Protestantismo contra Realismo Tomista

Análisis

Introducción

La disputa entre la posición católica y las diversas variantes del protestantismo sobre la autoridad doctrinal no es solo un debate histórico-eclesial, sino un verdadero encuentro de sistemas filosóficos. De un lado se encuentra el realismo objetivo de raíz aristotélico-tomista, que afirma la inteligibilidad de lo real y la capacidad de la razón—elevada por la fe—para alcanzar certezas verdaderas en materia revelada; del otro, un conjunto de concepciones influidas por el nominalismo de Guillermo de Ockham y por el giro gnoseológico de Kant, cuya consecuencia práctica es la reducción de la verdad a certidumbre subjetiva y la desconfianza ante toda mediación institucional. Bajo esa luz examinaremos siete postulados protestantes, mostrando en cada caso (a) el error lógico (petitio principii, círculo vicioso, hombre de paja, etc.), (b) la contradicción interna con la fe cristiana y (c) la insuficiencia filosófica frente al realismo tomista.

Desarrollo

1. Sola Scriptura y la singularidad de la infalibilidad

El principio protestante de Sola Scriptura, formulado en el marco de la Reforma como su “principio formal”, sostiene que únicamente la Escritura inspirada posee infalibilidad intrínseca, mientras que la Tradición y el Magisterio serían falibles y quedarían, en última instancia, sujetos al juicio del texto bíblico. Esa afirmación parece clara, pero encierra supuestos filosóficos y teológicos que, al examinarse desde el realismo tomista, resultan insostenibles. Para empezar, la exclusión de toda mediación eclesial descansa sobre una hipótesis no demostrada: la de que Dios no garantiza indefectiblemente a la Iglesia en la transmisión de la verdad. Tal hipótesis implica, de hecho, que en algún punto histórico la Iglesia habría apostatado, negando así la promesa de Cristo de permanecer con ella hasta el fin de los tiempos y de protegerla de error en materias esenciales. Sin demostrar este supuesto, el protestante se limita a darlo por sentado, incurriendo en una petición de principio que socava la solidez lógica de su posición.

La argumentación de Sola Scriptura suele caricaturizar la doctrina católica, presentándola como si defendiera tres “fuentes” paralelas e independientes—Escritura, Tradición y Magisterio—entre las que habría que escoger. La Iglesia, sin embargo, enseña la existencia de una sola fuente formal de la Revelación: Dios que habla en Cristo. Esa Revelación llega al hombre a través de dos modos inseparables—la Escritura, fijada por inspiración, y la Tradición viva, custodiada por el mismo Espíritu—que el Magisterio autentifica como servidor de la palabra divina, nunca como origen distinto. Presentar la Tradición o el Magisterio como competidores de la Escritura constituye, por tanto, un hombre de paja, útil para refutar una posición que el catolicismo nunca sostuvo.

En el trasfondo filosófico de Sola Scriptura late el voluntarismo y el nominalismo que nacen con Ockham y se acentúan con Kant. Para el nominalismo, los universales son meros nombres y la verdad se reduce a la adecuación del signo a la voluntad de Dios, sin mediación estable de la inteligencia humana. Lutero asume esta sospecha radical hacia las formas institucionales, de modo que la autoridad queda circunscrita a la letra inspirada; Kant, a su vez, completa el giro al situar las categorías del sujeto como único filtro de lo real. Desde esta perspectiva, todo juicio eclesial se percibe como una imposición humana sobre la Palabra divina. El realismo tomista, por el contrario, afirma la capacidad del intelecto para recibir las formas de lo real y, elevado por la gracia, participar en la verdad de Dios; consecuentemente, sostiene que el Magisterio puede gozar de una infalibilidad “participada” que no compite con la de la Escritura, sino que la sirve preservando su sentido auténtico.

Los problemas prácticos derivados de Sola Scriptura se advierten, en primer lugar, en la cuestión del canon bíblico. Si solo la Escritura es infalible, pero la delimitación de los libros inspirados fue un proceso histórico falible, ningún lector podría saber con certeza qué textos poseen aquella infalibilidad. La respuesta protestante introduce criterios como apostolicidad o recepción antigua, reconociendo, sin querer, la autoridad de la Tradición y de un juicio magisterial previo. En segundo lugar, la negación de una instancia vinculante provoca la proliferación de interpretaciones mutuamente excluyentes, que la historia de las denominaciones sola scripturistas deja patente. El protestante intenta resolverlo apelando a la perspicuidad universal de la Biblia, mas los hechos demuestran lo contrario. Por último, el círculo hermenéutico se cierra cuando el creyente afirma recibir la confirmación del Espíritu directamente en la lectura: su convicción subjetiva se convierte en criterio último, relegando la objetividad revelada al ámbito de la experiencia interior.

El testimonio patrístico refuerza la posición católica. San Ireneo combate a los gnósticos aduciendo la “regla de la fe” transmitida por la sucesión episcopal; Vicente de Lérins formula su célebre criterio—lo creído “siempre, en todas partes y por todos”—precisamente para impedir innovaciones privadas. Las grandes controversias cristológicas se resolvieron apelando simultáneamente a la exégesis bíblica y a la Tradición recibida. Esta praxis eclesial demuestra que la comunidad de fe antecede a la definición del canon y a la formulación dogmática, y que la Sagrada Escritura jamás fue concebida como un documento autónomo desligado de la vida de la Iglesia.

Negar la infalibilidad participada de la Iglesia equivale, en la práctica, a concebir la Encarnación como un mero hecho pasado: el Verbo entregó un texto y se retiró, dejando a los creyentes librados a interminables disputas hermenéuticas. Esta visión se opone a la lógica sacramental de toda la economía salvífica, donde Dios comunica gracia mediante signos visibles y eficaces. La Escritura misma es uno de esos signos, inseparable de la comunidad que la alumbró y la conserva. Despojar a la Esposa de la autoridad que su Esposo quiso darle contradice la intención de Cristo y mutila la sacramentalidad de la Revelación.

Santo Tomás explica que la verdad creada participa analógicamente de la Verdad increada. Desde esa perspectiva, la infalibilidad eclesial no es un atributo extrínseco, sino una participación concedida por el Espíritu para que la Iglesia cumpla su fin sobrenatural: custodiar y transmitir la verdad que salva. Así se evita tanto el equivoco protestante, que separa radicalmente lo humano de lo divino, como el univocismo racionalista, que disolvería la necesidad de la fe. De ese modo, Escritura, Tradición y Magisterio se integran armónicamente: la Palabra escrita permanece criterio supremo, la Tradición la enlaza con la vida histórica del Pueblo de Dios y el Magisterio asegura su interpretación fiel. El resultado es una certeza moral y teológica que ofrece al creyente una roca firme, donde la búsqueda filosófica y la obediencia de la fe encuentran su unión perfecta.

 2. Acto y potencia: la supuesta posibilidad de error permanente de la Iglesia

La objeción protestante que admite la impecabilidad doctrinal de la Iglesia “en acto” —esto es, en su enseñanza efectiva a lo largo de la historia— pero mantiene abierta una supuesta “potencia” de error futuro, se apoya en una aplicación defectuosa de la distinción aristotélica entre acto y potencia. En la metafísica realista, la potencia no es una posibilidad ilimitada, sino la capacidad ordenada a los actos que corresponden a la forma propia de un ente; por eso Aristóteles afirma que “nada obra más allá de su especie” (nihil agit ultra suam speciem). Si el roble en acto produce bellotas, ello revela la forma arbórea que, por su misma naturaleza, no podrá dar lugar a frutos antitéticos; de igual modo, si la Iglesia docente —como sujeto colectivo guiado por el Espíritu— ha obrado siempre actos de confirmación en la verdad, esa serie histórica constante manifiesta una forma intrínseca: la asistencia divina prometida por Cristo. Dicha forma posee causalidad formal y final: configura la Iglesia y dirige sus operaciones hacia el fin de la salvación. Negar la estabilidad de esa forma después de dos milenios de ejercicio efectivo equivale a suponer que la esencia puede subsistir sin su propia formalidad, lo cual contradice el realismo tomista.

El protestante introduce aquí un paralogismo temporal: interpreta la potencia como una apertura indefinida a cualquier contrafáctico futuro, pasando por alto que la potencia auténtica está determinada por el acto precedente y por la finalidad connatural. Desde la virtus formal de la Iglesia, la potencia de errar en definiciones solemnes se encuentra per accidens —es decir, tan solo si se aniquilara la causa formal que, según Cristo, permanecerá hasta el fin: “Yo estaré con vosotros todos los días” (Mt 28, 20). Pero esa eventual aniquilación resulta imposible ex hypothesi, pues significaría la defección de la propia promesa divina. Quien admite que la Iglesia nunca ha enseñado error reconoce de facto la eficacia continua de tal promesa; por tanto, sostener que mañana podría fallar es introducir una inconsistencia performativa: la credibilidad pasada se usa como argumento para seguirla negando en el futuro, como si el Espíritu pudiese abdicar súbitamente de su oficio.

Más allá de la confusión metafísica, subyace un escepticismo gnoseológico de cuño kantiano. Según Kant, las condiciones subjetivas del conocimiento impiden acceder a la cosa en sí; aplicada a la eclesiología, esta premisa se traduce en la idea de que las formulaciones magisteriales no pasan de ser construcciones fenoménicas susceptibles de revisión indefinida. La duda protestante se justifica, entonces, por la imposibilidad de una certeza objetivamente válida. El tomismo replica con una distinción decisiva entre certeza metafísica y certeza moral. La primera se funda en la evidencia inmediata de los primeros principios —por ejemplo, la imposibilidad de que algo sea y no sea al mismo tiempo—; la segunda se apoya en la credibilidad de un testigo cuya veracidad es garantizada por motiva extrinseca suficientes. La indefectibilidad de la Iglesia se inscribe en este segundo orden: no se capta por intuición abstracta, sino por la confluencia de señales históricas, milagros morales y la promesa explícita del Logos encarnado. El sujeto que, usando su razón, constata la continuidad doctrinal y la santidad fecunda de la Iglesia puede asentir con certeza moral, certeza que —por fundarse en la autoridad divina— supera en firmeza a cualquier conclusión puramente empírica.

