Justificatio per Fidem et Opera

 Ensayo

Introducción: 

La justificación por la Fe y Obras, pocas doctrinas han generado mayor controversia en la historia del cristianismo como aquella que se refiere a la justificación del hombre ante Dios. ¿Somos salvados por la fe sola, o por la fe que obra en la caridad? La aparente tensión entre fe y obras no surge de la Escritura, que las presenta en profunda unidad, sino de ciertas interpretaciones erradas que han disgregado lo que Dios ha unido en su plan de redención. El problema no radica en que las obras sustituyan la fe, ni que la fe sea indiferente a las obras, sino en comprender correctamente qué significa “creer” y qué significa “obrar”, cuando ambos actos nacen en un alma vivificada por la gracia.

La fe auténtica no es una idea, ni una convicción intelectual desnuda: es una virtud infusa, y como toda virtud, exige ser ejercitada. Igualmente, las obras no son simples gestos externos o méritos humanos, sino operaciones animadas por la caridad, dirigidas hacia Dios como fin último. El acto de fe y las obras salvíficas no son opuestos, sino expresiones ordenadas de una única vida espiritual nacida en Dios y orientada a Él.

Este ensayo busca esclarecer esta relación desde una base filosófico-teológica sólida. En primer lugar, estableceremos los fundamentos antropológicos necesarios para entender el dinamismo del alma humana en sus actos libres. Posteriormente, examinaremos el orden lógico y moral que rige el paso de la potencia al acto, y finalmente, abordaremos la dimensión teológica de las obras bajo la luz de la gracia, en vista del juicio eterno.

I. Fundamentos filosóficos:

Toda reflexión teológica auténtica, que pretenda alcanzar una comprensión integral del misterio del hombre en relación con Dios, debe fundarse sobre un edificio metafísico sólido, es decir, sobre una visión realista del ser y del conocer, que permita articular con precisión los conceptos que la fe revelada ofrece. La teología no nace en el vacío ni puede desarrollarse sin asumir una filosofía del ser que le permita distinguir con rigor entre naturaleza, gracia, pecado, redención y gloria. Por esta razón, antes de abordar las nociones específicas de fe y obras —y de su necesaria conjunción en el juicio final—, es indispensable explicar las categorías filosóficas sobre las que reposa todo el edificio doctrinal que seguirá. La reflexión sobre la operatio humana presupone la comprensión de qué es el ens, qué significa esse, cómo se distingue la essentia de la existentia, y cómo el acto de ser funda la inteligibilidad de todo lo real.

El punto de partida es el ente, ens, es decir, aquello que es. Esta es la noción más universal que posee el intelecto humano. Todo lo que existe, sea sustancia o accidente, acto o potencia, materia o forma, es ente. Pero el ente no se identifica con el ser (esse), sino que lo posee. Todo ente es tal en cuanto participa del ser; por tanto, no es el Ser mismo, sino algo que “tiene ser” de un modo limitado, derivado, participado. Esta distinción es fundamental para comprender que el esse —el acto de ser— es lo más íntimo, profundo y constitutivo de todo ente, y sin embargo no es captado inmediatamente por los sentidos ni por la razón si esta no se eleva por el camino adecuado.

Todo conocimiento humano parte de lo sensible. Es a través de la experiencia concreta, directa, particular, que la mente humana comienza a abstraer las esencias inteligibles de las cosas. Este movimiento primero es inductivo: del particular al universal, del fenómeno a la causa. Pero esta inducción no es puramente empírica, sino que está dirigida por la intelección del ser. Al captar la forma inteligible de lo real, el intelecto da un salto ontológico: reconoce que aquello que aparece es, que hay algo y no la nada. Esta captación del ser —aunque inicialmente confusa— es ya una afirmación ontológica. Es el primer principio del pensamiento: ens est, non-ens non est.

Pero este primer principio no basta por sí solo. Es necesario que la mente humana, reconociendo la realidad del ente, proceda también por vía deductiva a interrogarse sobre las causas últimas del mismo. ¿Por qué el ente es? ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Por qué lo que es, es de este modo y no de otro? ¿Qué es lo que lo constituye como tal? Estas preguntas conducen a la distinción fundamental entre esencia y existencia. La esencia responde a la pregunta: “¿qué es esto?”, mientras que la existencia responde a la pregunta: “¿esto es?”. Así, comprendemos que en los entes creados, la esencia no implica por sí misma la existencia. Puedo concebir con claridad la esencia de un unicornio, o de un triángulo equilátero, sin que por ello exista. Esta distinción es radical: el ente contingente es tal precisamente porque su esencia no implica necesariamente su existencia.

En otras palabras, hay una diferencia real entre lo que una cosa es y el hecho de que sea. Esta diferencia no es meramente lógica ni mental, sino metafísica. Si todo ente creado posee una esencia y una existencia realmente distintas, entonces su ser —su esse— no le pertenece por derecho propio, sino que le ha sido comunicado. Esta participación del ser implica que el ser mismo, en su plenitud, debe existir como Acto Puro, es decir, como Aquel en quien no hay distinción entre esencia y existencia, sino que es su propio ser: Ipsum Esse Subsistens. Esta es la definición más precisa de Dios en la metafísica tomista. Dios no tiene ser: Él es Ser. Todo lo demás tiene ser por participación, y esta participación es el fundamento de la contingencia.

Esta distinción ontológica es la piedra angular del pensamiento escolástico, y sin ella no puede comprenderse adecuadamente el lenguaje teológico sobre la creación, la gracia, la virtud o el juicio. Si no se afirma que hay un ser necesario —no causado, no compuesto, no mutable—, todo lo que existe carecería de fundamento último. La metafísica del ser, en este sentido, no es una construcción abstracta, sino una exigencia de la razón rectamente usada. La existencia del ser contingente remite necesariamente a un Ser necesario. Y esta deducción, fundada en la observación de lo real (método inductivo), y llevada a su conclusión por vía analítica (método deductivo), permite a la inteligencia humana elevarse desde el conocimiento de lo visible hacia lo invisible.

Este camino desde el ente al Ser es el verdadero itinerario metafísico que prepara el terreno para la teología. No se trata de imponer a la Revelación categorías ajenas, sino de reconocer que la filosofía del ser es la única que permite hablar con propiedad de un Dios que existe, que crea, que redime, que juzga, y que llama al hombre a participar de su vida. Así entendida, la ontología no es una disciplina separada de la teología, sino su servidora necesaria. Como enseñó el papa León XIII en la Aeterni Patris, la filosofía perennis —cuya cumbre es Santo Tomás de Aquino— debe ser la base sobre la que se edifique la ciencia teológica, no por nostalgia académica, sino por necesidad intrínseca de la verdad.

Desde esta perspectiva, debemos establecer con precisión las distinciones que usaremos a lo largo de este ensayo. El ens (ente) es aquello que posee el ser. El esse (ser) es el acto mismo de existir. La essentia (esencia) es aquello por lo cual algo es lo que es, y no otra cosa. La existentia (existencia) es el hecho de que algo sea. La natura (naturaleza) es la esencia considerada en cuanto principio de operaciones. La substantia (sustancia) es aquello que existe en sí mismo y no en otro. La accidentia (accidente) es aquello que existe en otro y no en sí mismo. La potentia (potencia) es la capacidad de ser o de obrar, y el actus (acto) es la realización de esa capacidad.

Estas distinciones son necesarias, no solo para entender el mundo creado, sino para comprendernos a nosotros mismos como seres humanos. El hombre es un ente contingente, cuya esencia no implica su existencia. Es una sustancia compuesta de cuerpo y alma, cuya naturaleza racional le permite conocer el ser y orientarse hacia el Bien. Pero este dinamismo no es automático. La naturaleza humana tiene potencias que deben ser actualizadas: la inteligencia debe pasar de la ignorancia al conocimiento, y la voluntad del deseo desordenado al amor verdadero. Este pasaje se da mediante actos, y estos actos son mediados por hábitos. Por eso, en el orden de la operación moral y espiritual, es necesario introducir la noción de hábito operativo —es decir, virtud—, que dispone a la potencia a obrar bien, según su naturaleza y su fin.

No obstante, estas operaciones no pueden entenderse sino a la luz del acto primero: el esse. Todo lo que hace el hombre tiene valor ontológico solo porque el hombre es. Y el hombre es porque participa del Ser, es decir, porque ha sido creado por Dios. Toda operación, por tanto, reposa sobre una ontología. No se puede hablar de fe, esperanza o caridad, ni de justicia, templanza o fortaleza, si no se tiene claro qué es el sujeto que obra, qué es la operación, y qué es el fin hacia el cual se dirige. En otras palabras, no puede haber una verdadera teología de las obras si no hay una metafísica del obrar. Y no puede haber una metafísica del obrar si no se reconoce el fundamento ontológico del ser creado.

