Primatus Petri
Compilación
¿Qué significa “atar y desatar”? Una lectura de Mateo 18,16–20 a la luz del primado de Pedro
Cristo no fundó múltiples iglesias, ni dejó su cuerpo místico sin cabeza visible. Al contrario, estableció una sola Iglesia, visible, apostólica y jerárquica, sobre la confesión de Pedro, a quien confió un papel único entre los apóstoles. Las Escrituras nos muestran dos momentos claves: Mateo 16,18–19, donde Cristo confiere a Pedro las llaves del Reino y lo constituye roca de su Iglesia, y Mateo 18,16–20, donde otorga a todos los discípulos el poder de atar y desatar, dentro del contexto de la vida comunitaria y la oración en común. Ambos textos son verdaderos y se complementan. Pero la exégesis, tanto lingüística como teológica, demuestra que el poder dado a Pedro es singular, exclusivo y fundacional.
En el arameo original, que Jesús hablaba, no hay distinción entre "Pedro" y "piedra": “Anta hu Kefa, w‘al ha-dein Kefa ebne et malkuti” —“Tú eres Roca, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia”—. No hay juego de palabras artificial, ni metáfora ambigua. Pedro es la piedra. Y sobre esa piedra, Cristo edifica su Iglesia. A continuación, le da las llaves del Reino, símbolo claro de autoridad en el contexto bíblico (cf. Isaías 22,22). No se trata de un símbolo honorífico, sino de un encargo de mayordomía: abrir y cerrar, permitir o excluir, atar y desatar con autoridad. En Mateo 18, este poder es compartido con los demás discípulos, pero no se menciona allí el símbolo de las llaves. Todos pueden ejercer la autoridad eclesial, pero sólo uno tiene el encargo de custodiar la unidad como fundamento visible. La colegialidad, por tanto, necesita del primado como principio de comunión.
Los santos Padres de la Iglesia así lo entendieron. San Clemente de Roma intervino en Corinto con autoridad ya en el siglo I. San Ignacio de Antioquía llamó a la Iglesia de Roma “la que preside en la caridad”. San Ireneo de Lyon afirmó que todas las Iglesias deben concordar con la de Roma por causa de su preeminente autoridad. Tertuliano, antes de caer en el montanismo, reconocía en Pedro el fundamento de la autoridad episcopal. Orígenes, antes de desviarse, afirmaba que Pedro fue constituido “primero entre los apóstoles” para manifestar la unidad. San Agustín enseñaba que en Pedro está figurada la Iglesia universal. No hay indicio en los primeros siglos de que esta doctrina fuese rechazada por los cristianos fieles a la Tradición.
Frente a esta doctrina constante, tres grandes errores se han levantado a lo largo de la historia: el de los patriarcas orientales en cisma, el de los sedevacantistas y el de los protestantes. Cada uno, a su modo, niega la permanencia visible del primado de Pedro. Y cada uno incurre en una forma de ruptura eclesial que contradice el mandato de Cristo.
Los patriarcas ortodoxos poseen una sucesión apostólica válida, una liturgia venerable y una rica teología. Sin embargo, al rechazar el primado del obispo de Roma, rompen con el principio de unidad instituido por Cristo. Alegan que el Papa sólo tenía un primado de honor, no de jurisdicción. Sin embargo, el testimonio patrístico, especialmente en Oriente, desmiente esa idea.
En el Concilio de Florencia (1439), los representantes de Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Jerusalén firmaron un decreto dogmático (Laetentur caeli) reconociendo que el Papa, sucesor de Pedro, “tiene el primado sobre toda la Iglesia, y que él es el vicario de Cristo, cabeza del cuerpo, padre y pastor de todos los cristianos”.
Su retractación posterior fue motivada por presión política e incomprensión popular. No hubo refutación doctrinal, sólo temor. Al romper la comunión con Roma, las Iglesias ortodoxas conservaron la forma externa, pero perdieron la fuente visible de unidad. La sinodalidad sin primado se volvió fragmentaria, y hoy existen múltiples patriarcados enfrentados, sin una voz común, expuestos a nacionalismos eclesiásticos. La plenitud de la catolicidad exige la unión con el obispo de Roma.
En el otro extremo, los sedevacantistas niegan la legitimidad de los Papas recientes, alegando que han caído en herejía o en ambigüedad doctrinal. Con ello, contradicen el principio mismo de la sucesión apostólica. Si bien pueden tener razones para criticar errores pastorales o confusiones doctrinales, no tienen autoridad para declarar vacante la Sede de Pedro.
Nadie, fuera del Colegio de los Obispos en comunión con el Papa, puede juzgar al Papa. Esta postura convierte la tradición en ideología y quiebra la confianza en la asistencia divina prometida por Cristo: “yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca” (Lc 22,32). El sedevacantismo, aunque quiera preservar la fe, termina cayendo en una visión gnóstica de la Iglesia, donde sólo un pequeño grupo de “puros” conserva la verdad, desconectado del cuerpo visible de la Iglesia.
Finalmente, el protestantismo nació precisamente de la negación del primado petrino. Martín Lutero rechazó la autoridad del Papa y con ello abrió la puerta a una multiplicación indefinida de iglesias y doctrinas. Al no reconocer una cabeza visible, el protestantismo destruyó el principio de unidad doctrinal y sacramental. Hoy existen decenas de miles de comunidades protestantes, muchas en contradicción entre sí, sin autoridad última ni garantía de verdad. La sola Scriptura, sin un magisterio auténtico, deviene en libre interpretación; y la libre interpretación, sin norma, desemboca en subjetivismo. La Iglesia no es una idea, sino un cuerpo visible. Cristo fundó una Iglesia, no un caos de interpretaciones.
Frente a estos tres errores, la doctrina católica permanece firme: Cristo constituyó a Pedro como roca, le entregó las llaves del Reino, y le dio una misión única: confirmar a sus hermanos, apacentar el rebaño, custodiar la unidad. Este oficio no terminó con su muerte, sino que continúa en sus sucesores. Pedro murió en Roma. Su sangre selló el testimonio de la fe. Por eso Roma no es importante por haber sido capital del Imperio, sino porque fue conquistada para Cristo por los príncipes de los apóstoles. Roma es la sede del primado no por poder humano, sino por designio divino.
Donde está Pedro, allí está la Iglesia. No basta la sucesión sacramental ni la belleza litúrgica. Sin comunión con la cabeza, el cuerpo se fragmenta. El Papa, aún con sus debilidades humanas, sigue siendo el principio visible de la unidad. El primado no es un privilegio romano, sino un servicio universal. Y la plenitud de la fe se encuentra sólo en aquella Iglesia que, fundada sobre la roca, subsiste una, santa, católica y apostólica.