Conviene señalar, además, que la potencia de errar atribuida a la Iglesia no es mera posibilidad lógica, sino posibilidad real. Para que algo sea realmente posible se requiere la concurrencia de una causa proporcionada; si Cristo ha querido y prometido impedir el error definitivo, no existe causa capaz de frustrar ese querer. El realismo tomista subraya la supremacía de la causa primera: Dios no solo inicia la Iglesia, sino que, permaneciendo in actu, la mueve interiormente para que persevere en su fin. Pretender que la Iglesia pueda definitoriamente errar supone, en último término, que la causa primera abandone su propio efecto final. Esto no es solo teológicamente inadmisible —pues atentaría contra la veracidad y fidelidad divinas—, sino que filosóficamente destruye el principio de causalidad final: un agente inteligente no actúa en vano ni permite que su obra, ordenada a un fin, se autodestruya en lo esencial.

El argumento protestante contiene, además, una contradicción práctica. Quien confiesa que la Iglesia jamás ha errado en acto reconoce implícitamente su función de garante de la verdad. Si se acepta la fiabilidad histórica de este testigo, abandonar su comunión alegando una posible defección futura carece de razón suficiente: sería como renunciar a un instrumento perfecto de navegación porque, hipotéticamente, algún día podría fallar, aun sin indicio concreto de fatiga. Una prudencia racional investiga los hechos; mientras los hechos indiquen asistencia indefectible, la duda hipotética se clasifica como timor imaginarius, temor que nace no de la realidad sino de la imaginación desconfiada.

La objeción protestante se apoya, finalmente, en una confusión entre indefectibilidad y impecabilidad. El dogma católico no afirma que cada obispo o papa, como individuo, sea impecable o siempre prudente; sostiene sí que, en actos definitorios de fe y moral, la Iglesia, por obra del Espíritu Santo, queda preservada de enseñar error. La experiencia demuestra que personas concretas dentro de la institución han pecado y se han equivocado en decisiones disciplinares o prudenciales; nada de ello afecta la promesa formal de Jesús referente al depositum fidei. Al maestro tomista le basta remarcar que la gracia perfecciona la naturaleza sin anularla: la fragilidad humana permanece, pero la asistencia divina garantiza que esa fragilidad no pueda corromper el núcleo definitorio de la fe.

En síntesis, la supuesta “potencia” de error permanente descansa en una comprensión nominalista de la potencia, desvinculada de la forma y del fin; surge de una epistemología que reduce toda certeza a la subjetividad, y culmina en un escepticismo práctico que contradice los hechos históricos y la lógica interna de la causalidad divina. El realismo aristotélico-tomista aporta un marco coherente donde el acto continuo de verdad manifestado por la Iglesia no es casual, sino efecto necesario de una forma recibida: la inhabitación protectora del Espíritu Santo. Por ello, quien acepta la actualidad indefectible de esa verdad está lógicamente obligado a negar la real posibilidad de un error futuro en materia de fe y moral. Quedarían, sí, múltiples ámbitos de reforma, conversión y crecimiento —pues la santidad plena de sus miembros siempre puede aumentar—; pero en lo que toca al núcleo dogmático, la potencia de errar es tan solo, como diría Aristóteles, “potencia de razón”, incapaz de actualizarse mientras subsista la causa formal que la restringe.

3. La “hipótesis canónica”: falibilidad humana y certeza epistémica

La llamada “hipótesis canónica” parte de la premisa de que la delimitación de los libros inspirados es fruto de un discernimiento estrictamente humano, sujeto a error. El protestante suele presentarla como un ejercicio historiográfico: obispos y concilios, dotados de las mejores intenciones pero inevitablemente falibles, habrían reconocido, hacia el siglo IV, un conjunto de escritos que juzgaron útiles para la vida litúrgica y edificantes para la fe; sin embargo, esa selección―se añade―carece de garantía objetiva, razón por la cual solo puede ser aceptada con “alta probabilidad” y no con certeza. El argumento parece modesto, incluso prudente. En realidad, es un boomerang epistemológico que destruye la misma infalibilidad que pretende conservar, pues convierte a la Escritura en un conjunto indefinido de textos cuya inspiración jamás puede probarse con seguridad.

Si la Biblia es infalible pero la lista de sus libros es falible, la infalibilidad se vuelve inútil. El creyente no sabría con exactitud dónde termina la voz divina y dónde comienza la voz humana sin sello inspiratorio. Al no existir un catálogo inerrante, toda cita bíblica queda en suspenso, ya que siempre podría descubrirse que procede de un escrito cuestionable. El protestante intenta salvar la dificultad apelando a “buenas razones” externas: la antigüedad de los manuscritos, la concordancia doctrinal con el núcleo evangélico, la aceptación temprana en comunidades apostólicas o la verificación arqueológica. No advierte, sin embargo, que en ese gesto traslada la autoridad de la inspiración a una praxis crítica puramente humana. Ahora son los historiadores, los filólogos y los arqueólogos quienes, mediante probabilidades, determinan qué textos deben leerse como palabra de Dios. La Sagrada Escritura se relega a un objeto de investigación cuyas fronteras dependen del consenso académico del momento: infalibilidad volcada en un tribunal que, por definición, nunca dicta sentencia irrevocable.

El círculo vicioso es patente. Para aceptar la inspiración, se exige primero conocer con seguridad el canon; para conocer el canon, se recurre a la tradición, la experiencia e incluso a la providencia que habría guiado la recepción de los textos. Pero ese recurso confiere a la tradición—y no a la Escritura—el rol de criterio definitivo, convirtiendo el principio de Sola Scriptura en un eslogan vacío. El protestante, al huir de un magisterio vivo que interpreta, termina abrazando un magisterio muerto, disperso en documentos patrísticos incompletos y debates filológicos perpetuos. Se pasa de una autoridad personal y asistida por el Espíritu a una colección de hipótesis académicas sujetas a revisión constante.

El catolicismo responde afirmando que el canon es un hecho teándrico: humano en sus causas inmediatas, divino en su causa formal. Los Padres y los concilios ejecutan un discernimiento, sí, pero lo hacen bajo la asistencia prometida por Cristo. Esa asistencia no opera de modo mecánico, ni anula la erudición histórica, ni impide la discusión crítica. Lo que garantiza es que, al término del proceso, la Iglesia docente no errará al definir “estos y no otros” libros como inspirados. La infalibilidad del Magisterio, participada de la Verdad increada, confiere al canon una certeza moral que, por basarse en la fidelidad divina, supera en firmeza la certeza científica. La evidencia arqueológica o la lógica literaria pueden apuntalar esa decisión, pero no la constituyen; su función es la de motivos de credibilidad, no de fundamento formal.

Reducir la cuestión del canon a un problema de “certeza epistémica” equivale a confundir teología con epistemología de la ciencia. En la filosofía moderna, “certeza” suele identificarse con demostración analítica o con datos empíricos reproducibles. La Revelación, en cambio, pertenece al orden de la fe, la cual se asienta formalmente en la autoridad de Dios que no puede engañar ni engañarse. Desde Santo Tomás, la teología es ciencia subalternada: recibe sus primeros principios de la luz divina, no de la demostración humana. Cuando la Iglesia define el canon, actúa precisamente en ese nivel subalternante: no descubre por inducción, sino que reconoce—con la iluminación del Espíritu—la firma del Autor primero en determinados escritos. Cuestionar la indefectibilidad de ese reconocimiento con parámetros exclusivos de la crítica literaria es, por tanto, un error de categoría.

El protestante podría replicar que la Iglesia primitiva carecía de un canon formal durante siglos y, sin embargo, vivía la fe sin problemas. El dato histórico, lejos de contradecir la tesis católica, la confirma. Revelación y comunidad preceden al canon definitivo; la providencia divina condujo paulatinamente a la definición conciliar cuando la unidad eclesial lo exigió para refutar herejías y conservar la integridad doctrinal. La propia Escritura da testimonio de ese movimiento: Pedro reconoce en Pablo “cartas” que algunos torcen para su perdición, al igual que el resto de las Escrituras, señal de que ya en el siglo I se percibía la necesidad de distinguir textos normativos. Resulta significativo que Cristo no dejara escrito un solo libro, sino que fundara una Iglesia viviente. El canon, en este contexto, aparece como la cristalización normativa del testimonio apostólico, inseparable del organismo que lo engendró.

Se comprende entonces que la certeza sobre el canon es de orden moral-sobrenatural. Moral, porque la Iglesia ofrece signos externos—continuidad apostólica, santidad, fecundidad espiritual—que acreditan su veracidad ante la razón. Sobrenatural, porque el juicio definitivo proviene del Espíritu Santo prometido por Cristo. Tal certeza no contradice la contingencia histórica del proceso canónico; la trasciende, como la gracia trasciende la naturaleza sin abolirla. Pretender un tipo de certeza empírico-matemática es ignorar la diferencia entre los órdenes de verdad y exigir a la teología lo que solo compete a las ciencias positivas. Es, además, incoherente pedir demostraciones estrictas a la religión mientras se acepta, por ejemplo, la validez de las leyes morales o de la lógica sin más fundamento que su evidencia primera.

Por último, cabe señalar la dimensión pastoral del problema. La hipótesis canónica protestante engendra inestabilidad en la vida de fe. Cuando cada creyente ha de concluir por sí mismo qué libros son inspirados, el terreno se vuelve resbaladizo: comunidades que aceptan Hebreos y Apocalipsis conviven con otras que los dudan; algunas reintroducen escritos gnósticos; otras quitan los deuterocanónicos; otras subdividen el canon en “núcleo” y “periferia”. Este pluralismo no es fruto de la libertad carismática, sino de la ausencia de un punto de referencia común. La experiencia demuestra que tal situación conduce al relativismo hermenéutico y, en última instancia, al agnosticismo práctico. Frente a ello, la Iglesia ofrece la seguridad de un canon fijo, que no excluye la investigación crítica, pero preserva lo esencial: saber con certeza qué palabras son, en sentido estricto, Palabra de Dios.

