El pensamiento unicitario
Análisis
El pensamiento unicitario, también conocido como “doctrina de la unicidad de Dios”, sostiene un monoteísmo radicalmente exclusivo, en el que se niega toda distinción personal dentro del ser divino. Para los unicitarios, Dios es una única persona, absoluta e indivisible. Rechazan categóricamente la doctrina de la Santísima Trinidad, no sólo por considerarla incomprensible, sino por creer que es una corrupción doctrinal introducida por influencias filosóficas y paganas en los siglos posteriores al Nuevo Testamento. Desde su punto de vista, afirmar que Dios es uno en esencia y tres en personas constituye una contradicción ilógica y antibíblica.
Según esta perspectiva, los títulos de Padre, Hijo y Espíritu Santo no designan realidades personales distintas, sino formas distintas en que el único Dios se ha manifestado en la historia. En la creación, Dios se manifestó como Padre; en la redención, como Hijo; y en la regeneración espiritual, como Espíritu Santo. Esta visión, conocida teológicamente como modalismo o sabelianismo, fue rechazada por la Iglesia desde los primeros siglos, pero sobrevive hoy en grupos modernos que se identifican como “apostólicos” o “del nombre de Jesús”.
Dentro de esta concepción, Jesucristo no es una persona divina distinta del Padre, sino el mismo Dios eterno manifestado en carne. Según ellos, Jesús es el nombre del único Dios verdadero: el mismo Padre eterno que se encarnó. Por eso rechazan la idea de una preexistencia personal del Hijo antes de la encarnación; para ellos, el Hijo comenzó a existir en el tiempo, en el vientre de María. La divinidad de Jesús no se entiende como la de una segunda persona de la Trinidad, sino como la manifestación plena del único Dios en un cuerpo humano.
Esta doctrina se expresa con fuerza en su concepción del bautismo. Los unicitarios insisten en que debe realizarse únicamente “en el nombre de Jesús”, y no según la fórmula trinitaria de Mateo 28,19. Interpretan que “el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” es en realidad un único nombre: Jesús. Por tanto, consideran inválido todo bautismo que no invoque explícitamente ese nombre. Este énfasis no es secundario, sino que constituye una de las principales marcas identitarias de su teología.
En cuanto al Espíritu Santo, niegan que sea una persona divina distinta. El Espíritu es, según ellos, el mismo Dios en acción espiritual, o la presencia dinámica del mismo Jesús obrando en el creyente. Esta negación de la personalidad del Espíritu los aleja no sólo del catolicismo, sino también del protestantismo clásico. Además, sostienen que la historia del cristianismo posterior al siglo I constituye una gran desviación, y acusan a la Iglesia Católica y a todas las denominaciones tradicionales de haber adulterado el Evangelio. Rechazan los concilios, la autoridad de los Padres de la Iglesia y toda forma de Tradición Apostólica que no esté explícitamente contenida en la Biblia, siguiendo un restauracionismo radical.
En definitiva, la doctrina unicitario-unitaria parte de una afirmación de la unicidad divina entendida de forma absoluta, niega la Trinidad, identifica a Jesús como el único Dios, reduce al Espíritu Santo a una fuerza activa, y rechaza toda autoridad eclesial fuera de su propia lectura personal o comunitaria de la Escritura. Su teología gira en torno a la exclusividad del nombre “Jesús” como revelación total de Dios y niega que existan tres personas divinas. Esta visión doctrinal, aunque revestida de piedad y lenguaje bíblico, rompe con la fe apostólica y conciliar que, desde el siglo I hasta el IV, fue profesada, defendida y transmitida en comunión con la Iglesia.
La doctrina unicitario-unitaria, al negar la Trinidad y afirmar que Dios es una sola persona que se manifiesta de distintas formas, se enfrenta directamente al testimonio integral de las Sagradas Escrituras. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la Biblia revela no sólo la unicidad de Dios en cuanto a su naturaleza, sino también la distinción real entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sin que ello implique división, subordinación esencial ni politeísmo.
