Nonnumquam
Reflexión
En ocasiones, se confunde la desilusión personal con el descubrimiento intelectual, el cansancio afectivo con la clarificación racional, y la renuncia con una forma de liberación. Así sucede cuando alguien, tras años de haberse declarado creyente católico, anuncia con aparente serenidad que ha dejado atrás no solo la práctica externa del catolicismo, sino su contenido doctrinal, su concepción de Dios, su fundamento eclesial y su visión del hombre. A menudo este abandono no se presenta como un grito de rebeldía sino como una especie de desprendimiento supuestamente lúcido, una renuncia "madura" que se explica como evolución espiritual, como honestidad frente a una verdad que, se dice, ya no es verosímil ni necesaria. Se afirma entonces que la noción de un Dios personal es antropocéntrica, que la Revelación católica ya no ofrece respuestas válidas para la existencia, que el dogma ha encorsetado la experiencia religiosa y que, en definitiva, el catolicismo es una construcción humana que en algún momento pudo sostener pero que hoy ya no puede aceptar sin violencia interior. Este tipo de planteamiento no es nuevo. Tiene resonancias claras del existencialismo post-teísta, del panteísmo disfrazado de trascendentalismo, del agnosticismo moderno que, tras haber agotado las emociones religiosas, las sustituye por un misticismo abstracto, muchas veces sin objeto.
No se trata, en este caso, de quien simplemente ha dejado de practicar por negligencia o ignorancia. Se trata de una renuncia explícita y consciente, articulada con un lenguaje aparentemente elaborado, que afirma haber "superado" la etapa cristiana sin despreciarla, reconociendo incluso sus valores culturales y éticos, pero sosteniendo que ya no es verdadera. Quien así habla no lo hace con ira, sino con una especie de resignación apacible que es, en realidad, la expresión más honda de una herida que no quiere llamarse por su nombre. Porque el que realmente ha conocido a Cristo y ha creído en la Verdad objetiva de la fe católica no puede abandonarla sin que algo se desgarre en lo más íntimo de su ser. No es posible renunciar a la plenitud del ser sin una fractura ontológica. Si esta no se experimenta es porque el corazón se ha endurecido, o porque el conocimiento anterior no era pleno, o porque, sencillamente, la fe nunca fue verdaderamente abrazada desde lo más hondo del alma sino desde una adhesión parcial, quizá estética o afectiva, pero no ontológica.
La renuncia planteada en estos términos suele fundarse en algunos postulados clave, que pueden resumirse así: primero, que la religión, especialmente la católica, responde a una necesidad psicológica y no a una verdad metafísica; segundo, que la figura de Dios como ser personal y providente es una proyección antropológica, útil pero innecesaria una vez alcanzada cierta madurez espiritual; tercero, que la Iglesia ha deformado el mensaje original de Jesús, convirtiéndolo en una estructura de poder más que en una vía de liberación interior; cuarto, que la espiritualidad puede vivirse sin dogmas, sin sacramentos, sin jerarquías, en una experiencia libre y profundamente subjetiva de lo trascendente; y finalmente, que la moral cristiana es útil en algunos aspectos, pero no vinculante, y que el sentido último de la vida debe buscarse en la autenticidad de cada quien, sin imposiciones externas ni verdades absolutas.
Estos supuestos, que se presentan como el resultado de una reflexión personal madura, son en realidad la síntesis de muchos errores modernos ya denunciados por la Iglesia: el subjetivismo, el relativismo, el fideísmo emocional, el gnosticismo moderno y el existencialismo sin ser. Todos ellos comparten una raíz común: el rechazo a que exista una Verdad objetiva, universal, vinculante, anterior y superior al individuo. Quien sostiene que ha dejado la fe "porque ya no tiene sentido para él" no se ha preguntado si el problema está en el sentido o en su propia capacidad de reconocerlo. Porque si la verdad depende de mi estado de ánimo, entonces no es verdad. Si Dios solo existe mientras me produce consuelo, entonces no es Dios sino un reflejo afectivo. La Verdad no se pliega al deseo humano. Es o no es. Y si es, entonces exige ser reconocida incluso cuando duele, cuando incomoda, cuando no se deja sentir.
Es notable que quienes renuncian a la fe de este modo no niegan del todo a Dios, pero ya no lo conciben como el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, de Jesucristo. Hablan de una "fuerza", de una "conciencia universal", de una energía trascendente impersonal que se deja sentir en la belleza, en la música, en la naturaleza, en la contemplación. Este tipo de lenguaje, por más poético que suene, no es sino una forma de neopanteísmo emocional que reduce lo trascendente a una experiencia estética sin contenido objetivo. Se busca lo sagrado sin obediencia, lo eterno sin juicio, lo espiritual sin cruz. Es el intento de quedarse con lo que eleva pero sin lo que exige. De recibir sin dar. De ascender sin sacrificarse. En el fondo, no se trata de una nueva fe, sino de una resignación dulcificada: no puedo creer en el Dios católico porque no responde a mis anhelos, así que me invento una espiritualidad a mi medida, cómoda, ambigua, sin dogmas, sin deberes, sin consecuencias.
