tengan la posibilidad real de ser salvados. En este sentido, Wesley refuerza la idea de un Dios activamente presente en cada vida humana, trabajando desde el inicio para atraer a las personas hacia Él, sin coaccionarlas.
El arminianismo wesleyano también se caracteriza por una fuerte dimensión práctica y pastoral. Más allá de las afirmaciones doctrinales, su teología está profundamente arraigada en la vida cotidiana del creyente. Wesley hizo hincapié en una fe que se traduce en acciones concretas, especialmente en el compromiso con la justicia social, el servicio a los pobres y la santidad personal. Aunque las buenas obras no son consideradas meritorias para la salvación, son vistas como el fruto natural y necesario de una fe viva y genuina.
En cuanto a la seguridad de la salvación, Wesley coincidía con el arminianismo clásico en que el creyente puede apartarse de la gracia y perder la salvación si no persevera en la fe. No obstante, añadió un matiz pastoral importante: es posible experimentar una seguridad subjetiva de estar actualmente en gracia con Dios. Esta certeza no es absoluta ni irrevocable, pero puede sostener al creyente mientras camina en fidelidad y comunión con Cristo.
En conclusión, el arminianismo wesleyano representa una profundización espiritual y práctica del arminianismo original. Ambos sistemas sostienen que la salvación es un don divino ofrecido libremente a todos, pero que requiere la colaboración libre y continua del ser humano. La variante wesleyana enriquece esta visión con un énfasis en la santidad de vida, la experiencia personal de fe y una preocupación constante por la dimensión pastoral, mostrando un cristianismo no solo doctrinalmente coherente, sino existencialmente transformador.
II. Refutación filosófica del arminianismo desde el realismo tomista
El arminianismo, al presentarse como una vía
intermedia entre el calvinismo determinista y el catolicismo sacramental,
incurre en una paradoja teórica: pretende conciliar la soberanía divina con la
libertad humana, pero sin una metafísica del ser que fundamente esa relación.
En lugar de acudir a una noción objetiva del ser y del acto, el sistema
arminiano se apoya en un concepto de libertad radicalmente psicológico, volcado
sobre la conciencia individual, lo que lo sitúa, filosóficamente, en la estela
del nominalismo ockhamista y, posteriormente, del moralismo kantiano.
Error de base: la negación del ser como fundamento de la libertad
Para el tomismo, la libertad no es una
autonomía vacía, sino la perfección del ser racional en su orden al bien. El
acto libre no es simplemente una opción entre contrarios, sino una inclinación
deliberada hacia el fin último conocido por la razón e impulsado por la
voluntad. En cambio, el arminianismo define la libertad en términos de
indeterminación psicológica: el hombre es libre porque puede elegir entre
aceptar o resistir la gracia. Esta libertad entendida como mera capacidad de
elección es una negación implícita del principio de finalidad intrínseca del
ser: como si el alma humana no estuviera naturalmente ordenada a Dios como su
fin.
Esta concepción, que hunde sus raíces en
Ockham, desvincula la voluntad de la naturaleza, haciendo de la elección algo
arbitrario. El resultado es un voluntarismo difuso que no puede fundamentar ni
la moralidad ni la gracia, porque todo queda al vaivén del querer subjetivo. Se
crea así una antropología desvinculada de la metafísica del ser: el hombre ya
no es un ente que tiende al bien verdadero, sino un sujeto que se autodetermina
sin regla objetiva.
La gracia preveniente como ambigüedad ontológica
El arminianismo sostiene que existe una
gracia “preveniente” universal que habilita la voluntad del hombre para elegir
a Dios, pero no la determina. Esto introduce una ambigüedad fundamental: ¿cómo
puede la gracia obrar sin obrar realmente? ¿Cómo puede habilitar sin
transformar? Esta idea de una gracia que solo restablece la “capacidad de
responder” sin afectar realmente la voluntad ni la naturaleza corrompida por el
pecado es filosóficamente incoherente.
Desde la lógica del acto y la potencia, toda
transformación real exige un agente proporcionado al efecto. Si la voluntad del
hombre está herida, no basta con ofrecerle la posibilidad abstracta de moverse:
es necesario que la gracia actúe como causa formal y eficiente de su
rectificación. La gracia no puede limitarse a ser una oferta: debe ser un
principio de acción en el alma. El arminianismo, al negar esto, convierte la
gracia en un factor meramente psicológico, una especie de sugestión moral,
desprovista de eficacia ontológica.
El error de la elección condicional: la inversión del orden lógico de la causalidad
Al afirmar que Dios elige a los hombres en
virtud de la fe que preveía en ellos, el arminianismo invierte el orden real de
la causalidad entre Dios y la criatura. No es la fe humana la que condiciona la
elección divina, sino que es la elección divina la que suscita la fe en el
corazón del hombre. Pretender que Dios elige “en previsión de la fe” es someter
el acto divino a una lógica condicional dependiente del tiempo, incompatible
con la simplicidad y eternidad del ser divino.
Además, desde la perspectiva realista, el
conocimiento de Dios no depende de lo que sucede en el mundo: Él no aprende de
lo que el hombre hace, sino que conoce eternamente todo como causa. Subordinar
su predestinación a la fe prevista es, en el fondo, antropomorfizar a Dios,
reducir su eternidad a una anticipación del tiempo y hacer de su elección un
acto pasivo. Este esquema incurre en una falacia de tipo circular: el hombre
cree porque es elegido, pero a la vez es elegido porque cree. La lógica
colapsa.