Desde este marco, las nociones de fe y obras que serán tratadas en los siguientes apartados deben comprenderse como operaciones del ser humano racional, que participa del Ser por creación y de la gracia por elevación. El hombre no es un puro espíritu ni una simple materia. Es un compuesto sustancial cuya esencia le permite conocer y amar, y cuya existencia ha sido conferida por el único que puede dar el ser: Dios. En esta criatura compleja y maravillosa —imagen de Dios por naturaleza y por gracia— se lleva a cabo el drama de la libertad, del pecado, de la redención y del juicio. Por eso, toda operación del hombre, buena o mala, tiene un valor ontológico, moral y escatológico. No hay neutralidad en el obrar, porque no hay neutralidad en el ser. El que obra, es; y el que es, está llamado a obrar según su ser.

Metafísica del hábito, la virtud, la operación y la actualización del acto:

Habiendo establecido que el ser es el fundamento ontológico de toda realidad y que la operación no puede concebirse al margen del ente que la produce, es necesario profundizar ahora en el modo en que el ser humano, creado como ente racional y libre, actualiza sus potencias a través de actos ordenados a un fin. Aquí entra en juego una categoría filosófica esencial para la comprensión de la moral cristiana y, particularmente, de la relación entre fe y obras: la categoría del habitus operativus, es decir, el hábito como disposición estable que perfecciona la potencia para obrar conforme a su naturaleza. 

El hábito es una cualidad difícil de percibir empíricamente, pero absolutamente necesaria desde el punto de vista metafísico y antropológico. Si no se aceptara la existencia de hábitos, no podría explicarse la constancia en el obrar humano, la facilidad adquirida en ciertas operaciones, ni la diferencia entre el que obra bien por casualidad y el que obra bien por virtud. El hábito no es un acto, sino una disposición para el acto. Es, por tanto, un ente accidental, pero profundamente radicado en la sustancia, como una cualidad que modifica la capacidad operativa de la potencia.

Santo Tomás de Aquino, siguiendo la tradición aristotélica, distingue entre potencias, hábitos y actos. La potentia es la capacidad de obrar, innata a la naturaleza de la cosa. Por ejemplo, el entendimiento tiene la potencia de conocer, y la voluntad tiene la potencia de querer. Pero estas potencias, si bien naturales, requieren de una actualización progresiva para alcanzar su perfección. El hábito es esa cualidad adquirida —natural o sobrenatural, infusa o adquirida— que perfecciona la potencia haciéndola más apta para obrar según su fin. Finalmente, el actus es la operación misma que resulta de la conjunción entre la potencia y el hábito. Este acto puede ser actus primus, es decir, el tener la potencia y la disposición habitual, o actus secundus, el ejercicio efectivo de la operación: conocer, querer, amar, juzgar, actuar.

Esta triple distinción es crucial. La fe, por ejemplo, es un hábito infuso que reside en el entendimiento y que dispone a creer lo que Dios ha revelado. Pero este hábito no obra automáticamente. Debe ser actualizado mediante actos de fe: la adhesión concreta, viva y personal a la verdad divina. Análogamente, la caridad es un hábito sobrenatural que reside en la voluntad y que dispone a amar a Dios sobre todas las cosas, pero dicho hábito debe ser actualizado mediante actos de amor efectivo: obediencia, oración, servicio, sacrificio, perdón. Así se comprende que el hábito, aunque esté presente en el alma, puede permanecer inoperante si no es activado por la libertad del sujeto. El hábito no anula la libertad; la presupone y la perfecciona.

Ahora bien, estos actos humanos —actualizaciones de los hábitos en las potencias— no son meramente funcionales o mecánicos. Tienen un valor ontológico y moral, porque emanan de una criatura racional libre, ordenada al Bien. Esta orientación natural al Bien no es accidental, sino esencial: todo ser humano desea el bien, incluso cuando yerra. Pero esta inclinación natural necesita ser rectificada y elevada, porque la voluntad humana está herida por el pecado original, y por tanto inclinada también al desorden. Por eso, la virtud —entendida como hábito bueno— no es simplemente la repetición de actos, sino la conformación progresiva de la voluntad al orden del bien real, según la recta razón iluminada por la fe.

Aquí entra en juego la distinción clásica entre virtudes adquiridas y virtudes infusas. Las virtudes adquiridas se obtienen mediante la repetición de actos buenos, conforme a la razón natural: prudencia, justicia, fortaleza, templanza. Estas perfeccionan al hombre en cuanto hombre. Las virtudes infusas, en cambio, son dadas por Dios en el alma del justo al momento de la justificación y perfeccionan al hombre en cuanto hijo de Dios: fe, esperanza y caridad. Estas últimas no pueden ser adquiridas por esfuerzo humano, sino que son infundidas gratuitamente por la gracia. No obstante, una vez infundidas, requieren también ser actualizadas mediante actos conformes: creer, esperar, amar.

Este dinamismo es clave para entender la relación entre el ser y el obrar. El hombre, al recibir la gracia santificante, se transforma ontológicamente en hijo adoptivo de Dios, pero esta filiación no es una mera declaración externa ni una imputación jurídica. Es una transformación real del alma, que recibe una nueva forma de ser: la gracia habitual. Esta gracia eleva las potencias del alma e infunde en ellas los hábitos sobrenaturales que las capacitan para obrar según Dios. Pero esa capacidad requiere de la cooperación libre del hombre: debe actualizar esos hábitos mediante actos, y perseverar en ellos para no perder la gracia.

En este contexto, se entiende por qué la teología católica afirma que las obras tienen valor en orden a la salvación: no porque sean méritos humanos autónomos o moneda de cambio ante Dios, sino porque son expresión actual y operativa del ser renovado por la gracia. La obra buena, realizada en estado de gracia, es el actus secundus de una potencia perfeccionada por un hábito infuso, que obra libremente conforme a su nueva naturaleza espiritual. No obrar sería, en ese contexto, negar la realidad del hábito, o rehusar su actualización. Así como una planta que no da fruto es una realidad incompleta o moribunda, también el alma que no obra conforme a la gracia está en peligro de muerte espiritual.

En este punto debe hacerse una precisión importante frente a ciertos errores contemporáneos —frecuentemente derivados del nominalismo— que tienden a separar radicalmente el ser del obrar, como si el hecho de estar justificado por la fe excluyera la necesidad de obrar. Tal concepción es ajena al pensamiento clásico cristiano. En la tradición patrística y escolástica, ser y obrar están estrechamente unidos: el obrar sigue al ser (operari sequitur esse). Si el hombre ha sido regenerado en Cristo, necesariamente obrará conforme a Cristo. Si no obra así, o bien su justificación no fue verdadera, o bien ha caído de la gracia. No hay una tercera posibilidad. El obrar es el signo operativo del ser. Por eso, Jesús afirma con claridad: "por sus frutos los conoceréis" (Mt 7,16). El árbol bueno da fruto bueno; el árbol malo, fruto malo. No se trata de meras apariencias, sino de una realidad ontológica manifestada por el obrar.

Esta inseparabilidad entre ser y obrar, entre hábito y acto, se inscribe también en la estructura escatológica de la existencia humana. El juicio final, en efecto, se basará en las obras realizadas: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…” (Mt 25,35). Estas obras no son simplemente indicadores externos, sino actualizaciones efectivas del amor infundido en el alma. La caridad que no se actualiza en obras es una contradicción en los términos, porque el amor, por su propia naturaleza, tiende a comunicarse, a donarse, a sacrificarse. Decir que alguien tiene caridad pero no obra conforme a ella es como decir que un fuego es verdadero aunque no produzca calor.

Este dinamismo operativo se comprende a partir de una antropología realista: el hombre como sujeto libre, racional, capaz de obrar según su naturaleza y perfeccionarse mediante actos. Pero dicha antropología debe ser elevada por la teología de la gracia, que muestra cómo el hombre herido por el pecado necesita una ayuda sobrenatural para realizar el bien sobrenatural. Las obras que conducen a la vida eterna no son meras obras humanas, sino obras divinas realizadas en el hombre por cooperación: “No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Esta cooperación no anula la libertad del hombre, sino que la eleva y la plenifica.

Por eso, en la teología católica, la doctrina de las obras no es una teoría de méritos humanos autosuficientes, sino una metafísica del obrar elevado por la gracia. Las obras no justifican al margen de la fe, ni preceden a la gracia, pero son necesarias como condición inherente al dinamismo de la justificación. La fe que no obra es una fe muerta, como dice Santiago: “La fe sin obras está muerta” (St 2,26). Esta muerte no es simplemente moral, sino ontológica: es la inoperancia del hábito infuso, la esterilidad del don recibido, la negación del amor que lo ha infundido.

