Unitas

  Reflexión 

Sobre la imposibilidad de una unidad aparente y la necesidad de una comunión real en la verdad revelada.

La unidad de los cristianos es, sin duda, uno de los anhelos más nobles que pueden habitar el corazón de quienes han sido regenerados por el bautismo y confiesan, con sinceridad y amor, a Jesucristo como Señor. Y sin embargo, también es —cuando no se la comprende rectamente— uno de los peligros más sutiles para la integridad de la fe. Porque no toda unidad es buena, ni toda división es injusta. La unidad por sí misma, sin la verdad, puede convertirse en un ídolo: un espejismo de comunión, hueco de contenido, que en nombre del diálogo sacrifica lo no negociable de la fe. Es por eso que urge hablar con claridad: por muy bien intencionados que sean los esfuerzos por reunir a todos los cristianos bajo un mismo ideal de comunión visible, existe una imposibilidad estructural de lograrlo en el ámbito protestante. No por falta de caridad —que sí existe en muchos—, ni por mala voluntad —que en algunos ni siquiera se presenta—, sino por una raíz epistemológica profundamente individualista y subjetivista que impide toda unidad auténtica.

Cada protestante, en última instancia, es su propio pontífice. Cada denominación —por histórica o reciente que sea— opera como una autoridad doctrinal autónoma, sin un magisterio superior, sin una tradición vinculante, sin una jerarquía con autoridad para definir, corregir o declarar. El principio de “Sola Scriptura” se ha vuelto, en la práctica, un “solus ego interpretor”, una exaltación del juicio privado por encima de toda autoridad eclesial. Y eso hace imposible, desde su mismo fundamento, cualquier proyecto de unidad real. No existe “el protestantismo” como sujeto teológico único: existe una multitud de confesiones, en conflicto muchas veces entre sí, que niegan la posibilidad misma de una voz común vinculante. Por eso, mientras no haya una conversión profunda —una metanoia intelectual y doctrinal que los lleve a reconocer que Cristo fundó una sola Iglesia visible, con autoridad real y sacramental—, no puede haber comunión plena, ni siquiera en lo esencial.

Con los hermanos ortodoxos, la situación cambia notablemente. Aquí no se trata de una fractura de raíz epistemológica, sino de una herida eclesiológica histórica. Ellos conservan la sucesión apostólica, la Eucaristía verdadera, el sentido sacramental de la liturgia, el amor a la Virgen como Theotokos, y la fidelidad a los Padres. Pero el gran obstáculo permanece: el rechazo al primado petrino. No se trata, como a veces alegan, de una cuestión disciplinaria, ni de una diferencia de énfasis cultural entre Oriente y Occidente. Se trata del principio mismo de unidad visible querido por Cristo. Porque el primado de Pedro no es una invención romana ni una imposición imperial, sino un dato revelado por el Evangelio. El que dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18), también dijo: “confirma a tus hermanos” (Lc 22,32) y “apacienta mis ovejas” (Jn 21,17). Negar eso es negar una parte constitutiva del plan de Dios para su Iglesia. Por eso, la verdadera unidad con los ortodoxos solo será posible cuando ese “yo no serviré” se convierta en un “hágase en mí según tu palabra”, no como sumisión humana, sino como acto de obediencia eclesial al designio de Cristo.

Y es que, les guste o no, todos —católicos, ortodoxos y protestantes— giran en torno a la figura del Romano Pontífice. Para los católicos, como principio de unidad visible y vicario de Cristo en la tierra. Para los protestantes, como símbolo negativo sobre el cual definen lo que no son: su rechazo a Roma es, muchas veces, el núcleo constitutivo de su identidad. Y para los ortodoxos, como advertencia de lo que no quieren que sus patriarcas lleguen a ser, aunque de hecho algunos hayan caído ya en dinámicas centralistas y nacionalistas más autoritarias aún que las que atribuyen a Roma. Esta paradoja eclesiológica —que todos, incluso los que lo niegan, acaben refiriéndose al Obispo de Roma como punto de referencia— revela una verdad incómoda: que en él subsiste, por designio divino, el ministerio visible de la unidad eclesial.

Por eso, no es posible una “unidad” sin conversión a la verdad. No basta con rezar juntos o firmar declaraciones comunes. No se puede edificar comunión real cuando no se cree lo mismo, cuando no se celebran los mismos sacramentos válidos, cuando no se acepta la misma autoridad magisterial. El relativismo teológico no puede ser el camino hacia la unidad; es su negación. Desde una filosofía realista, que reconoce la existencia de una verdad objetiva, una doctrina revelada por Dios, un orden jerárquico establecido por Cristo, toda propuesta de unidad que relativiza los dogmas es una claudicación inaceptable. La verdad no puede fragmentarse ni negociarse. O es la verdad entera, o no es la verdad. Y la Iglesia no puede renunciar a ninguno de sus dogmas sin mutilarse, porque los dogmas son formulaciones necesarias de la fe transmitida por los apóstoles y asistida por el Espíritu Santo.

Así, resulta claro que no se trata de un capricho romano ni de una inflexibilidad pastoral. Se trata de una imposibilidad ontológica: la Iglesia no puede dejar de ser lo que es. No puede negar lo que ha definido como verdad revelada. No puede permitir que se coloque en el mismo nivel el error y la verdad. No puede ceder ante la confusión con tal de agradar al mundo o a los hermanos separados. Porque su misión no es agradar, sino salvar. Y la salvación requiere verdad. Como escribió León XIII "Jesús quiso que la unidad de la fe existiese en su Iglesia; pues la fe es el primero de todos los vínculos que unen al hombre con Dios, y a ella es a la que debemos el nombre de fieles" de esto podemos decir en continuidad, que “la unidad de la fe es necesaria para la unidad de la Iglesia, y no puede existir sin ella”.

Ahora bien, frente a esta imposibilidad estructural de unidad con los protestantes, y las condiciones aún no cumplidas con los ortodoxos, los cristianos de buena voluntad no deben desesperar, sino comprender. Porque aunque la unidad plena aún no se ha dado, existe un ámbito en el cual todos podemos y debemos colaborar: la defensa común de la fe ante la amenaza externa que representa el islam. Mientras los cristianos sigan divididos, el islam —que sí se presenta como una unidad doctrinal y política, aunque falsa— avanza sobre nuestros países, nuestras leyes, nuestras familias, nuestras conciencias. Si no podemos aún celebrar juntos la Eucaristía, al menos que podamos estar juntos en la defensa del Nombre de Cristo, ante quienes lo niegan con violencia. No es ecumenismo ingenuo; es estrategia de supervivencia espiritual. Es tiempo de que los cristianos comprendan que el enemigo no está entre nosotros, sino fuera, en aquellos que niegan la divinidad del Hijo, que rechazan la cruz como escándalo, y que buscan someter la fe al poder temporal.

Por eso, unidad sí, pero en la verdad. Comunión sí, pero sobre la roca de Pedro. Diálogo sí, pero sin renuncia. Y resistencia común, mientras llega la hora —que solo Dios conoce— en que, por gracia, todos los cristianos vuelvan a reconocerse en la única Iglesia que Él fundó, para gloria del Padre, en Cristo, por el Espíritu.

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