Crítica a la noción de imputación sin transformación
Otro punto crucial es la forma en que el
arminianismo —aunque rechazando el monergismo calvinista— retiene de él una
visión forense de la justificación. La gracia se entiende en muchos arminianos
(especialmente en su versión wesleyana) como imputación externa más que como
transformación real del alma. Si bien no llegan al extremo calvinista del
“simul iustus et peccator”, no ofrecen una antropología ontológicamente sólida
que explique cómo la gracia justifica haciendo justo al hombre.
Desde la perspectiva tomista, ser
justificado es ser hecho justo realmente. No basta con que Dios considere justo
al hombre: debe haber una modificación real de su ser. Si esto no ocurre, se
está simplemente disfrazando al pecador de justo, lo cual es incompatible con
la santidad divina. El arminianismo, al oscilar entre una gracia eficaz y una
gracia sólo dispositiva, cae en una ambivalencia que compromete la
inteligibilidad misma de la redención.
Negación del principio de necesidad objetiva del bien
En el fondo, todo el arminianismo descansa
sobre una presuposición anti-realista: que el hombre no está ordenado
intrínsecamente al bien verdadero, sino que puede elegir entre el bien y el mal
sin contradicción interna. Esto contradice la antropología clásica, que enseña
que la voluntad humana busca necesariamente el bien conocido como tal. Si el
hombre pudiera elegir el mal como mal, sería irracional por naturaleza, y no
podría haber ética ni responsabilidad moral.
La libertad, desde el tomismo, no es mera
espontaneidad, sino autodeterminación racional hacia el bien. En cambio, el
arminianismo tiende a convertirla en indiferencia ontológica: como si el hombre
pudiera elegir entre salvarse o no salvarse como quien elige entre dos gustos
de helado. Esta reducción del bien a una opción subjetiva destruye la noción de
verdad moral objetiva y abre la puerta al relativismo.
Arminianismo como pelagianismo mitigado
Aunque los arminianos rechazan explícitamente
el pelagianismo, su sistema incurre en una forma mitigada de él. En lugar de
afirmar que el hombre puede salvarse sin gracia, afirman que la gracia se
limita a facilitar la elección, pero no garantiza nada. La salvación se vuelve
un proyecto ético, una construcción progresiva del alma por su adhesión
perseverante. Esto reconduce al sujeto a confiar en sus actos, aunque estos
estén auxiliados por la gracia.
El problema no es solo teológico, sino
filosófico: se sustituye el orden de la participación ontológica (gracia como
causa formal de la nueva vida) por el esquema funcionalista de una gracia
adyacente que el hombre activa. Así, el alma no vive por una forma divina
infundida, sino por una colaboración continua con un auxilio externo, como si la
redención fuera una gimnasia espiritual. Se pasa de la ontología al moralismo.
En síntesis,
el arminianismo es, en su raíz, un sistema filosóficamente defectuoso. No
porque afirme demasiado la libertad humana, sino porque la fundamenta mal. No
porque niegue la gracia, sino porque la reduce a una condición psicológica. No
porque busque la salvación de todos, sino porque lo hace sacrificando la lógica
interna de la verdad revelada y del ser. En nombre de una justicia aparente y
una libertad abstracta, termina vaciando el Evangelio de su realidad
transformadora. Frente a este modelo débil y contradictorio, la tradición
tomista ofrece un sistema coherente, realista, jerárquico y profundamente
humano, donde Dios no compite con la libertad del hombre, sino que la funda y
la perfecciona. Y donde la gracia no es una oferta flotante, sino la vida misma
de Dios participada por el alma.
Arminianismo Wesleyano
Si bien el arminianismo wesleyano añade un énfasis loable en la vida moral, la santificación progresiva y la experiencia personal de fe, estos acentos no bastan para corregir los problemas filosóficos de fondo que ya aquejan al arminianismo clásico. Desde una perspectiva realista tomista, el sistema wesleyano hereda —e incluso amplifica— ciertas tensiones internas que comprometen su coherencia ontológica y teológica.
1. Una antropología sin metafísica
El arminianismo wesleyano insiste en la libertad del hombre como capacidad de elegir entre cooperar o no con la gracia preveniente. Pero, al igual que el sistema clásico, esta libertad se concibe como indeterminación psicológica, no como perfección ontológica del ser racional. Para el tomismo, el acto libre es una autodeterminación racional hacia un bien real y objetivo, no simplemente un ejercicio de autonomía subjetiva.
Wesley no ofrece una metafísica del alma que justifique cómo esta libertad se ordena naturalmente al bien. La elección humana, al ser tratada como un acto puramente volitivo, queda desligada de la naturaleza del ser. Así, el sujeto aparece como moralmente responsable, pero sin que su voluntad esté necesariamente orientada a Dios como su fin último. Esto lleva a una libertad desvinculada de la verdad y del orden del ser, cercana al voluntarismo y al subjetivismo ético.
