La Divinidad de Cristo
Compilación
Una defensa exclusiva desde la Sagrada Escritura
Introducción
El reconocimiento de la divinidad de Jesucristo es el pilar central de la fe cristiana. Para el cristianismo católico, Jesús no es solo un maestro sabio, un profeta o un enviado de Dios; es verdadero Dios y verdadero hombre, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada. Esta afirmación, tan esencial como audaz, no surge de una elaboración teológica tardía ni de interpretaciones alegóricas, sino que se revela con claridad en la Escritura. Desde los Evangelios hasta las cartas apostólicas, y mediante figuras proféticas del Antiguo Testamento, el testimonio bíblico converge en una única verdad: Jesucristo es Dios.
Este apartado busca demostrar exclusivamente desde la Biblia que Jesucristo posee naturaleza divina, y que solo puede ser comprendido como el Hijo eterno del Padre, consustancial con Él. Para ello, se analizarán sistemáticamente los textos más significativos del Antiguo y Nuevo Testamento, agrupados en grandes categorías: los títulos divinos que Jesús asume, sus obras propias de Dios, sus afirmaciones directas, la reacción de sus interlocutores y el testimonio de los apóstoles. Todo se expondrá desde la lógica de la revelación progresiva, con fidelidad a la exégesis católica y evitando proyecciones ajenas al horizonte teológico bíblico.
I. Profecías del Antiguo Testamento: el Mesías esperado es Dios
Aunque muchos judíos esperaban al Mesías como un enviado de Dios, una lectura atenta de las Escrituras hebreas revela que el Mesías esperado no sería solo un hombre. Varias profecías anticipan que este Ungido tendría naturaleza divina o atributos reservados exclusivamente a Dios.
Una de las más explícitas se encuentra en Isaías 9,5:
“Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, y el principado está sobre su hombro. Y se llamará su nombre: Admirable Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz.”
El profeta describe al futuro Mesías como “Dios fuerte” (El Gibbor), un título que en Isaías 10,21 se aplica directamente a Yahvé. Llamar así al niño que ha de nacer no puede entenderse como una simple metáfora, pues Isaías emplea estos términos con contenido teológico preciso. Por tanto, el Mesías será una manifestación de la divinidad en la historia.
En Miqueas 5,1 se anuncia que el origen del futuro gobernante de Israel, que nacerá en Belén, será eterno:
“Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti me saldrá el que ha de dominar en Israel; y sus orígenes son desde antiguo, desde los días de la eternidad.”
La expresión “desde los días de la eternidad” (miqqedem mi-yemê ʿôlām) sugiere preexistencia divina. Este enviado no comienza a existir al nacer, sino que existe antes del tiempo. Solo Dios posee eternidad en sentido pleno.
Otra profecía clave es Zacarías 12,10, donde Yahvé habla en primera persona:
“Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica. Me mirarán a mí, a quien traspasaron.”
El texto hebreo dice literalmente: “me mirarán a mí, a quien han traspasado”, identificando a Yahvé con quien será traspasado. Este pasaje es citado en el Nuevo Testamento (Jn 19,37; Ap 1,7) para referirse a Cristo crucificado. El traspasado es Dios.
Estos textos preparan el camino para comprender que el Mesías será divino. No se trata solo de un agente humano de redención, sino de la irrupción misma de Dios en la historia.
Jesús perdona los pecados en nombre propio
Un argumento contundente para afirmar la divinidad de Jesucristo reside en la prerrogativa exclusiva de Dios para perdonar los pecados, prerrogativa que Jesús ejerce durante su ministerio público. Según los Evangelios, Él no la ejerce como delegado o intermediario, sino con autoridad divina plena. En la sociedad judía del siglo I, el perdón de pecados era una cuestión exclusivamente divina, ya que el pecado es una ofensa contra Dios. Ni profetas, ni sacerdotes ni sumos sacerdotes podían absolver en nombre propio, sino solo como mediadores conforme a la Ley mosaica. Esta convicción se refleja en la reacción de escribas y fariseos, que acusaron a Jesús de blasfemia al perdonar pecados, pues entendían que se atribuía un poder reservado solo a Dios.
