Cristo, Verdad Absoluta y Fundamento de la Infalibilidad Eclesial
Análisis
El principio católico según el cual Cristo es la Verdad no constituye una afirmación retórica, ni simplemente devocional, sino una proclamación metafísica de máxima densidad ontológica. En efecto, si Cristo es la Verdad —no solo en sentido moral o lógico, sino en sentido ontológico absoluto—, entonces toda pretensión de edificar una doctrina de la fe, una hermenéutica de las Escrituras, o una autoridad doctrinal sin referencia a su Persona y a su mandato explícito es no solo ilegítima, sino imposible. Cristo, como Verbo encarnado, no simplemente habla verdad, sino que es la Verdad en su esencia más pura y plena, de modo que todo lo que contradiga su designio, sus instituciones y su enseñanza, está ya, por principio, excluido del orden del ser. No hay error más radical que intentar fundamentar la fe en un axioma inferior a Cristo mismo, como lo son la sola Scriptura o la sola fide, que, al pretender ubicarse como criterios absolutos, terminan por destronar al Autor de la Revelación y convertir la Palabra en letra muerta, sujeta al juicio privado.
Desde esta clave se comprende que la Iglesia no nace de una lectura común de los Evangelios, ni de la deliberación comunitaria de creyentes sobre la voluntad divina, sino del acto positivo y constitutivo del mismo Cristo, quien en su autoridad divina —es decir, en su actus essendi absoluto y sin mezcla de potencia— instituye a los Apóstoles como fundamento visible de su Cuerpo Místico, confiriendo a Pedro, en singular, el primado de jurisdicción, doctrina y unidad. Este primado no es función de una superioridad moral ni de una elección eclesial, sino expresión de una voluntad divina que no puede ser derogada sin mutilar la estructura misma del Cristianismo. Por ello, la infalibilidad pontificia y la infalibilidad del Magisterio no son añadidos tardíos, ni privilegios arbitrarios, sino consecuencias necesarias del principio cristológico y eclesiológico: si Cristo es la Verdad, su Cuerpo debe ser portador de esa Verdad sin error cuando enseña en su nombre.
Ahora bien, para establecer con rigor esta afirmación, es indispensable partir de los principios más fundamentales del ser. El ens, en tanto que lo que es, es aquello que posee acto de ser; y en las criaturas, ese acto es limitado por la esencia, de modo que se da una composición real entre actus essendi y essentia. La sustancia es lo que existe por sí y en sí, y en el hombre, como persona, se da en la forma de un compuesto de alma racional y cuerpo. El alma racional posee en sí potencias distintas: intelectiva, volitiva y operativa, todas ordenadas al fin último, que es Dios. El intelecto, como potencia, está ordenado al conocimiento del ser y, en su ejercicio más alto, a la aprehensión de la verdad revelada. Sin embargo, por estar compuesto de acto y potencia, el ser humano es falible: su intelecto puede errar cuando se da un defecto en el ejercicio del acto. Pero este error, como se ha dicho, no es una potencia en sí, sino una privación accidental, una falla que surge del límite del sujeto y no de su naturaleza esencial. Ergo, conocer la verdad es el acto propio del entendimiento; errar es su desorden o su frustración.
En este contexto se comprende que la infalibilidad no sea una negación de la falibilidad humana, sino una gracia que preserva del error en aquellos actos en los que la verdad revelada debe ser transmitida sin sombra de duda. Así como el ojo humano no tiene potencia para ver lo invisible sin la ayuda de un instrumento, el entendimiento humano no puede alcanzar con certeza absoluta las verdades divinas sin asistencia divina. Pero Dios, que no abandona su obra, ha dispuesto que esa asistencia no sea difusa, ni individual, sino concreta, estable y visible, en el cuerpo docente de su Iglesia. La infalibilidad es, por tanto, una elevación del acto de enseñar por parte de la Iglesia y del Papa, mediante la asistencia del Espíritu Santo, a un nivel tal que el error queda excluido. No es que el Papa, en cuanto persona privada, sea impecable o infalible en todo lo que dice, sino que, cuando habla ex cathedra, cumpliendo las condiciones establecidas por el Concilio Vaticano I, su juicio doctrinal es preservado del error por una asistencia especial que garantiza la continuidad del depósito de la fe.
