El Retorno de la Civilización

 Opinión

Hay momentos en la historia en que los pueblos se ven enfrentados a dilemas tan absolutos que no pueden resolverse mediante equilibrios diplomáticos ni reformas graduales. Son horas de juicio en las que el alma de las civilizaciones es pesada en la balanza de la eternidad. La nuestra es una de esas horas. El mundo se encuentra al borde del colapso moral, político y espiritual. Lo que otrora fueron civilizaciones con rostro humano, con raíces en la ley natural y en la búsqueda de lo trascendente, hoy se debaten entre el nihilismo con corbata —ese progresismo burocrático, sin alma, que decreta la muerte de Dios y la abolición del hombre— y el fanatismo con turbante, que clama por sangre en nombre de una divinidad que ha dejado de ser Padre para convertirse en verdugo.

Frente a este abismo, no bastan ni los comités, ni las organizaciones internacionales, ni los tratados sin alma. Se requiere una llama con alma, una fuerza que no abrase pero sí ilumine, que no conquiste pero sí redima. Esa llama es la Hispanidad cristiana restaurada, no como nostalgia de un pasado perdido, sino como proyecto vivo y fecundo, capaz de ofrecer al mundo lo que ya no encuentra ni en el Norte secularizado ni en el Oriente radicalizado: orden con justicia, libertad con verdad, fe con razón.

La Confederación Hispana, fundada sobre la comunión espiritual, cultural y política de los pueblos herederos de la civilización cristiana nacida de la síntesis entre Roma, España y Lusitania, no es una invención romántica, sino una necesidad histórica. Porque fue bajo la sombra de la Cruz y la luz de la Fe Católica que estos pueblos dieron paz, unidad y civilización a los rincones más remotos de la tierra. Fue bajo la égida de ese Imperio tripartito —Español, Lusitano y Romano— que se construyeron universidades antes que bancos, catedrales antes que parlamentos, y se forjaron hombres santos, sabios y justos, antes que ciudadanos funcionales pero vacíos. 

Hoy, mientras las potencias herederas del pensamiento masónico y liberalista se disuelven en su propio veneno —ese que predica derechos sin deberes, autonomía sin verdad, placer sin trascendencia—, los pueblos hispanos, disgregados pero no vencidos, conservan aún en sus entrañas la semilla de una civilización que no ha muerto, sino que duerme. Los Andes, la pampa, el altiplano, las llanuras mesoamericanas, las costas atlánticas, las islas de ultramar y las tierras peninsulares, contienen aún la sangre y la memoria de una empresa espiritual que no nació para dominar, sino para bautizar. 

El Imperio Hispano —con todas sus luces y también sus sombras, propias de todo lo humano— fue la única forma de imperium que combinó la expansión con la conversión, la guerra con el sacramento, la espada con la cruz. Sus errores no son sino la sombra de sus virtudes. No fue un imperio fundado en la explotación, como el británico; ni en la dominación financiera, como el norteamericano; ni en el terror y la conscripción ideológica, como el soviético. Fue, sobre todo, un imperio misionero, civilizador y trascendente.

Hoy, mientras los centros de poder del mundo se resquebrajan bajo el peso de sus propias contradicciones, es el momento de proponer —no imponer— un nuevo orden nacido de la tradición. No un orden tecnocrático, ni una alianza coyuntural de repúblicas frágiles, sino una restauración confederal de las Españas, unidas bajo un principio superior: la dignidad sagrada del hombre como imagen de Dios, y la centralidad de Cristo Rey como fuente de toda ley verdadera

No es de extrañar que los conflictos contemporáneos —Ucrania, Taiwán, India vs. Pakistán, Corea del Norte vs. el Sur, Irán vs. Israel— compartan un fondo común: la ausencia de una civilización rectora que imponga límites al caos. El orden anglosajón ha dejado de inspirar respeto. El orden oriental es meramente funcional. El islamismo, dividido y violento, es incapaz de producir paz. Sólo un orden que nazca de la Cruz, del Logos, y del amor a la verdad, puede restaurar la justicia entre las naciones. 