2. Gracia sin transformación esencial
La gracia preveniente, en Wesley, es presentada como una ayuda real y universal, lo cual parece una mejora respecto a sistemas más rígidos. Sin embargo, filosóficamente, permanece el problema central: si la gracia solo facilita y no transforma, entonces no actúa como causa formal ni eficiente, sino como simple estímulo externo. El alma no es elevada a una nueva naturaleza, sino apenas incitada a moverse.
Este modelo contradice la lógica tomista del ser: si el alma está herida por el pecado, no basta con una asistencia externa; debe ser sanada y elevada desde dentro por una gracia que infunda nueva vida, no solo que la anime desde fuera. En Wesley, aunque se insiste en la regeneración, la operación de la gracia sigue siendo muchas veces entendida en términos dispositivos o afectivos, más que como una reconfiguración ontológica del sujeto.
3. Peligro de moralismo espiritual
El énfasis wesleyano en la santificación y la perfección cristiana, aunque valioso en su intención pastoral, puede deslizarse fácilmente hacia un moralismo en ausencia de una base ontológica clara. Si la gracia no garantiza la transformación interior del alma, entonces la progresiva santidad del creyente tiende a recaer en su esfuerzo ético personal, aunque sea bajo el auxilio divino.
Este esquema parece cercano a una forma mitigada de pelagianismo funcional, en la que la redención ya no es la participación en la vida divina (como enseña el tomismo), sino una tarea progresiva de auto-mejora espiritual. La gracia, lejos de ser principio de vida nueva, se convierte en recurso ocasional, lo que empobrece tanto la teología de la justificación como la antropología cristiana.
4. Inversión de la causalidad divina
El wesleyanismo sostiene que Dios elige a quienes Él prevé que creerán y perseverarán. Pero esta elección basada en la previsión de la respuesta humana presupone una dependencia divina respecto al tiempo y a la acción de la criatura, lo que contradice la doctrina tomista de la simplicidad, eternidad e inmutabilidad de Dios. El orden lógico de la causalidad queda invertido: Dios actúa condicionado por lo que sabe que hará el hombre.
Desde la metafísica realista, Dios no reacciona al mundo: Él es causa de todo lo que sucede. Su conocimiento no es observación futura, sino causalidad eterna. Pretender que la fe humana "activa" la elección divina es reducir la soberanía de Dios a una lógica condicional, más propia de los procesos humanos que de la acción divina.
5. Libertad sin verdad objetiva del bien
El arminianismo wesleyano, al insistir en la capacidad del hombre de aceptar o rechazar la gracia, parece asumir que el alma puede colocarse en un plano de neutralidad moral, eligiendo entre el bien y el mal como si ambos fueran posibilidades igualmente abiertas. Esto niega implícitamente que el ser humano esté naturalmente ordenado al bien verdadero. Para el tomismo, tal indiferencia es antinatural: la voluntad siempre tiende hacia el bien, aunque pueda errar sobre lo que este es.
La noción de una libertad entendida como pura espontaneidad sin referencia objetiva al bien conduce inevitablemente a un relativismo moral. Wesley, con su énfasis en la elección personal y el perfeccionamiento ético, no corrige esta base, sino que, sin querer, la refuerza: el camino de la salvación se convierte en un itinerario subjetivo más que en una participación objetiva en el bien supremo.
El arminianismo wesleyano representa un intento sincero de armonizar gracia y libertad, redención y responsabilidad, teología y ética. Sin embargo, desde una perspectiva filosófica tomista, este sistema carece de una metafísica sólida que fundamente sus afirmaciones teológicas. Al definir la libertad como indeterminación, la gracia como ayuda no transformadora, y la elección divina como dependiente del hombre, incurre en contradicciones internas que afectan tanto a la comprensión de Dios como del hombre.
En última instancia, el arminianismo wesleyano, pese a su orientación práctica y espiritual, termina debilitando la eficacia ontológica de la gracia y comprometiendo la coherencia de la revelación cristiana. Frente a ello, el realismo tomista propone una libertad más profunda —enraizada en la verdad del ser—, una gracia verdaderamente transformadora, y una soberanía divina que no anula al hombre, sino que lo fundamenta y lo perfecciona.
III. Refutación bíblica y teológica del arminianismo wesleyano
Fundamentos bíblicos: Gracia divina y libre albedrío
El arminianismo wesleyano –siguiendo a Jacobo Arminio y a Juan Wesley– sostiene que Dios ofrece su gracia salvífica a todos, pero que el ser humano, dotado de libre albedrío, decide cooperar o resistirla. Asimismo, enseña una predestinación condicional (Dios elige para la salvación a quienes prevé que tendrán fe perseverante) y afirma la posibilidad real de apostasía (un verdadero creyente puede perder la salvación si se aparta de la gracia). Esta posición se originó en un contexto protestante y rechaza tanto el determinismo calvinista de la gracia irresistible como la noción de una seguridad absoluta de salvación (“una vez salvo, siempre salvo”). A primera vista, presenta similitudes con la enseñanza católica al reconocer la necesidad de la gracia y la cooperación humana; sin embargo, desde la perspectiva de la teología católica clásica, el arminianismo wesleyano adolece de importantes deficiencias bíblicas y doctrinales que conviene examinar.
