Del Ser inmóvil de Parménides al Ser participado en la filosofía cristiana

 Análisis 

De la inmutabilidad ontológica a su crítica contemporánea

En el horizonte intelectual de la Grecia arcaica, la pregunta por el ser surge como la necesidad más urgente de ordenar el pensamiento. Antes de Parménides de Elea, los filósofos jonios y milesios habían buscado un principio último —arché— que explicara la multiplicidad y el cambio: Tales lo identificó con el agua, Anaxímenes con el aire, Heráclito con el fuego y el flujo perpetuo. Todos ellos, aunque con matices, asumían que la realidad visible estaba en constante devenir y que el cambio era el dato más inmediato de la experiencia. Parménides, sin embargo, se levantó contra esta intuición primaria y propuso una ruptura radical: la realidad última no cambia, no se mueve, no nace ni perece. El cambio no es más que apariencia, y el verdadero ser es único, eterno e inmutable.

La propuesta parmenídea no se presenta como una mera opinión, sino como una deducción necesaria. En su poema Sobre la naturaleza, conservado fragmentariamente, distingue dos caminos: el de la verdad (alétheia) y el de la opinión (dóxa). El camino de la verdad, guiado por la razón pura, nos dice que “el ser es y el no-ser no es” (to eon estin, to mē eon ouk estin). Esta fórmula aparentemente simple es la piedra angular de toda su ontología. Si el ser es, no puede no ser; por lo tanto, no puede dejar de existir ni empezar a existir. Si no puede dejar de ser ni empezar a ser, entonces es eterno, sin principio ni fin. Y si es eterno, tampoco puede cambiar, pues todo cambio implicaría pasar de ser a no ser, o de no ser a ser, lo cual es imposible según su premisa.

De este razonamiento se desprende que el ser es uno, indivisible, continuo, sin partes ni vacío. El vacío sería no-ser, y como el no-ser no es, entonces el vacío no existe. Sin vacío no hay lugar para el movimiento. El ser de Parménides, por tanto, no sólo es inmutable en el tiempo, sino inmóvil en el espacio. Es como una esfera perfecta, homogénea, sin fisuras, autosuficiente en su plenitud.

Esta visión implica un golpe decisivo a la confianza en los sentidos. Lo que percibimos como cambio, nacimiento, corrupción, multiplicidad o movimiento, no es más que ilusión. Los sentidos engañan; sólo la razón, liberada de la opinión común, puede guiarnos al conocimiento verdadero. Así, Parménides se convierte en el primer gran racionalista de Occidente, aunque en un sentido muy distinto al que siglos después adoptaría el término. Su racionalismo no parte de la matemática ni de la deducción formal, sino de un principio ontológico absoluto: el ser es, y fuera del ser no hay nada.

Es precisamente esta radicalidad la que fascinó y perturbó a generaciones de pensadores posteriores. Zenón de Elea, su discípulo, se dedicó a defenderlo mediante paradojas —como la de Aquiles y la tortuga o la de la flecha inmóvil—, cuyo objetivo era mostrar la imposibilidad del movimiento si se aceptaban las premisas parmenídeas. Meliso de Samos extendió la tesis a nuevas conclusiones, afirmando que el ser es infinito en extensión. Con ellos, la escuela eleática se convirtió en sinónimo de la negación del cambio y la exaltación de lo eterno e inmóvil.

Ahora bien, el precio de esta coherencia lógica era altísimo: el mundo visible quedaba relegado a un plano de falsedad o ilusión. Esta consecuencia, aunque coherente con el principio de Parménides, abrió una herida en el pensamiento occidental. Heráclito había dicho que todo fluye (panta rhei), Parménides respondía que nada cambia. Entre ambos extremos se movería la filosofía posterior intentando conciliar estabilidad y cambio.