En definitiva, la “hipótesis canónica” muestra que la sola razón crítica no basta para fundar la autoridad bíblica; por el contrario, necesita apoyarse en la credibilidad de la Iglesia, la misma que después se niega a reconocer como infalible. El catolicismo, al situar el canon bajo la custodia del Magisterio, no huye de la historia ni de la crítica, sino que las integra en una economía de la verdad donde la gracia actúa a través de causas segundas. Así, la certeza sobre los libros inspirados no depende de conjeturas eruditas siempre revisables, sino de la fidelidad de Aquel que prometió a su Iglesia permanecer con ella hasta el fin y conducirla a la verdad plena. De este modo, la infalibilidad de la Escritura se conserva intacta y eficaz, porque descansa sobre un cimiento tan divino como el texto mismo: la palabra de Cristo que no pasa.

4. Infalibilidad limitada al contenido: ambigüedad sobre la fuente e inerrancia.

El planteamiento protestante que circunscribe la infalibilidad “solo al contenido” de la Escritura—mientras concede posibilidad de error a todo aquello que exceda el mensaje “estrictamente salvífico”—introduce, de entrada, una dicotomía ficticia entre la fuente divina y el depósito textual donde esa fuente se expresa. Desde la doctrina católica, inspirada en la doble autoría articulada por Divino Afflante Spiritu y confirmada por Dei Verbum 11, el Espíritu Santo es autor principal y los hagiógrafos autores instrumentales en un único acto teándrico: la misma voluntad divina que suscita el mensaje determina la forma lingüística concreta en que se transmite. Separar por principio el “qué” (contenido) del “cómo” (forma, contexto, transmisión) equivale a deslizarse hacia el nominalismo: las proposiciones quedarían flotando como signos desnudos, desvinculadas de cualquier garante histórico e institucional. Se olvida así que la “letra” bíblica es sacramental—signo eficaz—de la realidad salvífica vivida por el Pueblo de Dios; su res exige la sacramentum, y viceversa.

Ese reduccionismo desemboca pronto en problemas lógicos. Para determinar qué “contenido” es infalible, el intérprete necesita un criterio anterior que identifique las proposiciones verdaderamente inspiradas, separe lo accesorio y declare qué parte del texto participa de la inerrancia. Pero si la instancia que otorga tal veredicto es, a su vez, falible, se produce un círculo vicioso: ninguna frase bíblica puede señalarse con certeza absoluta, porque siempre queda la sombra de un juicio humano revisable. El protestante intenta evadir la trampa diciendo que el Espíritu “guía” individualmente al creyente en la lectura; con ello traslada la infalibilidad al fuero íntimo, inaugurando un subjetivismo práctico donde cada conciencia funciona como tribunal último. La Escritura, concebida así, deja de ser roca firme y se convierte en espejo que refleja convicciones personales, siempre potencialmente mutables.

La tradición tomista, en cambio, afirma que la inerrancia compete al texto canónico en su totalidad; no se restringe a proposiciones aisladas sobre fe y moral, sino que abarca—secundum quid—todo lo que el hagiógrafo afirma como verdadero, incluso cuando lo hace en géneros literarios diversos. ¿Cómo se salva, entonces, la verdad cuando el texto emplea metáforas, hipérboles o fenómenos culturales de la época? Precisamente gracias a la distinción entre verdad formal y modo de enunciación: lo que el autor inspirado quiso realmente enseñar es verdadero sin mezcla de error, aun cuando se sirva de imágenes pre-científicas. Negar esta distinción, o reducirla a meras “opiniones humanas” errables, supone proyectar un positivismo anacrónico sobre la escritura sagrada y minar la confianza en su autoridad global.

Al separar infalibilidad y fuente, el protestantismo repite implícitamente la tesis kantiana según la cual la verdad religiosa se limita a imperativos morales internos, mientras los datos históricos quedarían fuera del ámbito inerrante. Pero el cristianismo es, desde sus orígenes, un hecho encarnado: Et verbum caro factum est. La salvación acontece en la historia, y la historia requiere hechos; prescindir de ellos o declararlos “errables” mutila la economía sacramental (signos visibles que comunican gracias invisibles) en nombre de una fe meramente intencional. El resultado práctico es la fragilidad apologética: si los relatos evangélicos o los hechos apostólicos son susceptibles de error, ¿qué impide cuestionar la misma resurrección de Cristo, evento nuclear de la fe?

Conviene subrayar también la dimensión eclesiológica ignorada por la tesis “contenido-limitado”. La Escritura nace y vive en la Iglesia: es proclamada litúrgicamente, interpretada por la Tradición y salvaguardada por un Magisterio infalible participatum. Pretender que la letra posea infalibilidad autónoma, desencarnada de la comunidad que la generó, es abstraerla de su hábitat vital y, en definitiva, violentar su naturaleza. El Concilio Vaticano II expresa esta reciprocidad con la imagen del “triple cordón”: Escritura, Tradición y Magisterio “tan estrecha y mutuamente se unen, que ninguno puede subsistir sin los otros” (DV 10). Quien corta uno de los hilos no libera la Palabra; la deja sin el tejido que la protege de la erosión hermenéutica y de la instrumentalización ideológica.

En la práctica, la limitación de la infalibilidad al “núcleo salvífico” engendra un canon dentro del canon: el lector selecciona pasajes “centrales” (p. ej., justificación por la fe) y clasifica los demás como periféricos, culturales o prescindibles. Este tamiz, lejos de resolver dudas, multiplica disputas, pues no existe consenso sobre qué constituye exactamente el centro. Las comunidades sola scripturistas ilustran el fenómeno: argumentan con igual convicción opuestos irreconciliables sobre sacramentos, escatología o moral conyugal, cada una apelando a su lectura “dirigida por el Espíritu”. La operación revela la insuficiencia del principio y confirma la necesidad de un juez colectivo—“la Ecclesia docens”—que, asistido por el mismo Espíritu que inspira, fije con autoridad el sentido auténtico.

La teología tomista, al defender una inerrancia “extensiva” respaldada por la infalibilidad magisterial, no convierte la Biblia en un tratado científico ni vacía de sentido la crítica histórica. 

"Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia. Pero en la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando El en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería. Pues, como todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación. Así, pues, "toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y equipado para toda obra buena" (2 Tim., 3,16-17)." (Dei Verbum 11)

Reconoce, más bien, distintos niveles de verdad: literal, espiritual, anagógica, etc. Todos dependen de la intención divina, que no puede engañar. El exegeta católico estudia fuentes, géneros y redacciones con libertad científica; pero al final se somete al juicio de la Iglesia sobre aquello que pertenece al depósito de la fe. Es un sometimiento racional: quien acepta a Cristo acepta su palabra; quien acepta su palabra acepta la autoridad que Él instituyó para custodiarla. Solo así la Escritura permanece roca y no arena.

En síntesis, la “infalibilidad limitada al contenido” yerra por duplicado: conceptualmente, al desgajar mensaje y medio, origen y forma; lógicamente, al precisar un criterio reconocedor que se declara falible. El catolicismo evita ese callejón sin salida manteniendo la unidad formal de Espíritu-autor y texto-inspirado, garantizada por el Magisterio. De este modo se conserva la sacramentalidad de la Escritura, se salvaguarda la objetividad de la verdad revelada y se ofrece al creyente la plena seguridad de que cada página canónica—en la medida exacta de lo que pretende enseñar—participa de la misma infalibilidad divina que sostiene a la Iglesia hasta el fin de los tiempos.

5. Asistencia del Espíritu y negación del carisma de infalibilidad.

El protestante concede que el Espíritu Santo “asiste” a la Iglesia, pero entiende esa asistencia como simple estímulo moral o iluminación interior de los creyentes, sin alcance doctrinal objetivo. Con ello confunde la causalidad eficiente —el Espíritu como fuerza que mueve actos individuales— con la causalidad formal —el Espíritu como principio que da forma estable al organismo eclesial. En la metafísica tomista, la forma es aquello por lo que un ente es lo que es y actúa como actúa; si la Iglesia es “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3, 15), su forma ha de incluir la capacidad de profesar sin error las verdades que custodia. Reducir la acción del Espíritu a meras mociones subjetivas equivale a atribuir a Dios una eficacia parcial, incapaz de garantizar lo que Él mismo reveló cuando prometió: «Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Esa promesa no apunta a un acompañamiento difuso, sino a un gobierno interno que salvaguarda la integridad del depósito de la fe.

Al afirmar que el Espíritu puede guiar pero no asegurar infalibilidad, la postura protestante incurre en falacia del accidente: acepta la premisa de que Dios puede impedir el error —pues de lo contrario ni siquiera la inspiración bíblica sería posible— pero rehúsa aplicar esa premisa al momento decisivo en que la Iglesia define solemnemente. Es como admitir que un médico posee el conocimiento y la habilidad para curar, pero sostener que, llegado el momento crítico, el médico puede dejar deliberadamente que el paciente sucumba. El tomismo ofrece una síntesis más coherente: la gracia no destruye la naturaleza, la perfecciona; análogamente, el carisma de infalibilidad no despoja al sujeto eclesial de su falibilidad connatural, sino que, en actos delimitados —concilios ecuménicos, definiciones ex cathedra, consensos ordinarios universales— neutraliza positivamente la posibilidad de error. La analogía con la inspiración bíblica es directa: así como Dios utilizó hagiógrafos falibles para producir un texto inerrante, del mismo modo utiliza ministros falibles para emitir juicios inerrantes en circunstancias precisas. En ambos casos la omnipotencia divina actúa de manera proporcionada al fin —la salvación— y respeta la condición instrumental de la criatura.

Negar esta posibilidad supone un fideísmo selectivo: se acepta que Dios interviene infaliblemente en la redacción de un texto —hace dos mil años— pero se niega que pueda intervenir hoy cuando su Pueblo necesita certeza sobre el significado de ese mismo texto. Dicha limitación refleja, más que un principio bíblico, la herencia del racionalismo moderno, que sospecha de toda mediación institucional. Sin embargo, la lógica de la Encarnación es continua: el Verbo no sólo se hizo carne para un instante, sino que estableció signos visibles que prolongan su presencia. Entre ellos, la asistencia del Espíritu que protege a la Iglesia magisterial constituye la garantía de que la Revelación no se diluirá en la ambigüedad histórica. Despojar a esa asistencia de su dimensión formal es convertir la promesa divina en simple buena intención, y la comunión eclesial en una federación de opiniones privadas, cada una persuadida de gozar del mismo impulso interior. El resultado práctico ya se observa: proliferación de doctrinas contrapuestas invocando, todas, la guía del mismo Espíritu. Frente a ello, la comprensión católica mantiene la unidad entre la acción eficiente y la forma que esa acción imprime: la caridad que anima a cada creyente y la infalibilidad que estructura al conjunto son manifestaciones del mismo Paráclito, que actúa con la plenitud y la coherencia propias de la verdad que procede del Padre y del Hijo.