La Sagrada Escritura enfatiza, ante todo, la iniciativa absoluta de la gracia divina en la salvación, sin negar por ello la responsabilidad humana. Jesús declara: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5). San León Magno interpreta estas palabras afirmando que quien realiza el bien obtiene de Dios, mediante la oración, tanto el querer como el obrar ese bien. Del mismo modo, San Pablo enseña: «Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (cf. Flp 2,13), subrayando que nuestros santos deseos y obras meritorias son efecto de la gracia operante de Dios en el alma. Incluso la misma fe por la que respondemos a Dios es presentada como un don gratuito de Dios: «Por gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto no viene de vosotros, pues es don de Dios» (Ef 2,8). En línea con ello, Santo Tomás de Aquino comenta que, para que el hombre pueda asentir a la verdad revelada, debe ser “elevado sobre su naturaleza”, movido interiormente por Dios. Es decir, creer no es un mero acto autónomo de la voluntad humana, sino el fruto de una gracia preveniente que dispone el entendimiento y la voluntad hacia Dios. La Iglesia católica, recogiendo esta verdad, definió en el Concilio de Trento que sin la inspiración del Espíritu Santo nadie puede siquiera tener el comienzo de la fe, de la esperanza o del arrepentimiento necesario para salvarse. Se condenó explícitamente la idea de que el hombre, confiando en su libre albedrío natural, pueda dar el primer paso hacia la justificación sin la gracia preveniente de Dios.
Ahora bien, junto a la iniciativa de Dios, la Escritura afirma la auténtica libertad y cooperación del hombre. Dios ofrece la gracia a todos y quiere la salvación de todos (cf. 1 Tim 2,4), pero muchos la rechazan por propia culpa: «¡Jerusalén, Jerusalén!... ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, pero tú no quisiste!» (Mt 23,37). Este lamento del Señor manifiesta, como señala San Ireneo de Lyon, “la antigua ley de la libertad humana; pues Dios hizo libre al hombre… Dios jamás lo fuerza, sino que da buen consejo a todos”. La gracia de Dios llama y asiste al pecador, pero no coacciona su voluntad. El hombre puede rehusar la invitación divina, y por eso quien se condena es por elección propia, mientras que quien se salva lo hace cooperando libremente con la gracia hasta el fin. “Dios ciertamente ofreció benignamente este bien [la gracia] a todos; mas quienes no lo conservaron ni lo tuvieron por valioso... justamente reciben castigo” –advierte Ireneo–, mientras que quienes obedecen a Dios conservan ese bien como don de Dios que ellos custodian. Vemos aquí una armonía bíblica fundamental: aunque el hombre es “capaz de Dios” por su libre albedrío, solo la gracia hace posible que ese libre albedrío se oriente eficazmente al bien y persevere en él.
La síntesis bíblica requiere, pues, mantener dos verdades: 1) Sin la gracia de Cristo nada santo podemos hacer (cf. Jn 15,5; 2 Co 3,5; Flp 2,13); 2) Con la gracia, Dios nos llama a cooperar libremente mediante la fe y la obediencia (cf. Dt 30,19; Jos 24,15; 2 Co 6,1). El arminianismo wesleyano acierta al rechazar el negacionismo calvinista de la libertad humana (que Trento también condenó) y al enseñar que la gracia de Dios puede ser resistida por la libre voluntad del hombre. Sin embargo, tiende a presentar la predestinación solo como dependiente de la respuesta humana prevista por Dios, lo que desde una perspectiva católica invierten el orden de la causalidad: no son nuestros méritos los que condicionan el don divino, sino que “nuestros méritos mismos son dones de Dios”, según la clásica fórmula de San Agustín. En efecto, dice el Doctor de la Gracia: “Si tus méritos son dones de Dios, entonces cuando Dios corona tus méritos, no corona otra cosa que sus propios dones”. Por eso la Iglesia enseña que Dios tiene la iniciativa en la elección de los salvados: su gracia previene, acompaña y lleva a término la obra de la salvación, de modo que nadie podría adelantarse a Dios para “merecer” la predestinación. Incluso la perseverancia final en el bien es vista por la teología católica como un regalo inmerecido de Dios (una gracia de la perseverancia), sin el cual el hombre caería. Esta primacía de la gracia quizás no recibe en el sistema wesleyano toda la profundidad con que la expone la tradición católica tomista, la cual insiste en que Dios puede mover eficazmente el corazón humano hacia el bien sin anular por ello la libertad, misterio que supera la mera previsión del mérito humano.