El Antiguo Testamento contiene indicios claros de una pluralidad interna en Dios. En Génesis 1,26, Dios dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». El verbo está en plural. Aunque algunos unicitarios apelan a una supuesta deliberación divina o a un diálogo con los ángeles, estas interpretaciones son inconsistentes con el versículo siguiente: «Y creó Dios al hombre a su imagen» (Gn 1,27), que afirma que el hombre fue creado exclusivamente a imagen de Dios, no de los ángeles. Además, el término Elohim, que designa al Dios de Israel, es un plural morfológico acompañado de verbos en singular, lo cual sugiere una complejidad interna en la unidad divina. Este patrón se repite en Génesis 3,22: «He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros», y en Génesis 11,7: «Bajemos y confundamos allí su lengua». Aunque el Antiguo Testamento no revela explícitamente la Trinidad, sí deja huellas de una pluralidad que no contradice la unidad esencial de Dios.
El Nuevo Testamento confirma con claridad lo que el Antiguo anticipaba. En el Bautismo de Jesús, las tres personas divinas se manifiestan simultáneamente: el Hijo es bautizado, el Espíritu Santo desciende en forma de paloma y la voz del Padre declara: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mt 3,16-17). Este pasaje es irreconciliable con el unitarismo, ya que no se trata de un solo Dios que actúa con tres rostros sucesivos, sino de tres personas distintas que coexisten y se relacionan entre sí.
Asimismo, Jesús ora al Padre como alguien distinto de sí mismo. En Juan 17,5 dice: «Padre, glorifícame tú al lado tuyo con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese». Esta afirmación no sólo expresa la distinción entre el Padre y el Hijo, sino también la preexistencia eterna del Verbo como Persona divina. ¿Cómo pudo haber compartido gloria con el Padre antes de la creación, si sólo comenzó a existir en la encarnación, como afirman los unicitarios?
Otro texto concluyente aparece en Juan 14,16-17: «Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad». Aquí se distinguen claramente tres personas: el que ruega (el Hijo), el que concede (el Padre) y el que es enviado (el Espíritu). Si las tres fueran la misma persona bajo distintos nombres, esta oración carecería de sentido.
Jesús también afirma en Juan 8,17-18: «En vuestra ley está escrito que el testimonio de dos hombres es verdadero. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí». Si Jesús y el Padre fueran una misma persona, su argumento carecería de validez jurídica y teológica, pues un único testigo no puede dar testimonio como si fuera dos.
La fórmula trinitaria queda solemnemente instituida por el mismo Cristo resucitado: «Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Jesús habla de nombre en singular, pero menciona tres personas distintas, revelando así la unidad de esencia y la distinción personal. Los bautismos “en el nombre de Jesús” que aparecen en los Hechos de los Apóstoles no contradicen esta fórmula, sino que la resumen en la persona de Cristo, quien actúa con plena autoridad trinitaria. La Iglesia primitiva jamás entendió estos textos como una negación del trinitarismo, sino como expresión cristológica del misterio ya revelado.
Finalmente, en 2 Corintios 13,13, san Pablo ofrece una fórmula trinitaria que se ha vuelto litúrgica: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros». Esta triple invocación no es retórica ni accidental: expresa la estructura misma del misterio de Dios. Reducir a Dios a una sola persona equivale a mutilar este testimonio inspirado, desfigurar la identidad de Cristo y negar el rostro trinitario del amor divino.
La fe en la Trinidad no fue impuesta por los concilios, sino que brota de la experiencia viva de la Iglesia apostólica. Los Padres de los primeros siglos —como san Justino, san Ireneo, san Gregorio Taumaturgo y san Atanasio— reconocieron, vivieron y defendieron esta fe contra herejías que pretendieron simplificar el misterio revelado. La Trinidad no es una construcción filosófica, sino la forma en que Dios se ha dado a conocer realmente: comunión de amor eterno entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Hoy como ayer, negar este misterio no es sólo un error doctrinal, sino un rechazo del Dios que se ha revelado. Un Dios que no es Padre eterno, ni engendra al Hijo, ni da vida al Espíritu, no es el Dios cristiano. Y un Cristo que no es Hijo eterno del Padre, sino el mismo Padre disfrazado, no salva verdaderamente, porque su encarnación sería sólo un teatro divino, no una comunión real. Por eso, todo intento de negar la Trinidad —sea por ignorancia o por rechazo voluntario— termina por rechazar al Dios verdadero. Quien niega al Hijo, niega también al Padre; y quien niega al Espíritu, niega el amor de Dios hecho presencia.
La fe católica, por el contrario, proclama con gozo que Dios es amor porque es comunión. Esa es la verdad que nos libera, nos redime y nos introduce en la vida eterna. Esa es la fe que la Iglesia ha guardado, anunciado y defendido desde los Apóstoles hasta hoy, sin interrupción, sin contradicción y sin temor.