Haciendo leña del árbol caido
Opinión
El caso del joven asambleísta de 19 años
La reciente polémica desatada por la actitud de un joven de 19 años, actualmente asambleísta, sorprendido dibujando durante una sesión de la comisión legislativa a la que pertenece, ha encendido las redes sociales y motivado una oleada de comentarios, en su mayoría condenatorios. Como suele suceder en la esfera pública —y en especial en los foros digitales donde prima más la emocionalidad que la reflexión— muchos han optado por aplicar con crudeza aquel refrán popular que dice “hacer leña del árbol caído”. Sin embargo, resulta imperioso ir más allá de la anécdota para examinar los factores estructurales, culturales y políticos que explican y, en parte, determinan este tipo de fenómenos.
1. La elección popular no es un cheque en blanco
En primer lugar, hay que ser claros respecto al principio básico de todo régimen representativo: haber sido electo por el voto popular no convierte a ningún funcionario en dueño del país ni le concede un cheque en blanco para ejercer el poder sin límites. Si el pueblo otorga su confianza, no lo hace para que el gobernante haga y deshaga a su antojo, sino para que administre, corrija lo que está mal, preserve lo que está bien y, sobre todo, actúe con conciencia del estado real de la nación. La situación económica del Ecuador es frágil y el panorama no promete mejoras inmediatas. Esto exige de quienes ocupan cargos de representación un nivel de responsabilidad y madurez muy superior al promedio. Pero no podemos pedir fruto donde no ha habido siembra.
2. Un país sin derecha política real
En segundo lugar, resulta necesario deconstruir el escenario ideológico actual. En el Ecuador, como en buena parte de Hispanoamérica, no existe una verdadera derecha política en el sentido clásico y filosófico del término. No hay partidos ni movimientos restauracionistas, católicos, monárquicos o defensores de una cosmovisión integral cristiana del poder y de la sociedad. No hay actores que propongan de forma estructurada el restablecimiento del orden natural y espiritual que alguna vez rigió —al menos como ideal— en los sistemas de cristiandad. Lo que se ofrece al electorado es una pluralidad de facciones que se disputan el poder desde distintas trincheras de la izquierda: la izquierda liberal progresista alineada con las agendas globalistas del Partido Demócrata estadounidense; la izquierda autoritaria de inspiración rusófila; la izquierda marxista y centralista de orientación china; y los innumerables populismos que toman prestado lo que les conviene de cada una.
Estos movimientos —porque más que partidos, lo que tenemos son movimientos o agrupaciones electoreras de corto alcance— no representan un verdadero debate ideológico, sino una lucha de facciones por capturar rentas, imponer intereses particulares y conservar cuotas de poder. Así, en un país sin tradición doctrinal sólida, sin conciencia histórica ni formación política, los eslóganes reemplazan a las ideas y los afectos a las convicciones. En ese contexto, la elección de un joven de 19 años, sin título universitario ni experiencia profesional, no debería escandalizar: es simplemente la consecuencia lógica de un sistema que hace tiempo abandonó los criterios de competencia y virtud.
3. Infantilización de la juventud y crisis de madurez
Este episodio, además, es reflejo de un fenómeno más profundo: la infantilización progresiva de las nuevas generaciones. Lo que antes se entendía como adolescencia —etapa transicional y formativa entre la niñez y la adultez— ha sido extendido artificialmente, y en muchos casos sin límites claros. A lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, el proceso de maduración personal ha sido postergado bajo la excusa del "derecho a disfrutar la juventud", como si crecer y asumir responsabilidades fuese una tragedia en vez de una noble vocación.
En tiempos no tan lejanos, un varón de 19 años ya era padre, esposo, trabajador y cabeza de familia. Se le preparaba desde los siete años —cuando entraba en uso de razón— para asumir, a los quince, la condición de adulto con todas sus responsabilidades. La Iglesia Católica, con la sabiduría que le es propia, siempre entendió que la adultez legal y moral debía coincidir con el momento en que la persona tiene uso pleno de su libertad y capacidad racional, estableciendo los 14 años para la mujer y los 16 para el varón como edad canónica para contraer matrimonio.
Hoy, en cambio, se pretende que un joven de 19 años todavía sea considerado “muy joven” para asumir deberes públicos, al tiempo que se lo expone mediáticamente a la crítica masiva como si fuese un político profesional. ¿No hay aquí una contradicción estructural? La culpa no es únicamente del joven asambleísta. Es de quienes lo promovieron, de quienes lo votaron, del sistema que lo permitió y de una sociedad que ha hecho del entretenimiento su centro y ha marginado todo esfuerzo serio por recuperar la noción de responsabilidad personal.