Finalmente, la Biblia enseña que la salvación debe “ocuparse con temor y temblor” (Flp 2,12), viviendo en la fe activa en la caridad (cf. Gál 5,6). No basta un asentimiento intelectual o emocional inicial, sino que se requiere perseverar en la gracia mediante una vida de obediencia y buenas obras. El apóstol Santiago refuta la sola fides declarando: «Como podéis ver, uno es justificado por las obras, y no solo por la fe» (Sant 2,24). La fe sin obras es fe muerta , indigna de la salvación. En esto la posición de Wesley –quien insistió en la santidad de vida y admitió la posibilidad de perder la gracia por el pecado mortal– coincide con la católica contra cualquier noción antinomiana. San Cipriano de Cartago ya advertía en el siglo III que ni los dones carismáticos más extraordinarios garantizan la salvación si falta la obediencia a los mandamientos: «Profetizar, expulsar demonios y hacer milagros... son cosas admirables, pero no se alcanza el reino de los cielos si no se camina en la justicia. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino” –dice el Señor– “sino el que hace la voluntad de mi Padre”». Y concluye: «Es necesaria la justicia para merecer de Dios Juez... Debemos obedecer sus preceptos... para que nuestros méritos reciban su recompensa» . Asimismo, San Basilio Magno insiste en que el simple hecho de abandonar el pecado no basta, sino que el verdadero penitente ha de dar “frutos dignos” de conversión y buenas obras para alcanzar la salvación. La Iglesia en Trento reafirmó que la justificación del pecador no es por “fe sola” sin necesidad de cooperación ni obras, pronunciando anatema sobre quien niegue la necesidad de disponerse activamente (moviéndose la voluntad) para recibir la gracia y de vivir luego según ella. En síntesis, la salvación es enteramente gratuita en su origen, pero exige cooperación humana continua sostenida por la gracia: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, como resume bellamente la tradición agustiniana.
Testimonio patrístico y magisterial: gracia y libertad en la tradición católica
La visión católica de la gracia y el libre albedrío, en contraste crítico con el arminianismo wesleyano, se fundamenta en un consenso patrístico y en el Magisterio eclesial a lo largo de los siglos. La Iglesia primitiva enfrentó dos errores opuestos: por un lado, las herejías gnósticas y maniqueas negaban la libertad humana (atribuyendo la salvación o perdición a un destino fatalista o a una naturaleza fija); por otro lado, la herejía pelagiana (siglo V) exageró la capacidad humana al afirmar que el hombre podía dar los primeros pasos hacia Dios sin la gracia. La respuesta católica, articulada por Padres como san Ireneo en Oriente y san Agustín en Occidente, fue afirmar simultáneamente la plena gratuidad de la gracia y la plena realidad del libre albedrío, evitando ambos extremos heréticos.
San Ireneo de Lyon (siglo II) es testigo de cómo la Iglesia primitiva valoró la libertad creada del hombre a la par que su absoluta dependencia de Dios. Contra la idea gnóstica de salvación automática para algunos “espirituales”, Ireneo enseña que Dios quiere persuadir, no forzar al hombre, y que todos reciben asistencia divina suficiente para obrar el bien, aunque con la posibilidad de desecharla. Como vimos, Ireneo subraya que quienes perseveran en la obediencia “conservan para siempre [el] bien [recibido] como un don de Dios”, mientras que quienes se rebelan contra Él pierden ese don y se hacen merecedores de castigo justo. En otras palabras, la gracia es ofrecida universalmente, pero su fruto –la santidad y salvación– solo se realiza en aquellos que libremente cooperan con ella. Esta doctrina de la synergia (cooperación) reaparecerá con distintos matices en la teología posterior, incluyendo la arminiana; pero es importante notar que para Ireneo la iniciativa siempre corresponde a Dios, que “derrama su gracia sobre todos los hombres”, de modo que nadie está excluido a priori de la posibilidad de salvarse. La perdición es autoinfligida (“quienes se condenan lo hacen por su propia voluntad”), mientras que la salvación es un don que hay que “custodiar” fielmente como gracia.
San Cipriano de Cartago (m. 258) contribuye desde la perspectiva moral y eclesial. En su tratado De unitate Ecclesiae, advierte que ni siquiera los que realizan milagros o proezas religiosas se salvarán si carecen de caridad y de obediencia a la ley de Dios. Para Cipriano, la pertenencia a Cristo implica necesariamente la pertenencia a su Iglesia y la sumisión a sus mandamientos. Su célebre axioma «Fuera de la Iglesia no hay salvación» complementa la noción de que la gracia nos vincula a la comunidad eclesial. Wesley, al desarrollar su teología en el siglo XVIII, se separó de la Iglesia católica y de varias doctrinas sacramentales; desde la crítica católica, ello supone una pérdida de la plenitud de medios de gracia. San Cipriano subrayaría que nadie puede tener a Dios por Padre si rechaza a la Iglesia por Madre. Aunque Wesley promovió intensamente la santidad personal y la vida comunitaria entre sus metodistas, desde la perspectiva católica su movimiento carecía de la sucesión apostólica y de la Eucaristía como fuente culminante de la gracia. Esta dimensión eclesiológica y sacramental de la gracia, ausente en el arminianismo wesleyano, es un punto donde la tradición patrística representada por Cipriano, Ignacio de Antioquía y otros contrasta con las soluciones protestantes individuales.
