Ver lo Invisible
Compilación
En el cristianismo tardoantiguo y bizantino, la
formulación doctrinal no surgía como una abstracción desligada de la vida
eclesial, sino como respuesta concreta a desafíos pastorales, políticos y
heréticos que afectaban al conjunto del Imperio. Así ocurrió también con el
Concilio Quinisexto, celebrado en Constantinopla entre los años 691 y 692 bajo
el patrocinio del emperador Justiniano II, en el palacio imperial conocido como
Trullos, del cual deriva su nombre alternativo: in Trullo. Aunque
no fue un concilio ecuménico en sentido pleno —al no contar con la presencia
del Papa ni con la participación de toda la Iglesia universal—, se presenta
como la continuación normativa de los Concilios V y VI (Segundo y Tercer
Concilio de Constantinopla), que habían definido dogmáticamente la naturaleza
de Cristo y cuya aplicación requería normas canónicas precisas.
El Concilio Quinisexto, por tanto, se centró en
establecer disposiciones disciplinares, litúrgicas y pastorales, muchas de
ellas tomadas de la práctica apostólica oriental y de los concilios anteriores.
Por esta razón, la tradición bizantina lo consideró una extensión necesaria de
los dos concilios precedentes, denominándolo Penthekti Synodos
(Quinto-Sexto). Su recepción en Occidente fue inicial y parcialmente discutida,
especialmente por la Sede Romana, debido a algunas diferencias litúrgicas. No
obstante, muchas de sus decisiones terminaron siendo asumidas por la Iglesia
universal, en particular aquellas que afectan al culto visual, a la disciplina
clerical y a la veneración de imágenes.
Entre los cánones más relevantes para nuestra
reflexión se encuentran los comprendidos entre los números 650 y 666. Estos
abordan el uso legítimo de imágenes sagradas, la veneración de Cristo, de la
Virgen María y de los santos, así como la condena a las tendencias iconoclastas
y semi-iconoclastas emergentes. Redactados en griego koiné, estos textos
emplean términos técnicos como προσκύνησις (proskýnesis) y λατρεία (latréia),
cuya traducción simplificada al latín y a lenguas modernas ha causado
confusiones teológicas. Comprender su auténtico sentido exige conocer su uso en
la patrística y la liturgia bizantina, así como su vinculación directa con el
misterio de la Encarnación.
En efecto, la veneración de imágenes no nace de una
inclinación supersticiosa ni de una costumbre accidental, sino de una
cristología profundamente encarnacionista: si el Verbo se hizo carne, entonces
puede ser representado, y esa representación es signo visible de una presencia
invisible. Por tanto, lejos de ser una desviación idolátrica, la veneración
iconográfica se funda en la fe en la Encarnación, en una antropología
sacramental que reconoce el papel mediador de los sentidos, y en una
eclesiología que contempla la comunión de los santos como cuerpo vivo y
visible.
Desde esta perspectiva se comprende mejor el canon
655, que afirma: “Si alguno no venera la imagen de nuestro Señor Jesucristo, no
verá su segunda venida.” Esta fórmula no es una condena automática, ni un dogma
en sentido tridentino, sino una advertencia litúrgico-teológica dirigida contra
quienes, influenciados por doctrinas como el docetismo o el monofisismo,
negaban la posibilidad de representar a Cristo visiblemente. Su negación no era
una omisión devocional, sino una herejía doctrinal: al rechazar la imagen,
rechazaban implícitamente la carne del Verbo.
A continuación, se resumen y abordan críticamente
las principales objeciones protestantes planteadas a partir de este canon:
1. Acusación de que la Iglesia
exige la veneración de imágenes para la salvación:
El protestante interpreta el canon como si constituyera una definición
dogmática que impone la veneración de imágenes como condición indispensable
para la salvación. Esta lectura es errónea. El canon se dirige a quienes niegan
teológicamente la legitimidad de representar a Cristo, no a quienes —por
ignorancia o contexto cultural— no practican esa veneración. La Iglesia jamás
ha enseñado que besar un icono sea condición sine qua non para la vida eterna.
