Trinidad y el Islam

 Análisis


Cuando Cristo dijo: “el Padre es mayor que yo” (Jn 14,28), no estaba afirmando una inferioridad ontológica, ni negando su divinidad, sino expresando con total fidelidad a la verdad revelada el misterio de su misión como Hijo encarnado, en estado de obediencia y humillación voluntaria. Estas palabras, como muchas otras pronunciadas por el Verbo en los días de su carne, deben ser leídas a la luz de toda la economía de la salvación, y no según una lógica plana, materialista o meramente literal. La Escritura no se contradice, pero exige ser leída con el mismo Espíritu con el que fue escrita. San Pablo, en su carta a los Filipenses, ya había expresado este misterio con claridad doctrinal insuperable: Cristo Jesús, siendo en forma de Dios, no consideró como usurpación el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y hallado en la condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2,6–8).

Cuando, pues, Cristo dice que el Padre es mayor que Él, lo afirma no en cuanto Dios eterno e igual al Padre, sino en cuanto hombre obediente que ha asumido nuestra condición sin dejar de ser lo que es por naturaleza. Esta interpretación ha sido confirmada una y otra vez por los Padres de la Iglesia, especialmente por san Agustín, quien distingue con precisión entre las expresiones que se refieren al Cristo eterno y las que se refieren al Cristo encarnado. El Verbo eterno es igual al Padre; el Verbo hecho carne manifiesta su obediencia y sumisión, no porque carezca de divinidad, sino porque, al hacerse hombre, ha querido vivir plenamente la condición de siervo. Decir, por tanto, que el Padre es mayor que el Hijo como si esto implicara desigualdad ontológica o inferioridad sustancial, es caer en la herejía arriana, que fue justamente condenada por el Concilio de Nicea. Cristo es consustancial al Padre, homoousios, no subordinado ni creado.

Es necesario, entonces, distinguir cuidadosamente entre la Trinidad inmanente y la Trinidad económica. La primera se refiere a la vida interna de Dios: el Padre engendra eternamente al Hijo, y de ambos procede el Espíritu Santo; los tres son uno en esencia, igual en eternidad, en gloria, en majestad. La segunda, en cambio, es la manifestación de la Trinidad en el tiempo, en la historia de la salvación. Aquí vemos al Padre enviar al Hijo, y al Hijo enviar al Espíritu Santo. Pero esta diferencia de envío no implica desigualdad, sino solo distinción de personas y de misiones. El Hijo, al encarnarse, se hace obediente al Padre no porque sea inferior, sino porque así cumple la redención. Por tanto, cuando habla desde su humanidad, lo hace como verdadero hombre, no dejando de ser verdadero Dios, pero expresando su misión en términos que revelan su amor obediente.

Algo similar debe afirmarse respecto a las palabras de Cristo cuando dice: “Pero de aquel día y de aquella hora, nadie sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mc 13,32). Este texto ha sido fuente de confusión para muchos, pero no para la Iglesia, que ha explicado desde antiguo su verdadero sentido. En primer lugar, debe recordarse que Cristo, como Verbo eterno, posee la plenitud del conocimiento. Él es la Sabiduría del Padre, la Palabra que todo lo ilumina. Nada le es oculto en cuanto a su divinidad. Pero también es verdadero hombre, y su alma humana, unida hipostáticamente al Verbo, posee la ciencia beatífica, es decir, la visión inmediata de Dios, desde el momento de su concepción. Por tanto, en cuanto hombre, tampoco puede ignorar nada que pertenezca al plan divino, pues todo le ha sido dado. Lo que Cristo hace al pronunciar estas palabras no es declarar ignorancia real, sino humildemente reconocer que no está en su misión revelar ese momento. El Hijo no lo sabe “para comunicárnoslo”, como diría Santo Tomás de Aquino, no porque lo ignore en sí, sino porque el Padre ha dispuesto que no se anuncie. Es una forma de hablar que subraya su obediencia y su fidelidad al designio divino, no una confesión de ignorancia.

Esta interpretación está confirmada por la tradición de la Iglesia. El Concilio Lateranense IV afirmó que el Verbo posee toda la omnisciencia del Padre, sin restricción alguna. El alma de Cristo, por su unión con la Persona divina, goza de la ciencia infusa y de la ciencia beatífica. Por tanto, no se puede decir que el Hijo, ni siquiera en su humanidad, ignore el día ni la hora, pues esto implicaría una ruptura con la fe en la perfecta unión hipostática. Cristo habla como Maestro que guía a sus discípulos, no como criatura limitada. Y si omite un conocimiento, no es porque carezca de él, sino porque actúa conforme a la voluntad del Padre que lo envía. En este sentido, decir que “el Hijo no sabe” es una forma semítica de hablar que indica reserva, no ignorancia. El lenguaje bíblico es simbólico, pedagógico, y no se puede leer con literalismo frío sin caer en errores de interpretación. La Sagrada Escritura no es un manual técnico, sino Palabra viva que se interpreta en la Tradición de la Iglesia.