Es aquí donde la metáfora del profesor García Morente cobra toda su fuerza. En sus lecciones preliminares de Filosofía, al explicar el pensamiento de Parménides, advierte que su ser es como una mariposa que el entomólogo ha cazado y clavado con un alfiler sobre un cartón para estudiarla. El insecto está perfectamente visible, sus colores intactos, su forma preservada, pero ha perdido la vida. Está inmóvil, muerto, reducido a un objeto inerte. Así también el ser de Parménides: perfecto en su integridad, completo y autosuficiente, pero sin movimiento, sin dinamismo, sin el pulso vital que caracteriza a la realidad tal como la experimentamos.

Esta imagen no es un simple recurso retórico. Sirve para ilustrar un punto decisivo: un concepto de ser que excluye el movimiento, la generación y la multiplicidad puede ser lógicamente impecable, pero resulta existencialmente estéril. No describe el mundo en el que vivimos, sino un ideal abstracto que sacrifica la experiencia en nombre de la coherencia interna.

A pesar de esta limitación, la influencia de Parménides ha sido profunda y persistente. Platón, aunque crítico, heredará de él la idea de que lo verdaderamente real es lo que no cambia; pero, para no negar el mundo sensible, lo dividirá en dos ámbitos: el de las Ideas eternas e inmutables (herencia eleática) y el de las copias imperfectas que perciben los sentidos. Aristóteles, por su parte, buscará un punto de equilibrio introduciendo la distinción entre acto y potencia, y reconociendo que el cambio es real, pero sólo posible gracias a un principio de permanencia en lo que cambia.

En la Edad Media, la tradición cristiana retomará el núcleo ontológico de Parménides para aplicarlo a la doctrina de Dios: el Ser divino, en cuanto acto puro, es eterno, inmutable e infinito. En Dios, la noción parmenídea del ser encuentra su verdadera morada, porque Él no es un ser entre otros, sino el mismo Ser subsistente. Sin embargo, a diferencia de Parménides, el cristianismo no niega la realidad del cambio en las criaturas, pues éstas participan del ser sin serlo plenamente. Así, se salva tanto la estabilidad absoluta del Ser como el dinamismo de la creación.

En la modernidad, la influencia de Parménides se rastrea en filósofos como Spinoza, para quien existe una única sustancia infinita y necesaria; en Hegel, que busca conciliar el ser y el devenir en un proceso dialéctico; e incluso en corrientes fenomenológicas que reducen la realidad a estructuras intencionales inmutables. En todos estos casos, la tentación eleática persiste: fijar la realidad en un marco conceptual que la inmoviliza, como si el pensamiento pudiera sustituir la vida.

En la filosofía contemporánea, especialmente en corrientes existencialistas y hermenéuticas, se ha intentado “despinchar” al ser del cartón, devolviéndole movimiento y circunstancia. Ortega y Gasset, por ejemplo, propone que “yo soy yo y mi circunstancia”, rechazando cualquier ontología que ignore el flujo vital en el que estamos inmersos. García Morente, en sintonía, reclama liberar al ser de la vitrina eleática para que pueda desplegarse en el “dínamos” del mundo, es decir, en la energía de la vida concreta, histórica, cambiante.

Sin embargo, este giro vitalista a veces se ha hecho al precio de perder el anclaje en lo eterno, cayendo en el relativismo o en el puro devenir sin fundamento. Aquí es donde el realismo objetivista —especialmente en su formulación tomista— ofrece una respuesta más equilibrada: el ser es dinámico en las criaturas pero estable en su fundamento; mutable en lo accidental pero inmutable en su esencia; múltiple en las participaciones pero único en su fuente. Así se conserva la intuición central de Parménides (la imposibilidad del no-ser) sin renunciar a la realidad del cambio.