6. Infalibilidad, existencia de Dios y acusación de circularidad.

La acusación protestante sostiene que invocar la infalibilidad del Magisterio para sostener la existencia de Dios incurre en círculo vicioso: Dios garantizaría a la Iglesia y la Iglesia, a su vez, probaría la realidad de Dios. Tal objeción parte de un malentendido acerca de los niveles de conocimiento que la filosofía tomista distingue claramente. El catolicismo nunca pretende demostrar la existencia divina apelando a una autoridad revelada; lo hace, en primer término, por la vía estrictamente racional. Las “cinco vías” de Santo Tomás—movimiento, causalidad eficiente, contingencia, grados de perfección y orden del universo—son argumentos de razón que concluyen en un Ser necesario, acto puro de ser (ipsum esse subsistens). Estas pruebas no requieren fe previa ni auxilio magisterial: son accesibles al intelecto humano en cuanto tal, porque parten de efectos sensibles y se remontan, a posteriori, a la causa primera.

Una vez establecida filosóficamente la existencia de Dios, puede plantearse la cuestión histórica-religiosa: ¿ha hablado ese Dios al hombre?, ¿ha sellado sus palabras con signos creíbles? Aquí interviene la Revelación, custodiada por la Iglesia. La infalibilidad magisterial, definida solemnemente en el Concilio Vaticano I, no es premisa sino corolario: si Dios existe y se ha encarnado en Cristo, y si Cristo ha fundado una comunidad visible para prolongar su misión, no resulta desproporcionado que garantice a esa comunidad la asistencia suficiente para no errar al transmitir lo que Él mismo ha comunicado. La lógica es descendente: desde la causa primera demostrada por la razón, pasando por los motivos de credibilidad—milagros, cumplimiento profético, santidad fecunda de la Iglesia—hasta llegar al asentimiento de fe, que recibe su certeza formal de la autoridad divina que revela. Confundir este orden y situar la infalibilidad como punto de partida equivale a invertir la pirámide epistemológica que Santo Tomás estructura en De Trinitate I, 3: intellectus fide illustratus se apoya en la razón, no la suplanta.

Paradójicamente, la crítica protestante incurre en la circularidad que denuncia. Para aceptar la Escritura como palabra inspirada, apela a la “providencia divina” que habría guiado su composición y preservación. Esa apelación supone que Dios es suficientemente veraz y poderoso para proteger un texto durante milenios, a pesar de la falibilidad humana. Sin embargo, cuando se trata de la Iglesia que reconoce, interpreta y proclama ese texto, el mismo Dios aparecería incapaz o renuente a preservar doctrinalmente la verdad. Surge así un círculo oculto: la autoridad normativa pasa, de hecho, al juicio individual del lector, quien determina—según su experiencia interior o su lectura crítica—qué libros son inspirados y qué interpretaciones válidas. Se confía en la providencia para fundamentar la Escritura, pero se desconfía de esa misma providencia cuando se trata de la institución que la Escritura señala explícitamente como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3, 15). La coherencia exigía aceptar o rechazar ambas garantías al unísono; separarlas revela un criterio ad hoc regido por la subjetividad hermenéutica que, precisamente, se pretendía evitar con Sola Scriptura.

Desde la perspectiva tomista, la diferencia entre fides y scientia resuelve la aparente circularidad. La existencia de Dios pertenece al orden de la scientia natural; la infalibilidad magisterial, al de la fides sobrenatural, cuyo objeto formal es la autoridad de Dios que revela. Cuando el Magisterio define un dogma—por ejemplo, la Inmaculada Concepción o la Trinidad—no produce una “prueba” de Dios, sino que transmite sin error un dato revelado por Dios y aceptado en virtud de Su veracidad. Pretender que ese acto magisterial demuestre la existencia divina confunde la razón de ciencia (demostrativa) con la razón de fe (testimonial). En la ruta ascendente del conocimiento, se cree porque Dios existe; en la ruta descendente de la explicación teológica, se muestra que, dada la existencia de Dios y la Encarnación, la infalibilidad es razonable y necesaria para la coherencia interna del plan salvífico. No hay círculo, sino dos órdenes que se iluminan sin mezclarse.

Esta distinción aclara también el alegato de “fe ciega” que suele acompañar la crítica protestante. Para Tomás, la fe es un acto del intelecto que asiente a la verdad revelada por mandato de la voluntad movida por la gracia. No es suplantación de la razón, sino perfeccionamiento: gratia non tollit naturam, sed perficit. Precisamente porque existe un núcleo de certezas racionales previas—Dios como ser necesario, la historicidad de Jesús, la confiabilidad de los testigos—la fe no es irracional. La infalibilidad eclesial se añade como garantía final para impedir que la Revelación quede a merced de disputas privadas. Sin ella, cualquier afirmación doctrinal deviene provisional; con ella, la verdad revelada se conserva íntegra sin anular la investigación teológica, que permanece libre en todo lo no definido de modo irreformable.

En suma, la “acusación de circularidad” descansa sobre un hombre de paja que identifica erróneamente el orden natural de la demostración de Dios con el orden sobrenatural de la recepción de la fe; después, ignora la simetría lógica que exige conceder a la providencia la misma capacidad de tutela frente a la Iglesia que frente al texto inspirado. El modelo aristotélico-tomista evita ambos errores, manteniendo la distinción y la mutua referencia entre razón y fe, entre pruebas filosóficas y autoridad revelada, y mostrando que la infalibilidad magisterial no antecede ni reemplaza la certeza de Dios, sino que brota de ella como garantía coherente con el designio divino de conducir a los hombres “a la verdad plena”.

7. Certeza epistémica versus fe: reducción del debate a la falibilidad humana.

El argumento que confina la “certeza” al ámbito de la demostración empírico‐matemática y relega la fe a un mero asentimiento opinativo arranca de un malentendido profundo sobre la naturaleza misma del acto de creer. El término “certeza” —en la tradición aristotélico‐tomista— designa la firme adhesión del intelecto a una verdad percibida como inconmovible por la causa que la sostiene; así, existen certezas de diverso orden: la metafísica, fundada en primeros principios evidentes en sí; la científica, edificada sobre demostraciones rigurosas; la moral, que descansa en la veracidad de un testigo digno de crédito; y la teologal, cuyo fundamento formal es la autoridad de Dios que se revela. Precisamente Santo Tomás subraya que la fe, aunque carece de evidencia intrínseca para el entendimiento creado, posee sin embargo una certeza superior a la de la ciencia natural, porque descansa en la veracidad del mismo Dios (STh II-II, q. 4, a. 8). Llamar “certeza epistémica” exclusivamente a la intuición sensible o al cálculo matemático supone adoptar, sin declararlo, el canon epistemológico kantiano: la verdad queda circunscrita al fenómeno que la mente organiza con sus categorías; todo lo que trasciende ese horizonte se convierte en creencia privada, esencialmente provisional.

Esta concepción choca con el realismo clásico. Para Aristóteles y Tomás, la verdad se define como adaequatio rei et intellectus: correspondencia entre lo que es y el juicio que lo aprehende. Cuando el Ser absoluto comunica un enunciado —sea por inspiración bíblica, sea por definición magisterial— el entendimiento humano puede asentir con certeza, no porque contemple la esencia divina, sino porque reconoce la fiabilidad de la causa que revela. El valor de la proposición no depende de la intensidad psicológica de la convicción ni de la transparen­cia empírica del contenido, sino de la dignidad del testigo: fides est de auditu (Rm 10, 17). En el orden humano lo experimentamos cada día: aceptamos con certeza moral la nacionalidad de nuestros padres o la fecha de la batalla de Salamina sin verificación directa, apoyados en testigos cuyo error juzgamos improbable; con más razón aún podemos confiar infaliblemente en Aquel que es la Verdad misma.

Reducir todo el debate a la “falibilidad humana” conlleva, además, ignorar la lógica interna de la Encarnación. El Verbo no se limitó a transmitir un conjunto de proposiciones abstractas; se hizo carne, instituyó sacramentos y fundó una comunidad visible dotada de autoridad magisterial para perpetuar su obra. La promesa «sobre esta roca edificaré mi Iglesia y las puertas del Hades no prevalecerán» (Mt 16, 18) implica que la indefectibilidad pertenece a la esencia misma de la Iglesia. Si se concede que los apóstoles pudieron transmitir la verdad con certeza —pues de lo contrario la propia Escritura quedaría en entredicho— no se ve por qué Dios habría retirado tal asistencia en edades posteriores, dejando a las generaciones venideras entregadas a la conjetura. La posición protestante termina, sin advertirlo, en una especie de deísmo histórico: Cristo sería un legislador ausente, cuya doctrina queda librada a la libre exégesis de mentes siempre susceptibles de errar. Contradice así la lógica sacramental del cristianismo, que exige signos eficaces perdurables hasta la consumación de los siglos.

Más aún, el escepticismo epistémico aplicado selectivamente a la Iglesia resulta autodestructivo. El creyente protestante declara: «no poseo certeza absoluta, solo fe», pero al mismo tiempo apela a la Escritura como norma última infalible. ¿Con qué fundamento inerrante identifica la Escritura? ¿Cómo afirma infaliblemente que la salvación es por gracia mediante la fe, si toda afirmación teológica se hallaría envuelta en la niebla de la falibilidad? En la práctica, la única certeza que reconoce es la convicción subjetiva que experimenta el lector al confrontarse con el texto sagrado. Tal traslado de la inerrancia al fuero íntimo abre la puerta a un relativismo práctico: tradiciones distintas, todas guiadas —según dicen— por el mismo Espíritu, arriban a conclusiones contradictorias sobre bautismo, eucaristía, moral conyugal o estructura eclesial. El criterio último deja de ser la Verdad objetivamente recibida y pasa a ser la “certeza interior” de cada conciencia; pero la historia demuestra que conciencias igualmente fervorosas pueden sostener juicios mutuamente excluyentes. Se roba al hombre la roca y se le entrega arena movediza.

