La Pluralidad del Dios Uno y Trino
Reflexión
Desde el primer versículo del Génesis aparece el término Elohim (אֱלֹהִים), una forma morfológicamente plural del sustantivo Eloah (אֱלוֹהַּ), que sin embargo es empleada de manera constante con verbos y adjetivos en singular cuando se refiere al Dios de Israel.
Así, el texto dice: Bereshit bará Elohim —“En el principio creó Dios” (Gén 1,1)—, usando bará (בָּרָא), verbo en singular. Esta combinación ha sido explicada por algunos autores y ciertos interpretes, como un “plural de majestuosidad” o un recurso estilístico para expresar grandeza, pero dicha interpretación no cuenta con respaldo filológico sólido: ni el hebreo bíblico ni las lenguas semíticas circundantes (ugarítico, acadio, arameo) conocieron el llamado “plural majestuoso” en sentido técnico.
Como se señala en More Unseen Realm "el hebreo bíblico no emplea plurales de majestad como lo harían más tarde ciertas lenguas indoeuropeas".
Como se señala en el capítulo, la respuesta a los plurales en Génesis no es el “plural de majestad”. Como señala Joüon-Muraoka, “El nosotros de majestad no existe en hebreo” (Paul Joüon y Takamitsu Muraoka, A Grammar of Biblical Hebrew (vol. 2; Pontificio Istituto Biblico, 2003), 375–376 (Párr. 114.e). El plural de majestad sí existe para los sustantivos (véase Joüon-Muraoka, Párr. 136.d), pero Génesis 1:26 no trata de los sustantivos, el problema son las formas verbales. Véase también John C. Beckman, “Pluralis Majestatis: Hebreo Bíblico”, Enciclopedia del idioma hebreo y lingüística , vol. 3 (PZ) (Ed. Geoffrey Khan; Leiden: EJ Brill, 2013): 145-146. Algunos eruditos, como Westermann en el primer volumen (de tres) sobre Génesis de la serie Comentario Continental, cuestionan el concilio divino debido a presuposiciones sobre la «teología de P», una de las presuntas fuentes del Pentateuco. Su argumento aquí (independientemente de si se acepta P o no) es incoherente, ya que la pluralidad divina se puede encontrar en la literatura hebrea canónica tardía y en la literatura judía hasta el siglo I d. C. Ese fue el tema de mi tesis. Véase
La forma Elohim corresponde más bien a un plural morfológico arcaico que, en su uso con verbos singulares, designa una entidad singular pero suprema, en una construcción única de la religión israelita emergente.
No obstante, en la exégesis patrística —iluminada por el mensaje neotestamentario—, estas formas tomaron un nuevo significado teológico. San Agustín y otros Padres no afirmaron haber encontrado la Trinidad explícita en el texto hebreo, pero interpretaron Elohim y los plurales verbales como oportunidades preparatorias dentro de la revelación progresiva. San Basilio, por ejemplo, sostiene que el uso de “hagamos” en Génesis 1,26 no se debía a un diálogo con los ángeles, sino a una alusión oculta a la pluralidad de Personas en la unidad divina.
Esta pluralidad gramatical se intensifica en pasajes donde Dios habla en primera persona del plural. Uno de los más significativos es Génesis 1,26: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. El verbo naasé (נַעֲשֶׂה) está en plural, así como los posesivos betsalménu (בְּצַלְמֵנוּ) y kidmuténu (כִּדְמוּתֵנוּ).
La tradición judía ha explicado este pasaje como un “plural de deliberación” o como un eco del “consejo celestial”, expresión que no implica una pluralidad ontológica en Dios, sino una representación literaria de su soberanía dialogante.
Sin embargo, los Padres vieron aquí una expresión velada de la comunión intradivina. San Basilio Magno, en sus Homilías sobre el Hexamerón, afirma que no se trata de un diálogo con los ángeles —que no pueden ser partícipes de la creación a imagen de Dios—, sino de una alusión misteriosa al Logos y al Espíritu en el seno del único Dios.
Esta tensión entre unidad y pluralidad aparece también en otros textos clave. En Génesis 3,22, tras la caída, Dios dice: “He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros”, fórmula que combina el singular (“uno”) con el plural (“de nosotros”), revelando una unicidad que no excluye cierta pluralidad subsistente. De forma semejante, en Génesis 11,7, Dios declara: “Bajemos, pues, y confundamos allí su lengua” (neredá venablá — נֵרְדָה וְנַבְלָה), nuevamente con verbos en plural.
Y en Isaías 6,8, el Señor pregunta: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?” (mi eshlaj umi yelej lanu — מִי אֶשְׁלַח וּמִי יֵלֵךְ לָנוּ), alternando singular y plural. Estas formas, aunque no constituyen una revelación explícita de la Trinidad, son, sin embargo, compatibles con ella y, en perspectiva cristiana, adquieren sentido pleno en la comunión trinitaria.
El mismo principio puede observarse en los textos sapienciales. En Proverbios 8 se presenta a la Sabiduría divina como existente “desde la eternidad”, junto a Dios como “artesana” en la creación. La exégesis judía la considera una personificación poética de un atributo divino; pero la tradición cristiana ha reconocido en ella una figura del Verbo eterno, el Logos, por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3).