Hoy, la enseñanza de Parménides sigue siendo imprescindible para todo estudiante de filosofía, no como un modelo acabado, sino como un recordatorio de que la ontología exige rigor y coherencia. Nos previene contra el empirismo superficial que se limita a describir fenómenos sin preguntarse por su fundamento. Pero también nos advierte que una metafísica sin contacto con la experiencia corre el riesgo de convertirse en una mariposa muerta: impecable en su simetría, pero privada del soplo vital que hace del ser no sólo objeto de pensamiento, sino misterio que se vive.

De la crítica al inmovilismo eleático al realismo dinámico: Platón y Aristóteles

El planteamiento de Parménides —un Ser único, eterno, inmóvil e inmutable— dejó una huella profunda en la historia del pensamiento. Su fuerza radicaba en la coherencia interna de su lógica: si el Ser es, no puede dejar de ser; si el No-ser no es, nada puede surgir de él. De ahí derivaba la conclusión de que el cambio, el movimiento y la multiplicidad no son más que ilusiones de los sentidos. Sin embargo, esta visión, aunque intelectualmente robusta, entraba en tensión con la experiencia inmediata del mundo. El filósofo griego veía pasar las estaciones, crecer y morir los seres vivos, moverse los astros, desgastarse las piedras, y sin embargo la doctrina de Parménides parecía negar todo ello como apariencia sin valor ontológico.

Este choque entre la necesidad lógica y la evidencia empírica generó en la filosofía posterior una búsqueda de reconciliación. El objetivo: preservar la inteligibilidad del ser —su unidad y permanencia— sin negar la realidad del cambio. Este es el puente que tenderán Platón y, sobre todo, Aristóteles, desarrollando un pensamiento que podríamos llamar realismo dinámico, en el que lo estable y lo cambiante se integran en una misma visión de la realidad.

Platón: el mundo sensible y el mundo inteligible

Platón, discípulo de Sócrates y heredero indirecto de la problemática eleática, comprendió que para salvar la verdad de la experiencia era necesario introducir un doble nivel ontológico. En el mundo sensible —el que captamos por los sentidos— hay cambio, generación y corrupción, pero también hay un orden, una estructura que se mantiene. En el mundo inteligible —accesible solo a la razón— habitan las realidades eternas e inmutables: las Ideas o Formas.

Con esta distinción, Platón parece tender un puente entre Heráclito y Parménides. Por un lado, concede a Heráclito que el mundo sensible está en constante devenir; por otro, a Parménides le reconoce que la verdadera ciencia solo puede darse sobre lo que es estable e inmutable. La solución platónica es **ontológica y epistemológica a la vez**: lo que vemos en el mundo sensible participa de las Formas eternas, y es gracias a esta participación que el cambio es inteligible. Así, un caballo concreto nace, crece y muere, pero su esencia —la Idea de caballo— permanece idéntica en el mundo inteligible.

La crítica que aquí puede hacerse, desde una perspectiva posterior, es que Platón corre el riesgo de desvalorizar el mundo sensible, considerándolo como una copia imperfecta, casi como un mal necesario para la contemplación de lo verdadero. Este dualismo ontológico, aunque potente en su capacidad explicativa, dejará abiertas preguntas que solo Aristóteles logrará responder de manera más equilibrada.

Aristóteles: acto, potencia y las categorías del ser

El discípulo más célebre de Platón, Aristóteles, reconoció el valor del mundo inteligible pero rechazó la existencia separada de las Ideas. Para él, no hay necesidad de un segundo mundo donde residan las esencias eternas: la realidad entera está aquí, en el mundo concreto, y es aquí donde se debe buscar tanto la permanencia como el cambio.

Aristóteles introduce dos nociones fundamentales para superar la aporía eleática: acto y potencia. Con ellas explica cómo algo puede cambiar sin perder su identidad. La potencia es la capacidad de ser algo que todavía no es; el acto es la realización efectiva de esa capacidad. El cambio, entonces, no es el paso del no-ser al ser (lo que Parménides consideraba imposible), sino el paso de la potencia al acto dentro de un mismo sujeto.