El tomismo integra, en cambio, ontología e historia: aquello que Dios es eternamente se manifiesta en sus obras temporales sin merma de certeza. La Tradición que transmite, el Magisterio que interpreta y la Escritura que testifica constituyen un trípode inseparable, precisamente para que la certeza divina alcance a la mente y al corazón del hombre sin quedar a merced de la volatilidad emocional o del escepticismo metodológico. Así, la fe mantiene su carácter de gracia —pues es don sobrenatural—, pero no abdica de la razón, que encuentra en la metafísica y en los motivos de credibilidad una base sólida para su asentimiento. Tampoco abdica de los signos visibles: la continuidad histórica, la santidad de los santos, la fecundidad de la Iglesia en cultura y caridad. Todo ello confirma que la certeza teologal no es veleidad psicológica, sino participación objetiva en la Verdad que se dio a conocer y permanece eficaz.

Finalmente, subrayar únicamente la falibilidad humana olvida que también la ciencia empírica se apoya en axiomas indemostrables —como el principio de uniformidad de la naturaleza— y en la honestidad intelectual de los investigadores. Nadie podría hacer física cuántica si exigiera absoluta comprobación de que las leyes de ayer valdrán mañana. La razón práctica vive de una confianza racionalmente fundada. La revelación cristiana ofrece, además, la garantía de una Persona divina que no puede mentir. Negarse a reconocer certeza alguna en el orden sobrenatural es, por tanto, menos un ejercicio de rigor intelectual que un prejuicio heredado del positivismo moderno. El realismo tomista demuestra que las categorías de certeza se diversifican según la causa; y que, cuando la causa es el mismo Dios, la certeza de la fe supera, no rebaja, la firmeza de la ciencia natural. De ahí que San John Henry Newman concluyera: «Diez mil dificultades no hacen una sola duda». El creyente católico, lejos de renunciar a la certeza, la encuentra en su plenitud allí donde la Verdad increada se inclina hacia la inteligencia creada para elevarla, confirmarla y colmarla.

Explicación de los términos filosóficos empleados por los protestantes y sus errores

Los planteamientos protestantes analizados recurren a un vocabulario filosófico que, a primera vista, parece coincidir con el léxico clásico. Sin embargo, buena parte de esos términos se utiliza con significados deslizados o con premisas no confesadas que terminan alterando la conclusión. Aclarar cada concepto es imprescindible para desenmascarar los equívocos y mostrar cómo se alejan del realismo tomista que sustenta la doctrina católica.

1. Acto y potencia.

La distinción aristotélica designa dos modos de ser: el acto como perfección realizada y la potencia como capacidad ordenada a ese acto. En la Iglesia, que “en acto” ha enseñado indefectiblemente la verdad, la potencia de errar queda objetivamente restringida, pues la forma recibida (asistencia del Espíritu) determina su obrar futuro. El protestante, al afirmar que la Iglesia continúa siendo “potencialmente” falible, confunde potencia real con posibilidad meramente imaginaria; es decir, interpreta la potencia como apertura a cualquier contrafáctico, desconociendo que la causalidad formal orienta y limita lo que puede suceder. Así convierte un principio de perfección en pretexto para introducir duda donde la realidad histórica y la promesa divina acreditan certeza.

2. Certeza epistémica.

En clave kantiana, el interlocutor reserva la “certeza” a lo que es evidente por intuición empírica o demostración matemática, relegando la fe al nivel de la opinión. El tomismo, en cambio, distingue grados de certeza según la causa que los fundamenta: la fe teologal es certeza por la autoridad de Dios, superior —en firmeza, no en evidencia— a la ciencia natural. Al aceptar solo la certeza empírico-matemática, el protestante adopta un positivismo implícito que ignora la adaequatio rei et intellectus y olvida que los mismos presupuestos de la ciencia (uniformidad del mundo, fiabilidad de la razón) carecen de verificación empírica estricta. El resultado es un encierro en el fenómeno que incapacita para reconocer la verdad revelada como certeza objetiva.

3. Infalibilidad.

Para el protestante, la infalibilidad es atributo exclusivo del texto bíblico y, aun así, limitado al “contenido salvífico”; todo lo demás sería falible. Esta reducción opera bajo un entendimiento puramente negativo del término: infalible sería aquello que “no puede contener error” prescindiendo de la fuente que lo garantiza. El magisterio católico, por el contrario, define la infalibilidad de modo relacional: es la prerrogativa concedida por Dios a los instrumentos que Él mismo elige para transmitir su verdad (hagiógrafos, Iglesia docente). Separar infalibilidad y fuente provoca un bucle lógico —¿quién decide qué parte del contenido es infalible?— y conduce a un nominalismo en el que proposiciones aisladas flotan sin apoyo ontológico ni institucional.

4. Nominalismo y voluntarismo.

Aunque raras veces se citan explícitamente, estas corrientes subyacen a toda la argumentación. El nominalismo considera que los universales no poseen realidad extramental; el voluntarismo acentúa la voluntad divina como poder absoluto desligado de la inteligibilidad del ser. Bajo ambos supuestos, la verdad se identifica con un decreto divino inscrito en la letra bíblica, mientras cualquier mediación histórica —por participar de la contingencia— se juzga sospechosa. El catolicismo, apoyado en el realismo, sostiene que la verdad de Dios se comunica a la criatura participativamente: no en órdenes arbitrarios, sino a través de signos visibles que comparten de su propia certeza porque Dios respeta la naturaleza creada al elevarla.

5. Providencia.

El protestante apela a la providencia para explicar cómo la Escritura llegó intacta hasta nosotros, pero se muestra reticente a reconocer esa misma providencia en la vida doctrinal de la Iglesia. La providencia, entendida en la tradición cristiana como gobierno amoroso y sapientísimo de Dios sobre todas las cosas, necesariamente incluye la asistencia espiritual que preserva la integridad del Evangelio no sólo en sus documentos, sino también en su comprensión auténtica. Al restringir la providencia a la conservación material de un texto, se la reduce a mecanismo externo y se niega su dimensión dinámica e interior que protege la Iglesia de error formal.

6. Subjetivismo e iluminación interior.

Ante la dificultad de ofrecer un agente externo e infalible que identifique el canon o defina la doctrina, el protestante se refugia en la “iluminación” personal del Espíritu. Este desplazamiento erige a la conciencia individual en árbitro final, generando un subjetivismo práctico incompatible con la unidad visible querida por Cristo. Desde la teología católica, la iluminación interior es real, pero está ordenada a la comunión eclesial y a la recepción obediente del Magisterio; no sustituye la mediación externa, sino que la presupone y la interioriza.

7. Canon histórico-crítico.

En nombre de la crítica académica se propone un canon “probable”, siempre abierto a revisión. Se confunde, aquí, el método histórico —legítimo para estudiar la formación de los textos— con el principio teológico que reconoce en la lista canónica un acto asistido por el Espíritu. El error radica en absolutizar la contingencia histórica: porque los concilios estuvieron compuestos por hombres falibles, su juicio sería, por definición, falible. Olvida que la gracia puede actuar sobre las causas segundas para producir un efecto indefectible, del mismo modo que la inspiración actúa sobre hagiógrafos limitados para generar un texto inerrante.

8. Causalidad eficiente y formal.

La asistencia del Espíritu se limita, para el protestante, a mover voluntades (causa eficiente), sin admitir que confiera una forma estable a la Iglesia. En la metafísica aristotélica, forma y fin dirigen las operaciones de un ente. Si la Iglesia tiene por fin custodiar la verdad revelada, la asistencia divina debe ser también formal, esto es, capacitarla ontológicamente para cumplir su misión sin errar en definiciones solemnes. Reducir la acción divina a impulsos morales permite explicar la santidad de los individuos, pero no la indefectibilidad de la institución.

Análisis Filosófico de los Postulados.

El examen conjunto de los siete postulados protestantes revela una matriz filosófica común que los articula y, simultáneamente, los fragiliza. Bajo la apariencia de un retorno a la pureza bíblica late la herencia nominalista de Guillermo de Ockham y el giro crítico kantiano, ambos caracterizados por la desconfianza ante la inteligibilidad objetiva de lo real y la consecuente reducción de la verdad a certidumbre subjetiva. Esta raíz teórica explica la reiterada tensión entre “contenido” y “forma”, entre “texto” y “comunidad”, entre “objeto” y “sujeto” que atraviesa cada argumento. Desde la perspectiva aristotélico-tomista, esas oposiciones son falsas disyuntivas surgidas de una metafísica insuficiente.

El nominalismo primera­mente fractura la unidad ser-esencia, convirtiendo los universales en meros nombres sin referencia ontológica estable. Trasplantada al ámbito teológico, esta fractura adopta la forma de Sola Scriptura: la autoridad se confina a la letra escrita, mientras las mediaciones históricas —Tradición y Magisterio— quedan reducidas a circunstancias contingentes y, por ello, falibles. El realismo, por el contrario, reconoce en la Iglesia una “forma” sobrenatural que, participando de la verdad divina, garantiza la coherencia orgánica entre texto y comunidad. La verdad no se localiza en un depósito abstracto fuera del tiempo, sino en un acto permanente donde Dios, Palabra y Pueblo convergen sacramentalmente.

A esa herencia nominalista se sobrepone el kantismo, que traslada el eje de la verdad del objeto al sujeto. Kant niega que la mente pueda alcanzar la cosa en sí; de modo análogo, el protestante contemporáneo duda de que la razón pueda alcanzar certeza sobre el canon, la indefectibilidad eclesial o la interpretación auténtica. La certeza queda circunscrita a lo empírico-matemático, mientras la fe se recluye en el recinto de la opinión piadosa. Frente a ello, el tomismo distingue órdenes de certeza sin jerarquizarlos en clave de exclusión: la fe teologal es lumen supernaturale que, sin poseer evidencia intrínseca para el entendimiento creado, goza de firmeza superior a la ciencia natural porque reposa en la veracidad del mismo Dios. Así, el realismo restablece la adaequatio rei et intellectus y demuestra que la certeza, lejos de evaporarse en la subjetividad, se robustece cuando la causa que la fundamenta es divina.

