El pasaje de Proverbios 30, 1–5

 Reflexión 

El otro día en uno de los grupo de WhatsApp, estabamos con mis amigos chateando, y uno de ellos pasó un video acerca de este pasaje,  y presenta una escena atípica dentro de la literatura sapiencial veterotestamentaria: el sabio no comienza exponiendo su doctrina, ni con sentencias prácticas o exhortaciones morales, sino con una confesión radical de su ignorancia. Las “palabras de Agur, hijo de Jakeh” nos colocan frente a un personaje cuya identidad es desconocida, pero cuya voz entra de manera solemne en el texto bíblico como si fuera una voz autorizada para proferir misterio. En este contexto se inscribe un testimonio que no es simplemente sapiencial, sino también profético.

El sabio se declara ignorante, no de las cosas del mundo, sino del conocimiento último: el de Dios mismo y de lo que le pertenece. Afirma no poseer la comprensión del hombre, no haber aprendido sabiduría, y, en una expresión decisiva, no tener el conocimiento de los “santos” —en hebreo, qeḏōšîm—, un plural que no puede ser reducido al simple significado de “los justos” o “los ángeles” sin traicionar su implicación teológica profunda.

Este plural, qeḏōšîm, es el plural de qādōš, que significa “santo”. En hebreo, el plural puede expresar multiplicidad, pero también intensidad o excelencia, como en el caso de Elohim, usado para referirse al único Dios en su majestad trascendente. Sin embargo, es clave señalar que el recurso al plural mayestático —es decir, el uso del plural para denotar autoridad, realeza o divinidad en lugar de multiplicidad real— no era un recurso conocido ni practicado sistemáticamente en los primeros textos bíblicos del hebreo antiguo.

El plural mayestático como tal es una convención literaria que surge más claramente en lenguas posteriores (como el griego o el latín, especialmente en la era helenística y romana), pero en el contexto de Proverbios, que se sitúa todavía dentro de una semántica estrictamente semítica, el plural difícilmente puede interpretarse como simple “plural de majestuosidad”. Esto nos obliga a considerar que el uso de qeḏōšîm señala una realidad múltiple dentro de la divinidad o en torno a ella, lo cual, sin romper la unicidad de Dios, prefigura lo que luego será la revelación del misterio trinitario.

Es en este mismo pasaje donde se formula una de las preguntas más provocadoras de todo el Antiguo Testamento: “¿Cuál es su nombre y cuál es el nombre de su hijo, si lo sabes?” (mā šəmô ū-mā šēm bənô kî tēḏāʿ). Esta doble interrogación no es retórica en el sentido vacío, sino que apunta directamente a lo que en la teología católica se reconoce como un praeparatio evangelica: una preparación inspirada, velada, pero intencionada, para la revelación futura. El sabio reconoce que no posee ese conocimiento, y sin embargo lo menciona, lo anticipa, lo señala como real. En este momento, la Escritura se convierte en profecía silenciosa. No se ha revelado aún el Hijo de Dios, pero su existencia es planteada como posible, incluso necesaria, para que alguien pueda verdaderamente conocer a Dios. La relación de filiación divina aparece como el límite de la sabiduría humana: solo quien conoce al Hijo conoce al Padre, como dirá siglos más tarde Jesucristo en el Evangelio según san Mateo (11, 27).

Pero este pasaje, en su estructura interrogativa, no es aislado. Tiene un claro paralelo con el discurso de Dios en el libro de Job, especialmente en los capítulos 38 al 41, donde YHWH interroga a Job desde el torbellino con una serie de preguntas que revelan la infinitud de la sabiduría y del poder divinos: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¿Has atado tú las cadenas de las Pléyades o desatado las cuerdas de Orión?” (Job 38, 4.31). Así como en Job, el hombre es confrontado con su límite, en Proverbios 30 también se lo enfrenta a la imposibilidad de conocer por sí solo las alturas del cielo, el movimiento del viento, el dominio sobre las aguas o la estructura de la tierra. Pero aquí se añade un nuevo elemento: la mención de un “hijo” de Dios. Esta conexión directa con Job no solo legitima la estructura retórica, sino que revela una continuidad inspirada, una progresión en el misterio revelado. El mismo Dios que en Job se presenta como incognoscible, aquí se perfila como aquel cuyo Hijo puede ser conocido, si Dios lo revela.

Este acto de revelación alcanza su plenitud en el Verbo encarnado. Jesús, el Cristo, responde a todas estas preguntas no con teoría, sino con su persona. Él es el que ha descendido del cielo y ha vuelto a ascender (cf. Juan 3, 13), el que calma los vientos y el mar (cf. Marcos 4, 39), el que sostiene todas las cosas con la palabra de su poder (cf. Hebreos 1, 3), y es, finalmente, el Hijo cuyo nombre revela el Nombre del Padre. Por eso, no se puede leer este pasaje sin ver en él una figura clara del Logos preexistente, el Hijo eterno del Padre, cuya presencia en el Antiguo Testamento es real, aunque aún no plenamente manifestada.  La inspiración divina que guía al hagiógrafo hace que esta confesión de ignorancia se transforme en una revelación silenciosa, una expectativa escatológica del cumplimiento del conocimiento verdadero de Dios, que no proviene de la razón, sino del don.

Así, lo que en principio parecía una confesión de incapacidad se convierte en un acto profético que trasciende la sabiduría de la época. Agur no declara lo que sabe, sino lo que intuye desde la sombra de la Sabiduría divina. Su lenguaje está cuidadosamente estructurado para reflejar una teología del límite humano y del don divino. No se trata de poesía religiosa ni de folklore sapiencial: es el Espíritu de Dios quien, soplando en el texto, deja entrever que el misterio del Hijo ya estaba latente en la Escritura desde los tiempos más antiguos, preparado para revelarse en la plenitud de los tiempos.

Por eso, este pasaje —Proverbios 30, 1–5— constituye no solo un testimonio sapiencial, sino una joya profética que, al ser leída a la luz del Evangelio, confirma la unidad orgánica de toda la Sagrada Escritura en torno a la Persona de Cristo. Él es el qeḏōš por excelencia, el Hijo cuyo nombre da acceso al conocimiento del Padre, el único que puede enseñarnos aquello que ni el sabio Agur, ni Job, ni ningún profeta anterior pudieron conocer sin que el cielo mismo se abriera.


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