Por ejemplo, una semilla es en acto semilla, pero en potencia es árbol; al crecer, actualiza su potencia y se convierte en árbol en acto. En ningún momento hay tránsito desde la nada absoluta; siempre hay un sujeto que permanece (sustrato), mientras ciertas determinaciones cambian.

A esto Aristóteles añade la teoría de las cuatro causas —material, formal, eficiente y final— que le permite explicar la realidad de modo integral. Frente al inmovilismo eleático, el estagirita afirma que el movimiento es real y que está ordenado hacia fines. El universo no es un caos azaroso, sino un conjunto jerárquico y teleológico, culminando en el Primer Motor Inmóvil, que mueve todo sin ser movido, siendo pura actualidad, acto puro.

El paso del inmovilismo al dinamismo realista

La clave de la transición de Parménides a Aristóteles pasa por reconocer que la unidad del ser no se opone a su multiplicidad y que la permanencia no excluye el cambio. Platón había ya abierto el camino al reconocer que lo sensible participa de lo inteligible; Aristóteles lleva esa intuición a su culminación integrando esencia y existencia, forma y materia, acto y potencia, en un solo mundo. Así, el ser ya no es la mariposa inmovilizada sobre el cartón, sino un organismo vivo que despliega su naturaleza en el tiempo.

Este cambio de paradigma tiene consecuencias que alcanzan hasta hoy. La ciencia, la ética, la política y la teología posteriores encuentran en el dinamismo aristotélico una base para comprender que lo real no se reduce ni al cambio absoluto ni a la inmovilidad absoluta, sino que se desarrolla según un orden inteligible.

La transición desde el inmovilismo ontológico de Parménides hacia un realismo dinámico, capaz de integrar la experiencia del cambio sin renunciar a la inteligibilidad del ser, constituye uno de los momentos más decisivos de la historia de la filosofía. Es aquí donde Platón y Aristóteles se erigen como figuras capitales: el primero, al proponer una teoría que preserva la eternidad de las esencias en el mundo de las Ideas, pero reconoce el devenir en el mundo sensible; el segundo, al realizar la síntesis más equilibrada entre permanencia y cambio mediante su doctrina de la potencia y el acto.

El problema fundamental que ambos heredan de Parménides es el de la conciliación entre ser y devenir. Si el ser, como decía el eleata, es eterno, inmutable e indivisible, ¿cómo explicar el cambio que percibimos? La experiencia nos enfrenta a un mundo que parece escapar de las manos: todo nace, crece, se transforma y muere. La solución de Parménides consistía en negar la realidad del cambio, atribuyéndolo a la ilusión de los sentidos. Pero esta postura resultaba insuficiente para dar cuenta de la experiencia humana y, sobre todo, para fundar un conocimiento que, aunque parta de lo sensible, aspire a lo universal y necesario.

Platón, discípulo de Sócrates y heredero indirecto del eleatismo, introduce una distinción radical: el mundo sensible, objeto de opinión (dóxa), y el mundo inteligible, objeto de ciencia (epistéme). El primero está sometido a cambio y corrupción; el segundo, compuesto por las Ideas, es eterno e inmutable. Así, Platón salva la intuición de Parménides sobre la inmutabilidad del ser, pero la traslada a una esfera distinta del mundo físico. Las Ideas —Belleza, Justicia, Bien— son realidades subsistentes, más reales que los objetos concretos que solo las imitan. Sin embargo, esta solución introduce una tensión: ¿cómo se relacionan dos órdenes tan distintos sin caer en un dualismo irreconciliable? La teoría de la participación (metéxis) intenta resolverlo, pero deja abierta la pregunta de cómo lo mutable puede participar de lo inmutable sin desnaturalizarse.