El Doctor de la Gracia, san Agustín de Hipona (354–430), merece especial atención, ya que sus obras enfrentando el pelagianismo establecieron los fundamentos de la doctrina católica de la gracia. Agustín insiste en que toda buena obra y todo buen movimiento del corazón tienen a Dios por autor primero. Lejos de negar el libre albedrío, Agustín afirma: “Es cierto que queremos cuando queremos; pero Dios hace que queramos el bien”. Y aún más: “Es cierto que obramos cuando obramos; pero Dios hace que obremos [el bien], otorgando a la voluntad fuerzas eficacísimas”. En estas frases (tomadas de De gratia et libero arbitrio, c.16) Agustín condensa la primacía ontológica de la gracia: nuestros actos voluntarios buenos son verdaderamente nuestros (somos nosotros quienes queremos y actuamos), pero su bondad y mérito provienen de Dios, que con su gracia sana, mueve y fortalece nuestra voluntad. Nada hay de bueno en nosotros que no sea en último término don suyo. Esta enseñanza difiere de la arminiana en la medida en que Wesley, siguiendo a Arminio, concebía la gracia preveniente como una asistencia universal que restaura una capacidad de elección neutral en el hombre, dejando la decisión final en manos de la persona. Agustín, en cambio, hablaría de una gracia interior y eficaz que origina incluso el querer creer y perseverar. Para Agustín, si algunos perseveran hasta el fin es porque Dios así se lo concede por misericordia, no debido a un mérito previsto en ellos (misterio ligado a la predestinación). La Iglesia católica acoge esta verdad matizada: sin caer en el determinismo, reconoce con Trento que “el libre albedrío del hombre, excitado y ayudado por Dios, coopera asintiendo a Dios” (contra los protestantes que lo veían inútil en la justificación), pero a la vez confiesa humildemente que el hombre necesita ser prevenido y sostenido por la gracia en todo momento, de modo que a Dios se debe la gloria total de nuestra salvación. En palabras de San Pablo citadas por Agustín: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Co 4,7).
Santo Tomás de Aquino (1225–1274) continúa esta línea agustiniana dentro de un sistema teológico más desarrollado. El Aquinate enseña que la gracia no anula sino eleva y sana la naturaleza humana. Respecto al acto de fe –punto central en la soteriología arminiana– Santo Tomás declara explícitamente que la fe es un don infuso por Dios (“fides est homini a Deo infusa”, ST II-II, q.6, a.1) y que el hombre no podría creer por sus propias fuerzas sin la moción interior de la gracia divina. En su comentario a Efesios 2,8, Santo Tomás señala que el Apóstol “excluye la causa del mérito humano al decir: ‘y esto no viene de vosotros, pues es don de Dios’”, reafirmando que incluso el comienzo de la fe es efecto de la gracia. A la vez, Tomás clarifica que la voluntad humana, movida por Dios, coopera libremente en el acto de fe y en las demás virtudes: “los actos humanos son meritorios en cuanto proceden del libre albedrío movido por Dios mediante la gracia”. Esta noción de movimiento divino del libre albedrío es crucial. La teología tomista clásica (representada luego por autores como Domingo Báñez y otros) acusa al arminianismo de cierta ingenuidad filosófica al imaginar que para salvaguardar la libertad es preciso que la decisión última escape por completo a la causalidad divina. Por el contrario, Aquino concibe a Dios como causa primera que puede inclinar eficazmente la causa segunda (la voluntad humana) sin destruir su libertad, algo que trasciende nuestra comprensión pero que asegura que la gracia no solo facilita sino que puede realmente producir nuestro sí libre. Aquí radica, según los tomistas, una superioridad de la doctrina católica tradicional frente al sistema arminiano: se reconoce plenamente a Dios como autor de la salvación de principio a fin, al mismo tiempo que se reconoce que el hombre colabora verdaderamente (y responsablemente) movido por Dios. El magisterio eclesial ha respetado tanto la visión tomista como otras escuelas católicas (molinistas, agustinianas) siempre que se afirme esta primacía de la gracia y se evite tanto el fatalismo como el pelagianismo.
San Basilio y San Gregorio Nacianceno, Padres griegos del siglo IV, junto con otros santos orientales, también enseñaron la necesidad de la gracia junto a la cooperación humana, aunque en términos menos sistemáticos. Basilio, por ejemplo, al hablar de la vida moral, recuerda que el esfuerzo ascético del cristiano es en respuesta a la gracia: “No te gloríes de nada, como si proviniera de ti, pues ¿qué tienes que no hayas recibido?” –eco de 1 Cor 4,7–. Los Padres orientales desarrollaron mucho la idea de sinergia (συνεργία), especialmente contra la herejía mesaliana y luego en controversias semipelagianas: el hombre debe “cooperar” con Dios en la obra de la salvación, pero esta cooperación es ya fruto de la presencia interior del Espíritu Santo. Esta teología oriental de la cooperación es, en el fondo, concorde con la doctrina católica y contraria tanto al determinismo como a cualquier visión que rebaje la gracia a mera ayuda opcional. Por eso, figuras como San Juan Crisóstomo enseñaban que “Dios atrae, pero no fuerza; por eso unos se salvan y otros se pierden”, reconociendo la universalidad del amor de Dios y la culpa del que rechaza. El arminianismo wesleyano coincide con esta visión en la práctica pastoral (predicación de la conversión a todos, responsabilidad personal del creyente), pero carece de la articulación sacramental y de la dirección magisterial que en la Iglesia dieron equilibrio a estas afirmaciones.
Finalmente, San León Magno (Papa, †461) –célebre como “Doctor de la Encarnación”, pero también importante en materia de gracia– reafirmó la necesidad de la oración humilde para obtener la asistencia divina. Enseña León que Cristo «intercede siempre por nosotros» y que los cristianos deben implorar sin cesar la gracia para perseverar en el bien. En un sermón sobre la Cuaresma, comenta: “Cuando el Señor dice: ‘sin mí nada podéis hacer’ (Jn 15,5), nos muestra que incluso el querer obrar el bien nos viene de su inspiración, y el llevarlo a cabo, de su ayuda”. Esta afirmación redondea la concordancia patrística: todo nuestro camino de salvación, desde el inicio de la fe hasta la corona final, es don de la gracia de Dios, y sin embargo, es un camino que hemos de recorrer libremente, con oración, esfuerzo y humildad.