El Evangelio de Marcos narra una escena paradigmática: Jesús cura a un paralítico que es bajado por el techo hasta Él. Ante la fe de quienes lo llevan, Jesús dice: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2,5). Esto causa desconcierto entre los presentes, especialmente los escribas, que piensan: “¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” (Mc 2,7). Jesús no niega esa impresión sino que reafirma su autoridad con la acción subsiguiente: “Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados” (Mc 2,10), y ordena al paralítico levantarse y caminar, signo visible que avala la autoridad invisible para perdonar.
Este pasaje tiene un peso teológico insoslayable porque el perdón de pecados implica una capacidad que excede lo humano y pertenece a Dios. Ningún profeta o maestro judío se habría atrevido a perdonar pecados en nombre propio sin mediación divina, bajo pena de blasfemia. Jesús no solo lo hace sino que lo utiliza como evidencia de su identidad como Mesías y Dios encarnado. Así, perdonar pecados es un testimonio inequívoco de su naturaleza divina.
En las cartas paulinas y otros textos se profundiza esta realidad, vinculando a Jesús con el único mediador entre Dios y los hombres, con autoridad para reconciliar a la humanidad. La carta a los Hebreos subraya que Cristo “entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, no con sangre de machos cabríos ni becerros, sino con su propia sangre, obteniendo así eterna redención” (Heb 9,12), mostrando que su sacrificio y autoridad son definitivos y divinos.
Esta facultad no es un don pasajero ni delegable; Jesús la ejerce por derecho propio, en autoridad directa. La soberanía de esta acción revela que Él tiene dominio absoluto sobre la relación entre Dios y la humanidad, confirmando que en Él reside la plenitud de la divinidad. Esta interpretación se refuerza con otros textos que afirman que el Reino de Dios ha llegado con su presencia, y que Él es quien lo establece y gobierna.
La autoridad para perdonar pecados se entrelaza con otras obras divinas que realiza Jesús, como la resurrección de muertos, la calma de la tempestad y la interpretación de la Ley, configurando un conjunto coherente que subraya su identidad como Dios encarnado. Esta coherencia no puede explicarse si se le reduce a un simple profeta o ser humano excepcional.
En conclusión, la afirmación explícita de Jesús sobre el perdón de pecados en nombre propio, junto a la reacción de blasfemia de sus contemporáneos, constituye una prueba poderosa de su divinidad. No es una palabra simbólica ni un título honorífico, sino un acto que solo Dios puede realizar. Por ello, este pasaje es fundamental para entender que Jesús no solo habló de Dios, sino que actuó como Dios en la historia.
Jesús es adorado y recibe culto divino
Otro argumento fundamental para sostener la divinidad de Jesucristo es que Él es objeto de adoración y culto, actos reservados en el judaísmo y cristianismo solo a Dios. En los Evangelios, tanto sus seguidores como otras personas reconocen explícitamente su naturaleza divina mediante actos propios de adoración, imposibles de atribuir a un simple hombre o ser creado.
Desde el inicio de su ministerio, los relatos muestran que Jesús es objeto de veneración reservada exclusivamente a Dios. Por ejemplo, los Magos de Oriente adoran al niño Jesús con regalos y reverencia: “Y al entrar en la casa, vieron al niño con María su madre, y postrándose, le adoraron” (Mt 2,11). Esta adoración infantil, otorgada por gentiles, reconoce su divinidad y anticipa la afirmación de que Jesús es digno de culto divino.
Durante su vida pública, Jesús acepta actos de adoración sin rechazarlos ni corregir la intención divina. Tras la resurrección, “al verlo, se postraron y lo adoraron” (Mt 28,17), expresión de adoración plena y reverencial que solo puede dirigirse a Dios. Si Jesús fuera un profeta o maestro, habría rechazado tal honor, como hicieron otros profetas que negaron cualquier forma de adoración. En cambio, Jesús permite y acepta el culto, indicio claro de su divinidad.
En el Evangelio de Juan, Jesús se presenta en términos que implican su igualdad con Dios. En diálogo con Tomás, posterior a la resurrección, el apóstol exclama: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28), confesión explícita de su divinidad. Jesús no corrige ni rechaza esta afirmación, sino que la acepta plenamente, lo que implica que Tomás ha reconocido la verdad sobre su persona. Este episodio es único en los Evangelios y muestra que el reconocimiento de Jesucristo como Dios verdadero es una conclusión lógica y teológica ineludible.