Aristóteles, discípulo de Platón, advierte que esta escisión deja al mundo sensible en una posición ontológicamente débil, casi degradada. Su respuesta es devolver la plenitud del ser a las cosas concretas, mostrando que en ellas mismas se hallan los principios que explican su cambio y su permanencia. Así surge su célebre distinción entre potencia y acto: todo ente es un compuesto de lo que ya es en acto y lo que puede llegar a ser en potencia. El cambio, entonces, no es la corrupción del ser, sino su actualización según su naturaleza. La semilla es potencia de árbol; el árbol es acto de esa potencia.

De este modo, Aristóteles supera la rigidez de Parménides sin caer en el relativismo de los sofistas ni en la dualidad extrema de Platón. El ser ya no está “pinchado en un cartón”, inmóvil y separado del mundo, como diría García Morente, sino que se comprende como acto puro en Dios y como acto-potencia en las criaturas. Este realismo dinámico prepara el terreno para la síntesis cristiana, en la que el ser creado se entiende como participado del Ser divino, y en la que el movimiento y el devenir encuentran su fundamento en la Causa Primera, que es Acto Puro e Inmutable.

Del Ser inmóvil al Ser en acto: Aristóteles, la patrística y la escolástica

Si la propuesta de Parménides nos dejó ante un Ser inmutable, único, eterno y homogéneo, una especie de bloque ontológico que se rehúsa al cambio, la historia del pensamiento posterior se encargó de demostrar que tal concepción, aunque fecunda en su descubrimiento de la inteligibilidad y unidad del ser, era incompleta. El propio Aristóteles, discípulo crítico de Platón y heredero indirecto del problema eleático, supo encontrar la clave para reconciliar lo que parecía irreconciliable: el cambio y la permanencia, el devenir y la esencia, el mundo sensible y la inteligibilidad. Aquí es donde el Ser deja de ser esa mariposa fijada con un alfiler sobre el cartón, como recuerda García Morente, para desplegar sus alas y volar en el dinamismo de la realidad, sin por ello perder su consistencia ontológica.

Aristóteles comprende que el error de Parménides radica en identificar el cambio con la nada. Si algo cambia, decía el eleata, entonces pasa de no ser a ser, y si pasa por la nada, el cambio sería imposible. Para salir de esta aporía, Aristóteles introduce la distinción fundamental entre acto y potencia. Lo que cambia no pasa de no ser a ser en sentido absoluto, sino de ser en potencia a ser en acto. El árbol está en potencia en la semilla, y su crecimiento no es creación ex nihilo, sino actualización de lo que ya estaba implícitamente contenido. Con ello, el cambio deja de ser un absurdo y se convierte en un modo real de la existencia, inteligible y perfectamente compatible con el principio de no contradicción.

Este giro aristotélico tiene consecuencias decisivas para toda la filosofía posterior. La concepción eleática de un Ser estático e inmutable es sustituida por un ser que, sin perder su identidad esencial, puede actualizar nuevas perfecciones. El movimiento, la alteración, el crecimiento y hasta la corrupción de los entes encuentran una explicación coherente. El cosmos deja de ser un escenario inmóvil para convertirse en un teatro de actos en despliegue, gobernados por causas y fines. La noción de potencia y acto no solo resuelve el dilema del cambio, sino que prepara el camino para una comprensión jerárquica del ser: no todo ser tiene el mismo grado de actualidad, y el acto puro —sin mezcla alguna de potencia— es, para Aristóteles, el Primer Motor, eterno e inmutable, causa final de todo movimiento.

En este punto, la filosofía aristotélica alcanza una cercanía notable con la concepción teológica del Dios cristiano, pero aún carece de la plena revelación. El Primer Motor aristotélico es pensamiento puro que se piensa a sí mismo, causa final del cosmos, pero no creador libre del mismo. Sin embargo, la idea de acto puro resulta de enorme valor para la teología posterior, pues describe con precisión lo que la Revelación presenta como Dios: Ser subsistente, plenitud absoluta de actualidad, causa no causada, fundamento y término de todo lo que existe.

