La Revolución protestante y el eclipse de la verdad: del teocentrismo al caos cultural

 Reflexión

La mal llamada "Reforma protestante", que en realidad debe comprenderse como una revolución de orden teológico, cultural y filosófico, no fue simplemente un episodio más en la historia de la Iglesia, ni una legítima corrección de abusos disciplinares o de errores humanos en la administración eclesial. Fue, más profundamente, un cambio de paradigma ontológico y epistemológico que trastocó el modo mismo en que se concibe la verdad, la fe y la autoridad. La fractura que comienza con Lutero no solo dividió la unidad visible del Cuerpo de Cristo, sino que instaló un principio de descomposición doctrinal que, desde entonces, no ha cesado de ramificarse en múltiples formas, cada vez más alejadas del depósito original de la fe.

La verdad revelada por Dios en el Verbo eterno, el Logos encarnado, no es una interpretación, ni una experiencia religiosa subjetiva, ni una simple adecuación cultural. Es una realidad objetiva, inmutable, divina, confiada a la Iglesia para su custodia fiel hasta el fin de los tiempos. Esta verdad ha sido anunciada por los profetas, manifestada plenamente por Cristo, y transmitida por los apóstoles a través de los obispos, que con el pueblo fiel constituyen —unidos a la sede de Pedro— el único sujeto auténtico de la Tradición. Cuando se rompe este vínculo orgánico y vital, se deja de recibir la verdad para comenzar a fabricarla; ya no se acoge con obediencia, sino que se diseca con el bisturí del juicio individual. Es el tránsito de la fides qua creditur a la fides quae fabricatur.

La doctrina protestante no representa, por tanto, una legítima búsqueda de purificación, sino una mutación epistemológica de raíz subjetivista. Al establecer el principio de sola scriptura, unido al libre examen, se reemplaza el criterio objetivo de interpretación —el Magisterio vivo de la Iglesia enraizado en la Tradición— por la conciencia individual. Se desliga el intelecto humano de su orientación natural hacia la verdad recibida, para entregarlo a la autonomía personal como fuente suprema de discernimiento. Ya no es el acto de fe una adhesión racional a una verdad enseñada con autoridad divina, sino una opción individual, privada, desligada del todo eclesial. Así, incluso lo que puede parecer piadoso o bíblicamente fundamentado, nace desde una matriz errónea: porque el acto mismo de pensar está viciado cuando no se adecua a la naturaleza de la potencia intelectual, que es alcanzar la verdad como realidad objetiva y no construirla subjetivamente.

El protestantismo, desde su génesis, introduce entonces no solo una alteración del contenido de la fe, sino del acto mismo de creer. Por eso, aunque un protestante pueda errar de buena fe, su error no es comparable al del católico que se aparta de la verdad desde dentro de la Iglesia. El católico puede incurrir en herejía cuando su entendimiento se desordena por pasiones, ignorancia o soberbia; pero conserva en principio el objeto recto de la fe, que es el depositum fidei. En cambio, el protestante nace ya desde una epistemología desvinculada de la verdad ontológica. No recibe la verdad, sino una opinión; no se adhiere a una doctrina inmutable, sino a una interpretación particular. De ahí que el protestantismo no pueda generar unidad doctrinal verdadera: porque lo que se fragmenta desde el principio no puede ser restaurado sin volver al principio mismo que se abandonó.

Esta ruptura religiosa tuvo un correlato cultural: la verdad dejó de ser el eje organizador del pensamiento, y se convirtió en una construcción histórica, manipulable, adaptada a los intereses del momento. Mi amigo David, lo expresaba con lucidez: la idea de verdad como realidad objetiva, como fundamento desde el cual pensar y obrar, se fue desvirtuando progresivamente. En efecto, a partir del Renacimiento, y más aún con el protestantismo, se abandona la visión clásica y cristiana del saber como contemplatio veritatis, y se impone la praxis como criterio supremo. La ciencia deja de ser teórica y sapiencial, para volverse técnica, instrumental, subordinada a la utilidad. Esto no es ciencia en sentido pleno, sino tecnología aplicada. La auténtica ciencia —como enseñaban los griegos y los Padres— es contemplativa, nace del asombro ante el ser y se ordena a la sabiduría, no a la eficacia.