Este acto infalible no nace de una supuesta autonomía racional del Papa o del Magisterio, sino de una derivación ontológica: la autoridad del Magisterio es participada, no originaria. Viene de Cristo, como causa primera y absoluta, y se comunica a la Iglesia como instrumento providencial de conservación de la verdad revelada. Esta participación es, en términos filosóficos, una participación en el actus veritatis, en cuanto Cristo, siendo la Verdad misma, comunica a su Cuerpo Místico una participación en su luz. Por eso, la autoridad de la Iglesia no es meramente interpretativa o pedagógica, sino auténticamente doctrinal y jurisdiccional: ella tiene no solo el derecho, sino el deber de enseñar, definir y conservar la fe íntegra, precisamente porque no se trata de su propia fe, sino de la fe de Cristo. El acto de enseñanza magisterial, cuando es infalible, no es creación ni descubrimiento, sino manifestación y protección de lo que ha sido revelado. Por eso, su infalibilidad es garantía, no arrogancia.
Quien rechaza esta autoridad magisterial en nombre de una supuesta fidelidad a la Escritura incurre en una contradicción radical: pretende aceptar el contenido revelado mientras niega la estructura querida por el mismo Revelador. El principio protestante de la sola Scriptura no solo es teológicamente inviable, sino filosóficamente insostenible, porque convierte a cada lector en juez supremo de la Verdad divina, en base a una subjetividad que, como se ha dicho, está sujeta a error. Afirmar que la Escritura es la única regla de fe sin una autoridad que la interprete con certeza y unidad, es asumir que Dios reveló su Palabra para que fuese malentendida por millones. Es convertir la Palabra en letra, y la letra en disputa. De allí las más de treinta mil denominaciones protestantes, todas apelando a la misma Escritura, pero con doctrinas contradictorias. Si se afirma que el Espíritu Santo guía a cada uno individualmente en la interpretación, ¿cómo se explica entonces la divergencia doctrinal entre quienes aseguran estar iluminados por el mismo Espíritu? ¿Puede el Espíritu Santo contradecirse? ¿Puede la Verdad dividirse? No. La división nace no del Espíritu, sino de la ausencia de una autoridad visible que ejerza con potestad el oficio de enseñar sin error.
La Iglesia, como sustancia social sobrenatural, tiene un ser real, no es una mera agregación de creyentes. Su unidad no es funcional ni emocional, sino ontológica: es Cuerpo de Cristo. Y como cuerpo, debe tener una cabeza visible. Este principio no es una metáfora, sino una exigencia de la naturaleza del hombre, compuesto de cuerpo y alma, que necesita signos visibles para acceder a las realidades invisibles. Por eso Cristo no instituyó una Iglesia espiritual e invisible, sino una sociedad visible, jerárquica, sacramental y doctrinalmente unificada. Pedro es el principio visible de esa unidad. El Papa, en cuanto sucesor de Pedro, no es un representante simbólico, sino el fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y del magisterio. En él se cumple la promesa de Cristo: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella" (Mt 16,18). Esta promesa implica no solo perennidad, sino integridad doctrinal, porque si la Iglesia pudiera enseñar error, entonces habría sido vencida por el error, y Cristo habría mentido.
La infalibilidad, entonces, es la expresión más sublime de la unidad del acto eclesial con el ser de Cristo. Si la Iglesia pudiera errar al enseñar solemnemente una verdad de fe o moral, entonces Cristo sería causa indirecta de error, lo cual es imposible. La infalibilidad no es un privilegio para mandar, sino un deber para servir a la verdad; no es un obstáculo a la razón, sino su liberación del error; no es arrogancia humana, sino humildad ante la promesa divina. En este sentido, la infalibilidad papal y la del magisterio ordinario universal se convierten en el signo visible de que Dios no abandona a su pueblo a las tinieblas de la confusión, sino que lo guía por pastores legítimos, asistidos por el mismo Espíritu que inspiró las Escrituras.
La ignorancia de la Sagrada Escritura, tan común en nuestros días, no es solo una carencia pedagógica, sino una herida en el alma de la Iglesia. Pero esta ignorancia se agrava cuando se combina con soberbia doctrinal: cuando quienes no conocen el texto, ni su sentido, pretenden juzgar su significado sin someterse al Magisterio. San Jerónimo ya advertía: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Pero pretender interpretar las Escrituras sin la Iglesia es, además, ignorar la encarnación, porque es querer un Cristo sin Cuerpo, una Palabra sin Iglesia, una Verdad sin autoridad. Quien se arroga el derecho de interpretar por sí mismo el depósito de la fe sin atender a quien fue constituido guardián de ese depósito, no solo cae en error, sino que destruye la misma estructura de la Revelación.