En síntesis, todo el edificio de la doctrina sobre fe y obras se sostiene sobre una comprensión adecuada del ser, del hábito, de la operación y de la gracia. El ser es fundamento del obrar; el hábito es disposición para el obrar; el acto es la actualización del ser mediante el hábito. La gracia, infundida en el alma, transforma ontológicamente al sujeto, lo capacita mediante virtudes sobrenaturales y lo llama a actualizar ese don en actos libres que cooperan con la acción divina. Negar el valor de las obras en la economía de la salvación es negar la eficacia de la gracia, la dignidad del hombre redimido y la unidad entre ser y obrar. No hay gracia sin frutos, no hay fe viva sin obras, no hay amor verdadero sin entrega efectiva. El obrar cristiano, lejos de ser un agregado externo, es la manifestación viva del Cristo que habita en el alma del justo.

II. Natura Fidei:

Sobre la esencia de la fe y la naturaleza del acto de creer:

Creer no es simplemente admitir una proposición como probable, ni aceptar ciegamente lo que se ignora. La fe, en el sentido cristiano —y en particular en la tradición católica—, es un acto del entendimiento iluminado por la gracia, que asiente firme y libremente a la verdad revelada por Dios, por la autoridad de Dios mismo que no puede engañarse ni engañarnos. Esta definición, formulada con precisión por santo Tomás de Aquino y reafirmada por el Magisterio de la Iglesia, nos introduce en una comprensión profundamente racional y sobrenatural del acto de fe, y permite desmontar tanto las caricaturas racionalistas como las deformaciones fideístas.

Para abordar con claridad esta cuestión, debemos distinguir cuidadosamente entre el habitus fidei (el hábito de la fe, como disposición estable infundida por Dios), el actus fidei (el acto actual de creer), y los frutos de la fe, que se manifiestan como opera —en su doble dimensión: opera prima (las disposiciones interiores) y opera secunda (las obras externas como expresión del amor y la fe operante). Así como el ser y el obrar no pueden separarse sin destruir la noción misma de criatura racional, tampoco puede comprenderse la fe sin su estructura intelectual, volitiva y operativa.

1. La fe como virtud teologal (habitus fidei):

Desde la perspectiva de la teología católica, la fe no es un fenómeno meramente psicológico ni una convicción voluntarista o subjetiva, sino una virtud teologal infusa por Dios en el alma del creyente. En cuanto tal, no se adquiere por el esfuerzo humano ni por el ejercicio repetido, sino que es otorgada gratuitamente por la gracia como una disposición estable del entendimiento a asentir a las verdades reveladas por Dios. Esta fe no es un saber natural, ni una forma de opinión, ni una certeza fundada en pruebas sensibles o racionales, sino una adhesión del intelecto movido por la voluntad bajo el influjo de la gracia divina. Su objeto es Dios mismo en cuanto se revela, y todo lo que Él ha dicho y hecho en la historia de la salvación, tal como la Iglesia lo propone a creer.

Este habitus reside formalmente en la potencia intelectiva, ya que su acto esencial es un asentimiento del entendimiento. Sin embargo, tal asentimiento no procede por evidencia intrínseca de los contenidos revelados —como ocurre en las ciencias o en el conocimiento sensible—, sino por la autoridad de Dios que los revela. Ahora bien, este asentimiento no puede darse sin la moción de la voluntad, pues el entendimiento necesita ser inclinado a aceptar lo que no ve. La voluntad, movida por la gracia, elige aceptar esa verdad, haciendo posible el acto de fe. Por eso, aunque la fe es formalmente un acto del intelecto, no puede nacer sin la colaboración libre del hombre y el auxilio divino. La fe, así comprendida, es una síntesis profunda entre la iniciativa de Dios y la libertad del hombre redimido.

Ahora bien, este acto por el cual el intelecto asiente a la verdad revelada no es un acto aislado. Tiene su principio primero en Dios, que otorga la gracia de creer (gratia praeveniens), y su término formal en el asentimiento racional a la verdad revelada. La fe, entonces, es actus primus porque proviene de Dios, fuente primera de toda vida sobrenatural. Pero también es, en cuanto respuesta libre y consciente del hombre, opera prima, es decir, la primera obra sobrenatural del hombre en orden a la salvación. Esta obra no es simplemente humana ni puramente divina, sino el fruto de una colaboración: es Dios quien infunde la virtud de la fe (como habitus fidei), pero es el hombre, movido por la gracia y no resistiéndola, quien actualiza ese hábito mediante un acto libre del entendimiento y de la voluntad.

Esta relación entre fe y obra se ve reflejada en la misma estructura del acto de fe: Como actus primus, la fe tiene su origen en Dios, que concede gratuitamente el hábito sobrenatural que dispone al alma a creer. Como actus secundus, ese hábito se actualiza en un acto voluntario del entendimiento, que asiente a la verdad revelada por la autoridad del mismo Dios.

Por tanto, el acto de fe, aunque originado en Dios, es ya una obra del hombre redimido, la primera que puede llamarse verdaderamente meritoria, en cuanto que es libre, racional, movida por la gracia y ordenada a Dios como fin último. Esto es precisamente lo que permite hablar de la fe como opera prima en el orden salvífico: la primera respuesta activa y sobrenatural del hombre regenerado que se ordena a la salvación, y que constituye el inicio de todo el dinamismo espiritual cristiano.

Esto también permite refutar la falsa dicotomía entre “fe” y “obras” planteada por ciertas doctrinas protestantes: si la fe misma es una obra —no en el sentido de una acción natural que merezca por sí misma, sino como acto libre sobrenatural fruto de la cooperación con la gracia—, entonces desde el inicio de la vida cristiana, fe y obra no son excluyentes sino inseparables. La fe es ya obra porque es un acto humano en la gracia; y las obras posteriores, en la caridad, son fruto y perfeccionamiento de esa primera obra que es creer.

Así se comprende que el primer acto operativo del alma regenerada —la primera obra verdaderamente meritoria del hombre en el orden sobrenatural— sea creer en Dios y en lo que Él ha revelado. Este acto inicial no es mera pasividad ni simple receptividad, sino cooperación activa con la gracia. Por ello, la fe no es solo un don de Dios, sino también una verdadera obra del hombre iluminado por la gracia. Es el inicio de toda vida espiritual, porque establece la comunión con Dios a través del conocimiento sobrenatural, y ordena todas las demás virtudes al fin último.

Esto explica por qué la fe es necesaria para la salvación: no como simple conocimiento de proposiciones religiosas, sino como asentimiento personal a Dios que se revela y se entrega. Y este asentimiento no puede ser reducido a una decisión existencial desvinculada del contenido, ni a una mera actitud de confianza subjetiva. La fe verdadera implica creer que lo que la Iglesia enseña ha sido revelado por Dios, porque quien lo enseña tiene autoridad divina para hacerlo. Por ello, la fe no puede desligarse del misterio de la Iglesia como mediadora de la Revelación y depositaria de la doctrina.

En este marco, es posible afirmar que la fe, en cuanto virtud teologal, es la primera cooperación del hombre con Dios, y por tanto es tanto don como respuesta. Es actus primus por ser dada por Dios, pero también actus secundus en cuanto que es ejercida activamente por el hombre movido por la gracia. Esta articulación de la fides como obra primera ilumina el fundamento mismo de la vida cristiana: no se trata de una aceptación mecánica, ni de una certeza natural, sino del primer acto de una libertad redimida que, aceptando a Dios como Verdad, se orienta por entero hacia Él.

2. El acto de fe (actus fidei):

Distinguido el habitus fidei como virtud infusa y estable, pasamos ahora al actus fidei propiamente dicho: el acto actual por el cual el entendimiento asiente libremente a las verdades reveladas por Dios. Este acto no es una simple disposición pasiva ni una cualidad latente, sino un movimiento real del alma racional que, iluminada por la gracia, se adhiere al contenido de la Revelación.

El actus fidei es, en este sentido, una opera prima, ya que constituye el primer acto sobrenatural verdaderamente humano —esto es, libre y consciente— en el itinerario de la salvación. Al mismo tiempo, es también principio de opera secunda, pues estructura y ordena toda la vida moral y espiritual del creyente.

Este acto posee tres dimensiones esenciales:  Elemento material (quae): el contenido objetivo de la fe, es decir, las verdades reveladas por Dios (la existencia del Dios uno y trino, la encarnación del Verbo, la redención, la Iglesia, los sacramentos, etc.). Elemento formal (quia): el motivo por el cual se cree, que no es la evidencia racional ni la experiencia sensible, sino la autoridad de Dios que revela. Elemento operativo: el acto mismo de asentimiento, un movimiento del entendimiento impulsado por la voluntad, bajo la acción de la gracia.