Al desaparecer la verdad como principio regulador, también se disuelven las categorías morales, políticas y antropológicas. La cultura se vuelve antropocéntrica, luego subjetivista, y finalmente nihilista. La ley ya no se funda en la ley natural, ni en el bien común ordenado a Dios, sino en el consenso de las mayorías o en el capricho de las minorías organizadas. Por eso, afirmaciones como “la cultura cambia” resultan equívocas si no se precisa en qué dirección cambia y con qué criterio se juzga tal cambio. Porque no todo cambio es progreso; y no todo consenso es verdad. Una sociedad que ha roto con el orden natural y ha perdido la noción de verdad objetiva, no puede juzgar moralmente actos del pasado sin incurrir en anacronismo o cinismo.

Un ejemplo paradigmático es la visión moderna sobre la Inquisición. Se juzga como barbarie lo que en su contexto fue un esfuerzo —a veces imperfecto, pero sincero— por preservar la unidad de fe y la salvación de las almas. El objetivo no era castigar, sino corregir y convertir. La herejía era un delito no solo contra la Iglesia, sino contra el orden político que reconocía a Dios como fuente de toda autoridad. Por eso el Estado intervenía, pero solo cuando el pecador se mostraba pertinaz tras múltiples llamados a la conversión. Frente a esto, el protestantismo replicó con una represión más cruda y desprovista de garantías: las cazas de brujas, los linchamientos religiosos, las purgas doctrinales, especialmente en el norte de Europa y en las colonias americanas, fueron más extensas, más sanguinarias y menos reguladas que cualquier tribunal eclesiástico. Pero esto se oculta, mientras se perpetúa la leyenda negra contra la Iglesia.

A este proceso de desintegración cultural se suma lo que puede llamarse infantilización de la humanidad. Se extiende artificialmente la adolescencia, se diluye la responsabilidad personal, se fomenta una ciudadanía emocional e inmadura. Ya no se forma a los hombres para la virtud, sino para el consumo, el placer y la dependencia. Se reemplaza el ideal clásico y cristiano de madurez —fortaleza, templanza, prudencia, justicia, fe, esperanza y caridad— por una subjetividad frágil, manipulable, permanentemente necesitada de aprobación externa. Este fenómeno no es accidental, sino coherente con una antropología degradada: si no hay verdad, no hay ley; si no hay ley, no hay virtud; si no hay virtud, no hay madurez. Solo queda el deseo y el poder.

Frente a este panorama sombrío, el catolicismo se alza como la única instancia que permanece fiel a la verdad recibida, no por mérito humano, sino por promesa divina. La fe católica es la misma ayer, hoy y siempre. Sus dogmas no evolucionan, no se reforman, no se adaptan al mundo: “Veritas subsistit; non evolvitur, non reformatur, non mutatur.” (Pío XII). El Concilio Vaticano I lo expresó con fuerza: “Fides catholica exsistit semper eadem in sensu, quem semel edidit Ecclesia.” La verdad no cambia porque Dios no cambia. Y aunque los hombres dentro de la Iglesia puedan errar, la Iglesia en su conjunto, guiada por el Espíritu Santo, no puede fallar en la transmisión del depósito sagrado. Su sensus fidei actúa como anticuerpo espiritual frente al error, preservando la integridad de la fe aun en medio de crisis o escándalos.

Por tanto, la única esperanza verdadera para la humanidad no consiste en nuevas reformas, ni en consensos globales, ni en adaptaciones culturales. La única solución es el retorno al teocentrismo cristiano, al Logos que da sentido a toda la realidad, a la verdad que ilumina el intelecto y ordena la vida personal y social. Solo desde la verdad objetiva, revelada por Dios y custodiada por su Iglesia, se puede reconstruir la cultura, restaurar la justicia, sanar la humanidad herida. Porque sin verdad no hay libertad, sin libertad no hay amor, y sin amor no hay salvación.

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