En la liturgia cristiana primitiva y en las cartas apostólicas, el culto a Cristo es un dato constante y universal. Pablo exhorta a que “toda rodilla se doble ante Cristo” (Fil 2,10) y que “todo idioma confiese que Jesucristo es Señor” (Fil 2,11), citas que implican adoración exclusiva y reconocimiento de su divinidad. La adoración a Jesús no es un culto subordinado o indirecto, sino pleno, reservado a Dios mismo.
Este reconocimiento no puede explicarse si Jesús fuera solo un hombre excepcional, sino que apunta a su identidad como Dios encarnado. La práctica de la adoración en la comunidad cristiana primitiva responde a la experiencia directa y la revelación del misterio trinitario, que el Nuevo Testamento transmite con claridad.
Jesús posee atributos exclusivos de Dios
Una base bíblica fundamental para afirmar la divinidad de Cristo es la atribución a Él de propiedades que, según la Escritura, corresponden únicamente a Dios. Estos atributos muestran que Jesús no es criatura alguna, sino que comparte plenamente la naturaleza divina.
Uno de los atributos esenciales es la eternidad, expresada claramente en Juan 1,1-2: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.” Esta declaración establece que Jesús (el Verbo) no fue creado, sino que existe eternamente junto al Padre. El Salmo 90,2, que afirma que Dios es eterno “desde el siglo y hasta el siglo”, se aplica también a Jesús en el Nuevo Testamento, lo que confirma su subsistencia eterna, exclusiva de Dios.
La omnipotencia de Jesús es otra característica divina. En Mateo 28,18 Él declara: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” Esta soberanía universal sobre toda creación es un atributo exclusivo de Dios, que trasciende la condición humana.
Asimismo, la facultad de perdonar pecados, narrada en Marcos 2,5-7, es prerrogativa divina. Los escribas, al oír a Jesús perdonar pecados, reconocen implícitamente que solo Dios puede hacerlo, confirmando la autoridad divina de Cristo.
La omnipresencia de Jesús se manifiesta en la promesa constante de estar “con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28,20), indicando una presencia que trasciende el espacio y el tiempo humanos.
Su omnisciencia se evidencia en Juan 2,24-25, donde se destaca que Jesús conoce el corazón de las personas sin necesidad de testigos, conocimiento que solo corresponde a Dios.
La inmutabilidad divina, es decir, la ausencia de cambio en el ser de Dios, se atribuye a Jesús en Hebreos 13,8: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.” Esta constancia distingue a la naturaleza divina de la humana.
Como Creador, Jesús es señalado en Juan 1,3 y Colosenses 1,16 como agente de toda creación, función exclusiva de Dios.
El papel de juez universal, asignado a Jesús en Juan 5,22-23, es otro signo de su divinidad, pues el juicio final es prerrogativa del único Dios verdadero.
Finalmente, la autoridad sobre la vida y la muerte, expresada en Juan 11,25-26 con “Yo soy la resurrección y la vida”, revela a Jesús como fuente última de vida, atributo exclusivo de Dios.
En conjunto, estos atributos —eternidad, omnipotencia, omnipresencia, omnisciencia, inmutabilidad, creación, juicio y dominio sobre la vida y la muerte— confirman la identidad divina de Jesús, alejándolo de la condición de mero hombre.
Los títulos divinos atribuidos a Jesús
La Escritura también fundamenta la divinidad de Cristo en los títulos exclusivos que se le otorgan y que en el contexto bíblico solo pueden aplicarse a Dios.
El título “Señor” (Kyrios) equivale al nombre divino YHWH en el Antiguo Testamento (Éxodo 3,14), implicando que Jesús asume el nombre propio de Dios. Filipenses 2,9-11 recalca esta exaltación: toda rodilla se doblará ante Jesús y toda lengua confesará que Él es Señor, señal de adoración debida solo a Dios.
El título “Hijo de Dios” adquiere en Jesús un significado único y definitivo, como “unigénito” que comparte la misma naturaleza divina que el Padre (Juan 3,16), más allá de cualquier uso simbólico o adoptivo del término.