La Confederación Hispana, como proyecto real, no necesita levantar nuevas banderas ni inventar una ideología. Basta con recordar lo que fuimos y reconocer lo que aún somos. Unir los pueblos hispánicos —desde las Españas europeas, africanas, asiáticas y americanas— no exige borrar diferencias, sino reconciliarlas en una misma raíz. Las repúblicas pueden conservar su autonomía, pero deben renacer bajo un orden federado espiritual, cultural y militar, con una cabeza reconocida: el Rey legítimo como custodio del bien común, y no como gestor de consensos políticos. 

El enemigo lo ha entendido mejor que nosotros. Por eso se afana en dividir las naciones hispanas, enfrentarlas, vaciarlas de contenido, reescribir su historia, ridiculizar su fe, descristianizar su educación y corromper su cultura. Todo ello con un solo fin: impedir que renazca el único poder capaz de poner freno al proyecto totalitario del Nuevo Orden Mundial

A ese enemigo no se le vence con arengas ni con votos. Se le vence con unidad, santidad, disciplina y fuego espiritual. La Confederación Hispana debe alzarse, no como un bloque comercial, ni como un grupo de presión, sino como el corazón latente de la civilización cristiana universal, capaz de reunir bajo su sombra a los pueblos que aún creen que la vida tiene sentido, que el alma es inmortal, que el deber es superior al deseo, y que Dios no ha muerto ni será derrotado. 

Este renacer no exige tecnología imposible ni presupuestos astronómicos. Exige voluntad, conciencia histórica y fe sobrenatural. Y sobre todo, exige que los hombres libres y cristianos de Hispanoamérica abandonen la pasividad, la nostalgia estéril y el provincianismo, para reconocerse como parte de una única empresa providencial: la de restaurar el mundo a través de la verdad. Para ello hace falta una sola bandera espiritual, una sola lengua fraterna, un solo ideal civilizador, y un solo ejército moral, bajo el mando del Rey. No se trata de conquistar territorios, sino de reconquistar los corazones. No se trata de imponer creencias, sino de proclamar la verdad que libera. No se trata de repetir el pasado, sino de cumplir la promesa inconclusa de la Cristiandad

Lo que aquí se propone no es restaurar una forma de gobierno, sino una forma de civilización. No se trata de imponer estructuras, sino de devolver a los pueblos la conciencia de que nacieron para algo más que para consumir, obedecer o sobrevivir. Que su alma vale más que sus votos. Que su historia no comenzó en una revolución ni en una constitución, sino en una pila bautismal. Que fueron llamados a ser luz del mundo, no colonia del sistema.

La restauración de la Confederación Hispana bajo un solo Rey y un solo ejército no busca conquista, sino contención. No busca dominación, sino interdicción. El mundo ha perdido el norte. Y sólo quienes aún conservan un altar y una tumba pueden levantar un estandarte verdadero. Es la hora de decir basta: basta a la corrupción de las almas, basta al imperio del dinero, basta al chantaje de las ideologías, basta al globalismo que disuelve las naciones y a los fundamentalismos que queman la tierra. Es la hora de decir sí: sí a la cruz, sí al honor, sí al deber, sí a la esperanza, sí a una hispanidad que no pide permiso para vivir, porque sabe que vive por mandato divino. 

No habrá otra oportunidad. El mundo ya ha elegido entre dos fuegos. Nosotros elegimos ser llama con alma. No seremos los últimos defensores de un mundo que cae, sino los primeros constructores del mundo que viene. Un mundo reconciliado bajo Cristo, Rey verdadero, con pueblos que se reconocen hermanos porque han sido redimidos por la misma sangre. Esta es la hora. Esta es la misión. Esta es la hispanidad restaurada.

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