La muerte de Cristo en la cruz
Análisis
La muerte de Cristo en la cruz ha sido, desde los primeros siglos del cristianismo, el misterio central de la redención y objeto de meditación teológica y litúrgica ininterrumpida. La pregunta acerca de la presencia de la divinidad en el cuerpo de Jesús durante su permanencia en el sepulcro, lejos de ser una cuestión marginal, toca el corazón mismo de la cristología y de la soteriología católica. Según la fe definida en los grandes concilios ecuménicos y desarrollada con profundidad por la tradición escolástica, especialmente en Santo Tomás de Aquino y recogida con precisión sistemática por Ludwig Ott en su Teología dogmática, el cuerpo muerto de Cristo —y también su alma separada— permanecen inseparablemente unidos a la Persona divina del Verbo aun durante el estado de muerte. Esta afirmación, lejos de ser una simple especulación abstracta, tiene consecuencias directas para la comprensión del sacrificio redentor, de la dignidad del cuerpo de Cristo y del misterio mismo de la unión hipostática.
La unión hipostática es el núcleo de la cristología católica: en la encarnación, la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo eterno, asume una naturaleza humana verdadera, completa y perfecta —compuesta de cuerpo y alma— sin asumir una persona humana distinta. Es decir, no hay en Cristo dos personas (una divina y otra humana), sino una sola persona divina que subsiste en dos naturalezas distintas, divina y humana. Esta unión no es accidental ni meramente moral: es una verdadera unión sustancial en la Persona del Verbo, que se hace sujeto de todas las acciones de Cristo, ya sean divinas o humanas. Por tanto, todo lo que se dice de Cristo se dice de una sola Persona: el Verbo. Así, cuando Cristo sufre hambre, llora o muere, es Dios quien lo hace, no según la naturaleza divina, que permanece impasible, sino según la naturaleza humana, que puede padecer y morir. Es aquí donde se inserta la clave de la cuestión: aunque la muerte de Cristo consista, como en todo hombre, en la separación entre alma y cuerpo, esta división no afecta la unión con la Persona del Verbo. La muerte disuelve la unidad entre las partes constitutivas de la naturaleza humana, pero no la unión hipostática que las vincula al Verbo.
Esto quiere decir que ni el cuerpo muerto de Cristo, yacente en el sepulcro, ni su alma humana, descendida al “sheol”, se separan en ningún momento del Verbo. La Persona del Hijo permanece unida a ambos, aunque estos estén mutuamente separados. Esta doctrina fue formulada con fuerza en la tradición patrística y sostenida con firmeza por la teología escolástica. El Catecismo de la Iglesia Católica lo recoge en el número 626, afirmando que “aunque Cristo haya experimentado la muerte en cuanto hombre, esta muerte no rompió la unión entre su cuerpo y su alma con la Persona divina del Hijo”. Así, incluso en el estado de muerte, el Verbo permanece simultáneamente unido a su alma y a su cuerpo, lo cual tiene implicaciones dogmáticas profundas: el cuerpo muerto de Cristo, aunque carente de alma, está unido a la divinidad y por tanto es objeto de adoración, no como un objeto muerto cualquiera, sino como el verdadero cuerpo de Dios.
Santo Tomás de Aquino, en la Summa Theologiae (III, q. 50-52), trata con lucidez esta cuestión. Afirma que la separación entre el alma y el cuerpo de Cristo no implicó la disolución de la unión con el Verbo, ya que ni el alma ni el cuerpo fueron jamás sujetos subsistentes separados, sino siempre instrumentos asumidos por la Persona del Hijo. La divinidad permanece unida a ambas partes, y por consiguiente, tanto el alma en su descenso al “lugar de los muertos”, como el cuerpo inerte en el sepulcro, están verdaderamente vivificados por la presencia de Dios. Esta es la razón por la cual el cuerpo de Cristo no experimentó corrupción, como profetiza el Salmo 16: “No permitirás que tu santo vea corrupción”. No fue un privilegio natural, sino sobrenatural, efecto directo de la unión con el Verbo, que impidió toda descomposición de la carne. Esto confirma que el cuerpo muerto de Cristo es digno de culto latréutico, ya que la adoración que tributamos al cuerpo de Cristo no se dirige a la carne por sí misma, sino a la Persona divina a quien la carne está unida.