La autoridad doctrinal no es fruto de consenso, ni de erudición, sino de misión. Y esa misión fue dada solo a los Apóstoles y a sus sucesores. El Magisterio de la Iglesia, en cuanto ejerce esta misión, no inventa la Verdad, sino que la transmite y la protege. Es como el canal por el que fluye el agua: no produce el agua, pero la hace llegar íntegra. El protestantismo, al rechazar este canal, pretende beber directamente del manantial, pero en su soberbia rompe la vasija y derrama el contenido. De ahí su esterilidad doctrinal, su incapacidad de mantenerse firme en una fe común, su dependencia de emociones o de lecturas aisladas. Porque donde no hay autoridad visible que una, hay dispersión.
Cristo es la Verdad. Esta afirmación es un axioma ontológico, que no puede ser subordinado a criterios secundarios. La Escritura es Palabra de Dios en cuanto es testimonio inspirado de esa Verdad, pero necesita ser interpretada con fidelidad a la intención de su Autor, no conforme a los deseos de cada lector. Por eso, el axioma sola Scriptura no solo es insuficiente, sino destructivo: pone en el lugar de la autoridad divina al juicio privado. La fe no nace de la lectura, sino de la predicación, como dice San Pablo: “La fe viene por el oír” (Rm 10,17). Y esa predicación está confiada a la Iglesia, no a individuos aislados. Negar esto es negar la Encarnación misma, que quiso establecer un orden visible, una comunidad, un magisterio, una autoridad viva.
El protestantismo, al negar la infalibilidad de la Iglesia y del Papa, termina por hacer imposible toda certeza de fe. Si nadie puede enseñar sin error, entonces todo lo enseñado está sujeto a duda, y por tanto, nadie puede estar cierto de su fe. Pero la fe verdadera exige certeza. Por eso, la infalibilidad no es un lujo, sino una necesidad. Dios no puede exigir fe si no garantiza la verdad de lo que debe ser creído. Esa garantía la ha dado en la Iglesia, y en su cabeza visible. Por eso, rechazar la infalibilidad es rechazar la fe misma. Y quien rechaza la fe, aunque invoque a Cristo, niega a su misma Persona, porque no se puede aceptar al Verbo sin aceptar su Palabra en la Iglesia.
Postulados
Ninguna criatura finita puede ser regla de interpretación absoluta de una realidad infinita sin incurrir en error. Por tanto, el juicio privado del creyente no puede ser criterio suficiente para interpretar la Revelación divina, que es sobrenatural, absoluta y excede la capacidad del intelecto individual no asistido. Afirmar lo contrario equivale a subordinar el Absoluto a lo relativo, y la Verdad divina a la opinión humana.
La verdad no puede contradecirse a sí misma. Si Dios es la Verdad en acto puro, no puede revelar una doctrina sujeta a interpretaciones contradictorias. Luego, si las Escrituras —como Palabra revelada— son objeto de múltiples lecturas contradictorias entre protestantes, es evidente que el principio de interpretación privada genera disolución de la verdad. Ergo, debe existir una autoridad viva, infalible, que interprete conforme al mismo Espíritu que inspiró el texto.
Todo texto requiere de un intérprete. Negar esto es negar la naturaleza misma del lenguaje, que está siempre sujeto a mediación semántica. Por tanto, afirmar que “la Escritura se interpreta a sí misma” es un absurdo semiótico y filosófico. La letra no se explica sin una mente que juzgue su sentido. Pero si toda mente humana puede errar, es indispensable una mente asistida por el Espíritu Santo que interprete sin error. Esa mente no es individual, sino colegial y visible: es la Iglesia.
El principio de autoridad no se opone a la razón; al contrario, la razón reconoce la necesidad de una autoridad legítima en todo orden social y doctrinal para preservar la unidad y la verdad. Si toda sociedad natural requiere de una cabeza que determine lo común, cuanto más la Iglesia, que es una sociedad sobrenatural fundada por Dios. La negación protestante de toda autoridad magisterial infalible equivale a disolver la Iglesia en una multitud de sujetos aislados sin principio de unidad.