Esta posición es intelectualmente insostenible. Si Dios existe, entonces tiene un modo de ser, y ese modo no lo determino yo. Si la verdad existe, entonces es vinculante, incluso cuando no me atrae. Si Cristo es Dios, entonces su palabra no puede ser relativizada según mis emociones o experiencias. El abandono de la fe católica no es un acto de pensamiento profundo, sino de retirada emocional que se reviste de filosofía superficial para no confesar su raíz afectiva. No se niega a Dios desde la cumbre de la razón, sino desde el abismo del dolor no resuelto. Y eso es comprensible. Todos hemos sentido ese dolor. Todos hemos rezado sin respuesta, esperado sin señales, obedecido sin fruto aparente. Pero la verdad no depende de la gratificación inmediata. Si Dios es, entonces su silencio es también parte de su pedagogía. No todo lo que no entiendo es falso. No todo lo que me hiere es injusto. La cruz no es solo un símbolo: es el camino. Y si el Hijo de Dios fue crucificado, ¿qué derecho tengo yo de exigir una vida sin escándalo?
En lo personal, he conocido el silencio de Dios. He rezado por cosas justas, nobles, y no se me han concedido. He trabajado con honestidad y sigo siendo invisible para muchos. He amado sin ser correspondido. He dado sin recibir. He creído sin sentir. Pero todo eso no ha debilitado mi fe: la ha purificado. Porque he entendido que la fe no es una forma de controlar a Dios ni de protegerme del sufrimiento. Es el acto de reconocer que Él es, aunque no se manifieste como yo quiero. Es rendirse ante la Verdad incluso cuando me arrastra por el polvo. Es amar al Invisible, no por lo que da, sino por lo que es.
Por eso no puedo decir que entiendo del todo a quien se va. Puedo acompañar su dolor. Puedo respetar su libertad. Puedo llorar su ausencia. Pero no puedo justificar su renuncia. No sin mentir. Porque si Dios ha hablado en la historia, si se ha revelado en Cristo, si ha fundado su Iglesia, entonces salirse de ella no es un acto de autenticidad sino de ruptura con la única Verdad que salva. No importa cuánto se suavice el lenguaje, cuánto se embellezca la duda: fuera de Cristo, todo se vuelve niebla. La aparente serenidad del que se aleja no es prueba de sabiduría, sino a veces de resignación estética. Un modo elegante de no enfrentar el vacío.
Y sin embargo, no juzgo. Solo constato. Porque también yo he estado cerca del borde. Porque también yo he vivido años de fe sin consuelo, de obediencia sin fruto visible. Porque también yo he querido rendirme. Pero no lo hice. No porque sea mejor. No porque sienta más. Sino porque pienso. Porque sé. Porque reconozco en lo más íntimo de mi ser que, aunque no vea, hay una Verdad que no depende de mí, que me supera, que me reclama. Y esa Verdad es el rostro de un Dios que no se ajusta a mis deseos, pero que me ha amado hasta la muerte. No puedo traicionar esa certeza sin destruirme. Y por eso sigo aquí, en silencio muchas veces, sin fervor, pero con una fe racional, lúcida, humilde, que se arrodilla no ante un sentimiento, sino ante la Realidad misma.
En ocasiones, cuando la razón humana se enfrenta al misterio de Dios y al vacío que parece dejar la experiencia terrenal, se instala una tensión profunda entre la esperanza y la desesperanza, entre la fe y la duda. La voz anónima que expresa su alejamiento del ideal de la religión católica no lo hace desde la frivolidad, sino desde un lugar marcado por el sufrimiento y la frustración, donde la realidad concreta de su vida parece contradecir la promesa divina. En ese relato resuena un rechazo no solo emocional, sino también intelectual, una negación fundada en la experiencia del dolor, la injusticia y el silencio aparente de Dios. Sin embargo, la dificultad existencial que motiva esta postura no es suficiente para invalidar la verdad objetiva del catolicismo ni su fundamento racional y ontológico.
En el núcleo de esta posición se encuentra un racionalismo pragmático que demanda resultados inmediatos y tangibles: si Dios existe y es bueno, entonces debería garantizar prosperidad, salud, éxito y respuestas claras a las oraciones. Al no recibir tales bienes, se concluye que Dios es indiferente o inexistente. Esta conclusión, aunque comprensible desde la experiencia humana, incurre en una reducción materialista de lo divino, similar a ciertas variantes del protestantismo económico o del teísmo de prosperidad. Se pierde así la dimensión trascendente y sobrenatural de la gracia, que no asegura un bienestar terrenal sino la salvación eterna. La exigencia de una respuesta instrumental de Dios convierte la fe en una transacción, donde la ausencia de lo esperado se interpreta como abandono o prueba insuperable.