Este asentimiento es libre porque la voluntad lo consiente, pero también es posible solo gracias al auxilio divino. Por tanto, el acto de fe es un acto humano, pero sobrenatural: humano en su ejercicio libre y racional; sobrenatural en su principio, motivo y objeto.

Ahora bien, este acto de fe puede estar informado o no informado por la caridad. La caridad —otra virtud teologal, superior en el orden de perfección— no solo orienta la voluntad al fin último, sino que vivifica la fe. La tradición escolástica ha distinguido, por ello, entre fides informis (fe sin caridad) y fides formata (fe vivificada por la caridad). Aunque el hábito de la fe permanezca incluso en el alma del pecador, dicho acto, mientras no esté animado por el amor divino, permanece “muerto”, incapaz de justificar.

Cuando la caridad está presente, el acto de fe no solo es verdadero sino meritorio. Entonces se produce una plena adhesión del alma a Dios, por la verdad creída y el amor con que se abraza: esta es la fides viva, que justifica. Sin ella, el acto de fe permanece incompleto en el orden salvífico, pues no alcanza su fin último, que es la unión amorosa con Dios. Esta doctrina se resume en la sentencia paulina: “la fe actúa por la caridad” (Gal 5,6), es decir, se perfecciona, se ordena y se hace viva en cuanto se realiza en el amor.

Además, la caridad imprime su forma no solo a la fe, sino a todas las virtudes. En el plano moral, la forma de un acto se determina por su fin, y como la caridad ordena todos los actos al fin último —Dios—, es ella quien da a las virtudes su orientación teleológica. No se trata de una forma ejemplar o sustancial, sino de una forma moral y final: una dirección que hace que incluso la fe sea eficaz solo cuando está ordenada por el amor. Así, sin caridad, la fe no justifica; con caridad, se convierte en el principio de una vida nueva.

En consecuencia, no es suficiente creer con asentimiento intelectual. Es necesario creer amando. Solo así se establece un dinamismo vital entre fe y obras: la fe verdadera —como don divino, asentimiento racional y obediencia voluntaria— encuentra su plenitud en la caridad, que la vivifica y la proyecta en obras conforme al amor que la anima. Por eso, toda comprensión auténtica de la justificación debe incluir no solo la dimensión objetiva del credere Deo, sino también la respuesta existencial del credere in Deum, que implica una conversión del corazón y un obrar conforme al Evangelio.

3. La fe no es opinión ni conjetura:

Aquí es necesario corregir dos errores muy difundidos, tanto entre racionalistas como entre ciertos protestantes: el primero es identificar la fe con una opinión probable o una conjetura; el segundo es entender la fe como un acto fiduciario puramente volitivo, al estilo de Lutero, separado de la razón y de la evidencia racional.

Contra la primera posición, la Iglesia enseña que la fe proporciona certeza, no del tipo científico o empírico, pero sí del orden sobrenatural. Se trata de una certitudo ex auctoritate que, por fundarse en la veracidad divina, es más firme que cualquier certeza natural. Santo Tomás de Aquino enseña que la fe es, en sí misma, más cierta que cualquier virtud intelectual humana, dado que su fundamento es la verdad divina misma, mientras que la ciencia, el entendimiento y la sabiduría, tomadas como virtudes intelectuales, se apoyan en la razón humana, falible. Esta enseñanza se encuentra en la Summa Theologiae, II-II, q.4, a.8, donde afirma que:

"Bajo este aspecto, la fe es más cierta que las tres virtudes referidas, puesto que se funda en la verdad divina, mientras que esas otras tres virtudes se apoyan en la razón humana." (Summa Theologiae, II-II, q.4, a.8, corpus).

y también, 

"La teología no recibe sus principios de otras ciencias, sino directamente de Dios por revelación. Las ciencias filosóficas, por tanto, no son superiores, sino instrumentales, y sirven como auxiliares para facilitar la comprensión de aquello que la razón no puede alcanzar por sí sola." (Summa Theologiae, I, q.1, a.5, ad 2).

Contra la segunda posición, hay que afirmar que la fe es un actus intellectus, no de la voluntad pura. La voluntad mueve, pero el acto es intelectual. El error luterano radica en haber reducido la fe a un acto de confianza personal —un acto fiduciario— sin contenido doctrinal necesario, sin asentimiento pleno a proposiciones reveladas como verdaderas. De este modo, la fe se convierte en subjetiva, emocional, separada de la objetividad del Depositum Fidei. Para el católico, en cambio, la fe implica necesariamente asentimiento a contenidos dogmáticos revelados por Dios, que son propuestos por la Iglesia como creíbles: "credo in unum Deum... et in Iesum Christum...".

Esta fe no es un producto de la razón natural, pero tampoco se opone a ella. La gracia no destruye la razón, sino que la eleva. El acto de fe es suprarracional, pero no irracional. Es obediencia de la inteligencia al Misterio revelado, en la medida en que el entendimiento es movido por la autoridad divina. Esta estructura explica que la fe sea un acto libre, racional y sobrenatural a la vez.

4. Frutos de la fe (opera fidei, opera prima, opera secunda):

La fe, en cuanto virtud teologal infundida por Dios, produce inevitablemente frutos. No es un simple asentimiento mental ni una convicción subjetiva: es un acto vivo del entendimiento movido por la voluntad bajo la moción de la gracia. Como tal, no puede permanecer estéril. La vida de la fe genera una irradiación que se manifiesta primero en el interior del alma —en sus actos más íntimos de adhesión a la Verdad revelada, de amor a Dios, de deseo de unión con Él— y luego en sus manifestaciones exteriores, en obras visibles que constituyen señales, no tanto para Dios que todo lo ve, sino para el mundo, para la Iglesia y para el sujeto mismo que obra. Sin embargo, para comprender el verdadero sentido de estos frutos es necesario distinguir cuidadosamente su origen y naturaleza.

La primera acción que pone en movimiento la existencia del hombre en gracia no es humana en sentido propio, sino divina. Es la Opera Dei, el acto gratuito e iniciante de Dios que infunde la gracia santificante y las virtudes teologales en el alma. Esta acción, aunque temporal en sus efectos creados, es eterna en su fuente. No depende de ninguna disposición previa merecida por parte del hombre, sino que procede puramente del amor y misericordia de Dios. Esta Opera Dei es la raíz de toda posibilidad de vida sobrenatural. Sin ella, el hombre puede realizar actos naturalmente buenos, pero no salvíficos, ni ordenados al fin último sobrenatural.

Como consecuencia inmediata de esta acción divina surge la primera respuesta del hombre movido por Dios desde dentro: la Opera Prima. Esta no es simplemente el primer movimiento de la voluntad humana hacia Dios, sino el acto inicial verdaderamente meritorio que expresa la cooperación libre con la gracia. Es ya un acto humano, pero causado por Dios como motor primero, y es por ello que participa del orden salvífico. La Opera Prima está formada por un acto de fe viva, que es inseparable de la caridad, y por tanto implica ya una orientación plena del alma hacia Dios como fin último. En la estructura del alma, esta Opera Prima se corresponde con el primer ejercicio actual de la virtud teologal infundida, en la que el entendimiento asiente a la verdad revelada por la autoridad divina, y la voluntad ama esa verdad en cuanto viene de Dios. Este primer acto es ya un acto de justificación: no en el sentido cronológico de un antes y un después, sino como punto de contacto entre la acción gratuita de Dios y la cooperación libre del hombre. La Opera Prima no es inventada por el hombre, ni nace de su sola intención, ni de su naturaleza caída, sino que es suscitada por Dios, aunque libremente acogida por el alma. Aquí reside la diferencia esencial con todo planteamiento pelagiano o semipelagiano.

Una vez que el alma ha sido introducida en el estado de gracia y ha comenzado a obrar en el orden sobrenatural, surgen las Operae Secundae, que son todas aquellas acciones sucesivas al primer asentimiento, realizadas en gracia y por tanto ordenadas al crecimiento espiritual. Estas obras secundas se distinguen entre interiores y exteriores. Las interiores incluyen la oración contemplativa, los actos de adoración, la aceptación del sufrimiento por amor a Dios, el deseo creciente de unión con Cristo, la compunción del corazón, la lucha contra el pecado, la perseverancia en la esperanza. Son frutos profundos de la fe que, aunque invisibles a los ojos del mundo, poseen una eficacia salvífica real, pues perfeccionan al sujeto en su ordenación al fin último.

