Ecumenismo
Reflexión
¿Es posible el ecumenismo fuera de la Iglesia Católica?
Es legítimo preguntarse hoy, con seriedad y sin eufemismos, si existe algo que pueda llamarse verdaderamente ecumenismo fuera de la Iglesia Católica. Esta no es una pregunta retórica ni un ejercicio teológico abstracto, sino una interrogación nacida de la experiencia diaria de ver cómo muchos católicos bienintencionados, al tratar de dialogar con ortodoxos o protestantes, se encuentran frente a un muro infranqueable de convicciones erradas, dogmatismos heréticos y rechazos sistemáticos al Magisterio romano. Y aun cuando el trato sea cordial y las palabras educadas, la sustancia de la fe permanece en abierta oposición. En muchos casos, estas interacciones no producen frutos de unidad, sino una dolorosa constatación: el otro no busca la verdad, sino confirmar su error.
El discurso ecuménico posterior al Concilio Vaticano II fue impulsado por un deseo noble y sincero: que todos los que creen en Cristo puedan volver a la unidad visible de la Iglesia. Sin embargo, este impulso, que la Iglesia nunca entendió como una capitulación doctrinal, fue interpretado por muchos —dentro y fuera— como una especie de “reconocimiento mutuo”, como si todas las denominaciones cristianas fueran legítimas expresiones del único cristianismo. Y esto, sencillamente, es falso. Cristo fundó una sola Iglesia, visible, jerárquica y doctrinalmente unida, y esa Iglesia es la Católica, que conserva la sucesión apostólica, los sacramentos válidos, la Sagrada Tradición y el Magisterio infalible asistido por el Espíritu Santo. Toda forma de comunión cristiana que no esté en plena unión con esta Iglesia está objetivamente en estado de ruptura, aunque subjetivamente haya grados de ignorancia invencible o recta intención. Y aquí radica el núcleo del problema: el ecumenismo solo puede ser auténtico si se orienta a la conversión, no al compromiso doctrinal.
Al observar los debates actuales, sobre todo en medios digitales, uno no puede dejar de notar una forma de “activismo apologético” que, con el pretexto de defender la fe, cae en un espectáculo vacío. Algunos católicos se apresuran a debatir con protestantes conocidos o apologistas mediáticos de otras confesiones, no para atraerlos a la verdad, sino para lucirse ante el público, creyendo que con refutar al otro están ya cumpliendo su misión. Otros, por el contrario, en nombre de una falsa caridad, suavizan las diferencias, omiten los dogmas y se prestan a encuentros que no producen ni unidad ni claridad, sino una confusión mayor. Y mientras esto ocurre, los fieles comunes —los niños, los jóvenes, los adultos mal catequizados— siguen creciendo sin conocer su fe, sin entender el valor de los sacramentos, sin amar la liturgia, sin comprender la centralidad del Papado ni la naturaleza misma de la Iglesia. Así, mientras se busca inútilmente la unidad con los que ya están fuera, se deja que se desintegre la unidad interna, la que debe ser prioritaria.
La experiencia enseña, además, que tanto los protestantes como los ortodoxos suelen tener una visión cerrada y excluyente de su propia confesión. El ortodoxo rechaza con tenacidad la primacía del Papa y mira con desprecio la teología occidental, sin darse cuenta de que su alejamiento de Roma ha estancado su desarrollo doctrinal y ha dejado su eclesiología herida de parcialidad. El protestante, por su parte, considera al catolicismo como una corrupción idolátrica, una religión caída, y cuando cede algo, lo hace desde un relativismo que niega la posibilidad misma de un Magisterio verdadero. Y si por momentos parecen aproximarse, no es por conversión sincera, sino por conveniencia táctica: cuando el enemigo común es el islam, el secularismo o la ideología de género, entonces se acercan a Roma, no para abrazarla, sino para usar su peso institucional. Apenas desaparece la amenaza común, se vuelve al rechazo, a la burla, a la crítica virulenta.
En este panorama, los hechos históricos deben ser rescatados con precisión, porque han sido tergiversados al servicio de una leyenda negra. Se acusa a la Iglesia Católica de haber perseguido y matado protestantes, de haber impuesto la fe por la fuerza, de haber quemado herejes sin compasión. Pero la realidad muestra lo contrario: las llamadas “guerras de religión” fueron más bien guerras civiles alimentadas por intereses políticos, territoriales y dinásticos. Los príncipes protestantes usaron la religión como pretexto para quebrar la unidad del Imperio o del Reino y expandir su dominio. La Inquisición, tan calumniada, fue un tribunal jurídico con garantías que superaban las de su época, y los excesos que hubo no fueron la norma, sino la excepción. De hecho, fue el protestantismo, en muchos lugares, el que impuso con violencia su doctrina, destruyendo iglesias, profanando altares, y asesinando a católicos que no se sometían a la nueva fe impuesta por el príncipe de turno. Esta verdad, aunque incómoda, debe decirse.
Todo esto obliga a repensar el papel de la Iglesia hoy. ¿Debe seguir promoviendo un ecumenismo que no da frutos visibles? ¿No es más urgente formar a los propios fieles, devolverles el sentido de pertenencia, enseñarles con claridad y profundidad la doctrina, la moral y la liturgia? La caridad hacia los separados no se manifiesta en el silencio cómplice ni en el diálogo vacío, sino en el testimonio claro de la verdad. No se trata de despreciar a quienes están fuera, sino de mostrarles —con la firmeza de la doctrina y la dulzura de la caridad— que solo en la Iglesia Católica está la plenitud de los medios de salvación. Y si muchos la rechazan, no es culpa de la Iglesia, sino de la dureza de sus corazones o de la ignorancia heredada.
El ecumenismo, por tanto, solo es posible desde la Iglesia Católica y hacia la Iglesia Católica. No hay verdadero ecumenismo entre errores, ni puede construirse la unidad sobre el relativismo o la omisión doctrinal. La Iglesia no está llamada a pactar con el error, sino a atraer a todos hacia la verdad, que es Cristo, presente en su Cuerpo Místico y visible en la Iglesia Católica. Esa es la única vía honesta, fecunda y conforme a la voluntad divina. Lo demás —por más buena intención que tenga— es ilusión estéril o concesión peligrosa.