Fe y Obras

 Reflexión

La enseñanza auténtica de Cristo sobre la salvación, custodiada infaliblemente por la Iglesia Católica como columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15), se opone con claridad al error de quienes proclaman que la justificación se obtiene por la sola fe sin necesidad de las obras. Esta proposición, atribuida a Lutero, contradice no sólo la Tradición apostólica viva sino también la Sagrada Escritura, la cual, correctamente interpretada por el Magisterio, enseña que la salvación es ciertamente don gratuito de Dios, pero que exige la cooperación libre del hombre por medio de la gracia, manifestada en obras concretas. La fe sin obras es, por tanto, incompleta, insuficiente e incapaz de justificar, como lo afirma con claridad la epístola de Santiago: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo esa fe?” (Sant 2,14). Y añade: “Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Sant 2,26). Esta fe vacía, separada de la caritas, no salva, porque carece de su forma vital.

La Iglesia enseña que la fe verdadera —fides formata caritate— está unida esencialmente a la caritas, es decir, al amor sobrenatural infundido por el Espíritu Santo en el alma del creyente. La caritas es la forma de todas las virtudes, y sólo una fe animada por la caritas puede obrar con eficacia salvífica. Así lo atestigua san Pablo: “Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión valen algo, sino la fe que actúa por la caridad” (fides quae per caritatem operatur) (Gál 5,6). La caritas no es simple emoción o disposición moral, sino participación en la vida misma de Dios que nos hace capaces de obrar sobrenaturalmente. Por ello, no es posible separar fe y obras sin herir la economía de la gracia. Las opera bona no son añadidos opcionales ni intentos de autosalvación, sino fruto necesario de una vida regenerada en Cristo.

El mismo Cristo, en su predicación, enseña reiteradamente que el juicio final se basará en las obras, no en la mera profesión verbal de fe. “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21). Y en la gran escena escatológica del juicio de las naciones, afirma que los justos heredarán el Reino por haber dado de comer al hambriento, de beber al sediento, por haber acogido al forastero, vestido al desnudo y visitado al enfermo y al preso (cf. Mt 25,31-46). A cada uno se le dirá según sus obras: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros”, o bien: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno”. En esta visión, Cristo mismo se identifica con el prójimo necesitado, de modo que toda obra de amor hacia el otro se convierte en obra hecha al mismo Dios. Por eso, las obras buenas no son una adición a la fe, sino la expresión necesaria de una fe viva que ha recibido al Espíritu Santo.

Ahora bien, estas obras no proceden primariamente del hombre como causa primera, sino que son fruto de la gracia. San Agustín enseña que “cuando Dios corona nuestros méritos, en realidad corona sus propios dones” (cum Deus coronat merita nostra, nihil aliud coronat quam dona sua). La iniciativa de Dios es absoluta: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), dice Jesús. Pero esta iniciativa no destruye la libertad, sino que la eleva. El hombre, transformado por la gracia, coopera libremente con ella; es causa segunda real. Así, el mérito cristiano no es un derecho frente a Dios por justicia estricta, sino participación en la promesa divina de recompensar lo que Él mismo ha obrado en nosotros.

El Concilio de Trento definió solemnemente esta doctrina, condenando tanto el pelagianismo como la sola fide. Enseñó que el hombre es justificado por la gracia mediante la fe y las obras, porque la fe que salva es aquella que se perfecciona en la caridad. “Si alguien dijere que el hombre puede justificarse ante Dios por sus propias obras... sin la gracia de Dios por Cristo, sea anatema” (Dz 1551). Y también: “Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza en la divina misericordia que perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa confianza es lo único con que nos justificamos: sea anatema” (Dz 1562). En consecuencia, las opera bona son necesarias no porque Dios nos deba nada, sino porque Él ha dispuesto que su gracia actúe en nosotros como semilla fecunda que debe dar fruto: “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto” (Jn 15,5).

La tradición patrística, desde los primeros siglos, ha afirmado con claridad esta enseñanza. San Ireneo enseña que “la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios, que se realiza por la obediencia”. San Justino, san Cipriano, san Basilio y san Juan Crisóstomo insisten en la necesidad de vivir conforme a las enseñanzas de Cristo. San Agustín, cuya teología influyó profundamente en la doctrina tridentina, explica que la gracia no elimina la voluntad, sino que la sana: “Dios no quiere salvarnos sin nosotros”. Y en su combate contra los pelagianos, deja claro que aunque todas nuestras obras buenas proceden de Dios, Él exige nuestra respuesta libre: el consentimiento, la cooperación, el acto de amar.

Por ello, debe entenderse con precisión qué tipo de obras tienen valor salvífico y cuáles no. Son verdaderamente opera salutifera aquellas que brotan del amor sobrenatural (caritas), realizadas en estado de gracia, con intención recta, y en conformidad con la voluntad de Dios. Es decir, aquellas obras en las que el hombre coopera libremente con la gracia, venciendo la concupiscencia, obrando el bien y evitando el mal. La raíz del mal moral no está en la libertad misma, sino en su desorden: el hombre obra mal cuando, movido por la concupiscencia (cf. Sant 1,14-15), prefiere el bien aparente al bien verdadero. San Pablo describe esta lucha interior: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero... Pero ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí” (Rom 7,19-20). Este pecado interior —concupiscencia no consentida— no es imputable si no se convierte en acto libre. Pero cuando lo es, da lugar a opera mala, que separan al alma de la gracia y, si no hay arrepentimiento, conducen a la condenación.

Por el contrario, las buenas obras de los no creyentes, aunque puedan tener valor ético y humano, carecen de mérito sobrenatural si no proceden de la gracia. San Pablo afirma: “Todo lo que no procede de la fe es pecado” (Rom 14,23), es decir, no tiene valor salvífico. Un ateo puede obrar conforme a la recta razón, pero sin caritas, sin unión con Dios, sus obras no pueden ser elevadas al orden sobrenatural, salvo por una gracia que, quizá desconocida para él, obre en lo secreto. Sin embargo, sin el conocimiento explícito de Cristo y sin pertenencia, al menos implícita, a la Iglesia, no hay salvación ordinaria (cf. LG 14). Por eso, las obras del cristiano tienen un valor radicalmente superior: no porque sean más espectaculares, sino porque están vivificadas por el amor divino, por la gracia que procede del sacrificio redentor de Cristo, aplicado por los sacramentos.

La Iglesia, que es la Esposa de Cristo y custodia fiel de su enseñanza, no ha cesado de proclamar esta verdad. En la voz del Magisterio, resuena la enseñanza del Señor: que todo árbol bueno da frutos buenos (cf. Mt 7,17), que se conoce al discípulo por sus obras (cf. Jn 13,35), y que seremos juzgados por lo que hayamos hecho en el cuerpo, sea bueno o malo (cf. 2 Cor 5,10). Por tanto, el cristiano no puede contentarse con una fe intelectual o emocional; debe vivir en Cristo, por Cristo y con Cristo, obrando siempre el bien, no por temor ni por cálculo, sino por amor. Así será hallado fiel el día del juicio, cuando el Señor venga a dar a cada uno según sus obras (cf. Ap 22,12).

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