Las obras secundas exteriores son aquellas que el creyente realiza hacia los demás o hacia el mundo visible: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, visitar al enfermo, consolar al triste, enseñar al ignorante, defender la verdad, sostener al débil. Todas estas, cuando son hechas por caridad, informadas por la fe y con la gracia, son meritorias y conducen a la vida eterna. No son meritorias por su mera materialidad, sino por su ordenación interior al amor de Dios. Un acto exterior, aunque útil socialmente, carece de valor eterno si es realizado sin fe, sin caridad y fuera del estado de gracia. En cambio, una obra humilde, escondida e incluso invisible para el mundo, pero hecha por amor a Dios, es de valor incalculable ante sus ojos. Este es el criterio evangélico que Jesús propone cuando dice que quien da un vaso de agua por amor suyo, no quedará sin recompensa.

Es importante insistir, en este punto, en la distinción entre las obras que son efecto de la gracia y las que proceden sólo de la naturaleza humana. Las obras buenas en el orden natural son posibles incluso sin la gracia, en cuanto el hombre conserva restos de la imagen divina, y su razón aún puede dirigir ciertos actos al bien común o al orden moral. Pero ninguna de esas obras naturales, por excelente que sea, puede conducir a la salvación eterna, ya que el fin sobrenatural excede por definición la capacidad de la naturaleza caída. No se niega que puedan tener algún valor relativo, incluso disposición remota a la gracia, pero no poseen mérito sobrenatural. En cambio, las operae secundae que proceden de la gracia y se realizan bajo la moción del Espíritu Santo, son verdaderamente meritorias, es decir, cuentan en la economía de la salvación del sujeto.

Esta doctrina, desarrollada con rigor en Trento y consolidada por los doctores escolásticos, responde con claridad tanto al error pelagiano, que exagera la capacidad de la naturaleza humana caída, como al error protestante, que niega la verdadera colaboración del hombre justificado en su crecimiento espiritual. Para el catolicismo, las obras no son causa de la gracia, pero sí son fruto de ella y condición de su conservación. La fe sin obras está muerta no sólo en el sentido ético, sino ontológico: ha perdido su forma, que es la caridad, y se convierte en un cuerpo inerte, en una estructura vacía. La fe viva obra por la caridad y produce obras meritorias porque la gracia lo hace posible en el alma del justo.

Desde esta perspectiva, se puede entender también la enseñanza del juicio final en el Evangelio de Mateo, donde Cristo separa a los justos de los réprobos no en función de sus convicciones internas, sino de las obras realizadas: tuve hambre y me diste de comer, estuve desnudo y me vestiste, fui extranjero y me acogiste. Pero estas obras no son simplemente acciones morales o filantrópicas; son expresión visible de una fe que ha obrado por amor, y por eso son reconocidas por Cristo como criterio de salvación. No se trata de una salvación por obras en el sentido pelagiano, ni de una justificación que depende del mérito humano, sino del reconocimiento de los frutos reales de una fe verdadera que ha acogido la gracia y ha cooperado con ella. La Opera Dei permanece como causa primera, la Opera Prima como su primer eco libre en el alma, y las Operae Secundae como el desarrollo fecundo de esa misma vida sobrenatural.

Con esto se comprende que la fe no es un refugio de certidumbre individual ni una excusa para la pasividad espiritual. Es principio de vida nueva, fuente de transformación personal, raíz de obras verdaderas. El alma justificada no sólo cree, sino que vive según esa fe, y de esta vida nacen obras que acompañan al sujeto hasta el tribunal de Dios, donde serán pesadas no por su cantidad ni por su apariencia, sino por su calidad interior, por su conexión con el amor divino. Y allí, como dice san Juan de la Cruz, seremos juzgados en el amor, no en las fórmulas aprendidas, sino en los frutos generados por la gracia en nuestra carne redimida.

III. Natura Operum:

La fe que salva no es una mera creencia ni un asentimiento intelectual desnudo, sino un conocimiento vivo y amoroso que implica una transformación interior operada por la gracia. Esta transformación, cuando es auténtica, no puede permanecer encerrada en sí misma ni ocultarse como lámpara bajo el celemín. La fe viva —fides formata caritate— es principio generador de acción, irradiación y testimonio. Por ello, la Sagrada Escritura insiste en que la fe sin obras está muerta (Sant 2,17). La fe verdadera se manifiesta en el obrar; no porque las obras sean un añadido extrínseco a la justificación, sino porque la vida divina infundida en el alma necesita expresarse y actualizarse, como el fuego que requiere aire para mantenerse encendido. Este es el sentido profundo de la naturaleza de las obras.

Las obras cristianas no son simples acciones externas ni automatismos éticos. Son expresiones libres y sobrenaturales de una voluntad transformada. Por ello, no son actos mecánicos ni meras obediencias carentes de amor, sino actos humanos elevados por la gracia que participan del querer divino. En otras palabras, las obras justificadas —obras de la gracia— constituyen una cooperación real con Dios, frutos del Espíritu y manifestación visible del Reino en la historia. Así, aunque la fe es el inicio de la vida sobrenatural, su madurez se reconoce en el obrar conforme al querer divino. No hay oposición entre fe y obras, sino una jerarquía vital: la fe es la raíz, la caridad la savia, y las obras el fruto.

Esta relación se hace visible en la historia de Abraham, quien no se limitó a creer en la promesa divina, sino que acogió esa promesa con una actitud totalizante. En el encinar de Mambré (Gén 18), Abraham se encuentra con tres varones a quienes dirige una sola invocación en singular: “Señor mío”, lo que la tradición ha interpretado como una figura del misterio trinitario. Abraham se postra, prepara alimento, sirve con diligencia, ofrece hospitalidad y escucha. Su fe no se queda en la confianza abstracta, sino que se encarna en el servicio concreto, en el banquete ofrecido con amor reverente, en la obediencia silenciosa que reconoce la Presencia. En ese contexto de caridad hospitalaria, se renueva la promesa: “El año que viene, por este tiempo, Sara tendrá un hijo”. La fecundidad de la promesa divina acontece en el marco de una fe actuante, vivificada por el obrar amoroso del patriarca.

El Evangelio también nos ofrece una imagen nítida en la escena de Marta y María (Lc 10,38-42). Ambas hermanas reciben al Señor en su casa: una se afana en los quehaceres del servicio, la otra se sienta a escuchar la palabra del Maestro. Jesús no condena la acción de Marta, sino que ordena su inquietud: le recuerda que una sola cosa es necesaria, y María ha escogido la mejor parte. Pero la Escritura no opone acción y contemplación como si fueran irreconciliables. De hecho, María, la que contempla, será la misma que más adelante ungirá los pies del Señor con perfume (Jn 12,3). Su acto, profundamente caritativo, es fruto de su escucha. Así, la contemplación verdadera engendra obras santas. Por su parte, Marta, aunque sinceramente servicial, refleja el peligro de una acción desenraizada de la paz interior: su agitación la aleja del centro. Esta escena no desacredita las obras, sino que revela que sólo desde la fe viva, alimentada por la Palabra, las obras alcanzan su plenitud y sentido.

La Sagrada Escritura también registra el fracaso de aquellos que pretenden actuar sin verdadera comunión con Cristo. Los hijos de Esceva, exorcistas judíos itinerantes, intentan expulsar demonios “en el nombre de Jesús, a quien predica Pablo” (Hech 19,13-16), pero son reprendidos por los espíritus malignos con palabras tajantes: “A Jesús lo conozco y sé quién es Pablo; pero vosotros, ¿quiénes sois?”. El resultado es el escarnio: los poseídos los dominan y los hacen huir. Este episodio ilustra que no basta con pronunciar el nombre del Señor ni imitar externamente los gestos del obrar cristiano; sin una fe viva, sin una adhesión verdadera al Cristo, los actos se tornan vacíos, e incluso peligrosos. La eficacia espiritual no proviene del rito exterior, sino de la participación interior. Como afirma el Señor, “no todo el que dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino, sino quien hace la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21). El hacer la voluntad divina presupone una fe que transforma, un amor que configura.

Estos episodios revelan una doctrina fundamental: las obras cristianas deben ser expresión de una fe informada por la caridad. Sin esa forma interior, los actos, aunque externamente buenos, carecen de mérito sobrenatural. La Tradición distingue entre actos moralmente buenos y actos teológicamente meritorios. Los primeros pueden nacer de motivos naturales —la compasión, el respeto, el deber— y tener un valor humano; los segundos, sólo pueden nacer de un alma en gracia que coopera con Dios y se ordena a su gloria. Esta distinción se enraíza en la enseñanza de Santo Tomás, quien afirma que la caridad es la forma de todas las virtudes, porque las ordena al fin último. Así, una obra sin caridad, aunque sea buena en su objeto, puede carecer de orientación salvífica. Dios valora la libertad del hombre, pero no salva sin participación en su vida divina. Por eso la Iglesia enseña que las obras hechas fuera del estado de gracia no justifican por sí mismas, aunque puedan disponer el alma a la conversión.