“Emmanuel” (“Dios con nosotros”) (Mateo 1,23) revela la encarnación, la unión personal de la divinidad con la humanidad en Jesús.
El “Verbo” o “Logos” (Juan 1,1-14) identifica a Jesús como la expresión eterna y creadora de Dios, cuya encarnación confirma su divinidad sin ambigüedad.
En Apocalipsis 22,13, Jesús se llama “Alfa y Omega, principio y fin”, títulos que en Isaías 44,6 corresponden a Dios, reafirmando su identidad divina.
El título “Salvador”, presente en Tito 2,13, implica poder divino para redimir al hombre, función que solo Dios cumple.
Hebreos 7,26 presenta a Jesús como santo y perfecto, un estado divino que lo diferencia radicalmente de cualquier criatura.
Finalmente, “Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19,16) expresa su soberanía absoluta, propia solo de Dios, sobre un reino eterno y universal.
Estos títulos no son meras honorificaciones humanas, sino revelaciones profundas de la naturaleza divina de Cristo.
Las obras divinas de Cristo como prueba de su divinidad
La divinidad de Jesús se manifiesta también en las obras que realiza, que exceden las capacidades humanas y confirman su naturaleza divina.
El perdón de pecados, como en Marcos 2,5-7, revela autoridad exclusiva de Dios, pues solo Él puede reconciliar al hombre con su Creador. Jesús acompaña esta afirmación con signos milagrosos que autentican su autoridad.
Su dominio sobre la creación se evidencia en Juan 1,3 y en milagros como la calma de la tormenta (Marcos 4,39), la multiplicación de los panes (Mateo 14,19-20) y caminar sobre el agua (Mateo 14,25), acciones que manifiestan soberanía divina. La resurrección de Lázaro (Juan 11,43) y la propia resurrección de Jesús (Juan 11,25) confirman su poder absoluto sobre la vida y la muerte, prerrogativa divina según Deuteronomio 32,39. El juicio final, asignado a Jesús en Juan 5,22-23, ratifica su papel divino de juez universal.
La divinidad de Cristo como verdad fundamental revelada en la Escritura
La Biblia presenta a Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre, una verdad central e indispensable para la fe cristiana. Esta afirmación se fundamenta en la atribución a Jesús de atributos exclusivamente divinos —como la eternidad, omnipotencia, omnipresencia, omnisciencia, inmutabilidad, ser creador, juez universal y fuente de la vida eterna— que no pueden corresponder a un simple ser creado ni a una criatura. Además, la Escritura le otorga títulos propios de Dios, tales como “Señor” (Kyrios), “Hijo unigénito de Dios”, “Emmanuel”, “Verbo”, “Alfa y Omega”, y “Rey de reyes”, que en el contexto bíblico expresan su identidad divina única y plena.
Las obras de Cristo, desde el perdón de pecados hasta los milagros que manifiestan su poder sobre la naturaleza, la vida, la muerte y el juicio final, confirman que Él no es un hombre común, sino Dios encarnado, actuando con autoridad soberana y divina. Su resurrección es la evidencia suprema de su naturaleza divina, ya que solo Dios tiene dominio absoluto sobre la muerte y la vida.
Por lo tanto, la Escritura revela con claridad que Jesucristo comparte la naturaleza divina del Padre, siendo consustancial y coeterno con Él. Reconocer esta divinidad es reconocer la verdad fundamental del misterio cristiano, sobre la cual descansa la salvación y la fe apostólica. Así, la divinidad de Cristo no es un título honorífico, sino una realidad ontológica que distingue a Jesús como Dios verdadero, merecedor de adoración, confianza y seguimiento.