En Sabiduría 9,17, se alude además al Espíritu Santo como quien concede inteligencia al hombre: “¿Quién ha conocido tu voluntad, si tú no le diste la Sabiduría y no enviaste desde lo alto tu Santo Espíritu?” Esta triple referencia a Dios, la Sabiduría y el Espíritu —aunque aún envuelta en velos literarios— insinúa distinciones personales en la actividad divina, sin quebrar su unidad ontológica.
La palabra ejad (אֶחָד), empleada en la célebre confesión de fe deuteronómica —“Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es uno solo” (Dt 6,4)—, no expresa una unidad numérica estricta o indivisible, como lo haría yajid (יָחִיד), término que sí denota unicidad absoluta o exclusividad, como en Génesis 22,2: “Toma a tu hijo, tu único (yejidjá), al que amas, a Isaac”. En cambio, ejad puede designar una unidad compuesta u orgánica, como en Génesis 2,24: “Serán los dos una sola carne” (basar ejad), refiriéndose a la unión matrimonial. Así, el uso de ejad en la revelación veterotestamentaria no excluye una pluralidad dentro de la unidad, sino que más bien la presupone en ciertos contextos.
Estos indicios, considerados en su conjunto, no constituyen pruebas racionales del misterio trinitario —misterio que supera las capacidades de la razón natural—, pero sí revelan una pedagogía divina que, en la economía de la revelación, fue preparando al pueblo elegido para acoger una verdad más alta.
Como enseña el Concilio Vaticano II: “Dios, inspirador y autor de ambos Testamentos, ha dispuesto sabiamente que el Nuevo esté latente en el Antiguo, y el Antiguo se manifieste en el Nuevo” (Dei Verbum, 16). A través de estos vestigios semánticos, signos proféticos y tensiones expresivas, el Espíritu Santo conducía a Israel —aunque veladamente— hacia la plenitud revelada en Jesucristo, el Hijo eterno hecho carne.
En el Bautismo del Señor (Mt 3,16–17), se revela de manera luminosa la Trinidad: el Hijo se sumerge en el Jordán, el Espíritu desciende como paloma y el Padre habla desde los cielos. Esta epifanía trinitaria culmina en la fórmula bautismal instituida por Cristo: “Bautícenlos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). No dice “en los nombres”, sino en el nombre (ὄνομα), singular: una sola esencia, tres personas. Así, la luz del Nuevo Testamento no suprime la letra del Antiguo, sino que la transfigura y la plenifica. La unidad divina no es monádica ni solitaria, sino comunión eterna de amor: el Padre que engendra, el Hijo que es engendrado, y el Espíritu que procede del amor mutuo entre ambos. Esta es la verdad plena que los antiguos ecos lingüísticos, sabiamente inspirados, anticipaban en sombra.
Así , el error de quienes absolutizan la unicidad divina como si esta excluyera toda distinción interna —sea por rechazo al misterio trinitario o por apego a un monoteísmo unipersonal— nace de una comprensión empobrecida tanto del lenguaje revelado como del Ser divino mismo. Al asumir que toda pluralidad es sinónimo de división o de composición cuantitativa, se proyectan categorías humanas limitadas sobre el misterio de Dios, cayendo así en un antropomorfismo inverso: en vez de recibir la revelación como norma de lo inteligible, se impone a Dios la medida del propio pensamiento finito.
La Escritura, incluso en su forma más antigua, no presenta una monarquía monádica cerrada, sino una unidad viva, fecunda, abierta a la relación y al don. El uso reiterado de formas plurales —como Elohim con verbos singulares, o las declaraciones en primera persona del plural en los actos divinos— no son pruebas aritméticas de la Trinidad, pero tampoco son compatibles con una concepción unitaria absoluta. La revelación no emplea el término yajid para definir la unicidad divina, como lo hace con un hijo único, sino ejad, palabra que admite una unidad compuesta, armónica, sin que ello signifique división o multiplicidad ontológica.
Los intentos de replegar la revelación a un esquema de unicidad indivisa y numérica terminan negando lo que Dios ha dicho de sí mismo, reduciendo la teología a una gramática formal sin espíritu. Se cierran así a la plenitud de la revelación en Cristo, donde el Padre ama eternamente al Hijo en el Espíritu, y donde el único Dios verdadero no es una soledad infinita, sino comunión eterna de amor subsistente.
Quien insiste en reducir a Dios a una sola persona, aun afirmando su unicidad, niega implícitamente la Palabra que estaba en el principio con Dios y era Dios (cf. Jn 1,1), y rechaza al Espíritu que “es Señor y dador de vida”, inseparable del Padre y del Hijo. Tal posición, aunque pretenda honrar la trascendencia divina, termina en un monoteísmo empobrecido que desconoce la lógica interna del amor: que no hay amor verdadero sin alteridad, sin relación, sin comunión.
Por ello, la fe cristiana, lejos de multiplicar dioses, reconoce en la Trinidad la única explicación coherente del Dios vivo que se revela en la historia: uno en esencia, trino en personas, perfecto en unidad, eterno en comunión. Toda interpretación que niega esta verdad o la reduce a una función meramente económica —como si el Padre se manifestara “a veces” como Hijo o como Espíritu— no sólo contradice la enseñanza de Cristo y el testimonio del Nuevo Testamento, sino que desfigura radicalmente el rostro del Dios que se ha revelado como Amor (1 Jn 4,8).
Agradecimiento a Mónica Ramudo, sin ella no hubiera podido terminar esta entrada bien.