Aquí emerge una dimensión esencial de la natura operum: su orientación. No basta actuar bien; es necesario actuar en Dios y para Dios. La vida cristiana no consiste en sumar acciones virtuosas, sino en vivir cada acto como expresión de una comunión vital con Cristo. Esta orientación alcanza incluso las motivaciones más íntimas: hacer el bien por costumbre, estima social o temor no es lo mismo que hacerlo por amor sobrenatural. La verdadera obra cristiana nace del deseo de glorificar a Dios y unirse a Él. Por eso, incluso los gestos más humildes —dar un vaso de agua, consolar al afligido, sonreír por Cristo— tienen valor eterno cuando brotan del amor. En cambio, los grandes actos realizados sin caridad pueden convertirse en monumentos al ego, en activismo estéril, o en pretensión farisaica.

Este dinamismo, sin embargo, se halla hoy profundamente oscurecido. En una época marcada por la eficiencia, la autoafirmación y la fragmentación del sentido, se ha debilitado la conciencia de que el obrar humano tiene una dirección trascendente. Muchas veces se actúa sin preguntarse si el acto responde al fin último. El hombre moderno, distraído por el ritmo acelerado de la técnica, muestra un desinterés creciente no sólo por el prójimo, sino por su propio ser espiritual. Aun las obras “buenas” corren el riesgo de ser huecas, vacías, desarraigadas de la gracia. Esta desconexión, cuando se vuelve habitual, congela la caridad y falsea el sentido de la fe. Las obras, privadas de su orientación teológica, se reducen a sentimentalismo o utilitarismo.

Frente a esta crisis, la doctrina católica ofrece un camino de unidad interior. No se trata de hacer más, sino de vivir desde la fuente. No se trata de merecer por cuenta propia, sino de participar en el querer divino por gracia. Las obras que brotan de la fe viva no son añadidos funcionales, sino prolongación del misterio de la Encarnación: Dios actúa en el mundo a través del hombre que coopera con Él. Así, las obras son verdaderamente nuestras —fruto de nuestra libertad— y verdaderamente divinas —fruto del Espíritu. No hay escisión entre lo interior y lo exterior, entre la fe que justifica y las obras que manifiestan la justificación. Quien dice “yo creo” y no ama, miente; quien dice “yo obro” y desprecia la fe, se engaña. La fe sin obras es semilla infecunda; las obras sin fe son ramas sin savia.

La distorsión protestante radica, precisamente, en esta ruptura. Desde Lutero, se difunde la idea de que la fe sola justifica, y que las obras no tienen valor salvífico. Pero esta doctrina fragmenta la unidad del acto redentor: disocia lo que Dios ha unido. Al concebir la justificación como un mero acto forense externo —una imputación sin transformación—, se despoja a las obras de su dimensión ontológica. La obediencia se vuelve decorativa, no constitutiva. La caridad deja de ser principio formal de la justificación para convertirse en fruto secundario. Esta escisión no sólo contradice la Escritura —como demuestra Santiago—, sino que reduce el cristianismo a una experiencia subjetiva, sin encarnación real. Al separar la fe de las obras, se desintegra la vida espiritual, se impide la plenitud de la gracia y se vacía la cruz de su poder transformador.

Todo lo anterior encuentra no solo fundamento filosófico y teológico, sino expresión constante en las Sagradas Escrituras, que en múltiples pasajes no separan lo que algunos sistemas posteriores han disociado. En efecto, la unidad entre fe y obras no es un constructo doctrinal tardío, sino un principio revelado desde los orígenes del trato de Dios con el hombre. La Escritura nos ofrece figuras paradigmáticas y enseñanzas explícitas que confirman que la justificación no es un mero acto interior, sino una transformación vivida en el obrar conforme a la voluntad divina.

La Escritura ofrece un testimonio constante e inequívoco sobre la unidad indisoluble entre la fe y las obras, mostrando que la justificación no puede concebirse como un mero acto interior o intelectual, sino como un compromiso activo y concreto con la voluntad divina. El apóstol Santiago, en su carta, es particularmente categórico al afirmar que la fe sin obras está muerta; no basta, por tanto, una profesión de fe aislada y vacía, sino que la fe auténtica se manifiesta necesariamente en obras que la confirman y complementan. La ejemplificación de Abraham en el mismo texto es reveladora: fue “justificado por las obras” cuando ofreció a Isaac en obediencia a Dios, pues su fe se hizo visible y efectiva mediante un acto concreto de entrega y sacrificio. Esta enseñanza contrasta frontalmente con la doctrina protestante que a menudo reduce la justificación a un acto exclusivo del entendimiento o la voluntad, sin exigir la manifestación real de caridad y obrar virtuoso.

En la narrativa veterotestamentaria, el episodio del encinar de Mambré cobra especial significado en este contexto. Abraham, ante la visita de los ángeles, no se limita a recibir la promesa de la descendencia, sino que hospitalariamente se compromete en un acto concreto de servicio y acogida, anticipando la praxis que la fe genuina requiere. Este acto de hospitalidad, que se desarrolla en un contexto de fe plena, pone de manifiesto cómo la relación con Dios se traduce en una vida que actúa, que acoge y que se compromete con el otro. Así, la fe que Abraham profesa no es un mero asentimiento abstracto, sino un dinamismo que transforma la existencia y que se expresa en obras concretas de amor y obediencia.

De manera análoga, el pasaje evangélico que presenta a Marta y María ante Jesús ilustra la complementariedad necesaria entre contemplación y acción. María, sentada a los pies del Señor, encarna la actitud contemplativa de escucha y fe, pero Marta, en su servicio activo, representa el compromiso concreto que debe acompañar a toda fe viva. Jesús mismo corrige a Marta sin menospreciar su labor, sino enfatizando que la contemplación no puede desvincularse del servicio, ni éste debe anular la atención al mensaje divino. Este episodio revela que la fe verdadera implica tanto la interioridad como la manifestación exterior en obras que son expresión de la caridad y la justicia.

Asimismo, la parábola del juicio final en Mateo 25 revela de modo ineludible que la salvación se vincula a obras visibles de misericordia: alimentar al hambriento, vestir al desnudo, visitar al enfermo. Jesús afirma que al hacer estos actos concretos hacia los “hermanos más pequeños”, se le hace a Él mismo. De este modo, la fe que salva es inseparable de la caridad activa, y cualquier intento de sustraer las obras de la justificación vulnera gravemente la coherencia del Evangelio. La misma carta a los romanos enfatiza que la fe implica una muerte al pecado y una vida nueva, que no pueden permanecer meras abstracciones sino que deben plasmarse en una existencia transformada y en obras que glorifiquen a Dios. Esta dinámica queda expresada también en la metáfora de la vid y los sarmientos de Juan 15, donde Jesús insiste en que quien permanece en Él dará fruto; sin esta fructificación, la unión con Cristo no es verdadera.

Finalmente, el capítulo 11 de Hebreos nos presenta un “libro de la fe” en el que sus héroes son también ejemplos de acción y obediencia concreta. La fe de Abel, de Noé, de Abraham y Sara se tradujo en actos que manifestaron su confianza y entrega a Dios. Por tanto, la Escritura revela un movimiento inseparable entre fe, obras y caridad, donde la fe es principio pero no puede sostenerse ni justificarse sin la corresponsabilidad activa del creyente.

De este modo, la doctrina que pretende separar la fe de las obras se muestra incompatible con la Tradición apostólica y con el conjunto de las Escrituras. La fe justifica y salva, pero como principio vivo y activo que necesariamente produce frutos visibles de amor y servicio, conforme a la voluntad de Dios expresada en Cristo y custodiada por la Iglesia. Así, las enseñanzas que disocian la fe de la acción cristiana desfiguran el mensaje bíblico y comprometen la auténtica comprensión de la gracia y la salvación.

Esta doctrina, por tanto, excluye con claridad el error protestante del sola fide, entendido como una fe sin caridad ni cooperación libre del creyente. La Iglesia ha enseñado siempre —desde los Apóstoles hasta el Concilio de Trento y el Magisterio contemporáneo— que la justificación no es solo un acto declarativo por parte de Dios, sino una transformación real del alma por la gracia infundida, que requiere la colaboración activa del hombre movido por el Espíritu. Como afirma el Catecismo: “La gracia es la ayuda que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios, hijos adoptivos, partícipes de la naturaleza divina y de la vida eterna” (CEC §1996), y esta vida no puede florecer sin frutos de caridad.