En este punto conviene corregir también una forma inadecuada de hablar que aparece incluso entre fieles bien intencionados. Algunos, queriendo simplificar el misterio trinitario, dicen: “Dios Padre es uno, Dios Hijo es dos, Dios Espíritu Santo es tres”, como si se tratara de una secuencia numérica o de una clasificación jerárquica. Esta manera de expresarse es incorrecta y puede inducir al error. La Trinidad no es una suma de tres personas, ni un trío de seres que ocupan puestos diferentes en un organigrama celeste. Dios no es un uno que se divide en tres, ni un tres que forma unidad por adición. La fe católica enseña con toda claridad que hay un solo Dios en tres Personas realmente distintas. Cada Persona posee plenamente la naturaleza divina, no una parte de ella. El Padre no es más Dios que el Hijo, ni el Espíritu Santo es menos Dios que el Padre. Las tres Personas no se confunden ni se dividen. Esta es la fe del Símbolo Atanasiano, que la Iglesia ha mantenido con fidelidad inquebrantable: “No confundimos las personas, ni separamos la sustancia”.

La numeración en la Trinidad solo tiene sentido para distinguir las relaciones de origen: el Padre es el primero no por grado, sino porque es principio sin principio; el Hijo es segundo porque procede del Padre por generación eterna; el Espíritu Santo es tercero porque procede del Padre y del Hijo como de un solo principio. Pero esta numeración no implica jerarquía ni desigualdad, sino solo orden de relaciones. El uno, el dos y el tres en la Trinidad no son cifras aritméticas, sino indicaciones teológicas que ayudan a comprender el misterio sin violarlo. Por eso, la Iglesia siempre ha tenido cuidado en su lenguaje: no dice que haya tres dioses, sino que hay un solo Dios en tres Personas. Cada una de ellas es enteramente Dios, pero no son tres entes divinos. La unidad no está en el acuerdo, sino en la esencia. Esta precisión es necesaria, especialmente cuando se dialoga con quienes no aceptan la Trinidad, como muchos musulmanes, que tienden a ver en ella una forma de politeísmo.

Para entender y explicar este misterio sin caer en confusión, no hay mejor guía que el apóstol san Juan. Él, que reclinó su cabeza sobre el pecho del Salvador, fue testigo de la divinidad del Verbo hecho carne. En su prólogo evangélico proclama con una solemnidad que ningún filósofo ha podido igualar: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1). No dice que el Verbo fue creado, ni que fue enviado después, ni que comenzó a existir cuando nació de María. El Verbo ya era en el principio, ya estaba con Dios, y era Dios. Esta triple afirmación encierra el misterio de la Trinidad: distinción de personas, comunión de vida, unidad de esencia. El Verbo es Dios y está con Dios. Luego, san Juan añade: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Aquí no hay símbolo, ni metáfora, ni mito. Es la declaración más audaz y más verdadera que la humanidad haya recibido jamás: Dios se ha hecho hombre sin dejar de ser Dios.

San Juan no solo afirma la divinidad del Verbo, sino que lo muestra actuando como Dios. Cuando Jesús dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14,6), está afirmando algo que ningún profeta, ningún sabio, ningún ángel ha dicho jamás: que Él es el acceso único al Padre, porque Él mismo es la Verdad eterna. Y cuando dice: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9), no está hablando en parábolas. Está revelando que en Él habita toda la plenitud de la divinidad. Si no fuese Dios, estas palabras serían blasfemia. Pero son verdad, y por eso los apóstoles lo adoraron. Más aún, san Juan relata que Jesús prometió enviar otro Paráclito, el Espíritu de verdad, que procedería del Padre y daría testimonio de Él. Este Espíritu no es una fuerza impersonal, sino una Persona divina, que habla, enseña, consuela, guía. Así, en el Evangelio de san Juan, la Trinidad se revela no como una teoría, sino como un acontecimiento: el Padre ama, el Hijo revela, el Espíritu vivifica.

A lo largo de los siglos, la Iglesia ha desarrollado este misterio con humildad y rigor, sin reducirlo a un esquema, pero sin dejarlo en la oscuridad. Los concilios, los Padres, los teólogos, han servido a esta verdad con fidelidad, sin inventarla, sino explicando lo que Dios mismo ha dicho. La Trinidad no es una elaboración griega, ni una adaptación egipcia, ni una corrupción monoteísta. Es la revelación del Dios vivo, del Dios que es amor. Solo en un Dios trino puede el amor ser eterno: el Padre ama al Hijo desde siempre, el Hijo responde al Padre con amor perfecto, y el Espíritu es el Amor subsistente que une eternamente a ambos. No se trata de una idea, sino de una vida. Y quien entra en la vida cristiana, entra en esa comunión. Por eso el bautismo se da en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. No en los nombres, sino en el nombre: uno solo, una sola esencia, tres Personas.

