Del Nominalismo a la Autodeificación del Pensamiento: Ockham, Lutero y Hegel

 Análisis 

El pensamiento moderno, en su deriva más profunda, puede rastrearse desde la fractura provocada por el nominalismo de Guillermo de Ockham hasta la sistematización idealista de Hegel. En este trayecto, que no es una línea recta sino una pendiente progresiva, se observa una constante: el progresivo desplazamiento del ser como fundamento del conocimiento hacia el sujeto como origen del sentido. Este desplazamiento no fue un accidente ni una mera innovación técnica; fue la consagración de una ruptura ontológica que acabó por minar los fundamentos mismos de la filosofía, de la teología e incluso del lenguaje. 

Ockham negó la existencia real de los universales, reduciéndolos a simples nombres sin fundamento ontológico. De este modo, destruyó la posibilidad de que el intelecto humano pudiera alcanzar una verdad objetiva y universal que se fundara en la esencia real de las cosas. La inteligencia ya no capta el ser sino que organiza nombres según una utilidad pragmática. La consecuencia inmediata de este planteamiento es que la relación entre pensamiento y realidad queda comprometida. Ya no hay adecuación entre el intelecto y el ser, sino una convención lingüística o una costumbre empírica. Este veneno filosófico, introducido subrepticiamente en la Edad Media tardía, terminó por dar sus frutos en la ruptura religiosa de Martín Lutero. 

El protestantismo, heredero espiritual del nominalismo, niega que la razón humana pueda alcanzar verdades divinas. Para Lutero, el intelecto está oscurecido por el pecado y es incapaz de comprender a Dios. Solo la fe salva, pero una fe entendida ya no como asentimiento racional a una verdad revelada, sino como un acto interior de convicción subjetiva. La fe no es un contenido objetivo que se acoge, sino una certeza interior que se impone sin mediación. El alma, sola ante Dios, sin Iglesia, sin tradición, sin razón, se convierte en el único criterio. 

Se trata, en el fondo, de una intuición privada, de un sentir interior que excluye cualquier medida externa. De ahí que en el protestantismo no haya unidad doctrinal posible: donde cada conciencia se convierte en intérprete absoluto, la verdad se disuelve en multiplicidad. La Reforma protestante no sólo quebró la unidad eclesial; quebró también la confianza en la razón como instrumento de acceso al ser y a Dios. Ya no hay verdad objetiva, sino experiencias espirituales individuales que no se comunican entre sí salvo por coincidencia emocional. 

Este mismo espíritu será llevado al terreno de la filosofía por René Descartes. Con él, la modernidad consuma su giro copernicano: ya no se parte del ser para conocer, sino del pensamiento mismo. El cogito ergo sum no es simplemente una constatación de conciencia; es la instauración de una nueva metafísica en la cual el pensamiento se vuelve el fundamento del ser conocido. Descartes cree poder reconstruir el mundo desde la evidencia interna del pensar, pero al hacerlo clausura al sujeto en sí mismo. Todo lo demás —Dios, el mundo, el otro— debe ser probado a partir del yo que piensa. Este escepticismo fundacional es hijo directo del nominalismo y del subjetivismo protestante. 

Aunque Descartes aún afirme la existencia de Dios como garantía de verdad, lo hace como consecuencia de una deducción que parte del pensamiento, no del ser. El pensamiento ya no se adecua al ser, sino que exige que el ser se justifique ante la evidencia del pensar. Lo que Lutero hizo con la fe, Descartes lo hace con la razón: la interioriza, la subjetiviza, la emancipa de toda medida objetiva. A partir de aquí, la filosofía moderna será una larga batalla para justificar la posibilidad del conocimiento en un mundo donde el sujeto se ha hecho absoluto. 

Kant heredará esta crisis y tratará de salvar la objetividad del conocimiento delimitando su alcance. Pero en lugar de retornar al realismo, reforzará la autonomía del sujeto. Para él, no conocemos las cosas en sí mismas, sino los fenómenos tal como aparecen configurados por las estructuras del entendimiento. El sujeto no recibe pasivamente el ser, sino que lo organiza activamente. El objeto se conforma a las categorías del pensamiento. La verdad ya no es adecuación al ser, sino coherencia interna del sistema perceptual. 

Esta revolución epistemológica implica, en el fondo, una abdicación: renunciar al ser como principio de conocimiento, y sustituirlo por una estructura trascendental que no remite a nada fuera de sí. Lo que era intuición sensible organizada por el entendimiento en Kant, se convertirá en intuición intelectual, en Fichte, Schelling y Hegel. 

Ya no se trata simplemente de cómo conocemos el fenómeno, sino de cómo el pensamiento genera la realidad misma. Fichte dará el paso decisivo al afirmar que el Yo se autopone a sí mismo y pone al No-Yo como oposición necesaria. La intuición intelectual es el acto por el cual el Yo capta directamente su propia actividad como fundamento absoluto. No hay ser dado; hay autoproducción del pensamiento. Schelling hablará de una identidad absoluta entre sujeto y objeto, captada en una experiencia interior que no es discursiva ni empírica, sino inmediata. Y Hegel llevará esta lógica a su culminación dialéctica: la verdad es el proceso mismo por el cual el pensamiento se despliega en contradicción, superación y síntesis

Lo contradictorio ya no es un error, sino el motor del ser. Se destruye así el principio de no contradicción, se vacía el principio de identidad, y se ignora el tercero excluido. La intuición intelectual se convierte en el sustituto místico de la razón, una suerte de iluminación interna que justifica el sistema desde dentro, sin remisión al ser real. 

El pensamiento se absolutiza, el ser se diluye, y la verdad se convierte en coherencia del proceso. Se ha llegado al extremo lógico del nominalismo: ya no hay universales reales, ni esencias, ni verdades permanentes. Todo fluye en el devenir del pensamiento que se contempla a sí mismo como absoluto. 

Esta trayectoria, que va de Ockham a Hegel pasando por Lutero, Descartes y Kant, no es una historia del progreso del saber, sino una cadena de rupturas cada vez más profundas con la realidad, con el ser y con Dios. La razón se ha vuelto inmanente, incapaz de trascenderse; la fe ha sido reducida a experiencia subjetiva; y la filosofía ha dejado de ser amor a la verdad para convertirse en construcción de sentido interno. 

Frente a esto, la tradición realista —especialmente en su expresión tomista— afirma con firmeza que el conocimiento es posible porque el ser es inteligible, y que la verdad no es un producto del sujeto, sino la adecuación de la inteligencia a la realidad. Solo volviendo al ser como principio, y a la razón como apertura a lo dado, podrá la filosofía recuperar su dignidad y su misión originaria.

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