El análisis causal permite detectar otro error transversal: la confusión entre causalidad eficiente y formal. El protestante admite con facilidad que el Espíritu Santo actúa —causalidad eficiente—moviendo los corazones; pero se resiste a reconocer que esa acción deba traducirse en una forma estable de la Iglesia que excluya el error doctrinal. Sin embargo, Aristóteles ya enseñaba que la forma determina el obrar: actus sequitur esse. Si el Espíritu es principio primero de la Iglesia, su asistencia no puede quedar reducida a un influjo episódico, sino que configura la esencia misma del sujeto eclesial, garantizando su finalidad propia: custodiar la verdad revelada. Negar esa configuración equivale a atribuir a Dios una eficacia parcial y, en último término, a postular una disociación incoherente entre intención salvífica y medios efectivos.

La acusación de circularidad contra el catolicismo nace de otro equívoco: confundir los órdenes de scientia y fides. Las vías tomistas prueban la existencia de Dios en el plano racional; la infalibilidad magisterial, en cambio, se deriva de la Encarnación y pertenece al plano sobrenatural. No hay círculo, sino tránsito ascendente y descendente entre dos luces complementarias. Lo irónico es que la crítica protestante incurre ella misma en un círculo oculto al apelar a la “providencia” para salvar la credibilidad de la Escritura mientras niega esa misma providencia cuando se trata de la Iglesia que la define e interpreta. El criterio final acaba siendo la convicción subjetiva que el lector experimenta ante el texto, y con ello el principio de Sola Scriptura se transmuta en Sola Experientia.

La reducción de la inerrancia al “contenido” repite la escisión kantiana entre fenómeno y noúmeno. Al separar mensaje y medio, se des-sacramentaliza la Escritura: la letra deja de ser signo eficaz de la realidad salvífica y se convierte en archivo semántico disponible para interpretaciones privadas. El resultado práctico es la proliferación de cánones dentro del canon y de lecturas mutuamente excluyentes que reclaman, paradójicamente, la guía de un mismo Espíritu. El trípode católico —Escritura, Tradición, Magisterio— responde a este caos potencial restableciendo la lógica de la Encarnación: el Verbo hecho carne funda un organismo vivo dotado de memoria y de boca, capaz de hablar con autoridad a lo largo de los siglos.

Finalmente, la insistencia en la falibilidad humana como horizonte insuperable revela el trasfondo escéptico radical del proyecto protestante. Si toda mediación histórica puede equivocarse, entonces la Revelación queda sin acceso cierto para las generaciones posteriores; la fe se vuelca en la interioridad y la comunidad de creyentes se disuelve en una federación de opiniones. La antropología tomista, en cambio, reconoce la fragilidad de la criatura, pero afirma que la gracia perfecciona, no anula: la infalibilidad es precisamente la salvaguarda divina que permite a una humanidad falible poseer con firmeza el mensaje salvífico. Así, el realismo integra el dato histórico de la fragilidad con la promesa escatológica de la verdad plena, ofreciendo un horizonte en el que la libertad humana no naufraga en el relativismo, sino que se apoya en una roca que la trasciende y la sostiene.

En conjunto, los postulados protestantes adolecen de un déficit metafísico y de un exceso de psicologismo que, lejos de proteger la supremacía de la Escritura, acaban privándola de la garantía objetiva que necesita para ser leída como Palabra de Dios. El paradigma aristotélico-tomista restituye la unidad ontológica entre Dios, verdad y comunidad histórica, demostrando que la única alternativa coherente al nominalismo moderno es la sacramentalidad católica: un Dios que habla, un texto inspirado y un pueblo infaliblemente asistido para custodiarlo, interpretarlo y transmitirlo hasta la consumación de los siglos.

Análisis Teológico de los Postulados.

Desde la perspectiva de la teología católica, los siete postulados protestantes analizados revelan una fractura de fondo entre la autocomunicación de Dios en la historia y la recepción eclesial de esa misma revelación. La fe católica confiesa que la iniciativa es siempre divina: el Padre, por el Hijo y en el Espíritu, “dispuso en su sabiduría revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad” (Dei Verbum, 2). De esa autodonación nace una dinámica trinitaria que estructura la economía salvífica: el Verbo encarnado constituye la Revelación plena; el Espíritu Santo la hace fructificar en la Iglesia, Cuerpo de Cristo; y la comunión eclesial, a su vez, salvaguarda y transmite infaliblemente el depositum fidei. Cada postulado reformado, al romper alguno de estos eslabones, termina erosionando la integralidad del designio divino.

En el primer punto, Sola Scriptura pretende honrar la soberanía de la Palabra reduciéndola a texto autosuficiente. Sin embargo, la Revelación bíblica no surge en el vacío; brota de la experiencia viva de Israel y alcanza su culmen en la Pascua de Cristo, acontecimiento anterior a cualquier redacción. Dei Verbum 7 enseña que la Tradición y la Escritura “se comunican y confluyen” formando un único “depósito sagrado”. El Evangelio, antes de ser letra, es “anuncio” y “memoria” custodiada por testigos oculares; negar al Magisterio la autoridad de autentificar esa memoria equivale a poner en duda la propia inspiración, pues fue la Iglesia apostólica la que consignó por escrito las palabras y los hechos del Señor.

El segundo postulado recrudece la duda al afirmar que la Iglesia podría errar “en potencia”. Teológicamente, la indefectibilidad es un don prometido por Cristo mismo: “Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca” (Lc 22, 32) y “yo estaré con vosotros todos los días” (Mt 28, 20). Concilios ecuménicos desde Nicea hasta Vaticano II han leído estas palabras como garantía divina de que la Iglesia no naufragará en materia de fe y moral. Negar esa garantía equivale a deslizar un límite implícito en la virtualidad redentora de la Pascua, como si el poder del Resucitado dejara de sostener a su Esposa tras los primeros siglos.

La denominada “hipótesis canónica” profundiza la crisis.  Dei Verbum 8–10 recuerda que el canon neotestamentario fue reconocido “por constante consentimiento” bajo la guía del Espíritu; la Iglesia creyó antes de escribir y escribió porque creía. Presentar el catálogo bíblico como producto académico revisable es desconocer que los mismos obispos que discernieron los libros inspirados celebraban la Eucaristía, conferían los sacramentos y definían la fe contra las herejías. Si esa asamblea era falible al fijar el canon, ¿por qué habría de ser infalible al transmitir que “Jesús es el Kyrios”?

El cuarto postulado —infalibilidad restringida al “contenido” salvífico— envuelve un reduccionismo que la teología católica rechaza. Dei Verbum 11 afirma que “todo lo que los autores sagrados afirman, lo afirma el Espíritu Santo”; no hay, pues, divorcio entre mensaje y forma. La inerrancia no significa que la Biblia sea manual científico, sino que, dentro de los géneros literarios propios, enseña sin error aquello que Dios quiso comunicarnos “para nuestra salvación”. Cercenar la forma es desactivar el signo sacramental que hace eficaz ese contenido: el creyente ya no recibe una palabra viva, sino fragmentos conceptuales expuestos a la volatilidad hermenéutica.

En el quinto punto, la asistencia del Espíritu se reduce a inspiración moral subjetiva. La tradición católica distingue claramente la gracia santificante que vivifica a todos los fieles del carisma de magisterio que asiste a los sucesores de los Apóstoles. Lumen Gentium 25 especifica que, cuando el Papa o el colegio de los obispos “proponen doctrina que ha de tenerse definitivamente”, lo hacen “por la asistencia del Espíritu Santo” y, por tanto, “no pueden errar”. Esta infalibilidad no es prerrogativa humana; es servicio eclesial, análogo a la inspiración de los hagiógrafos: en ambos casos, la potencia divina garantiza un efecto veraz sin abolir la libertad instrumental.

El sexto postulado acusa circularidad: la Iglesia probaría a Dios y Dios probaría a la Iglesia. La teología católica separa niveles. La existencia de Dios se demuestra por la razón (vías cosmológicas) y se corrobora por signos históricos (motivos de credibilidad). Sobre ese fundamento racional, la Revelación aporta verdades que trascienden la razón pero no la contradicen, y el Magisterio funciona como testigo que transmite sin error lo recibido. No hay círculo, sino jerarquía ordenada: razón que conduce a la fe, y fe que ilumina la razón. Sorprendentemente, el interlocutor protestante acepta la providencia para justificar la fiabilidad bíblica, pero la niega para justificar la fiabilidad eclesial, introduciendo una incoherencia teológica que deja a la Revelación sin garante vivo.

Finalmente, la contraposición entre “certeza epistémica” y fe revela un trasfondo semipelagiano: se presupone que la verdad de Dios solo es asequible si la mente humana alcanza evidencias demostrativas. El Evangelio, sin embargo, invita a una certeza fundada en la veracidad del Revelante: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35). La fe teologal no es opinión: es confianza inteligente, sostenida por la gracia, que asiente a la verdad por la autoridad de Dios mismo. Al negar esta modalidad de certeza, el protestantismo se ve obligado a sostener que la Iglesia puede errar aun cuando Cristo prometió lo contrario, y que el creyente debe vivir en perpetua revisión de su acto de fe.

En conjunto, la teología católica percibe en los siete postulados una tendencia a disolver la sacramentalidad de la Revelación. Al aislar la Escritura de la Tradición y del Magisterio, se deshilacha el tejido con que la Trinidad proyectó su luz sobre la historia: el Padre que revela, el Hijo que encarna, el Espíritu que vivifica a la Iglesia. La consecuencia práctica es la fragmentación doctrinal que caracteriza a las comunidades sola scripturistas: cada conciencia deviene árbitro último de la verdad, y la unidad querida por Cristo queda sustituida por un pluralismo indefinido. Frente a ello, la eclesiología católica mantiene la síntesis: una Palabra inspirada, leída en la Tradición viva y custodiada por un Magisterio infalible. Tal trípode no usurpa la soberanía de Dios; la hace tangible y transmisible, cumpliendo la promesa del Señor a su Iglesia: que el Paráclito la conducirá “a la verdad plena” hasta que Él vuelva en gloria.

