Filioque

 Revisión breve

La cuestión del Filioque, es decir, la adición de la frase «y del Hijo» al Credo niceno-constantinopolitano para expresar que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, ha generado controversia entre Oriente y Occidente desde la Edad Media. No obstante, es un error histórico afirmar que esta cláusula haya sido condenada como herejía en los primeros concilios ecuménicos o por papas como León III o Juan VIII. Por ejemplo, el Concilio de Laodicea, celebrado en el siglo IV, nunca abordó esta cuestión, dado que el Filioque no formaba parte de la formulación trinitaria original ni era objeto de debate en ese tiempo; atribuirle una condena en dicho concilio es un anacronismo y una falsedad histórica.

En el siglo IX, la relación entre Roma y Constantinopla se vio seriamente afectada por la controversia surgida con el patriarca Focio, quien fue designado de manera controvertida y rápidamente excomulgó a su predecesor, lo que llevó a una fuerte fractura eclesial. La disputa se intensificó especialmente por la cuestión del Filioque, que Focio rechazaba como una innovación teológica ilegítima y una alteración del Credo niceno-constantinopolitanoAnte esta crisis, el papa Juan VIII (pontificado 872-882) emprendió un camino hacia la reconciliación. En las actas de su correspondencia y de los sínodos que se llevaron a cabo, se reflejan esfuerzos claros para restablecer la comunión y evitar un cisma mayor. Juan VIII mantuvo la doctrina católica sobre la procesión del Espíritu Santo “del Padre y del Hijo”, pero mostró una notable prudencia pastoral al aceptar que las iglesias orientales pudieran mantener la fórmula original del Credo, sin la cláusula Filioque, en su liturgia, con el fin de preservar la unidad y evitar rupturas.

Las actas y documentos diplomáticos de este período indican que:

Se acordó una tolerancia mutua respecto al uso litúrgico del Filioque: mientras Roma afirmaba la validez teológica del Filioque, se aceptaba que las iglesias orientales recitaran el Credo sin esa cláusula.

Hubo un reconocimiento formal de la autoridad papal por parte de Focio, aunque limitado y condicionado; esto no implicó una sumisión completa, sino un gesto diplomático para evitar la ruptura definitiva. 

En cuanto a la excomunión mutua, las actas reflejan un levantamiento tácito o implícito de las sanciones, no siempre con documentos formales y explícitos que declararan retractaciones completas de las partes.

En este sentido, la reconciliación fue parcial y temporal: se logró evitar un cisma abierto y duradero en ese momento, pero las diferencias teológicas y políticas permanecieron latentes. Focio nunca renunció plenamente a sus críticas, y las tensiones resurgieron posteriormente, desembocando en el cisma formal de 1054. Las actas y documentos sobre la reconciliación de Juan VIII con Focio muestran un esfuerzo diplomático y pastoral por mantener la unidad eclesial a pesar de las divergencias teológicas y jurisdiccionales. No obstante, esta reconciliación fue incompleta y efímera, sin una retractación formal y definitiva de excomuniones ni una resolución total del conflicto doctrinal.

El Filioque tiene sus raíces en los debates teológicos iniciados ya en los primeros siglos de la Iglesia, aunque su formulación explícita y su inclusión en el Credo se desarrollaron posteriormente. La idea de que el Espíritu Santo procede también del Hijo no es una invención medieval, sino que puede rastrearse a textos y concilios de la antigüedad cristiana. Desde el siglo IV, varios Padres de la Iglesia latina, como San Ambrosio de Milán, San Agustín de Hipona y San Cirilo de Alejandría, afirmaron en sus escritos la doble procesión del Espíritu Santo, entendida como expresión de la unidad y relación intratrinitaria entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. San Agustín (354-430), en particular, defendió explícitamente que el Espíritu Santo procede «del Padre y del Hijo» (ex Patre Filioqueque procedit), sentando así una base doctrinal para la futura fórmula.

La incorporación del Filioque en el Credo litúrgico comenzó a manifestarse en Occidente desde el siglo VI, especialmente en regiones como Hispania y Francia. Inicialmente, se añadió en confesiones locales como respuesta contra herejías que negaban la divinidad del Espíritu Santo, particularmente el macedonianismo o pneumatomachianismo, que sostenía que el Espíritu no era consustancial con el Padre y el Hijo. En consecuencia, la cláusula «y del Hijo» servía para subrayar la igualdad y unidad de las tres Personas divinas.

El primer testimonio documental de la inclusión del Filioque en un símbolo de fe litúrgico aparece en el Símbolo de Toledo (589), redactado para la reconciliación de la Iglesia visigoda con Roma. Posteriormente, la expresión se difundió por Europa occidental, hasta que en el siglo IX se adoptó oficialmente en la liturgia romana, momento en que comenzaron las controversias con la Iglesia oriental. Así, la doctrina del Filioque tiene un origen antiguo y fundamento patrístico que se remonta al siglo IV, aunque su inserción como parte integrante del Credo occidental se consolidó entre los siglos VI y IX. Esta evolución refleja tanto el desarrollo doctrinal de la Iglesia latina como las respuestas pastorales a las controversias teológicas de la época.