Quien pretende negar este misterio porque no lo encuentra formulado con precisión matemática en un solo versículo, comete el error de querer medir a Dios con su propia lógica limitada. La Revelación no se impone como silogismo, sino que se desvela en la historia, en la carne, en el tiempo. Cristo no vino a dar una lección de filosofía, sino a manifestar al Padre. Y el Espíritu no vino a dictar una fórmula, sino a conducirnos a toda la verdad. Pero esa verdad ya está contenida, implícita y luego explícita, desde el principio hasta el fin. La Trinidad está en la voz de Dios en la creación: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”. Está en la visita a Abraham con tres personajes. Está en la nube, la voz y la paloma del Jordán. Está en la misión de Cristo y en el envío del Espíritu. Está en la bendición apostólica: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros” (2 Cor 13,13). Está, en definitiva, en el corazón de la fe cristiana.

El islam, al rechazar la Trinidad, no lo hace desde una comprensión verdadera del dogma cristiano, sino desde una caricatura que presenta tres dioses distintos, o una asociación ilícita de criaturas con Dios. Pero esta no es la fe católica. El Corán, al negar que Dios tenga un Hijo, lo hace partiendo de una concepción biológica, carnal, pagana de la filiación, como si los cristianos creyeran en una generación física. Pero la generación del Verbo es eterna, espiritual, necesaria, inmaterial, y no implica división ni mutación en Dios. Decir que Dios engendra al Hijo no significa multiplicar su ser, sino comunicarle la misma naturaleza divina en una relación de amor eterno. El islam, por tanto, rechaza un falso dogma que jamás fue nuestro, mientras ignora —o se niega a ver— el verdadero contenido de la revelación cristiana, que enseña la unidad perfecta de un Dios trinitario, no una trinidad de dioses.

Además, el islam incurre en una contradicción interna al llamar a Jesús “Espíritu de Dios” (rūḥu-Llāh) y “Palabra de Dios” (kalimatu-Llāh), títulos que implican una relación singular con la divinidad, pero luego negarle la consustancialidad con el Padre. En toda la historia religiosa de la humanidad, jamás se ha otorgado a una criatura los títulos que el Corán le concede a Jesús. ¿Cómo puede la Palabra de Dios ser creada? Si la Palabra de Dios no es eterna, entonces Dios no ha hablado desde siempre, y por tanto no es eternamente Logos. Pero si lo es, entonces el Verbo es eterno con Dios, y la doctrina del cristianismo está, de hecho, más cerca de la verdad que la negación islámica. El islam, al absolutizar la unidad numérica, reduce a Dios a una monarquía solitaria, sin comunión eterna, sin amor en acto antes de la creación. Y un dios que no ama desde siempre no es amor, sino poder. Pero el Dios cristiano ama desde toda la eternidad porque en Él hay relación, entrega y comunión.

Por último, el islam, al leer las Escrituras con literalismo selectivo, cae en una hermenéutica defectuosa que toma palabras aisladas fuera del conjunto de la revelación. Así, cuando un musulmán cita: “el Padre es mayor que yo” o “el Hijo no sabe el día ni la hora”, y con ello pretende negar la divinidad de Cristo, ignora todo el contexto doctrinal, canónico y patrístico que da sentido a esas frases. La Biblia no se interpreta verso por verso al margen de la Tradición que la custodia, ni puede ser leída con la lógica reduccionista de quien niega desde fuera lo que fue dado desde dentro. Mientras el islam presume de simplicidad teológica, la fe cristiana custodia el misterio sin violentarlo. La Trinidad no es una complicación, sino la verdad plena de Dios que se ha revelado como amor, no solo como voluntad. Y esa verdad no fue inventada por los hombres, sino manifestada por el mismo Dios hecho carne, a quien los musulmanes, aunque lo honran como profeta, aún no reconocen como Señor.

Negar este misterio es rechazar la revelación más alta que Dios ha hecho de sí mismo. Pretender simplificarlo hasta hacerlo comprensible a una mente sin fe, es traicionar su profundidad. Por eso, la Iglesia no lo explica para encerrarlo, sino para adorarlo. No lo inventa, sino que lo recibe. No lo deduce, sino que lo contempla. Y en esa contemplación, puede decir con certeza: el Padre no es el Hijo, el Hijo no es el Espíritu, el Espíritu no es el Padre, pero los tres son un solo Dios, eterno, glorioso, santísimo. A Él sea el honor, la alabanza y la adoración por los siglos de los siglos. Amén.


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