Conclusiones 

1. Filosóficas (errores y falacias)

A la luz del realismo aristotélico-tomista, cada uno de los siete postulados protestantes revisados incurre en errores lógicos o metafísicos que comprometen su coherencia interna. A continuación se condensan, de manera crítica y analítica, las principales falacias y desajustes conceptuales que subyacen a sus propuestas.

1. Sola Scriptura (petitio principii y hombre de paja):

El axioma “solo la Escritura es infalible” parte de una petición de principio: presupone—sin demostrar—que Dios no puede garantizar indefectiblemente otra mediación. Para reforzarse, erige un hombre de paja: caricaturiza la doctrina católica como si defendiera tres fuentes independientes y competidoras (Biblia, Tradición, Magisterio). Con ello soslaya el hecho de que el catolicismo reconoce una sola fuente formal (Dios que revela) y dos modos inseparables de transmisión. El argumento protestante se vuelve circular: exige que la Iglesia pruebe su propia falibilidad desde una premisa que ya la declara falible. 

2. Acto y potencia (falacia modal y contradicción performativa):

Al afirmar que la Iglesia “en acto” nunca ha errado pero “en potencia” podría hacerlo, el interlocutor confunde potencia real (capacidad ontológicamente fundada) con posibilidad lógica meramente imaginada. Tal confusión incurre en una falacia modal: no todo lo imaginable es ontológicamente posible, porque el acto previo determina y limita la potencia futura (nihil agit ultra suam speciem). Además, cae en una contradicción performativa: se sirve de la confiabilidad histórica de la Iglesia para justificar un hipotético futuro de error, minando la propia premisa de confiabilidad.

3. Hipótesis canónica (círculo vicioso y falacia de autoridad implícita):

Presentar el canon como decisión humana falible produce un círculo vicioso: la infalibilidad del texto depende de una lista falible, de modo que la Biblia, por definición, jamás puede ser identificada con certeza. El recurso a “buenas razones” de la crítica histórica recurre, sin declararlo, a una autoridad normativa implícita—la academia—que no reconoce carácter indefectible. Así, el principio Sola Scriptura se disuelve en Sola Critica, delegando la última palabra en métodos necesariamente revisables.

4. Inerrancia circunscrita al “contenido” (falsa dicotomía y equivoco ontológico):

Separar “contenido inspirado” de “fuente que lo garantiza” erige una falsa dicotomía: en la inspiración confluyen simultáneamente autor principal (Espíritu) y autor instrumental (hagiógrafo). El nominalismo subyacente reifica proposiciones sueltas y les niega sostén ontológico; de ahí nace una falacia de equivoco: se emplea “infalible” con sentido absoluto para enunciados descontextualizados y con sentido relativo para la institución que los vehicula, sin advertir el salto semántico.

5. Asistencia moral del Espíritu (falacia del accidente y infravaloración causal):

Aceptar que Dios puede guiar a la Iglesia pero negar que pueda preservarla de error incurre en la falacia del accidente: concede la premisa mayor (capacidad divina de impedir el error) y rehúsa la conclusión necesaria (infalibilidad en circunstancias definidas). Además, se confunde causalidad eficiente—impulsos morales individuales—con causalidad formal, que configura establemente la esencia y la misión del ente eclesial.

6. Infalibilidad y existencia de Dios (hombre de paja y especialización ad hoc):

La acusación de circularidad tergiversa la posición católica: ningún tomista pretende demostrar al Creador con la autoridad eclesial; lo hace a posteriori con argumentos racionales. Al mismo tiempo, el protestante incurre en especial pleading (excepción ad hoc): recurre a la providencia divina para garantizar la Escritura, pero la niega para garantizar la Iglesia, usando un mismo principio de manera selectiva según convenga.

7. Certidumbre restringida a lo empírico (equivocación y auto-referencia incoherente):

Definir “certeza” sólo como evidencia empírico-matemática es equivocación: ignora las certezas metafísica, moral y teologal diferenciadas por Santo Tomás. El resultado es una incoherencia auto-referente: la fiabilidad de la Escritura—no demostrable empíricamente—se proclama cierta, mientras se rechaza que la Iglesia pueda gozar de certeza semejante. El criterio termina reduciéndose a la convicción privada del intérprete, cayendo en subjetivismo autorreferencial.

Las falacias señaladas—peticiones de principio, dicotomías falsas, círculos viciosos, contradicciones performativas y argumentos ad hoc—nacen de dos supuestos filosóficos implícitos:

  1. Nominalismo-voluntarismo: identifica la verdad con decretos divinos aislados, desligados de una participación estable de la inteligencia y de la comunidad.

  2. Escepticismo kantiano: restringe la certeza a los límites de la fenomenología empírica y reduce la fe a convicción subjetiva.

Frente a ello, el realismo aristotélico-tomista sostiene la participación ontológica y la correspondencia mente-ser; sobre esa base, la síntesis católica integra Escritura, Tradición y Magisterio como mediaciones reales de la verdad divina, libres de las auto-contradicciones que socavan los postulados protestantes.

2. Errores teológicos: herejías históricas reeditadas por el protestantismo

El examen doctrinal pone de manifiesto que los siete postulados protestantes —aunque nacidos en el siglo XVI— reproducen, bajo formulaciones nuevas, errores ya condenados por la Iglesia en siglos anteriores. Enumeramos a continuación las principales herejías de fondo que resurgen, indicando el paralelismo preciso entre cada desvío histórico y la tesis reformada correspondiente.

a) Gnosticismo y docetismo encubiertos:

Al reducir la autocomunicación divina a un mensaje “interno” contenido en la sola letra bíblica, el protestantismo reintroduce el dualismo gnóstico: la salvación se concebiría como iluminación espiritual inmediata, desconectada de signos visibles (sacramentos, magisterio, liturgia). Del mismo modo que los gnósticos despreciaban la carne de Cristo para ensalzar la “gnosis”, el Sola Scriptura desprecia la carne histórica de la Iglesia en favor de la lectura privada. La sacramentalidad de la Revelación —leitmotiv de la tradición católica— queda, por tanto, docetizada: Cristo habla, pero no “toca” al hombre por mediaciones materiales.

b) Donatismo actualizado:

Al sostener que la Iglesia puede, en cualquier momento, caer en error doctrinal y perder su autoridad indefectible, el protestantismo revive el error donatista del s. IV, que negaba la eficacia de los sacramentos administrados por ministros pecadores. Para Donato, la gracia dependía de la pureza humana; para el reformador, la indefectibilidad dependería de la rectitud intelectual permanente. En ambos casos se niega que la eficacia proceda de Cristo mismo y se absolutiza la fragilidad de la creatura, contraviniendo la naturaleza ex opere operato de la economía salvífica.

c) Montanismo carismático:

La apelación constante a la “iluminación interior” del Espíritu, en detrimento de toda autoridad doctrinal objetiva, reedita el entusiasmo montanista: Montano proclamaba revelaciones directas que relativizaban la enseñanza apostólica. De igual modo, muchas corrientes protestantes colocan el discernimiento personal por encima del consenso eclesial, haciendo del subjetivismo el árbitro último. El Concilio de Constantinopla I condenó ya esta deriva al afirmar que el Espíritu Santo habla “por los profetas” dentro de la Iglesia, no al margen de ella.

d) Marcionismo parcial:

La tendencia a crear “canones dentro del canon” —aceptando libros o pasajes según su “densidad evangélica”— recuerda la mutilación bíblica de Marción, quien expurgó los textos que no encajaban con su teología. Cuando se confina la inerrancia al “núcleo salvífico” y se declara todo lo demás prescindible (historia, moral, detalles narrativos), se reactualiza la lógica marcionita: un Dios “puro evangelio” frente a pasajes “impuros” que pueden descartarse sin quebrar la fe.

e) Pelagianismo epistemológico:

Negar que el Espíritu otorgue al Magisterio un carisma objetivo de verdad equivale, en el plano cognitivo, a lo que Pelagio enseñó en el plano moral: la suficiencia de las fuerzas humanas. Aquí se postula la suficiencia de la razón individual para alcanzar sin error el sentido auténtico de la Escritura; la gracia se limita a un auxilio externo y revocable. El Concilio de Orange definió, sin embargo, que la gracia es “no solo para conocer el bien, sino para quererlo y obrarlo”; análogamente, la gracia del Espíritu no solo inspira textos, sino que preserva su interpretación.

f) Semi-arrianismo eclesiológico:

Al sostener que Cristo fundó la Iglesia pero no le comunicó una participación estable en su propia verdad, el protestantismo incurre en una forma eclesiológica de subordinacionismo: la Iglesia sería hija de un Cristo lejano, sin compartir su perenne veracidad. Así como los semi-arrianos reconocían a Cristo “parecido” pero no “consubstancial” al Padre, muchos reformadores reconocen a la Iglesia “importante” pero no “partícipe” de la infalibilidad de Cristo, que es la Verdad misma.

g) Modernismo (protovisión histórica):

Finalmente, la idea de que los dogmas están en permanente flujo hermenéutico prefigura el modernismo condenado por Pío X. El dogma sería un resultado evolutivo del sentimiento religioso colectivo, siempre revisable a la luz de la experiencia. Al desligar verdad y definición magisterial, varios postulados protestantes abren la puerta a esta deriva relativista, que el magisterio católico identificó como “síntesis de todas las herejías”.

Balance doctrinal

La Iglesia católica, frente a estas reediciones heterodoxas, reafirma:

  1. Sacramentalidad de la Revelación: Dios se comunica mediante signos visibles —Escritura, Tradición y Magisterio— inseparables de la Encarnación.

  2. Indefectibilidad eclesial: la asistencia del Espíritu confiere al Magisterio participación real en la verdad de Cristo, salvaguardando el depósito hasta el fin de los tiempos.

  3. Unidad de la fe: el canon bíblico, la sucesión apostólica y la liturgia universal garantizan la catolicidad contra interpretaciones parciales o subjetivas.