La inserción del Filioque en el Credo no fue una iniciativa original de ningún Concilio Ecuménico, sino un desarrollo teológico surgido en defensa contra herejías como el arrianismo y el macedonianismo, que cuestionaban la divinidad y procedencia del Espíritu Santo. La Iglesia latina comenzó a añadir la cláusula para afirmar la igualdad y unidad de las Personas divinas dentro de la Trinidad, destacando que el Espíritu Santo procede no solo del Padre sino también del Hijo. Esta práctica se difundió regionalmente desde el siglo VI y se consolidó en Occidente en siglos posteriores, mientras que la Iglesia oriental mantuvo la fórmula original sin esta adición. La discrepancia sobre esta cláusula, basada en diferencias lingüísticas, teológicas y eclesiológicas, se convirtió en un punto de conflicto que contribuyó a la ruptura definitiva entre las Iglesias de Oriente y Occidente en el siglo XI. Por tanto, la polémica del Filioque no es solo una disputa doctrinal abstracta, sino que refleja complejas circunstancias históricas y pastorales que influyeron en la percepción y uso de esta expresión teológica.

El cisma provocado por Focio en el siglo IX marcó un momento crítico en las relaciones entre Oriente y Occidente, anticipando la división definitiva de 1054. Focio, patriarca de Constantinopla, rechazó vehementemente la inclusión del Filioque en el Credo, considerándola una innovación herética y una violación de la tradición ecuménica, además de denunciar la intromisión de Roma en asuntos orientales. Esta confrontación derivó en un intercambio de excomuniones y acusaciones, afectando la comunión eclesial. Sin embargo, la ruptura no fue irreversible; durante el pontificado de Juan VIII, se emprendieron esfuerzos diplomáticos para sanar la fractura, promoviendo una solución basada en la tolerancia litúrgica y el respeto mutuo, aceptando que en las Iglesias orientales se recitase el Credo sin el Filioque, sin negar la doctrina católica sobre la procesión del Espíritu Santo. Esta reconciliación mostró la capacidad de la Iglesia para dialogar y buscar la unidad sin sacrificar la verdad esencial. Aunque no resolvió completamente las diferencias que condujeron al cisma final, estableció un precedente valioso para el ecumenismo posterior y para la comprensión mutua entre las tradiciones latina y griega. Así, el cisma de Focio y su atenuación reflejan la complejidad histórica en la que tensiones doctrinales y políticas coexistieron con el deseo constante de mantener la comunión entre las Iglesias.

Por su parte, el papa León III, en el siglo IX, lejos de condenar el Filioque, lo defendió como verdad teológica legítima, aunque aconsejó no imponer su inclusión en la liturgia oriental para evitar conflictos con los cristianos orientales. Su prudente medida pastoral reflejaba el deseo de preservar la unidad sin sacrificar la integridad doctrinal, como evidencia la inscripción en plata que mandó colocar en San Pedro con el texto del Credo con y sin Filioque. De este modo, León III afirmó la validez de la doctrina sin convertir su uso litúrgico en imposición, pero nunca condenó la cláusula como herética.

En cuanto a Juan VIII, su pontificado estuvo marcado por intentos de reconciliación con Constantinopla en medio de las tensiones provocadas por Focio. Aunque en sus comunicaciones aceptó la posibilidad de recitar el Credo sin el Filioque para facilitar la unidad, jamás negó la doctrina católica de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Por lo tanto, no emitió condena alguna contra el Filioque; su postura fue un gesto diplomático para evitar la ruptura, manteniendo la ortodoxia católica.

Es importante destacar que, a lo largo de la historia de la Iglesia católica, ningún concilio ecuménico ni autoridad papal ha condenado la doctrina del Filioque como herética. Por el contrario, la teología latina la ha afirmado consistentemente, y el Concilio de Florencia (siglo XV) la definió dogmáticamente. La acusación de herejía contra el Filioque proviene exclusivamente de la tradición ortodoxa oriental, que lo considera una innovación y alteración indebida del Credo original, pero esta valoración no corresponde con la historia ni con el magisterio católico.

La supuesta condena del Filioque atribuida al Concilio de Laodicea, a León III o a Juan VIII carece de fundamento histórico y doctrinal. Por el contrario, estos momentos revelan la complejidad y prudencia con que la Iglesia latina ha manejado la cuestión, defendiendo la verdad teológica y buscando la unidad con la Iglesia oriental. La polémica sobre el Filioque debe entenderse en su contexto histórico justo, no como herejía condenada por la Iglesia católica, sino como una legítima expresión doctrinal que sigue siendo motivo de diálogo ecuménico.

Es importante señalar que, a lo largo de la historia de la Iglesia católica, ningún concilio ecuménico ni autoridad papal ha condenado la doctrina del Filioque como herética. Por el contrario, la teología latina ha afirmado consistentemente esta verdad, y el Concilio de Florencia en el siglo XV la definió dogmáticamente. En cuanto a los papas León III y Juan VIII, ambos aceptaron y confirmaron los cánones de los concilios ecuménicos, especialmente los de Nicea y Constantinopla, sin rechazar la autoridad de estos, sino que defendieron la doctrina del Filioque dentro de ese marco canónico. La acusación de herejía contra el Filioque proviene exclusivamente de la tradición ortodoxa oriental, que lo considera una innovación y una alteración indebida del Credo original, pero esta valoración no se corresponde con la historia y el magisterio católico.

Galo Guillermo Farfán Cano,
Laico de la Santa Romana Iglesia.

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