En conclusión, la crítica católica al arminianismo wesleyano no niega los aspectos positivos de este (su rechazo del predestinacionismo absoluto, su énfasis en la santidad de vida y en la predicación universal del Evangelio), sino que los sitúa en un marco más amplio y profundo. A la luz de la Escritura, de los Padres de la Iglesia y de la enseñanza magisterial, se refuerza que la gratuidad de la gracia y la eficacia soberana de Dios en la salvación son verdades primordiales que no pueden relativizarse. La tradición tomista y agustiniana aporta una comprensión más rigurosa de la acción divina interior en el alma, evitando concebir la predestinación divina como mera previsión pasiva. Al mismo tiempo, la Iglesia sostiene la verdad del libre albedrío y la necesidad de cooperar con la gracia mediante la fe viva y las obras de caridad, distanciándose tanto de la sola fide como de cualquier negación de la libertad (verdades definidas en Trento: gracia y libertad cooperan en la justificación). En resumen, la teología católica –en continuidad orgánica desde la época apostólica, pasando por san Agustín, santo Tomás y los concilios– refuta los errores o insuficiencias del arminianismo wesleyano afirmando una doctrina de la salvación donde todo es gracia desde el inicio, y sin embargo nuestra respuesta libre (también obra de la gracia) es tenida en cuenta por Dios. Esta síntesis, más que cualquier sistema humano, salvaguarda la omnipotencia misericordiosa de Dios y, a la vez, la dignidad y responsabilidad del hombre en el plan salvífico.
Bibliografía selecta: Para profundizar en la posición católica puede consultarse el De gratia et libero arbitrio de San Agustín catholicculture.org, la Suma Teológica de Santo Tomás (I-II, qq.109-114; II-II, q.6) vatican.va, los cánones del Concilio de Trento sobre la justificación, así como estudios contemporáneos sobre la teología de la gracia en la Iglesia primitiva es.catholic.net es.catholic.net. Tales fuentes corroboran la continuidad de la fe católica en materia de gracia y libre albedrío, iluminando las diferencias con las doctrinas protestantes post-reforma como el arminianismo de Wesley. Las palabras de San Agustín resumen adecuadamente la certeza que la Iglesia propone frente al énfasis wesleyano en la elección humana: “Nuestra voluntad es verdaderamente libre, pero solo Dios realiza que quiera el bien y que haga el bien”, de modo que a Él sea dada toda la gloria por nuestros méritos, “que no son otra cosa que sus dones”
IV. Refutación final del arminianismo wesleyano
El arminianismo wesleyano, heredero de Jacobo Arminio y sistematizado por John Wesley, sostiene que el primer acto de la fe brota de la libre decisión humana y que la gracia divina solo actúa de forma condicional y resistible; la voluntad creada, por tanto, se convierte en criterio último de la salvación.
Esta tesis reproduce, en esencia, el semipelagianismo del siglo V: la salvación se otorgaría “según los méritos”, porque el hombre iniciaría la fe y Dios tan solo la aumentaría. El juicio de la Iglesia sobre dicha pretensión es inequívoco.
El Concilio II de Orange (529), bajo el pontificado de Bonifacio II, declara en su canon 5: «Si alguno dice que está naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe y hasta el afecto de credulidad… no por don de la gracia… se muestra enemigo de los dogmas apostólicos». Y en el canon 6 añade: «Si alguno dice que se nos confiere divinamente misericordia cuando, sin la gracia de Dios, creemos, queremos, deseamos, nos esforzamos… y no confiesa que por la infusión e inspiración del Espíritu Santo se da en nosotros que creamos y queramos… resiste al Apóstol que dice: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido?». Con tales definiciones se proclama que incluso el primer movimiento de la fe es gracia preveniente; negar este principio equivale a oponerse a la tradición apostólica.
San Agustín había articulado la misma verdad dos generaciones antes. En el Sermo 169, 13 sentencia: «Qui te fecit sine te, non te iustificabit sine te»; quien te creó sin ti no te justificará sin ti, pues la cooperación es real, pero no preludia la gracia, sino que está causada por ella. El mismo Doctor subraya en De gratia et libero arbitrio 21 que «Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» y que esto no suprime el libre albedrío, porque el Apóstol ordena: «Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación». Aún más explícito, en De praedestinatione sanctorum 2, 3 rechaza el error pelagiano de situar la gracia “según los méritos”: si no fuera gracia el comenzar a creer, sino solo su incremento, se volvería a la fórmula que Pelagio hubo de condenar. La tradición escolástica confirma este juicio: santo Tomás de Aquino, al discutir la preparación para la gracia, afirma que «la gracia es principio del obrar bueno en el hombre, no un efecto subsecuente» (S. Th. I-II, q. 109, a. 6). De este modo el Aquinate asegura que la moción divina precede ontológicamente a todo mérito humano, sin abolir por ello la libertad.