El error musulman
Uno de los errores más recurrentes en la apologética islámica contemporánea, especialmente en la da‘wah utilizada por musulmanes conversos familiarizados con el cristianismo, consiste en emplear ciertos pasajes evangélicos para negar la divinidad de Jesucristo, afirmando que si Él rezaba, si se dirigía a Dios como "Padre", y si se sometía a una voluntad superior, entonces no podía ser Dios. Este razonamiento, sin embargo, parte de una grave confusión doctrinal, que demuestra no solo un desconocimiento del dogma cristológico de la unión hipostática, sino también un error filosófico en el modo de entender la relación entre naturaleza y persona. El cristianismo, desde los primeros siglos, ha confesado con precisión que en Cristo hay una sola Persona divina, la del Verbo eterno, con dos naturalezas: la humana y la divina, unidas sin confusión, sin mezcla, sin división ni separación. Esta doctrina fue definida solemnemente en el Concilio de Calcedonia (451), siguiendo la enseñanza patrística de San Cirilo de Alejandría y San León Magno. Negar esta unión, o confundir sus consecuencias, lleva inevitablemente a malinterpretar las palabras y actos de Cristo, como hacen quienes desde el islam niegan la Trinidad al observar a Jesús rezando.
Que Cristo rece no niega su divinidad, del mismo modo que el hecho de que padezca hambre, sed o sufrimiento no niega su origen eterno. Como verdadero hombre, Cristo asumió todo lo humano, excepto el pecado, y por tanto oraba con su naturaleza humana al Padre, que es distinto de Él en cuanto a persona, pero no en cuanto a esencia divina. Cuando Jesús dice: “Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,28), no se presenta como una criatura separada de Dios, sino como el Hijo eterno hecho carne, que en su humanidad expresa su obediencia filial. Esta oración es la manifestación visible de una relación eterna que preexiste a la Encarnación. El Hijo no comienza a existir cuando nace de María; es desde siempre engendrado por el Padre, consustancial a Él, como enseña el Credo de Nicea-Constantinopla. En la oración, por tanto, no se revela inferioridad ontológica, sino el misterio de la comunión intratrinitaria que se desborda en la economía de la salvación. El Hijo, hecho hombre, se dirige al Padre como hombre verdadero, no porque haya dejado de ser Dios, sino porque ha asumido la condición de siervo sin abandonar su divinidad.
Los musulmanes, al negar la posibilidad misma de que Dios pueda encarnarse, cometen un error previo: proyectan sobre Dios una noción puramente unitaria y monádica, excluyendo cualquier distinción en el seno del Ser divino. Esto los lleva a rechazar la Trinidad como si fuera una multiplicación de dioses, lo cual el cristianismo ha condenado desde siempre como herético. Decir que hay un solo Dios en tres Personas no significa dividir a Dios en tres seres, sino afirmar que la única esencia divina subsiste plenamente en tres modos personales de ser, que no se reparten la divinidad, sino que la poseen íntegra cada uno. El Padre no es una parte de Dios, ni el Hijo una porción, ni el Espíritu un tercio: cada Persona es Dios entero, pero ninguno es el otro. Esta distinción real sin división ontológica es un misterio que no contradice la razón, aunque la sobrepase. La Trinidad no es una construcción post-apostólica ni una invención conciliar, sino la interpretación fiel de la revelación que Cristo mismo ha hecho de Dios.
Cuando el islam niega la Trinidad señalando que Jesús llamó “Padre” a Dios, lo hace bajo una premisa errónea: que toda relación de dependencia implica inferioridad de esencia. Pero esta lógica no se aplica en Dios. El Hijo es eternamente engendrado por el Padre, no creado; es Dios de Dios, Luz de Luz, como lo confesaron los Padres, y esta generación eterna es la causa de la distinción personal, no de una inferioridad ontológica. Por eso Jesús dice: “El Padre es mayor que yo” (Jn 14,28), no en cuanto a la divinidad, donde son iguales, sino en cuanto a la condición humana asumida por el Hijo. Santo Tomás de Aquino lo explica con claridad en la Suma Teológica: Cristo habla a veces según su naturaleza humana, y otras veces según su naturaleza divina. No se pueden interpretar sus palabras sin distinguir estas dos dimensiones. Negar esta distinción lleva, como hace el islam, a una simplificación que falsifica el contenido evangélico.