Por tanto, contra toda reducción nominalista o voluntarista, la doctrina católica afirma: la fe que salva es fe que obra; las obras que justifican son obras nacidas de la caridad; y la vida cristiana es un camino de unificación interior donde creer y obrar son inseparables. Esta es la verdadera natura operum: participación libre y amorosa en el obrar divino, manifestación concreta de la fe viva e encarnación del Evangelio en cada acto. Sólo así el hombre llega a ser cooperador de Dios y artesano de su Reino. Así, los testimonios de la Revelación, leídos en fidelidad al sensus Ecclesiae, coinciden en afirmar que la justificación se realiza por la fe que obra por la caridad (fides quae per caritatem operatur), y que toda fe que no fructifica en actos de misericordia es, en verdad, una fe muerta. No se trata de que las obras añadan algo a la gracia de Dios, sino de que manifiestan y actualizan esa gracia en el orden del obrar. Lo que permanece como pura posibilidad en el intelecto iluminado por la fe, cobra realidad existencial en el amor que se entrega, que construye, que renuncia, que sirve. Así, no se puede afirmar que la fe sola, sin la caridad infundida y sin obras movidas por el Espíritu, baste para la salvación, según el error protestante que la Iglesia ha rechazado con autoridad en su Tradición viva.

En definitiva, la naturaleza de las obras en la economía de la gracia no puede entenderse como una simple consecuencia periférica de la fe, ni mucho menos como una añadidura humana al don divino, sino como el modo necesario en que la fe viva se actualiza en el alma y en el mundo. La operación no es un accidente del creyente, sino la manifestación misma de su conformación con Cristo; no es apéndice, sino forma visible del amor que ha sido derramado en el corazón por el Espíritu Santo. La obra buena, en este contexto, no es simplemente un acto moral correcto, sino una expresión sobrenatural de la fe que ha sido transfigurada por la caridad, y que ya no vive de sí, sino de Dios. Es por eso que la Sagrada Escritura insiste en que toda fe auténtica produce fruto, y que el árbol que no da fruto es cortado y echado al fuego. Y si la justificación es participación real en la vida de Cristo, no puede haber comunión sin semejanza, ni semejanza sin operación conforme al Espíritu.

Las herejías que han querido separar la fe de las obras han caído en una antropología mutilada y en una comprensión errónea de la gracia, como si el hombre no pudiera verdaderamente cooperar con Dios, como si el don de la filiación no implicara transformación del ser y del obrar. Pero la Revelación y la Tradición nos muestran que la justificación no es meramente imputada, sino infundida; no es un disfraz externo, sino una renovación interior que, por su misma naturaleza, exige encarnarse en actos, en elecciones, en renuncias y en compromisos concretos. No se trata de obras humanas que buscan comprar el favor divino, sino de la misma gracia que, operando en el creyente, lo mueve a actuar como hijo, a vivir según el Espíritu, a obrar según la ley nueva de la caridad.

De este modo, toda oposición entre fe y obras queda superada en el plano ontológico, teológico y bíblico, porque la operación no es otra cosa que la fe que se ha hecho carne, que ha descendido del asentimiento interior al gesto concreto, que ha pasado de la contemplación del Logos a su encarnación existencial. Esta fe viva es la que justifica, no porque se sume a la gracia como mérito humano, sino porque es la forma propia que toma la gracia cuando el hombre le responde en libertad y amor. Así se cumple lo que enseña San Pablo: que lo único que vale en Cristo Jesús es la fe que obra por la caridad. Esta caridad no es una añadidura posterior a la fe, ni una perfección opcional, sino la forma misma de la vida nueva, el principio vital que, como el alma en el cuerpo, da unidad, coherencia y fecundidad a todo lo que el creyente piensa, desea y hace.

Será necesario, entonces, penetrar más hondamente en esta dinámica de fe, obras y caridad, no solo para entender la justificación, sino para comprender la estructura misma de la vida cristiana. Si la fe es semilla, las obras son brote, y la caridad es el fruto maduro. Y en esta perspectiva, se vislumbra ya el corazón del misterio: que una sola cosa es necesaria —unum necessarium—, y que todo lo demás, si no conduce a esa caridad perfecta que une el alma a Dios, se dispersa en lo accesorio. 

A esta verdad nos encaminamos, con la razón iluminada por la fe, para mostrar que la unidad entre creer, obrar y amar no es una teoría, sino la forma concreta de la vida eterna comenzada ya en esta tierra, que no pueden permanecer meras abstracciones sino que deben traducirse en una vida renovada y fructífera, en la que la fe viva se manifieste eficazmente en obras de amor y justicia, confirmando así la salvación otorgada por la gracia.

IV. Unum Necessarium:

La vida humana, incluso en sus expresiones más elevadas, está marcada por una tensión constante entre el deseo de plenitud y la dispersión interior que provoca el pecado. La fe, cuando no está animada por la caridad y sostenida en la comunión, tiende a ser absorbida por los afanes del mundo, que multiplican las preocupaciones del alma y desordenan su apetito. La enseñanza católica, en su profundidad milenaria, no propone una evasión de la realidad, sino una reorientación radical de la existencia hacia aquello que verdaderamente importa: Dios mismo, que es Unum Necessarium, lo único necesario. Esta expresión, tomada de las palabras del Señor a Marta (cf. Lc 10,42), condensa la clave última de la relación entre fe y obras, entre la acción y la contemplación, entre el bullicio del mundo y la quietud del alma habitada por Dios.

Lo único necesario no niega la multiplicidad de bienes creados, ni desprecia el valor del trabajo ni del servicio —como el de Marta, que diligentemente se afana por hospedar al Señor—, sino que reclama la primacía de Dios en todo. Cuando la fe se desliga de esta primacía amorosa, se transforma en rutina piadosa o en mera afirmación doctrinal. Cuando las obras se desconectan del acto de fe formado por la caridad, se convierten en activismo estéril o en moralismo vacío. La unidad interior del cristiano comienza cuando el corazón reconoce, con Santa Teresa de Jesús, que “solo Dios basta”, no como consuelo romántico ni como lema emocional, sino como verdad ontológica y teológica: Dios es el único fin digno del alma humana porque es su origen, su sentido, su plenitud. Todo lo demás es relativo a Él. No entre otros, sino antes que todo.

Esta centralidad absoluta de Dios no se vive en soledad ni puede realizarse como empresa privada. La vida interior necesita ser sostenida, corregida y fecundada por la vida común de la Iglesia, que es la Esposa de Cristo, Cuerpo Místico y templo del Espíritu Santo. Creer y obrar desde el Evangelio exige estar injertado en esa comunión eclesial, que tiene su raíz en la comunión del mismo Dios trinitario. El relato de Abraham en el encinar de Mambré no es solo una teofanía, sino también una lección viva de hospitalidad y adoración, de servicio inmediato a Dios que se manifiesta en comunión. Abraham no discute con la Trinidad; no posterga el servicio; no se deja dominar por la ansiedad de organizar. En cuanto ve a los tres hombres, corre a su encuentro, los acoge con prontitud, los honra con generosidad y, sobre todo, los reconoce como su Señor. Su acción está penetrada de fe, y esa fe se traduce en obras animadas por el amor a Dios, no por un deseo de cumplir formalidades. En Abraham se cumplen las palabras del Apóstol: “La fe actúa por la caridad” (Gal 5,6).

Por contraste, Marta representa una actitud que, si bien bienintencionada, revela el riesgo de desplazar a Dios del centro. En el relato lucano, Marta no deja de servir al Señor, pero en el mismo acto de servicio su corazón se descentra. Se preocupa por muchas cosas, se impacienta con su hermana, y termina por reclamar al mismo Cristo que intervenga a su favor. Su inquietud no es solo doméstica; es existencial. Ha reducido a Cristo a una categoría entre otras: una preocupación más, incluso si se trata de una preocupación por el mismo Dios. No lo adora como Abraham, no lo contempla como María, no lo recibe como Señor absoluto, sino que lo instrumentaliza como árbitro de sus prioridades. Marta, en su ansiedad, nos muestra lo que ocurre cuando las obras pierden su orientación a lo único necesario. Su caridad se ve ofuscada por el tumulto de las ocupaciones, y su fe, aunque implícita, se debilita en la medida en que deja de escuchar.