La patrística retoma este legado con la misión de integrarlo en el horizonte de la fe cristiana. Padres como san Justino Mártir, san Ireneo y, más sistemáticamente, san Agustín, realizan un discernimiento crítico entre la herencia platónica y la aristotélica, asumiendo lo que de verdadero hay en ambas y purificando lo que es incompatible con la verdad revelada. San Agustín, por ejemplo, conserva del platonismo la noción de realidades inteligibles y eternas, pero las entiende como ideas en la mente de Dios, no como entidades autónomas. Asimismo, reconoce en el cambio y el devenir una huella de la creaturalidad: todo lo que no es Dios está sujeto a mutación porque no posee en sí la plenitud del ser.

Este paso de la filosofía griega a la patrística representa una liberación de la metafísica respecto a la rigidez eleática. El ser ya no está “pinchado” como un insecto inmóvil, sino que, en cuanto creatura, participa del Ser divino y, por tanto, es dinámico, ordenado hacia su fin último. No se trata de un dinamismo caótico, como pretendería el inmanentismo moderno, sino de un dinamismo teleológico, inscrito por el Creador en la naturaleza misma de los entes.

La escolástica, especialmente en la obra de santo Tomás de Aquino, llevará esta síntesis a su máxima expresión. Tomás adopta la distinción aristotélica de acto y potencia, pero la profundiza con la distinción real entre esencia y existencia. Todo ser creado es compuesto: tiene una esencia que lo define y una existencia que lo hace real. Solo en Dios, el Acto Puro, esencia y existencia son idénticos. Esta visión perfecciona la noción de Ser y supera definitivamente la visión estática de Parménides, al mostrar que la plenitud absoluta del ser no excluye la posibilidad del cambio en las criaturas, sino que lo explica como un camino hacia la actualización de sus perfecciones.

Desde esta perspectiva, el “Ser fijado en el cartón” de Parménides se entiende como una primera aproximación, un descubrimiento germinal de la necesidad de afirmar la unidad e inteligibilidad del ser. Sin embargo, su error fue absolutizar esa unidad hasta excluir el devenir, condenando al mundo sensible a la categoría de ilusión o apariencia. El aristotelismo, depurado y elevado por la teología cristiana, devuelve al ser su movilidad sin sacrificar su inteligibilidad, y le otorga una estructura ontológica capaz de explicar tanto la permanencia como el cambio.

Así, la herencia aristotélica, patrística y escolástica nos sitúa ante un realismo objetivista que ve en el mundo no una ilusión a descartar, sino una realidad participada del Ser divino. La mariposa ya no está inmovilizada bajo un alfiler para que podamos observarla con frialdad conceptual: vuela en el escenario del cosmos, y ese vuelo —ese dinamismo— es precisamente lo que revela la riqueza de su ser. El filósofo cristiano no se contenta con una ontología de museo; busca comprender el ser en acto, vivo, orientado a su fin último, y reconoce en esa orientación la huella de su Creador.

Del Aristotelismo a la síntesis cristiana: patrística y escolástica

La filosofía cristiana se constituye como el encuentro fecundo entre la verdad racional heredada del pensamiento griego y la revelación divina que ilumina y perfecciona esa verdad. Esta síntesis, desarrollada desde los Padres de la Iglesia hasta su culminación en la escolástica medieval, responde a la necesidad de integrar la experiencia del ser en su plenitud ontológica, superando los límites y contradicciones de las posturas anteriores, en particular el inmovilismo absoluto del ser propuesto por Parménides.

Desde la patrística, se advierte un esfuerzo crítico por preservar lo esencial de la herencia platónica y aristotélica, pero depurando las distorsiones propias del politeísmo y el panteísmo. San Agustín, uno de sus exponentes más destacados, redefine la noción de realidad inteligible, alejándola de la autonomía platónica de las Ideas para situarla como pensamiento eterno en la mente de Dios, fuente suprema del ser y la verdad. Esta “divinización” del ser inteligible representa una profunda revisión filosófica: el ser no existe por sí mismo ni en abstracción, sino como participación y emanación del Ser Subsistente.

