Iudicium

 Reflexión 

El juicio es, por esencia, un acto que requiere plena ciencia del ser, de sus actos, de sus intenciones y de sus circunstancias. Por eso, el juicio definitivo sobre las acciones humanas, especialmente en cuanto a su valor moral último, sólo le corresponde a Dios. Él solo conoce la totalidad de lo visible y lo invisible, del acto y de la intención, del contexto y del corazón. Si afirmamos que la libertad es una facultad del alma racional que se actualiza en elecciones concretas, y que estas elecciones pueden acercarnos o alejarnos de Dios según su conformidad con el bien, entonces es evidente que cada acto libre será también materia de juicio. Pero ese juicio no puede ser plenamente ejecutado por otro ser humano sin usurpar un lugar que no le ha sido dado.

Que la libertad sea juzgada no es lo mismo que que nosotros tengamos autoridad para juzgar. El hecho de que las acciones humanas sean moralmente evaluables, y que las leyes humanas impongan penas justas para los delitos cometidos, no nos convierte en jueces últimos de la persona. El juicio humano, por necesario que sea para la vida social, siempre es parcial, limitado, imperfecto. Puede castigar un delito, pero no redimir el alma; puede declarar culpable, pero no comprender toda la historia interior del culpable. Incluso cuando la culpa es evidente, incluso cuando la víctima ha sufrido un daño irreparable, el juicio último de la persona no pertenece al tribunal de los hombres, sino a Aquel que escruta los riñones y los corazones.

Y este punto se vuelve particularmente delicado cuando se trata de quienes han tenido una posición visible, pública, de liderazgo moral o espiritual. Cuando cae un sacerdote, o un predicador, o un apologista, el escándalo es mayor no sólo por la magnitud objetiva del pecado, sino por la ruptura de la confianza que su caída genera. Es comprensible que eso indigne, que cause dolor, incluso repulsión. Pero hay que distinguir entre juicio moral del acto y condena de la persona. Podemos y debemos rechazar el pecado, denunciar el crimen, impedir que se repita, proteger a las víctimas y exigir reparación. Pero no podemos arrogar para nosotros el poder de juzgar el alma del pecador, ni determinar su destino eterno, ni decidir cuándo ha pagado suficientemente por su culpa.

Hay delitos cuya gravedad social y espiritual es enorme, como el abuso de un menor. Y es verdad que muchas veces, incluso después de haber sido condenados por la justicia y de haber cumplido sus penas, quienes los cometieron siguen siendo rechazados sin posibilidad de redención. Se les niega incluso la humanidad. Pero ¿no hacemos con ellos lo mismo que criticamos en los enemigos de la Iglesia, cuando nos señalan con el dedo por las culpas de unos pocos y juzgan toda la fe por sus pecados? Si decimos que el pecado no define la totalidad de la persona, debemos aplicar ese principio también cuando el pecado nos repugna. Y si afirmamos que el perdón es posible para todos, entonces debemos recordar que Dios puede levantar incluso a quien ha cometido las faltas más oscuras.

Más aún, la comparación con otros crímenes socialmente aceptados o incluso premiados revela una incoherencia profunda. ¿Cuántos políticos han destruido la vida de pueblos enteros, robando el futuro de generaciones, empobreciendo naciones, corrompiendo instituciones, alimentando guerras o mafias, y sin embargo son honrados en actos públicos o considerados "estadistas"? ¿Por qué nos escandaliza con tanta fuerza el crimen cometido por alguien con sotana, y no el crimen estructural cometido desde el poder? ¿No es también eso un juicio parcial, ciego, selectivo?

El juicio, en sentido pleno, requiere ver con ojos puros, con rectitud, sin pasión ni prejuicio. Y ninguno de nosotros tiene esos ojos. Ni siquiera nuestras propias faltas las vemos con claridad. Por eso el Evangelio nos advierte: “No juzguéis, para que no seáis juzgados; porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis, se os medirá”. Este no es un llamado a la indiferencia moral, ni a la negación del pecado, sino a la humildad frente al misterio de la libertad ajena. Porque así como nuestras decisiones serán juzgadas por Dios —en su justicia y en su misericordia—, también lo serán aquellas que juzgan temerariamente al prójimo, atribuyéndose lo que no les corresponde.

Hay errores que nos parecen pequeños, pero que, si nacen del desprecio al otro, del odio, del orgullo, pueden pesar más que pecados escandalosos cometidos con lágrimas. Hay agravantes espirituales que no vemos. Juzgar a un hermano desde la altivez, desde la superioridad moral, desde la condena interior, puede ser más grave que el pecado que denunciamos. Y esa es una lección que todos —laicos y clérigos— debemos aprender. El juicio es un acto reservado a Dios no porque se nos prohíba pensar, opinar, discernir, sino porque el alma humana es demasiado compleja, demasiado herida, demasiado sagrada, para ser reducida a nuestras categorías limitadas.

La Iglesia no niega la gravedad de los pecados cometidos por sus miembros; al contrario, los reconoce, los llora, y en muchos casos ha pedido perdón públicamente. Pero tampoco acepta que se la convierta en objeto de odio perpetuo por esas culpas, ni que se niegue la posibilidad de arrepentimiento y redención a quienes han caído. Dios puede escribir recto con líneas torcidas; puede sacar luz de la sombra. Y si no lo creemos, es porque en el fondo hemos olvidado que también nosotros somos pecadores, y que también nosotros compareceremos ante el tribunal de Cristo.

La libertad, como facultad de elegir entre el bien y el mal, implica responsabilidad y juicio. Pero ese juicio no es tarea nuestra. Nuestra tarea es vivir en la verdad, anunciarla, denunciar el pecado, buscar la justicia, pero sin convertirnos en jueces de los corazones. Porque en el fondo, la vara con la que medimos a los demás se convierte también en la que se nos aplicará. Y quizás, en el día final, descubramos que el juicio más severo contra nosotros no será por nuestras faltas visibles, sino por haber juzgado con dureza a quienes, como nosotros, eran polvo necesitado de redención.

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