Vivir de los actos consumados: Crónica anunciada de una violación sistemática...
Opinión
A veces los derechos no se pierden por decreto, ni por reforma legal, ni siquiera por un fallo judicial: se extinguen lentamente, día tras día, por omisión, por desidia y por el silencio de las instituciones que debieron protegerlos. Así ha sucedido —y lo afirmo con la conciencia tranquila de quien lo denunció a tiempo— con la Ley Orgánica de Carrera Sanitaria (LOCS), que nació como una promesa de dignidad para el personal de salud del Ecuador, y ha terminado convertida en letra muerta. Su vigencia formal contrasta trágicamente con su inaplicación práctica, en un contexto donde los actos consumados pesan más que la legalidad.
Desde el inicio, advertí con claridad —y no fui el único— que la demora en expedir su reglamento no podía usarse como excusa para suspender la aplicación de derechos expresamente reconocidos. Reclamé entonces, por los cauces debidos, con escritos, con argumentos jurídicos, con apelaciones al sentido de justicia. Reclamé a tiempo y a destiempo. Pero nadie escuchó. Ni las autoridades institucionales, ni los órganos de control, ni los interlocutores que hubieran debido alzar la voz junto a nosotros. El silencio fue la única respuesta. Y hoy, lo que era advertencia se ha convertido en realidad: se normalizó la violación de derechos laborales, y la precarización del profesional sanitario se volvió una práctica sistémica.
Las instituciones públicas de salud han ignorado deliberadamente el mandato legal de la LOCS, amparándose en argumentos falaces. Se dice, por ejemplo, que la ley no puede aplicarse porque falta el reglamento. Pero eso es jurídicamente insostenible: ninguna autoridad puede suspender el cumplimiento de una ley orgánica —cuya aplicación es directa e inmediata— por ausencia de una norma secundaria. El reglamento puede desarrollar, pero no condicionar, los derechos que ya están reconocidos por ley. Así lo ha establecido reiteradamente la jurisprudencia constitucional. Y si además se alega que no hay presupuesto, se incurre en un segundo error grave: el Estado no puede subordinar el cumplimiento de derechos laborales a su disponibilidad financiera. El orden jurídico no permite que la obligación de pagar salarios justos y horas extraordinarias quede sujeta a la "buena voluntad" del presupuesto institucional.
Pero el problema no se limita a la LOCS. La confusión deliberada entre regímenes normativos ha llevado a aplicar la Ley Orgánica del Servicio Público (LOSEP) a profesionales de la salud, a pesar de que la LOCS establece un régimen especial. Esta aplicación errónea ha permitido que se desconozcan beneficios como el pago diferenciado por jornadas nocturnas, feriados y fines de semana. Se ha pretendido forzar a los profesionales sanitarios a encajar en un modelo administrativo que no fue pensado para la naturaleza ni la intensidad de su labor. En otras palabras: se ha desfigurado el régimen especial hasta hacerlo irreconocible.
Más aún, en muchos casos los nombramientos iniciales establecían jornadas ordinarias de ocho horas, pero luego las autoridades modificaron unilateralmente dichas condiciones para imponer jornadas especiales de 24 horas continuas —5-7 turnos al mes— sin trámite administrativo alguno, sin compensación proporcional, y sin que mediara acción de personal que formalizara el cambio. Así se violó, sin eufemismos, el principio de estabilidad laboral y el derecho a la intangibilidad de las condiciones pactadas. A nadie pareció importarle.
Lo más doloroso es que, durante años, esta situación se ha vivido como si fuera normal. Como si las jornadas extensas y las compensaciones omitidas fueran parte del sacrificio inherente a la vocación médica. Como si el profesional de salud —por el solo hecho de haber escogido servir— debiera aceptar con resignación el incumplimiento sistemático de la ley. Se nos ha dicho, incluso, que el esfuerzo "se compensa con el orgullo del deber cumplido", como si la integridad física, el derecho al descanso y la retribución justa pudieran canjearse por discursos vacíos.
La ley es clara: la jornada máxima del personal de salud bajo régimen especial no debe superar las 120 horas mensuales. Este no es un umbral sugerido, sino un límite legal obligatorio. Sin embargo, en la práctica, se impone una carga horaria de hasta 160 o 168 horas, bajo el argumento de que “así lo hace el personal administrativo”. Es decir, se equipara erróneamente el trabajo clínico al trabajo de oficina. Se ignora la exigencia física, emocional y ética de atender pacientes durante turnos extenuantes. Y todo esto se hace con pleno conocimiento de causa.
¿Qué nombre tiene esto en derecho? Silencio administrativo negativo, lo llaman. Una forma de denegación tácita, donde la falta de respuesta institucional equivale a una negativa encubierta. Pero es más que eso: es una forma de violencia estructural contra los servidores públicos que sostienen el sistema de salud con su presencia diaria en quirófanos, ambulancias y salas de emergencia.
Y ahora ya es tarde. Lo que se dijo a tiempo fue ignorado. Lo que se advirtió como riesgo se volvió práctica cotidiana. Nadie nos apoyó cuando había espacio para prevenir; y ahora, cuando la herida está abierta, solo queda vivir de los actos consumados, como quien contempla impotente las ruinas de una promesa rota.
Por todo lo expuesto, le solicito a usted, señor Presidente, que de visibilidad a esta situación. No para despertar lástima, sino para provocar conciencia. No para alimentar el resentimiento, sino para exigir justicia. El personal de salud merece algo más que aplausos simbólicos y homenajes ocasionales. Merece condiciones de trabajo dignas, previsibles y legales. Y merece, sobre todo, que se cumpla la ley que tanto costó aprobar y que hoy se desobedece sin consecuencias.
Porque cuando el Estado no cumple su propia ley, no solo se viola un derecho: se mina la fe pública y se deja al ciudadano desamparado. Y en ese desamparo vivimos muchos, sobreviviendo con esfuerzo en un sistema que nos exige el máximo, pero no reconoce ni lo mínimo.