Asimismo, la patrística no rechaza la realidad del mundo sensible, aunque reconoce su contingencia y mutabilidad. No se trata de un mero reflejo engañoso, sino de una manifestación real del ser en su modo creado, abierto al cambio pero orientado a su perfección última. El cosmos es una realidad ontológicamente estructurada, jerarquizada y ordenada según fines intrínsecos, cuya causa primera y sustentadora es Dios. La creación no es una acumulación caótica de entes inertes, sino una trama viva de actos que participan del acto divino, un dinamismo ordenado y racional.

Este esquema patrístico se consolida y amplía en la escolástica, especialmente en Santo Tomás de Aquino, quien elabora un sistema filosófico y teológico capaz de conciliar rigor conceptual y fidelidad a la revelación. La distinción entre esencia y existencia —ausente en los griegos— permite entender que las criaturas son compuestas: su esencia define qué son, su existencia afirma que son. En Dios, en cambio, esencia y existencia coinciden plenamente, siendo el Acto Puro. Esta noción explica la contingencia de lo creado, su apertura al cambio, y al mismo tiempo su fundamento inmutable en el Ser necesario.

La síntesis tomista perfecciona la solución aristotélica al problema del cambio y la permanencia: el ser no es estático ni mera apariencia, sino participación limitada del Ser pleno. El ser “pinchado en el cartón” deja de ser una imagen adecuada porque el ser en acto se entiende como despliegue continuo de la esencia mediante la existencia que procede de Dios. Así, el dinamismo del mundo es expresión de la vida misma del ser, cuya raíz última es un Ser subsistente y eterno, inmutable en su perfección, fuente de toda realidad.

Esta visión es esencial para superar los dualismos y aporías de la filosofía antigua. La oposición platónica entre mundo sensible y mundo inteligible se supera al reconocer que lo sensible participa realmente en lo inteligible, no como copia imperfecta sino como manifestación concreta y finita de la realidad del Ser. El problema parmenídeo del movimiento, que parecía insoluble por la rigidez del concepto de ser, encuentra una respuesta racional y teológica: el cambio es actualización de potencias creadas, ordenadas por un fin que no es arbitrario, sino inscrito en la naturaleza misma.

El realismo cristiano que emerge es objetivista en el sentido pleno, porque afirma la existencia objetiva y cognoscible del ser, independientemente de las percepciones subjetivas. El mundo sensible es verdadero, no ilusión; es un campo legítimo de conocimiento y de acción humana, pero tiene su sentido y realidad última en su relación participativa con el Ser absoluto. Esta concepción establece la base epistemológica y ontológica para que la filosofía continúe su estudio desde la fidelidad a la tradición y la crítica razonada, evitando desviaciones relativistas o escépticas.

En conclusión, la filosofía cristiana no niega ni sustituye la verdad filosófica, sino que la integra y la eleva. El problema parmenídeo no es descartado, sino replanteado con mayor profundidad y riqueza. La metáfora de la mariposa clavada en un cartón, que refleja la visión eleática de un ser inmóvil, es superada por una concepción del ser como vida en acto, participación y dinamismo ordenado, que se despliega en el cosmos y encuentra su fundamento último en Dios. A partir de esta base, la filosofía mantiene su vocación de búsqueda de la verdad objetiva, al servicio tanto de la razón natural como de la fe, configurándose como un conocimiento riguroso, abierto y profundamente coherente.

