Libertas
Reflexión
La libertad, en cuanto facultad del alma racional, no se pierde al encontrarse con Dios, sino que se realiza en su forma más plena y verdadera. La libertad no consiste simplemente en la posibilidad de elegir entre opciones cualesquiera, sino en la capacidad del alma de tender al bien en cuanto tal. Esta facultad se actualiza a través del libre albedrío, que no es otra cosa que el ejercicio concreto de la libertad mediante elecciones determinadas. Así como en la metafísica del acto la potentia requiere del actus para su actualización, del mismo modo la libertad se actualiza en actos libres que, según su calidad moral, perfeccionan o deforman la potencia misma.
La elección libre puede orientarse hacia el bien verdadero o hacia un bien aparente. Cuando se elige el mal, no se hace por ignorancia total ni por imposición externa, sino porque se prefiere un bien inferior, inmediato, limitado, a aquel que es supremo, eterno y absoluto. El acto, en cuanto tal, perfecciona o hiere la libertad según su orientación. No es la libertad la que falla, sino su ejercicio. La potencia permanece orientada al bien, pero el actus puede desviarse, y en esa desviación reside el pecado. No hay pecado sin libertad, y precisamente por eso el pecado es imputable: porque nace de una elección real. Incluso cuando el mal parece placentero, dulce o afectivamente significativo, no por ello deja de ser una elección contraria al orden del ser, y en consecuencia, contraria al alma misma.
La libertad, entonces, no es un estado neutral ni una mera condición de posibilidad para cualquier opción, sino una potencia orientada ontológicamente hacia el bien. Por eso, su perfección se da cuando esa orientación se actualiza plenamente: cuando el acto se adecua al ser, cuando la voluntad se somete al orden del Logos. En ese sentido, el acto virtuoso no solo es moralmente bueno, sino que actualiza en su forma más alta la naturaleza misma de la libertad. La libertad es verdaderamente ella misma cuando se autodetermina hacia lo que conviene al alma, hacia lo que realiza su ser en comunión con el Ser que la ha creado.
Este misterio alcanza su expresión más alta y paradójica en Cristo crucificado. En Él se da la máxima libertad precisamente en el momento de su mayor pasividad exterior. No fue obligado, no fue forzado, no fue vencido: se entregó. La cruz no fue una derrota, sino el acto libre de una voluntad perfectamente conforme al querer del Padre. Él mismo lo declara: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente”. Esta donación libre, sin coacción ni resistencia interior, es el acto supremo de libertad, porque es el acto supremo de caridad. En Él no hay pasión que lo turbe, ni deseo que lo arrastre, ni impulso que lo aparte de la verdad. Su alma humana está unida hipostáticamente al Verbo, y en esa unión, toda su voluntad se adecua al Ser, a la Verdad, al Bien. El acto de entregarse en la cruz no es una renuncia a la libertad, sino su manifestación más perfecta: es la libertad realizada en su forma más alta.
Por eso, el Crucificado es el hombre plenamente libre. No tiene cadenas interiores, no está sujeto a la concupiscencia, no busca su interés. Su voluntad no fluctúa ni se contradice: está fija en el Bien, sin violencia, sin supresión de la elección, sino por la fuerza misma del amor. En Él se muestra que la verdadera libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en querer lo que conviene, lo que edifica, lo que corresponde al orden eterno de Dios. La paradoja cristiana está ahí: el esclavo en apariencia es el libre en verdad; el condenado por los hombres es el que elige conforme a Dios; el que muere es el que da la vida. En Él no hay conflicto entre libertad y obediencia, entre querer propio y querer divino, porque toda su humanidad ha sido configurada perfectamente con la voluntad del Padre.
La voluntad humana, cuando actúa en conformidad con su orden natural, libre de pasiones desordenadas, tiende necesariamente al bien. Pero mientras esté herida por el pecado, mientras la concupiscencia la distorsione, sus actos pueden apartarse de su fin propio. En ese estado, la elección libre permanece, pero su ejercicio se vuelve incierto, tambaleante, vulnerable al error. Por eso, la libertad requiere formación, virtud, hábito operativo bueno que la conduzca con mayor facilidad hacia su plenitud. Sin esa formación interior, la libertad se convierte en campo de batalla, en lugar de paso hacia la bienaventuranza.
En Cristo, en cambio, la libertad no necesita corrección ni orientación progresiva: es perfecta desde el inicio, porque en Él no hay pecado. Él muestra, no una libertad abstracta o ideal, sino la libertad encarnada, vivida en medio del sufrimiento, de la injusticia, del rechazo. Por eso su cruz es el símbolo supremo de la libertad cristiana: es el lugar donde la voluntad humana, perfectamente unida a la divina, realiza el acto más alto posible para una criatura. No porque deje de ser libre, sino porque es libre en grado absoluto.
Por tanto, la libertad no se anula al llegar a Dios: se consuma. El alma que ve a Dios cara a cara ya no desea otro bien, no porque no pueda, sino porque, viéndolo en su ser, lo ama con toda su voluntad. No se pierde la posibilidad de elegir, sino que se ha elegido ya, definitivamente, lo que por esencia no puede decepcionar. Allí, la libertad no termina: se aquieta, se plenifica, se goza eternamente en el Bien que por fin puede amar sin obstáculos. En ese estado, como en los ángeles que decidieron servir, ya no hay cambio, porque el acto ha perfeccionado la potencia en grado máximo.
Pero mientras caminamos, nuestra libertad sigue siendo drama, posibilidad de salvación o de ruina. El acto libre, en tanto que es elección, es también riesgo. Y esa es nuestra dignidad: ser capaces de elegir con verdad, aun sabiendo que podemos fallar. La gracia no elimina este drama, lo ilumina. Eleva la potencia, sostiene el acto, fortalece la voluntad para que no elija lo que parece bueno, sino lo que verdaderamente lo es. Y en la medida en que aceptamos esa ayuda, nuestros actos se van conformando al acto supremo del Crucificado: entregarse al Padre, en la libertad del amor perfecto.