El islam, además, niega no solo la divinidad del Hijo, sino también la misma posibilidad de una unión hipostática, es decir, de que la Persona divina del Verbo pueda asumir una naturaleza humana. Para el Corán, decir que Dios tiene un Hijo es una blasfemia (cf. Sura 4:171; 5:72–75; 19:88–92), porque presupone una relación biológica o sexual, algo que el cristianismo nunca ha enseñado. El término “Hijo” no indica una generación carnal, sino una relación eterna de origen. La ignorancia de esta distinción ha llevado a muchos musulmanes a rechazar una caricatura del dogma cristiano, no su contenido verdadero. Cristo no es un ser intermedio entre Dios y el hombre, sino Dios verdadero y hombre verdadero, sin división ni confusión. Cuando reza, lo hace como hombre. Cuando perdona pecados, resucita muertos, acoge la adoración o dice “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30), lo hace como Dios. No hay contradicción en ello, sino expresión del misterio profundo de la Encarnación.
En resumen, el argumento islámico que se apoya en las oraciones de Jesús para negar su divinidad incurre en un error de categoría: confunde las propiedades de la naturaleza humana con la identidad de la Persona divina que las asume. Negar que el Hijo de Dios pueda orar al Padre es tanto como negar que pueda ser verdaderamente hombre. Pero la fe cristiana no proclama que Dios haya fingido ser hombre, sino que se hizo verdaderamente carne (cf. Jn 1,14). Esta encarnación no implica una pérdida de divinidad, sino un anonadamiento voluntario (cf. Flp 2,6–11), por el cual el Hijo se abaja sin dejar de ser igual al Padre. La Trinidad no se opone a la unidad de Dios, sino que la revela en su plenitud: un solo Dios que es comunión eterna de amor. Rechazar esta verdad es permanecer en una visión empobrecida y reduccionista del misterio divino. El cristianismo no adora a un hombre hecho Dios, sino al Dios que se ha hecho hombre para redimirnos. Y esa es la diferencia esencial.
El error unitarismo
Una objeción similar a la islámica, aunque nacida en el seno del cristianismo desvinculado de su raíz apostólica y magisterial, es la presentada por los grupos unitaristas. Estos, alegando una estricta monarquía divina sin distinciones personales en Dios, niegan la Trinidad y, por tanto, la divinidad de Jesucristo, considerándolo un mero profeta exaltado, un hombre singular, pero sin naturaleza divina. Su argumento suele apoyarse en la Escritura, leída sin el sensus fidei católico ni el contexto del depósito apostólico íntegro, y parte de pasajes donde Jesús parece manifestar subordinación, dependencia o ignorancia. Los unitaristas declaran: si Jesús dice que no sabe el día ni la hora (Mc 13,32), si afirma que el Padre es mayor que Él (Jn 14,28), si reza al Padre (Mc 1,35; Lc 6,12), entonces no puede ser Dios. Pero este razonamiento se basa, al igual que el islámico, en una negación de la unión hipostática y en una confusión entre naturaleza y persona.
La fe católica enseña que el Verbo eterno, la segunda Persona de la Trinidad, asumió la naturaleza humana sin dejar de ser Dios. Esta humanidad, asumida en el tiempo, no borra su preexistencia eterna ni su consustancialidad con el Padre. Por tanto, las expresiones de dependencia, ignorancia o sumisión expresadas por Jesús en los Evangelios se entienden desde su humanidad real y completa, no como pruebas de que no sea Dios, sino como manifestaciones del anonadamiento voluntario por el que “no consideró codiciable ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo” (Flp 2,6-7). Que Jesús rece no demuestra inferioridad ontológica, sino participación plena en nuestra condición humana. Que el Hijo no sepa algo “como hombre” no significa que lo ignore en su ciencia divina, sino que libremente no comunica ese saber desde su naturaleza divina a su conciencia humana en ese momento. Esta es la doctrina católica de las ciencias de Cristo: ciencia beatífica, ciencia infusa y ciencia adquirida, que armonizan sin conflicto con su plena divinidad.