La superioridad del método inductivo-deductivo en el realismo objetivista aristotélico-agustiniano-tomista

El método inductivo-deductivo que caracteriza al realismo objetivista en su expresión aristotélico-agustiniano-tomista se fundamenta en la premisa esencial de que el conocimiento humano debe partir de la realidad objetiva tal como se presenta a los sentidos. Lejos de aislar la razón en abstracciones infundadas o de reducir la realidad a meras apariencias, este enfoque reconoce que la experiencia sensible es la base indispensable para acceder a las esencias universales. Por medio de la inducción, el intelecto extrae las propiedades comunes de los individuos particulares, permitiendo así el conocimiento de los principios generales que rigen el ser. Esta etapa inicial es fundamental porque evita caer en el racionalismo abstracto que desconoce la realidad concreta o en el empirismo cerrado que niega toda generalización legítima.

Una vez obtenidos estos principios universales, el método continúa con la deducción, que ordena y relaciona esos datos en un sistema coherente y articulado. Esta combinación armónica de inducción y deducción garantiza la verdad objetiva porque vincula el conocimiento con la realidad misma y con la estructura lógica interna del pensamiento. Así, no se trata de meras opiniones o construcciones arbitrarias, sino de un saber fundado y verificable, que mantiene la adecuación entre el intelecto y el ente, base de toda verdad según la tradición filosófica clásica. Esta doble vía evita, de un lado, el escepticismo que duda de la posibilidad misma del conocimiento, y del otro, el voluntarismo o nominalismo que reducen la verdad a convenciones o actos de voluntad arbitraria.

La fortaleza de este método radica también en su integración de la experiencia sensible con la razón, un equilibrio que permite superar tanto el dogmatismo acrítico como el relativismo radical. Al reconocer que el intelecto puede captar la realidad tal como es —y no meramente una apariencia subjetiva o fragmentada— se sostiene la posibilidad de un conocimiento estable, universal y necesario. Esta adecuación, que define la verdad en términos de correspondencia entre mente y realidad, es el fundamento filosófico que sostiene el realismo objetivista frente a las corrientes modernas y posmodernas que cuestionan la objetividad del saber o la existencia misma de verdades universales.

Además, el método aristotélico-agustiniano-tomista no solo se limita a la adquisición de conocimientos fragmentarios, sino que los ordena dentro de una visión teleológica. El saber no es un fin en sí mismo, sino que está orientado hacia la comprensión del bien supremo, que para la filosofía cristiana es Dios. Esta orientación teleológica dota al conocimiento de un sentido profundo y une la razón filosófica con la revelación. San Agustín, en su integración de la herencia platónica y cristiana, y Santo Tomás, al sintetizar la filosofía aristotélica con la fe cristiana, demostraron que la razón y la fe son caminos complementarios hacia la verdad última. Esta síntesis asegura que el método inductivo-deductivo no solo es riguroso y fecundo, sino también coherente con la experiencia religiosa y espiritual humana.

Frente a modelos filosóficos fragmentados, relativistas o arbitrarios —como el kantiano voluntarismo, el nominalismo escotista, el nihilismo o el vitalismo— el método aristotélico-agustiniano-tomista ofrece una estructura integral y unificada para el conocimiento. No reduce la realidad a construcciones subjetivas ni niega la posibilidad de conocer el ser en sí, sino que fundamenta el saber en la naturaleza misma del ente, en su esencia y existencia, en una jerarquía ordenada por causas y fines. Esta concepción permite abordar tanto el ámbito filosófico como el científico y teológico desde un punto de vista riguroso, evitando tanto el escepticismo paralizante como la arbitrariedad infundada.

En conclusión, el método inductivo-deductivo del realismo objetivista aristotélico-agustiniano-tomista se revela como la vía más coherente y sólida para acceder a la verdad. Su fidelidad a la realidad objetiva, su equilibrio entre experiencia y razón, y su integración con la revelación y la dimensión teleológica lo sitúan como el modelo epistemológico que mejor responde a la naturaleza del conocimiento humano. Este método no solo ha demostrado su eficacia a lo largo de siglos de tradición filosófica y teológica, sino que sigue siendo el fundamento imprescindible para cualquier disciplina que aspire a un conocimiento auténtico y profundo del ser.

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