Desde la perspectiva filosófica, esta visión falla en reconocer la naturaleza del sufrimiento y el mal en el mundo, y el carácter limitado de la razón humana ante el misterio divino. La fe católica parte del axioma de que Dios es el Ser subsistente, fuente de toda verdad y bondad, que trasciende las vicisitudes materiales. El mal y el sufrimiento no provienen de Dios, sino de la libre voluntad del hombre y de un mundo caído. Esta realidad limita la felicidad terrenal, pero no suprime la posibilidad de la felicidad plena en la eternidad. La razón demuestra que la existencia de un ser perfecto es coherente con la imperfección del mundo presente, puesto que la perfección absoluta se manifiesta fuera del tiempo y el espacio.
Además, la postura que reduce la verdad a lo verificable empíricamente, a lo inmediato y útil para la satisfacción personal, cae en el error epistemológico del empirismo radical y el cientificismo. La verdad, desde una perspectiva ontológica, es aquello que corresponde a la realidad, independientemente de la percepción subjetiva o del beneficio inmediato. La religión católica ofrece un conocimiento racional basado en la filosofía clásica —en especial la metafísica tomista— que demuestra la existencia de Dios y su naturaleza como bien supremo, causa primera y fin último del hombre. Este conocimiento no depende de experiencias emocionales ni de resultados mundanos, sino de una reflexión profunda sobre la realidad misma.
En el plano teológico, el rechazo motivado por la ausencia de señales materiales obvia la doctrina de la cruz y el misterio del sacrificio. Cristo no prometió prosperidad ni éxito, sino que llamó a la entrega y al sufrimiento como caminos de santificación y redención. La fe auténtica no se sostiene en las emociones, que son variables y efímeras, sino en la adhesión libre y razonada a la verdad revelada. El vacío emocional que experimenta quien se aleja no contradice la realidad de Dios, sino que refleja la fragilidad humana y la necesidad de la gracia para superar la oscuridad espiritual. La experiencia del abandono es a menudo un componente del crecimiento en la fe, como lo muestran los santos y místicos que vivieron prolongados períodos de desolación interior.
Por otro lado, la percepción de que la religión católica se limita a un conjunto de reglas o a una experiencia estética o sentimental constituye un malentendido sobre su esencia. La fe católica es una alianza personal con Cristo, una relación viva y dinámica que implica conocimiento, amor y obediencia. Este vínculo no puede reducirse a una mera emoción ni a un cálculo de beneficios inmediatos. La racionalidad de la fe se articula en la integración de la experiencia, la razón y la revelación, constituyendo un camino integral hacia la verdad plena.
Asimismo, la postura que adopta una visión nihilista o escéptica respecto a Dios por las dificultades y el silencio divino, aun cuando se reconoce que la verdad objetiva del catolicismo es irrefutable desde la razón, muestra una tensión no resuelta entre la voluntad y la inteligencia. La duda y la incredulidad no niegan la verdad en sí misma, sino que revelan un bloqueo afectivo o espiritual. La fe, desde la perspectiva católica, no excluye la duda, pero la supera por medio del acto libre de confianza en Dios, sustentado por la gracia.
Finalmente, la idea de que la salvación se puede relativizar o que la preocupación por el alma del otro debe anteponerse a la propia, aunque comprensible en un contexto humano, omite la doctrina del amor a uno mismo como fundamento para amar al prójimo. El catolicismo enseña que la salvación es un don personal y que la responsabilidad última recae en cada individuo. Sin embargo, la comunión de los santos implica la intercesión mutua y el esfuerzo por la conversión de todos. La indiferencia ante la salvación de otro muestra una carencia del amor cristiano, aunque también puede reflejar el dolor y la desilusión humana.
En conclusión, aunque las experiencias y razonamientos que llevan a distanciarse del catolicismo pueden ser comprensibles desde una perspectiva humana limitada, no logran sustentar una crítica definitiva ni desde la filosofía ni desde la teología. La verdad del catolicismo permanece como un conocimiento racional, un encuentro personal y un compromiso de vida, que trasciende las fluctuaciones emocionales y las dificultades existenciales. La fe auténtica no se mide por la ausencia de sufrimiento ni por la satisfacción inmediata, sino por la adhesión constante a la verdad revelada y la confianza en la providencia divina, aun en medio del silencio y la prueba.
Lo más triste es que, aunque esta reflexión quede publicada, probablemente solo yo la leeré. Que nadie más prestará atención ni comprenderá la profundidad de estas palabras, y, sobre todo, que no llegará a la persona a quien, con todo el amor que le profeso, le dedico este escrito, por la salvación de su alma. Esta realidad dolorosa no resta valor a lo expresado, pero revela la soledad que acompaña el testimonio cuando el destinatario permanece ajeno, y la esperanza, aunque tenue, se aferra a que algún día la verdad alcance ese corazón que hoy parece distante.