María, en cambio, se sienta a los pies del Señor y escucha su palabra. Este gesto, que podría parecer pasividad o negligencia desde una lógica utilitarista, es el signo más alto de la fe viva. María no abandona las obras por desprecio al servicio, sino porque ha reconocido que el acto primero es escuchar, acoger, contemplar. La prioridad de la escucha no anula la necesidad del obrar, pero lo subordina. La fe, para ser operante, necesita primero ser iluminada. María ha elegido “la mejor parte”, no porque desprecie el trabajo de su hermana, sino porque ha puesto a Dios por encima de todo, incluso del servicio a Dios. Esta paradoja revela la jerarquía profunda de las virtudes: Dios no se contenta con nuestro activismo; quiere habitar nuestra alma. El castillo interior, como lo llama Teresa de Ávila, es el lugar donde Dios mora, pero solo si la puerta está abierta desde dentro.

Esta dinámica espiritual exige una conversión constante. Nuestra vida está continuamente amenazada por la fragmentación. Los afanes del mundo, las exigencias sociales, la multiplicación de deberes y preocupaciones, la sobrecarga de estímulos —todo ello contribuye a una disgregación interior que entorpece la fe y desfigura la caridad. No es raro que muchos creyentes sinceros vivan como si Dios fuera una dimensión más de su vida, en vez de su centro irradiador. Lo uno necesario queda marginado por lo urgente, por lo inmediato, por lo cuantificable. Se cae así en una vida dividida, en la que la fe ya no modela el pensamiento, las decisiones y los afectos. Se cree sin confiar; se obra sin amar.

Este estado de dispersión, que afecta tanto al individuo como a las comunidades, encuentra su remedio solo en el retorno a la unidad interior. Pero esta unidad no es un acto voluntarista ni un repliegue intimista. Se realiza solo en la comunión con el Dios Uno y Trino y en el seno de la Iglesia. La Iglesia, en cuanto sacramento universal de salvación, no es una estructura accesoria para la vida espiritual, sino su marco vital. No se puede amar a Dios sin amar a su Iglesia; no se puede servir al prójimo sin vivir la vida sacramental. El abandono confiado en Dios, del que habla San Agustín cuando exclama: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva!”, no es un salto al vacío, sino una respuesta racional, amorosa y libre al único que puede colmar el alma humana. En ese abandono se encuentra la verdadera libertad, no porque se niegue la razón o se anule la voluntad, sino porque la razón encuentra su luz en la Verdad y la voluntad halla su descanso en el Bien.

Vivir según lo uno necesario implica, entonces, una vida en que la fe y las obras están unidas por la caridad y en comunión con el Cuerpo de Cristo. Implica que nuestras decisiones diarias, nuestros gestos más sencillos, nuestras relaciones y compromisos sean iluminados por esa centralidad de Dios. Implica también que, ante las heridas del pecado, ante nuestras caídas y mediocridades, no nos encerremos en el juicio o en el desaliento, sino que levantemos los ojos hacia Aquel que, como en Mambré, viene a nuestro encuentro para entrar en nuestra tienda, para habitar nuestra vida. Solo entonces nuestras obras dejarán de ser cargas y se convertirán en expresión del amor. Solo entonces nuestras preocupaciones cederán paso a la paz. Solo entonces nuestra fe será verdaderamente viva.

V. Conclusiones:

La reflexión que hemos desarrollado a lo largo de este ensayo ha buscado, ante todo, restablecer el vínculo esencial entre la fe y las obras, no como categorías paralelas, sino como momentos distintos y complementarios de una misma realidad vital: la vida del alma elevada por la gracia. Este vínculo ha sido reconstruido desde una antropología filosófica realista, una lógica del acto humano conforme al pensamiento clásico, y una teología de la gracia centrada en la comunión con el Dios trino.

En primer lugar, hemos establecido que el alma humana, creada a imagen de Dios, está ordenada naturalmente al conocimiento de la verdad y al amor del bien, y que sus actos libres no son movimientos ciegos ni espontaneidades emotivas, sino operaciones racionales de la inteligencia y de la voluntad, orientadas por un fin. Desde esta perspectiva, todo acto humano que pretenda tener valor moral —y más aún valor sobrenatural— debe partir de una intención deliberada, conforme a la razón, y, en el orden de la gracia, animada por la caridad. La fe, en cuanto hábito intelectual sobrenatural, no es un mero asentimiento pasivo, sino una cooperación activa del entendimiento con la verdad revelada por Dios, que exige una conversión de toda la persona hacia Él. Por ello, no puede concebirse una verdadera fe que no tienda a transformar la vida entera del creyente.

En segundo lugar, analizamos cómo el paso de la potencia al acto en el orden moral —es decir, de la capacidad de obrar bien a la ejecución concreta del bien— implica una integración armónica de todas las facultades del alma. Desde la doctrina aristotélico-tomista, vimos que los actos humanos no son meramente exteriores, sino expresiones de una interioridad informada por hábitos. En el orden natural, los hábitos adquiridos disponen al alma al bien moral; pero en el orden sobrenatural, son los hábitos infusos —fe, esperanza, caridad— los que elevan al alma a la participación de la vida divina. Esta elevación, sin embargo, no destruye la libertad humana, sino que la perfecciona. Por eso, las obras del cristiano no son automatismos ni exigencias jurídicas exteriores, sino actos verdaderamente libres, iluminados por la fe e impulsados por el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5). Así, el dinamismo espiritual del alma redimida no consiste en una tensión entre creer y obrar, sino en una fecundación del obrar por el creer, en una manifestación del amor recibido y asumido como forma de vida.

Finalmente, hemos considerado el fundamento teológico último de las obras bajo la luz de la gracia: no son simples consecuencias morales de la fe, ni pruebas externas de una justificación ya consumada, sino medios reales por los cuales el alma permanece en la comunión con Dios y crece en santidad. A la luz del juicio eterno, estas obras —cuando son realizadas en estado de gracia y con caridad— tienen verdadero valor meritorio, no por su peso intrínseco, sino por la unión con Cristo que las vivifica. El Concilio de Trento afirma con claridad que el justificado debe obrar buenas obras para permanecer en la justificación, crecer en ella y alcanzar la vida eterna, mostrando que la obra salvadora de Dios no es un acto instantáneo e irreversible, sino una historia de fidelidad y cooperación.

En este marco, los episodios bíblicos analizados han iluminado existencialmente esta doctrina. Abraham, que no demora en servir a los Tres en Mambré, representa al alma que reconoce a Dios como lo primero en todo, y por ello, su hospitalidad no es sólo una obra de caridad humana, sino un culto de fe viva. Marta, por su parte, ejemplifica la desviación común de una vida piadosa que termina desplazando a Dios del centro, al convertir el servicio en distracción. María, en cambio, muestra que la escucha contemplativa no es pasividad, sino elección de lo que verdaderamente importa: la atención amorosa al Verbo encarnado. Estos ejemplos bíblicos muestran que no se trata de elegir entre contemplación y acción, sino de dejar que la fe oriente la acción, y que la caridad informe tanto la escucha como el servicio.

La doctrina protestante, al separar la justificación de la participación interior en la vida divina, ha generado una fractura que aún hoy se manifiesta en la práctica de muchos cristianos: la reducción de la fe a un acto momentáneo, sin necesidad de una vida transformada; o la oposición entre gracia y cooperación humana. Esta fractura ha dado lugar a espiritualidades fragmentadas, que alternan entre un moralismo árido y un fideísmo sentimental, sin lograr integrar lo que el cristianismo primitivo y la tradición católica siempre mantuvieron unido: la fe viva que obra por la caridad.

Por eso, concluir que fides et opera son necesarias para la salvación no es establecer una mecánica de salvación por méritos acumulativos, sino afirmar que la salvación es participación progresiva en la vida de Dios, por la fe que actúa en el amor y en la comunión con la Iglesia. Esta comunión no es opcional, porque Dios es comunión: el Encinar de Mambré, imagen velada de la Trinidad, nos recuerda que el que cree verdaderamente no camina solo. En la Iglesia, cuerpo de Cristo y madre de los fieles, encontramos los sacramentos que nos regeneran, la palabra que nos instruye, el culto que nos ordena hacia Dios, y los hermanos con quienes caminamos en caridad.

En suma, la fe es el inicio de la vida nueva, pero no su plenitud. Las obras, animadas por la caridad, son la expresión visible de esa vida interior, su maduración, su irradiación hacia el mundo. Ninguna de las dos dimensiones puede subsistir sin la otra. La fe sin obras está muerta, porque carece del alma que la vivifica; y las obras sin fe están vacías, porque carecen del principio que las orienta hacia Dios. Sólo la unidad de ambas, en la caridad que es vínculo de perfección, puede llevarnos a la visión beatífica, fin último de nuestra existencia. Tal es el testimonio constante de la Sagrada Escritura, de la Tradición viva de la Iglesia, y de todos los santos que vivieron, lucharon y murieron por esta verdad.

Galo Guillermo Farfán Cano,
Laico de la Santa Romana Iglesia.

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