Sola Fide

Análisis.

Una respuesta filosófica, teológica y bíblica desde la fe cristiana

Introducción

La doctrina de la sola fide —según la cual el hombre es declarado justo ante Dios exclusivamente por la fe, sin necesidad de obras— ha sido defendida como el núcleo del Evangelio por parte de muchos reformadores. Este principio ha pretendido recuperar, según sus defensores, la pureza de la Buena Nueva, tal como la enseñó San Pablo: “El justo vivirá por la fe” (Habacuc 2,4; Romanos 1,17; Gálatas 3,11). Suele añadirse que de esta doctrina fluyeron frutos como el libre acceso a la Sagrada Escritura, la libertad de conciencia y una renovación espiritual necesaria. Sin embargo, la doctrina en sí debe evaluarse no por sus efectos históricos —sean positivos o negativos— sino por su validez filosófica, teológica y bíblica. No juzgamos un árbol solo por los brotes visibles, sino por la raíz que lo sustenta.

La presente reflexión responde con serenidad y firmeza, manteniéndose dentro del marco del Evangelio auténtico, y ofrece una triple refutación: filosófica, porque la sola fide se sostiene sobre un modelo antropológico fragmentado; teológica, porque niega el valor real de la cooperación con la gracia y de la vida sacramental; y bíblica, porque contradice directamente las palabras de Cristo, de Santiago y del juicio final descrito por Mateo y el Apocalipsis.

I. Inconsistencias filosóficas de la sola fide

Decir que el hombre es justificado únicamente por la fe, sin participación de las obras, implica una concepción disociada de la naturaleza humana. El hombre no es solo entendimiento que cree, sino voluntad que ama y cuerpo que actúa. Una fe verdadera que no se exprese en obras es contradictoria en sí misma. Si alguien afirma tener fe en Dios pero no ama ni obra el bien, su vida niega su confesión. Esta separación entre fe interior y vida exterior atenta contra la unidad de la persona humana y reduce la salvación a un acto mental o emocional desarraigado de la realidad moral.

Además, la afirmación protestante de que las buenas obras son mero fruto necesario de la fe verdadera incurre en una contradicción lógica: si son necesarias, ya no puede sostenerse que la fe sola baste; y si no son necesarias, entonces no hay criterio visible alguno para discernir la autenticidad de la fe. En ambos casos, el concepto se desploma sobre sí mismo. No es filosóficamente admisible que un efecto (salvación, justicia) provenga exclusivamente de una causa incompleta (una fe sin amor ni obras).

Asimismo, la concepción de la justificación como una imputación externa —Dios trata al pecador como justo sin hacerlo justo realmente— supone una “ficción legal” incompatible con la naturaleza de Dios como Verdad. El Creador no llama justo al injusto en un juego retórico. La justicia de Dios no es una etiqueta, sino una transformación. Llamar justo a quien no ha sido regenerado por el Espíritu Santo convierte la redención en una declaración vacía, no en una restauración real del alma humana. La verdadera fe no disimula la injusticia, sino que la vence en el amor.

II. Incoherencias teológicas y sacramentales

Desde la teología cristiana indivisa de los primeros siglos, afirmamos que la justificación no es solo perdón, sino también renovación del corazón por la gracia. La fe es el comienzo, pero no es el todo. Dios actúa primero, sin duda: “sin mí no podéis hacer nada” (Juan 15,5). Pero no obra en nosotros como en piedras inertes, sino como en hijos que responden libremente. Como enseñaba san Agustín: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Esta cooperación no es mérito autónomo, sino participación en la obra redentora de Cristo. Negar este principio, como hace el monergismo reformado, elimina la libertad y niega la realidad misma de la conversión.

La Iglesia —sea en su tradición católica, ortodoxa o patrística— nunca enseñó que el hombre se salve por sí mismo. Pero tampoco enseñó jamás que se salve sin sí mismo. Toda la tradición afirma que la caridad infundida por el Espíritu Santo en el alma justificada es principio de vida nueva. Por eso el Concilio de Trento definió que en la justificación “la fe, la esperanza y la caridad son infundidas en el alma” (cf. Trento, Ses. VI, cap. VII).

Esta vida nueva no es invisible ni individualista. Cristo fundó su Iglesia como Cuerpo Místico, visible y sacramental. Los sacramentos no son meras señales externas, sino canales de gracia instituidos por el Señor. En el Bautismo se recibe la justificación; en la Eucaristía se alimenta y perfecciona; en la Penitencia se restaura. Al afirmar que la fe sola basta, muchos reformadores rechazaron esta economía sacramental, desfigurando la forma en que Dios quiso comunicar su gracia: mediante signos eficaces. Pero el Verbo se hizo carne; por tanto, la salvación es también sacramental.