2. Falsa equiparación entre imagen
y Evangelio:
Se objeta que venerar la imagen de Cristo “igual que el santo Evangelio” es
idolátrico. Sin embargo, esta equivalencia no es de naturaleza, sino de
finalidad: ambos remiten a Cristo, y por tanto, ambos son dignos de reverencia,
aunque en distintos planos. El Evangelio es palabra inspirada; el icono es
testimonio visual de esa misma Palabra encarnada. La imagen no sustituye a la
Escritura, sino que la prolonga en el plano visual.
3. Negación de la distinción entre
adoración y veneración:
El protestante confunde sistemáticamente la latría —adoración debida solo a
Dios— con la dulía —veneración legítima a los santos— y la proskýnesis
que, según contexto, puede designar gestos reverenciales diversos. Ignora que
la Iglesia ha definido dogmáticamente (Nicea II) que la veneración se dirige a
la Persona representada, no al objeto material.
4. Lectura literalista de Éxodo
20,4–5:
Esta objeción parte de una interpretación fundamentalista del Decálogo, donde
se prohíbe hacer “imágenes” para adorarlas. Sin embargo, el contexto bíblico
muestra que Dios mismo mandó fabricar imágenes sagradas (Éx 25,18; Nm 21,8). Lo
que se prohíbe no es la imagen en sí, sino la idolatría. El protestante ignora
el desarrollo pedagógico de la revelación y el cumplimiento cristológico de
estas imágenes en la persona de Cristo.
5. Acusación de anatema y condena
universal:
Finalmente, se acusa a la Iglesia de haber condenado a todo aquel que no venere
imágenes. Esto es falso. El canon 655 no es una condena universal, sino una
respuesta específica a una herejía cristológica. La Iglesia distingue entre
dogmas de fe, normas disciplinares, usos litúrgicos y tradiciones legítimas.
Confundir todo ello es teológicamente irresponsable.
En suma, el protestante comete un grave error al
leer el canon 655 fuera de su contexto lingüístico, histórico y dogmático.
Además, se atribuye el derecho de interpretar unilateralmente una disposición
eclesial sin estar en comunión con el cuerpo que la formuló ni con la autoridad
que la custodia. Como advierte la Escritura: “ninguna profecía es de
interpretación privada” (2 Pe 1,20), principio que se aplica también a los
textos conciliares.
La veneración de imágenes, lejos de ser una traición
al Evangelio, es expresión coherente de la fe católica en la Encarnación del
Verbo. Negarla, en cambio, implica negar su visibilidad, su corporeidad y, en
última instancia, su humanidad redentora. La Iglesia enseña con claridad —y así
lo recoge el Catecismo— que las imágenes pueden ser legítimamente veneradas, no
por sí mismas, sino en virtud de Aquel a quien representan.
Quien afirma que la Iglesia adora imágenes, ignora
lo que enseña la Iglesia. Y quien insiste en negar toda legitimidad al uso
iconográfico, se aleja no solo de la Tradición, sino de la lógica misma de la
fe cristiana: el Verbo se hizo carne, y esa carne puede ser
representada.
La pregunta protestante: “¿Dónde en la enseñanza
evangélica o en la doctrina de los apóstoles se autoriza la veneración de
imágenes?”, parte de una premisa falsa: que todo lo legítimo en la vida de la
Iglesia debe estar explícitamente mandado en los Evangelios o en las epístolas
apostólicas. Esta presuposición es incompatible con la doctrina católica sobre
la Tradición, el Magisterio y el desarrollo orgánico de la fe. La
Iglesia no se basa solo en un texto, sino en la Tradición viva que
custodia y transmite la enseñanza de Cristo y de los apóstoles bajo la guía del
Espíritu Santo.
1. El principio católico: no todo está escrito
La misma Escritura testifica que no todo lo enseñado
por Cristo y los apóstoles fue consignado por escrito:
“Muchas otras cosas hizo Jesús, que si se escribieran una por una, pienso que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (Jn 21,25).
“Manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido, sea por palabra o por carta nuestra” (2 Tes 2,15).
Aquí Pablo afirma con claridad que la doctrina
apostólica se transmite por escrito y por vía oral, y que ambas formas
son vinculantes para los creyentes. Por tanto, exigir que toda práctica
eclesial esté explícitamente registrada en los textos del Nuevo Testamento es
desconocer el funcionamiento mismo de la Iglesia apostólica y la naturaleza de
la Revelación.
2. Cristo no prohíbe las imágenes; el problema es la idolatría
Cristo jamás prohibió las imágenes sagradas, y en
ningún pasaje de los Evangelios denuncia como idolatría las representaciones
visuales. Su silencio es significativo. En cambio, se muestra conforme con el
uso de signos sensibles: utiliza barro para sanar (Jn 9,6), saliva para curar
(Mc 7,33), toca con sus manos, permite que se le toque (Mt 9,20-22), se deja
ver transfigurado (Mt 17), y se revela con signos sensibles (pan, vino, agua,
sangre).
Además, en Juan 3,14, Jesús se refiere a la serpiente de bronce levantada por Moisés, diciendo:
“Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levantado el Hijo del Hombre.”
La serpiente de bronce fue una imagen ordenada
por Dios (cf. Núm 21,8-9), y aquí Cristo la toma como símbolo de sí mismo.
Esta referencia muestra que el uso pedagógico y simbólico de imágenes es
compatible con la fe bíblica, siempre que no se adore a la imagen como a
Dios.
3. Los apóstoles usaron signos visibles como vehículos de gracia
Los apóstoles no dejaron imágenes pictóricas que se
conserven, pero sí practicaron y aprobaron el uso de objetos y signos sensibles
asociados al poder de Cristo:
- Pedro y Pablo impusieron las manos para comunicar el Espíritu
Santo (Hch 8,17).
- Se usaban pañuelos de Pablo para sanar enfermos (Hch 19,11-12).
- Santiago exhorta a ungir con aceite (Stg 5,14).
- En Hechos 5,15, la sola sombra de Pedro sanaba.
Estos ejemplos prueban que el uso de realidades
materiales como canales de gracia y fe está profundamente enraizado en la
praxis apostólica. Las imágenes sagradas, como el icono o el crucifijo, no
son diferentes en su función: no son ídolos, sino medios visibles que
remiten al invisible, igual que los signos sacramentales.
4. Los primeros cristianos representaron a Cristo
La arqueología cristiana confirma que desde el
siglo II ya existían representaciones iconográficas de Cristo como el Buen
Pastor, el Orante, o el Maestro. Las catacumbas están llenas de tales imágenes.
No eran objetos de adoración, sino expresiones de fe visual.
Esto demuestra que la Iglesia apostólica y
postapostólica no entendió los mandamientos contra las imágenes como una
prohibición absoluta, sino como una advertencia contra la idolatría —no
contra la representación legítima del misterio cristiano.
5. Conclusión: la Iglesia está autorizada para custodiar y desarrollar la fe
La autoridad para establecer el culto cristiano —incluido el uso de imágenes— no se basa en una orden escrita explícita, sino en la misión confiada por Cristo a los apóstoles y a su Iglesia:
“Quien a vosotros escucha, a mí me escucha” (Lc 10,16).
“El Espíritu Santo os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26).
Los concilios, bajo la guía del Espíritu, no
inventan la fe, sino que la desarrollan, la defienden y la explicitan en
función de los desafíos históricos. La veneración de imágenes no es una
traición al Evangelio, sino su despliegue legítimo a la luz del dogma
central del cristianismo: la Encarnación del Verbo.
“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria” (Jn 1,14).
Ver, representar, venerar a Cristo hecho visible no es idolatría. Es confesar la Encarnación. Negarlo, en cambio, se aproxima peligrosamente al docetismo y al espiritualismo gnóstico.