Adventismo del 7mo. día
Análisis
¿Y si no era así?
El adventismo del séptimo día nace del fracaso de una predicción apocalíptica errónea: el retorno de Cristo en 1844. Lejos de abandonar la estructura que condujo a ese error, sus fundadores reinterpretaron el evento, afirmando que Jesús había iniciado en ese año un “juicio investigador” en el cielo. Esta doctrina, nunca antes enseñada en la historia cristiana, fue asumida sin base bíblica ni autoridad apostólica. Desde entonces, la denominación ha desarrollado un sistema teológico propio, centrado en tres pilares: el sábado como señal del verdadero pueblo de Dios, el juicio investigador como clave de la salvación, y la autoridad profética de Ellen G. White como guía infalible de interpretación.
Sin embargo, estas doctrinas no resisten una revisión seria, ni desde la Sagrada Escritura ni desde la razón. El sábado, aunque fue parte de la ley mosaica, no fue impuesto a los cristianos por Cristo ni por los apóstoles. La Iglesia nacida en Pentecostés celebra el domingo no por tradición humana, sino por el acontecimiento de la Resurrección, que inaugura la nueva creación. El juicio de Dios no es un proceso administrativo oculto en el cielo, sino un evento escatológico que ocurrirá cuando Cristo vuelva en gloria. Y respecto a Ellen G. White, ningún cristiano —y ninguna Iglesia legítima— puede fundar su fe en las visiones de una mujer que sufrió episodios traumáticos desde la adolescencia y cuyas obras contienen plagios, contradicciones doctrinales y afirmaciones corregidas posteriormente por la propia Iglesia adventista.
Lo que el adventismo llama “restauración” es, en realidad, una ruptura con la continuidad del cristianismo. Durante más de dieciocho siglos, ningún cristiano fiel —ni mártir, ni monje, ni concilio— enseñó las doctrinas centrales del adventismo. No las enseñaron San Ignacio de Antioquía, ni San Agustín, ni San Ireneo, ni Santo Tomás de Aquino. Ninguno de los Padres de la Iglesia creía que el sábado era obligatorio, que el alma dormía después de la muerte o que los impíos serían aniquilados. La Iglesia que transmitió la fe desde los apóstoles —la Iglesia una, santa, católica y apostólica— jamás dejó de existir, y jamás necesitó ser reconstruida por nadie.
Muchos adventistas sinceros creen en Cristo, oran con devoción, leen la Biblia y buscan vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Pero esa sinceridad no justifica el error doctrinal. Amar a Dios requiere también amar la verdad. Y la verdad no se impone por visiones, ni por cálculos proféticos, ni por instituciones modernas. La verdad se entrega en Cristo, y Cristo se entrega por medio de su Iglesia. Solo una Iglesia puede decir legítimamente: “Te bautizo”, “Yo te absuelvo”, “Este es mi cuerpo”, “Te perdono en nombre de Cristo”, y esa Iglesia no puede haber surgido en el siglo XIX. Es la misma Iglesia que desde el siglo I celebra la Eucaristía, venera a los mártires, conserva la fe apostólica y proclama a Cristo resucitado.
Si has leído esto con el corazón abierto, si has sentido dudas razonables sobre lo que creíste por años, no temas. Dios no te abandona por preguntar, ni por buscar. Al contrario, la verdad no contradice la fe: la perfecciona. Pregúntate con libertad interior: ¿puede Dios fundar su Iglesia sobre una profecía fallida? ¿Puede la fe verdadera depender de visiones privadas? ¿Es el cristianismo una serie de reglas dietéticas, calendarios y rituales sabáticos, o una vida nueva en Cristo, unida a su Cuerpo, que es la Iglesia?
Cristo no necesita volver a fundar su Iglesia porque nunca la dejó. No necesitas seguir interpretaciones modernas para conocer la verdad: ya fue revelada, custodiada y predicada desde hace dos mil años. Y aún está viva.
Regresar a la Iglesia católica no es traicionar a Dios. Es obedecerlo con más profundidad. Es reconocer que su promesa se cumple: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Si Cristo no ha mentido, entonces su Iglesia no desapareció. Y si su Iglesia no desapareció, no puede haber comenzado de nuevo en 1844.