En este mismo sentido, la salvación no es un asunto privado. Cristo no vino a salvar almas aisladas, sino a fundar una familia, un Pueblo. Quien está unido a Cristo, está unido a su Cuerpo. Por eso, las obras hechas por amor en el seno de la Iglesia, en comunión con Cristo, tienen valor eterno. No por mérito humano, sino porque es Cristo quien vive en nosotros (Gálatas 2,20).

Fuera de la gracia, ninguna obra tiene valor para la vida eterna. Por tanto, ni el ateo que obra el bien natural se salva por sus actos, ni el cristiano que hace obras sin amor. “Aunque repartiera todos mis bienes... si no tengo caridad, de nada me sirve” (1 Corintios 13,3). La caridad no adorna la fe, la vivifica. Sin ella, la fe está muerta (Santiago 2,26).

III. Refutación bíblica clara y terminante

La Escritura no puede contradecirse. Aun si ciertos pasajes parecen sugerir una justificación por la fe, ninguno dice que la fe sola basta. De hecho, la única vez que aparece la expresión “solamente por la fe” es para negarla: “Veis que el hombre es justificado por las obras y no solamente por la fe” (Santiago 2,24). Santiago, en todo su segundo capítulo, rechaza una fe sin caridad como incapaz de salvar: “¿Podrá acaso salvarlo la fe?” (Santiago 2,14). Y añade: “La fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma” (Santiago 2,17). No es una fe fingida, sino muerta: era verdadera, pero sin vida.

Jesús mismo, en los Evangelios, jamás enseña la salvación por una fe puramente declarativa. Por el contrario, dice: “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre” (Mateo 7,21). Fe verbal no basta. En Lucas, increpa: “¿Por qué me llamáis: ‘Señor, Señor’ y no hacéis lo que digo?” (Lucas 6,46).

En el Juicio Final, descrito por el mismo Señor, no se juzga al hombre por lo que creyó en su corazón, sino por cómo amó en su carne: “Tuve hambre, y me disteis de comer… lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mateo 25,35-40). La herencia del Reino se concede por obras concretas de caridad, no por una confesión de fe desvinculada de la vida.

San Pablo enseña que “en Cristo Jesús, lo que vale es la fe que actúa por la caridad” (Gálatas 5,6). En Romanos, afirma que “Dios pagará a cada uno según sus obras” (Romanos 2,6). En 1 Corintios, que “si no tengo caridad, nada soy” (1 Corintios 13,2). Y en Filipenses, que debemos “ocuparse en la salvación con temor y temblor” (Filipenses 2,12), pues la fe no anula el esfuerzo, lo sostiene.

En el Apocalipsis, Cristo dice: “Mira, vengo pronto, y traigo conmigo mi recompensa para dar a cada uno según sus obras” (Apocalipsis 22,12). La última palabra de la Escritura no es fe sin obras, sino obras por la fe.

La fe vivificada por el amor

Cristo no vino a proclamarnos una doctrina abstracta, sino a incorporarnos a su vida divina. El Evangelio no es un sistema jurídico, sino un camino de comunión. Por eso, cuando la Reforma afirmó que bastaba la fe sola, desfiguró el corazón del mensaje cristiano. No porque las obras nos salven, sino porque la fe no salva si no vive del amor.

Los frutos de la Reforma —acceso a la Biblia, libertad de conciencia, alfabetización— pueden valorarse como bienes relativos. Pero no prueban la verdad doctrinal de sola fide. El Señor advirtió: “Todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego” (Mateo 7,19), pero los frutos a los que se refiere son frutos espirituales: santidad, unidad, caridad. Y si la división, la confusión doctrinal y el rechazo de los sacramentos brotaron como consecuencias de una doctrina, no podemos eximirla de responsabilidad.

La fe verdadera es don de Dios. Pero no es una puerta sin camino, ni una semilla sin árbol. Debe crecer, florecer, dar fruto. Esa fe viva obra por la caridad, se fortalece en la esperanza y persevera en la Iglesia. Así como un cuerpo sin alma está muerto, una fe sin amor es inútil para la salvación. “Ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad, pero la mayor de ellas es la caridad” (1 Corintios 13,13).

Por eso, proclamamos con gozo y humildad que la fe nos une a Dios cuando está vivificada por el amor. No basta con creer: hay que amar. No basta con decir “Señor”: hay que hacer su voluntad. No basta con invocar la Cruz: hay que llevarla con Cristo, vivir en Él, y ser hallados en Él, “no con una justicia mía, sino con la que procede de Dios por la fe” (Filipenses 3,9), fe que obra, fe que ama, fe que salva.

Galo Guillermo Farfán Cano. 
Laico de la Santa Romana Iglesia.

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