El Concilio de Trento (1547) consolida esta doctrina frente al protestantismo naciente: afirma que el libre albedrío, movido y excitado por Dios, coopera realmente con la gracia (ses. VI, can. 4), condena la justificación “por la sola fe” entendida como pasividad absoluta (can. 3 y 9) y sostiene que el libre albedrío no se perdió tras el pecado original, aunque sin la gracia nada puede hacer que merezca la vida eterna (can. 5). De esta manera se rechaza simultáneamente el determinismo pasivo del monergismo y el sinergismo arminiano que ubica el origen de la fe en la sola voluntad creada.
El Concilio Vaticano II retoma ese mismo núcleo doctrinal subrayando su dimensión eclesial y sacramental. Lumen Gentium 14 enseña que «la Iglesia peregrina es necesaria para la salvación» porque Cristo, único Mediador, se hace presente en su Cuerpo; y Sacrosanctum Concilium 7 recuerda que toda la eficacia salvífica de la liturgia proviene de ser «acción de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia». El modelo wesleyano, al carecer de sacramentos válidos y de sucesión apostólica, deja sin soporte objetivo la economía ordinaria de la gracia.
Se traza así un hilo doctrinal ininterrumpido: la gracia divina precede, acompaña y consume toda la obra de la salvación; la libertad humana coopera verdaderamente, pero porque antes ha sido movida por Dios. La fe misma, principio de justificación, no brota de un impulso autónomo; es don. Negar esta prioridad constituye una reedición del error semipelagiano y se sitúa fuera de la enseñanza bíblica, patrística y magisterial.
Inspirandonos en el estilo de san Agustín —prima gratia est inchoatio salutis, non ex meritis, sed ex sola misericordia Dei— «la gracia primera es el inicio mismo de la salvación, no por méritos, sino únicamente por la misericordia de Dios»; y, en la síntesis final de la tradición, Non est veritas in divisione, sed in unitate Ecclesiae —«la verdad no se halla en la división, sino en la unidad de la Iglesia».
Por ello el arminianismo wesleyano, al situar el comienzo de la fe en el puro arbitrio humano y al prescindir de la mediación sacramental objetiva, resulta doctrinalmente incompatible con la fe católica y, como reedición del semipelagianismo, debe ser inequívocamente rechazado.
El arminianismo —y más aún su derivado moderno wesleyano y sentimentalista— cae en el error de reducir el drama de la salvación a una experiencia emocional. Cree que el hombre, tocado por una gracia externa y revocable, puede por sí mismo adherirse a Dios y sostener su fidelidad como si fuera fruto exclusivo de su voluntad. Pero esta visión ignora el cambio profundo, real, ontológico que la gracia de Cristo obra en el alma del hombre. La conversión no es un entusiasmo religioso ni una motivación de superación personal: es un nuevo nacimiento en el ser, una elevación desde la naturaleza caída hacia la participación en la vida divina. La gracia no violenta la libertad, sino que la sana, la ilumina y la mueve desde dentro, respetando el libre albedrío pero haciendo posible la respuesta verdadera. Sin los sacramentos, sin la mediación de la Iglesia, sin la Cruz, no hay redención real. Lo demás es rito sin eficacia, culto sin presencia, comunidad sin Verbo. El sentimentalismo pseudo-cristiano no salva, porque solo busca que el hombre se sienta elevado, sin pasar por el sufrimiento purificador del amor crucificado. Pero sin la cruz no hay gloria, sin purificación no hay visión de Dios. La Iglesia enseña que muchos santos ofrecieron su dolor, sus tentaciones, sus cuerpos mismos como hostias vivas para unirse a la Pasión de Cristo y pasar de este mundo al cielo. Esta es la única vía: no la vanidad de sentirse bien, sino la humildad de dejarse salvar por quien murió por nosotros.
"Itaque, ut doctrina Concilii Orangensis, Tridentini decretis corroborata, nec non testimonio sancti Augustini atque Doctoris Angelici comprobata docet, initium fidei, motus voluntatis et perseverantia finalis totum ex gratia præveniente et efficaci Dei proveniunt; liberum arbitrium quidem vere cooperatur, sed quia prius interius movetur a Spiritu Sancto; Ecclesia vero, sacramentorum ministeriis, ordinarium salutis instrumentum permanet. Quam ob rem systema arminianum wesleyanum, quod primatum huius gratiæ recusat, initium credendi voluntati humanæ tribuit ac mediationem ecclesialem obscurat, cum fide catholica componi nequit et tamquam semipelagianum repudiandum est."
Así, conforme a la enseñanza del Concilio de Orange, ratificada por los decretos de Trento y avalada por el testimonio de san Agustín y de santo Tomás de Aquino, el inicio de la fe, el movimiento de la voluntad y la perseverancia final proceden íntegramente de la gracia preveniente y eficaz de Dios; el libre albedrío coopera de modo real, pero porque antes es movido interiormente por el Espíritu Santo; y la Iglesia, mediante sus sacramentos, permanece como instrumento ordinario de salvación. Por tanto, el arminianismo wesleyano —al negar la primacía de esa gracia, atribuir el comienzo de la fe a la sola decisión humana y oscurecer la mediación eclesial— resulta irreconciliable con la fe católica y, como reedición del semipelagianismo, debe ser inequívocamente rechazado.