Cristo no escribió, sino que instituyó una Iglesia. Este hecho histórico y teológico muestra que la Revelación no fue entregada como un libro autónomo, sino como una doctrina viva confiada a testigos. Luego, la Escritura no es fuente aislada, sino testimonio escrito dentro de una comunidad docente instituida para conservar, interpretar y enseñar la fe. Negar este orden es invertir la voluntad del Fundador y fragmentar la unidad del Cristianismo.
El error no es una potencia natural del intelecto, sino una privación del acto conforme a la verdad. Luego, no puede haber institución divina destinada a enseñar y que, al hacerlo oficialmente, sea susceptible de error, sin atribuirle a Dios una causa del error. Por tanto, si Cristo instituyó la Iglesia para enseñar en su nombre, y si prometió estar con ella hasta el fin del mundo, no puede dejarla caer en el error cuando define doctrina de fe y moral.
Ningún principio puede ser juzgado por otro que le sea inferior sin desorden lógico. Luego, no puede juzgarse la autoridad de la Iglesia por el juicio privado sin incurrir en circularidad. El protestantismo pretende juzgar la Iglesia con base en la Escritura y la Escritura con base en la conciencia individual, pero todo ello presupone la autoridad de quien interpreta. En cambio, el catolicismo reconoce la autoridad de Cristo como principio supremo, del cual procede la Iglesia como su instrumento autorizado.
El acto de fe es un asentimiento de la inteligencia a una verdad revelada por Dios. Para que sea racional, debe estar fundado en la autoridad de quien revela. Pero si no existe un órgano visible que transmita esa revelación con certeza, la fe se convierte en opinión. Por tanto, negar la infalibilidad de la Iglesia equivale a reducir la fe a una hipótesis subjetiva. La fe necesita certeza objetiva, y esta solo se garantiza con una autoridad infalible.
El principio de no contradicción establece que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. Luego, si dos doctrinas contrarias se presentan como verdaderas en nombre del mismo Cristo y la misma Escritura, una debe ser falsa. Pero si no existe autoridad infalible que dirima cuál es la verdadera, entonces la verdad doctrinal queda inalcanzable. Ergo, la infalibilidad magisterial no solo es posible, sino necesaria para que la Verdad divina permanezca una y sin error.
Todo efecto requiere una causa proporcional. La unidad doctrinal, moral y litúrgica mantenida por la Iglesia católica durante siglos no puede explicarse por simple consenso humano, sino por una causa superior: la asistencia del Espíritu Santo que garantiza su permanencia en la verdad. Las múltiples divisiones protestantes, en cambio, revelan una causa opuesta: la falta de un principio unificador infalible. Esto muestra que la infalibilidad no es una invención, sino un dato verificable por sus frutos.
El alma humana posee una inclinación natural a la verdad. Si Dios reveló una doctrina salvífica, entonces está obligado —por su bondad y veracidad— a proporcionar los medios seguros para acceder a esa verdad. No basta con entregar la Escritura; es necesario entregar también una autoridad viva que impida que la doctrina revelada sea deformada. La infalibilidad magisterial responde, entonces, no a una conveniencia eclesiástica, sino a una exigencia lógica de la revelación divina.
En toda doctrina, el criterio de autenticidad no es la interpretación más literal, sino la más conforme al sentido original del autor. Pero como la intención divina supera las capacidades de la razón humana, solo puede ser conocida con certeza por quien participa de la autoridad del Autor. El Magisterio, en cuanto instrumento de Cristo, es el único autorizado para interpretar auténticamente. Todo intento de interpretación independiente está sujeto al error del lector y no puede tener validez universal.
La Escritura es verdadera porque fue inspirada por Dios, pero fue escrita, transmitida y canonizada por la Iglesia. Luego, sin la autoridad de la Iglesia, no hay modo de saber qué libros pertenecen legítimamente al canon ni cuál es su sentido correcto. El principio de sola Scriptura se autodestruye, porque presupone como válida una autoridad (la Iglesia) que luego niega. Es un acto de fe en un texto cuya validez no podría conocerse sin la autoridad que lo garantiza.
Si el Espíritu Santo puede inspirar la Escritura sin error, puede también asistir al Magisterio sin error al interpretarla. Negar esto es suponer que Dios puede garantizar el depósito, pero no su custodia; o que puede hablar sin garantizar que su voz no será malinterpretada. Esto es incompatible con la omnipotencia divina y con su voluntad salvífica. La infalibilidad, por tanto, no es una carga puesta sobre la Iglesia, sino un don necesario para preservar la integridad del mensaje divino.