Ludwig Ott, en su exposición sobre el misterio de la encarnación y la muerte de Cristo, reafirma esta doctrina como dogma de fe. En su Teología dogmática, sostiene que “durante el estado de muerte, el alma y el cuerpo de Cristo siguieron unidos a la Persona del Verbo”, y considera herético afirmar que la unión hipostática se rompiera con la muerte. Esta afirmación fue reiteradamente defendida por los concilios y padres para combatir errores como el arrianismo, el apolinarismo o el nestorianismo, que intentaban dividir o fragmentar la unidad personal del Verbo encarnado. Si el Verbo dejara de estar unido a su carne durante tres días, la redención quedaría incompleta, y no se podría decir con propiedad que Dios murió por nosotros. Pero esta es precisamente la confesión central de la fe: que “uno de la Trinidad padeció según la carne”, como proclama el símbolo atanasiano. No padeció la divinidad, sino el mismo Dios en su carne asumida. Esta es la gloria del misterio pascual: la pasión y muerte del Hijo de Dios son verdaderas, pero también lo es su permanencia divina incluso en la sepultura.
Este misterio no es solo especulativo, sino profundamente existencial y espiritual. La adoración del Crucificado, del Santo Sepulcro, del Sagrado Corazón traspasado y del Santísimo Sacramento, encuentra su fundamento en esta doctrina: la divinidad no abandona la humanidad, ni siquiera en la muerte. Cristo no nos redime desde fuera, como un ángel que simula padecer, sino desde dentro, como verdadero hombre que verdaderamente sufre y muere, y como verdadero Dios que asume todo para salvar todo. Por eso, el cuerpo muerto de Cristo es también sacramento viviente de nuestra esperanza: en él no hay corrupción, porque en él habita corporalmente la plenitud de la divinidad. Esta verdad nos invita a contemplar la Pasión no como simple drama humano, sino como el acto redentor de Dios que, sin cesar de ser Dios, se entrega en la muerte. De ahí la fuerza sacramental de los tres días en el sepulcro, durante los cuales la humanidad de Cristo, aunque separada entre alma y cuerpo, permanece como instrumento vivo del Logos, preparando la irrupción gloriosa de la Resurrección.
Finalmente, esta doctrina ilumina la liturgia y la piedad católica en su veneración al cuerpo de Cristo. No adoramos un cadáver, sino al Dios hecho carne, que en su carne redime al mundo. La Eucaristía, presencia real del Cuerpo y la Sangre glorificados de Cristo, tiene su fundamento último en esta misma unión: porque ese cuerpo, glorioso hoy, es el mismo que estuvo muerto en el sepulcro y sin embargo jamás fue separado del Verbo. Por tanto, afirmar con la Iglesia que “en el cuerpo del Señor hay divinidad” no es una metáfora, sino una declaración ontológica: la divinidad permanece inseparable de la carne, aun en la muerte, porque el amor del Verbo por su humanidad no conoce ruptura. Así, el sepulcro de Cristo no fue una tumba de derrota, sino trono silencioso de la divinidad, morada pascual de un Dios que, incluso en el silencio de la muerte, sigue siendo Señor de la vida.
¿Murió Dios en la cruz? Una respuesta desde la fe católica
Los musulmanes suelen plantear esta pregunta con intención de mostrar una supuesta contradicción en el cristianismo: “Si Jesús es Dios, ¿cómo puede morir Dios? ¿Dios puede morir?”. Para responder correctamente, debemos partir de lo que enseña la Iglesia: Jesucristo es una sola Persona divina con dos naturalezas: una divina y una humana. Esta Persona es el Verbo eterno, Dios Hijo, consustancial al Padre. Por tanto, no hay en Cristo dos personas, ni una mezcla de naturalezas, ni una separación. Hay una sola Persona divina que actúa según dos modos: el modo humano y el modo divino.
Entonces, cuando decimos que "Cristo murió en la cruz", no decimos que murió la divinidad, ni que la naturaleza divina dejó de existir o sufrió daño. Lo que ocurrió fue que el Verbo encarnado, Dios hecho hombre, sufrió y murió según su naturaleza humana. En otras palabras: quien murió en la cruz fue el Hijo de Dios, pero murió en cuanto hombre, no en cuanto Dios. La muerte afectó su cuerpo y su alma humanos, no su divinidad. Pero como es una sola Persona la que actúa en Cristo —la Persona divina—, podemos decir con propiedad que Dios murió en la cruz, no porque la divinidad haya muerto, sino porque la Persona divina experimentó la muerte en su humanidad.
Este misterio —que Dios pueda sufrir en su humanidad sin dejar de ser impasible en su divinidad— supera la lógica puramente filosófica, pero no es irracional ni contradictorio. Es análogo a decir que el Rey sufre una herida en la carne aunque su dignidad real permanece intacta: la persona que sufre es una, aunque la herida afecta solo un aspecto suyo. Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, pudo morir sin que su divinidad dejara de ser eterna, perfecta e inmortal, porque en Él la humanidad es asumida, no destruida ni sustituida. Esto preserva al mismo tiempo la unidad de Dios, la unicidad de Cristo y la realidad de su sacrificio redentor. Así se cumple el plan de salvación: Dios se entrega por amor, no desde afuera, sino desde dentro de nuestra condición, tomando sobre sí el dolor y la muerte para redimirla.