Los unitaristas suelen decir que el Shemá (“Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es uno” — Dt 6,4) excluye cualquier pluralidad en Dios. Pero esta interpretación pasa por alto la riqueza semántica del término hebreo ejad, que no significa “uno numérico” en sentido de indivisibilidad absoluta, sino “unidad compuesta” o “unidad de totalidad”. En el propio Antiguo Testamento, ejad describe unidades complejas: “una sola carne” (basar ejad) en Gn 2,24 refiriéndose a la unión matrimonial, o “un racimo” (eshkol ejad) en Nm 13,23. La Escritura no enseña un monoteísmo unipersonal, sino una unidad absoluta de esencia que no excluye una pluralidad interna, revelada progresivamente y plenamente manifestada en la Encarnación y Pentecostés. Ya en el mismo Génesis, la presencia del plural en los labios divinos (“Hagamos al hombre a nuestra imagen”, Gn 1,26) sugiere una riqueza en la vida interna de Dios, no explicada del todo en el Antiguo Pacto, pero claramente iluminada por la revelación neotestamentaria. La Tradición cristiana ha reconocido en estos plurales velos de la Trinidad.
Los unitaristas apelan también a textos como Jn 17,3, donde Jesús dice: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado”. Argumentan que si el Padre es el único Dios verdadero, entonces Jesús no lo es. Pero esto ignora que la Escritura emplea el término “único” no para excluir a Jesús de la divinidad, sino para distinguir al Dios verdadero del politeísmo pagano. El mismo evangelista Juan, que escribe ese versículo, afirma que “el Verbo era Dios” (Jn 1,1), que “el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14) y que Tomás llama a Jesús “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28) sin ser corregido. El mismo Hijo dice: “Antes que Abraham fuera, Yo Soy” (Jn 8,58), aplicándose el Tetragrámaton revelado a Moisés. Negar la divinidad de Cristo a partir de pasajes donde manifiesta su humanidad, sin considerar todo el testimonio escritural, es mutilar el Evangelio.
Los unitaristas rechazan el dogma trinitario afirmando que no está explícitamente en la Escritura y que es fruto de corrupción posterior. Pero esta postura ignora que la revelación divina se dio históricamente, y que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, recibió no solo la Escritura, sino también la Tradición viva que la interpreta. La Trinidad está implícita en toda la vida de Cristo: en su bautismo, donde el Padre habla, el Hijo es bautizado y el Espíritu desciende (Mt 3,16-17); en la fórmula bautismal trinitaria (Mt 28,19); en su promesa del Paráclito (Jn 14–16), donde se distingue del Padre y del Espíritu, pero sin establecer inferioridad alguna. Los concilios no inventaron la Trinidad: la proclamaron dogmáticamente para defender la fe apostólica frente a los errores. Negar esta dimensión eclesial de la revelación, como hacen los unitaristas, lleva a interpretar la Escritura según criterio personal, lo cual fue condenado ya por San Pedro cuando dice que “ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia” (2 Pe 1,20).
La Trinidad no es irracional ni contradictoria. Es superior a la razón, pero no contraria a ella. Que Dios sea uno en esencia y tres en persona no implica triteísmo, porque la persona no es sinónimo de ser separado, sino de modo subsistente de la única esencia divina. El Padre no es el Hijo, ni el Hijo el Espíritu, pero todos son Dios uno y el mismo. Esta distinción personal no divide la esencia, sino que la expresa en comunión eterna. Así lo entendieron los Padres: San Atanasio, San Basilio, San Gregorio Nacianceno, San Agustín. La negación unitarista de esta comunión trinitaria conduce a un monoteísmo solitario, donde Dios no es amor en sí mismo, sino que necesita crear para amar. En cambio, en la Trinidad, el amor es eterno: el Padre ama al Hijo, el Hijo responde al Padre, y el Espíritu es el Amor subsistente entre ambos. Esta es la plenitud que Dios revela en Cristo: no una unidad solitaria, sino una unidad perfecta en comunión.
En conclusión, la objeción unitarista contra la Trinidad y contra la divinidad de Cristo parte de una visión reduccionista de la Escritura, separada de la Tradición y del Magisterio que la custodia. Se apoya en textos que expresan la humanidad de Jesús, ignorando su contexto y el conjunto armónico de la revelación. Confunde naturaleza con persona, función con esencia, y termina negando tanto la Encarnación como la redención. Frente a ello, la fe católica proclama que el Hijo eterno se hizo carne sin dejar de ser Dios, que oró al Padre como hombre sin dejar de ser consustancial a Él, y que en la Trinidad hay una perfecta unidad de esencia y distinción de personas, no como invención humana, sino como misterio revelado por el mismo Verbo encarnado.