  4. Sinergia gracia–libertad: la cooperación humana es real, pero subordinada a la iniciativa divina que asegura la inerrancia del texto y la infalibilidad de su interpretación auténtica.

Al resurgir viejos errores bajo nuevos ropajes, el protestantismo demuestra que la ruptura con la Tradición no genera novedad verdadera, sino la repetición cíclica de herejías ya superadas. La síntesis católica, en cambio, permanece como marco doctrinal íntegro, capaz de integrar legítimos desarrollos teológicos sin traicionar el cimiento apostólico recibido.

3. Conclusión General

La reflexión crítica emprendida a lo largo de estos apartados permite enhebrar, en un único hilo de sentido, la totalidad de los argumentos filosóficos y teológicos que subyacen a la divergencia entre la posición católica y los postulados protestantes. Dicho hilo recorre tres ejes inseparables: ontología de la verdad, epistemología de la certeza y sacramentalidad de la Revelación. Allí donde el protestantismo, movido por el nominalismo y el escepticismo moderno, fragmenta estos ejes, el catolicismo los mantiene integrados gracias al realismo aristotélico-tomista y a la autocomprensión de la Iglesia como corpus Christi vivificado por el Espíritu.

En el orden ontológico, la fe católica confiesa que Dios no compite con la creatura, sino que la eleva para que participe de su propia veracidad. Por ello, la Escritura, la Tradición y el Magisterio no son “tres fuentes rivales”, sino tres dimensiones de una única autocomunicación divina. El protestantismo, al absolutizar la letra y sospechar de toda mediación viva, revive antiguos dualismos gnósticos: pretende honrar la soberanía de Dios, pero acaba disociando la Palabra de la realidad tangible que Él mismo quiso asumir.

En el plano epistemológico, el catolicismo distingue con rigor los grados de certeza —metafísica, científica, moral y teologal— demostrando que la fe, lejos de ser conjetura, posee una firmeza proporcionada a la autoridad de Dios que revela. El protestantismo, al reducir la certeza a lo empírico-matemático, se ve forzado a considerar la fe como mera opinión piadosa y, paradójicamente, termina anclándola en la convicción subjetiva del individuo. El resultado es una multiplicación de interpretaciones que se alega guiada por el mismo Espíritu, pero que carece de un principio objetivo de verificación.

En cuanto a la sacramentalidad, la Iglesia proclama que el Verbo encarnado prolonga su presencia salvífica a través de signos visibles: sacramentos, sucesión apostólica, liturgia universal. Rechazar la indefectibilidad eclesial implica negar, de facto, la eficacia continuada de la Encarnación, sustituyéndola por una economía espiritualista donde la historia y las instituciones quedan a merced de la falibilidad humana. El trípode católico —Palabra escrita, Tradición viva, Magisterio infalible— asegura que la gracia de Cristo no se diluye en los avatares culturales, sino que atraviesa los siglos con idéntica frescura y autoridad.

Al contrastar ambas visiones, se revela la coherencia integral de la síntesis católica: realista en su metafísica, proporcionada en su epistemología y encarnada en su eclesiología. La Iglesia no se coloca por encima de la Escritura; se coloca a su servicio, garantizando—por participación, no por usurpación—que la voz del Buen Pastor siga resonando con nitidez inconfundible. Los postulados protestantes, en cambio, incurren reiteradamente en peticiones de principio, círculos viciosos y dicotomías artificiales que, lejos de preservar la pureza del Evangelio, lo exponen a la erosión del subjetivismo y de la crítica perpetua.

En definitiva, la verdad católica se presenta como armónica y suficiente: acoge la razón sin idolatrarla, ilumina la fe sin deshistorizarla y ofrece al creyente una certeza que descansa, no en el ímpetu de la convicción personal, sino en la fidelidad indefectible de Dios que “quiso salvar al mundo no aislando al individuo, sino congregándolo en un pueblo que camina unido”. Quien contempla esta arquitectura descubre que la roca prometida por Cristo no es una metáfora retórica; es la realidad visible de una Iglesia que, sostenida por el Espíritu, puede decir—con humilde firmeza—lo que Pedro confesó en Cesarea: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” y, por consiguiente, “¿a quién iremos?” si no a la única comunidad que custodia, interpreta y celebra sin error esa confesión para la vida del mundo.

Más aún, el fetichismo textual que subyace al Sola Scriptura desemboca, en la práctica, en una forma de idolatría bíblica; hablamos de ‘idolatría’ en sentido analógico-crítico; no implica juzgar la intención interior de los fieles, sino advertir el riesgo de absolutizar el soporte material de la Palabra. Al absolutizar la letra impresa hasta convertirla en único punto de contacto con lo divino, se corre el riesgo de confundir el signo con la realidad significada: la Biblia acaba tratándose como objeto autosuficiente, desligado de la comunidad que la engendró y del Misterio eucarístico que la culmina. La Tradición patrística nunca adoró el códice por sí mismo; veneró la Palabra viva que late en él y que alcanza su plenitud sacramental en la liturgia. Reducir la Revelación a la pura página escrita desplaza la referencia última de Cristo–Palabra encarnada al texto material, lo que implica “servir a la letra” antes que al Verbo (2 Co 3, 6).

A esa idolatría del texto suele sumarse una idolatría antropocéntrica: la autoridad bascula hacia la autoafirmación de líderes carismáticos que se adjudican el título de “profetas”, “apóstoles” o “pastoressin vínculo real con la sucesión que Cristo confió a los Doce. Al no existir instancia objetiva que confiera y verifique la misión, cada ministro se convierte en juez de su propia investidura. El resultado es una eclesiología centrada en la personalidad del predicador —o en la emoción de la asamblea— más que en la continuidad apostólica. De este modo, el yo‐intérprete sustituye a la Iglesia docente; y la certeza sobre la verdad revelada termina gravitando, no en la fidelidad al depósito recibido, sino en el carisma percibido del líder. Tal dinámica contradice directamente el modelo neotestamentario, donde los apóstoles imponen las manos para transmitir un ministerio que ya no les pertenece en propiedad, sino que es participación de la autoridad misma de Cristo (Hch 6, 6; 1 Tm 4, 14).

Por tanto, además de los errores filosófico-teológicos señalados, los postulados protestantes incurren en una doble desviación cultual: veneración desproporcionada de la letra y autosacralización del sujeto intérprete. Frente a ambas, la Iglesia católica recuerda que la Escritura solo se comprende plenamente dentro de la Traditio viva y bajo el discernimiento del Magisterio apostólico; y que toda autoridad ministerial, para ser verdaderamente servicio, ha de insertarse en la sucesión histórica que desciende ininterrumpidamente de los Apóstoles instituidos por el mismo Cristo [Los Doce fueron instituidos directamente; los obispos actuales participan de ese mandato «mediante la sucesión ininterrumpida y la imposición de manos» (LG 21-22)].

21. En la persona, pues, de los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles. Porque, sentado a la diestra del Padre, no está ausente la congregación de sus pontífices , sino que, principalmente a través de su servicio eximio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra continuamente los sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su oficio paternal (cf.1 Co 4,15) va congregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al Pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para apacentar la grey del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios (cf. 1 Co 4,1), a quienes está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios (cf. Rm 15,16; Hch 20,24) y la gloriosa administración del Espíritu y de la justicia (cf. 2 Co 3,8-9). Para realizar estos oficios tan excelsos, los Apóstoles fueron enriquecidos por Cristo con una efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (cf. Hch 1,8; 2,4; Jn 20,22-23), y ellos, a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (cf. 1 Tm 4,14; 2 Tm 1,6-7), que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal. Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio. Pues según la Tradición, que se manifiesta especialmente en los ritos litúrgicos y en el uso de la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que por la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere  la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, de tal manera que los Obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo. Pertenece a los Obispos incorporar, por medio del sacramento del orden, nuevos elegidos al Cuerpo episcopal. 22. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio apostólico, de igual manera se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua disciplina, según la cual los Obispos esparcidos por todo el orbe comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma en el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz, y también los concilios convocados para decidir en común las cosas más importantes, sometiendo la resolución al parecer de muchos, manifiestan la naturaleza y la forma colegial del orden episcopal, confirmada manifiestamente por los concilios ecuménicos celebrados a lo largo de los siglos. Esto mismo está indicado por la costumbre, introducida de antiguo, de llamar a varios Obispos para tomar parte en la elevación del nuevo elegido al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio. El Colegio o Cuerpo de los Obispos, por su parte, no tiene autoridad, a no ser que se considere en comunión con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando totalmente a salvo el poder primacial de éste sobre todos, tanto pastores como fieles. Porque el Romano Pontífice tiene sobre la Iglesia, en virtud de su cargo, es decir, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, plena, suprema y universal potestad, que puede siempre ejercer libremente. En cambio, el Cuerpo episcopal, que sucede al Colegio de los Apóstoles en el magisterio y en el régimen pastoral, más aún, en el que perdura continuamente el Cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal, si bien no puede ejercer dicha potestad sin el consentimiento del Romano Pontífice. El Señor estableció solamente a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia (Mt 16,18-19) y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn 21, 15 ss); pero el oficio de atar y desatar dado e Pedro (cf. Mt 16,19) consta que fue dado también al Colegio de los Apóstoles unido a su Cabeza (cf. Mt 18, 18; 28,16-20). Este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios; y en cuanto agrupado bajo una sola Cabeza, la unidad de la grey de Cristo. Dentro de este Colegio los Obispos, respetando fielmente el primado y preeminencia de su Cabeza, gozan de potestad propia para bien de sus propios fieles, incluso para bien de toda la Iglesia porque el Espíritu Santo consolida sin cesar su estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee este Colegio se ejercita de modo solemne en el concilio ecuménico. No hay concilio ecuménico si no es aprobado o, al menos, aceptado como tal por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos. Esta misma potestad colegial puede ser ejercida por los Obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial o, por lo menos, apruebe la acción unida de éstos o la acepte libremente, para que sea un verdadero acto colegial.

Así se preserva la centralidad de Dios —no del texto ni del individuo— y se salvaguarda la dimensión trinitaria y eucarística de la Revelación, evitando que el don divino se transforme, por exceso de celo o por exaltación personal, en un nuevo tipo de idolatría.

Populares