4. El reflejo de una sociedad descompuesta
Más allá del caso puntual de este joven, su actitud no es sino un espejo fiel de una sociedad que ha perdido el sentido del deber, de la jerarquía, de la educación y del bien común. En Ecuador, durante años, hemos tenido desde celebridades televisivas hasta personas sin formación alguna ejerciendo cargos legislativos. Se ha premiado el rostro conocido por encima del mérito, el ruido mediático por encima del perfil técnico, y el oportunismo por encima de la vocación de servicio. Si hoy nos escandaliza que alguien dibuje durante una sesión legislativa, deberíamos primero hacer un “mea culpa” como nación: hemos tenido bailarinas de night club, animadores de televisión y figuras mediáticas que desconocen por completo el procedimiento legislativo ocupando curules. ¿Cuál es, en comparación, el verdadero escándalo?
Este muchacho dibujando no es un escándalo por sí mismo; es el símbolo de un sistema que ha fracasado en formar líderes, ciudadanos y servidores públicos. Es consecuencia de un sistema educativo que no enseña a pensar, de una cultura que premia el narcisismo y la improvisación, y de una estructura política que ha hecho del Estado un botín para facciones sin norte ideológico. Cuando una sociedad desprecia al que piensa, castiga al que disiente y premia al que obedece ciegamente o al que repite lo políticamente correcto, no es de extrañar que los jóvenes terminen optando por la vía más fácil: el cinismo o la distracción.
5. Política sin vocación y ciudadanía sin horizonte
Legislar, en cualquier sistema medianamente serio, requiere de ciertas disposiciones básicas: formación intelectual, sentido del bien común, conciencia histórica y —por encima de todo— amor por la patria. Pero ese amor no es sentimentalismo. Es una forma elevada de racionalidad práctica que lleva al individuo a comprender que su destino personal está unido al destino colectivo, que su felicidad está vinculada al orden moral y jurídico de la nación. Esa vocación está hoy casi extinta. La mayoría de quienes llegan a cargos públicos lo hacen buscando ascenso social, poder o seguridad económica. Los pocos que aún desean servir auténticamente son vistos como “bichos raros” o como ingenuos incorregibles.
Muchos de los que critican al joven legislador lo hacen desde una nostalgia falsa, olvidando que el sistema político ecuatoriano ha permitido por años que se ejerza el poder sin mérito alguno. No se exige preparación académica, ni coherencia doctrinal, ni integridad moral. Tampoco se ofrece formación cívica sólida en las escuelas ni en los hogares. En este desierto de referentes, ¿cómo puede esperarse que un joven actúe con la madurez de un estadista? Su comportamiento es, si se quiere, comprensible dentro del caos actual.
6. Un Estado sin visión trascendente
El sistema republicano, heredero de los ideales de la Revolución Francesa, ha dejado como legado una atomización del poder que impide cualquier noción de autoridad como servicio y de ley como reflejo del orden natural. La monarquía tradicional, en cambio —particularmente la hispánica— formaba desde la infancia a sus príncipes para reinar con sabiduría, justicia y caridad. El poder era visto como una carga, no como una prebenda. Y aunque no se niega que haya habido abusos, lo cierto es que, durante siglos, el régimen político español fue capaz de mantener unido un vasto imperio gracias a un principio superior: la unidad de fe, ley y cultura.
Hoy, en cambio, los movimientos de izquierda —todos ellos herederos, en mayor o menor medida, del racionalismo ilustrado y del materialismo revolucionario— no logran articular un proyecto común. Cada facción busca su propio interés, su propia agenda, su propio botín. Se han perdido los grandes relatos fundacionales, y con ellos la noción de bien común. De ahí que el Estado, lejos de ser garante de justicia y promotor del orden, se haya convertido en un campo de disputa facciosa.
Conclusión: no el árbol, sino el bosque
Lo que estamos presenciando no es un simple “desliz” de un joven inexperto. Es el síntoma de una enfermedad más profunda: la pérdida de sentido del deber, de la jerarquía y del orden social. No se trata de justificar su conducta, sino de comprenderla en su contexto. Y ese contexto es el de una sociedad que ha olvidado que la adultez no consiste simplemente en tener mayoría de edad, sino en asumir responsabilidades, servir al bien común y aspirar a la virtud.
Criticar al muchacho es fácil; mucho más difícil es asumir nuestra parte de responsabilidad. Mientras no cambiemos el paradigma educativo, mientras no restablezcamos una cultura del deber y del mérito, mientras no exijamos a nuestros representantes altura moral e intelectual, seguiremos viendo en el poder a quienes no están preparados para ejercerlo. No culpemos al árbol caído. Miremos el bosque que lo rodea. Porque ese bosque —seamos honestos— lo hemos plantado entre todos.