La Incompatibilidad Ontológica de la Sola Scriptura con la Verdad Encarnada en Jesucristo
Ensayo.
Contra el principio de la Sola Scriptura: una crítica teológica y filosófica desde la Revelación encarnada.
El principio de la sola Scriptura, afirmado como axioma por ciertos sectores del protestantismo, sostiene que únicamente la Sagrada Escritura constituye la norma suprema, necesaria y suficiente de la fe cristiana. Esta proposición, en apariencia piadosa y respetuosa de la autoridad divina, se revela, sin embargo, a la luz de una teología profunda del ser y de la Revelación, como incompatible con la verdad encarnada en Jesucristo. Si Cristo es, como Él mismo afirma, la Verdad (Jn 14,6), no simplemente un maestro o intérprete, sino la Verdad subsistente en Persona, entonces la Revelación no puede reducirse a un texto, ni siquiera al más inspirado, porque en el cristianismo la verdad no es un conjunto de proposiciones, sino una Persona viva, consubstancial al Padre, encarnada en la historia, crucificada en la carne, resucitada en gloria y comunicada ontológicamente a su Cuerpo: la Iglesia. Reducir la Verdad a un documento, por sagrado que sea, constituye un empobrecimiento conceptual, teológico y ontológico de la Revelación cristiana.
Cristo no vino a entregar un libro, sino a entregarse a sí mismo. Su testimonio no fue el de un escriba, sino el de Dios que asume nuestra carne para redimirla desde dentro. La Sagrada Escritura, en cuanto palabra inspirada, da testimonio fiel de esta realidad, pero no la agota ni la contiene plenamente. El prólogo del Evangelio según san Juan no dice: “En el principio era el libro”, sino: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1). Y añade: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). El giro ontológico que introduce la Encarnación implica que la verdad no se comunica meramente a través de ideas, sino que asume un modo de ser personal, visible, eclesial y sacramental. Afirmar que toda la Revelación se halla contenida únicamente en la Escritura es negar, de hecho, que Cristo continúa obrando visiblemente en la historia a través de su Iglesia. Es introducir una ruptura entre el Verbo eterno y la realidad concreta que Él fundó como signo eficaz de su presencia.
El principio de sola Scriptura incurre también en una contradicción performativa, pues no se encuentra en la misma Escritura. Ningún pasaje bíblico afirma que solo la Escritura sea suficiente o exclusiva para conocer toda la verdad revelada. Por el contrario, la misma Escritura testimonia la existencia de otras formas de transmisión autorizada: “Manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido, sea por palabra o por carta nuestra” (2 Tes 2,15). Esta exhortación apostólica reconoce una doble vía normativa: la escrita y la oral. Ambas provienen del mismo Espíritu, y ambas forman parte del depósito de la fe. Además, la selección de los libros sagrados, el discernimiento del canon y la interpretación de su sentido teológico dependieron de la autoridad viva de la Iglesia, que los recibió, custodió y canonizó bajo la guía del Espíritu Santo. La Escritura es regla de fe, sí, pero en virtud de una autoridad anterior y viviente que la reconoce y transmite: la Tradición apostólica, interpretada por el Magisterio.
Desconocer este principio es desconocer la naturaleza ontológica de la Iglesia. La Iglesia no es una federación de lectores individuales, sino el Cuerpo de Cristo, prolongación histórica y visible de su Encarnación. No existe para conservar textos, sino para custodiar, vivir y transmitir la Verdad viva que ha recibido. Separar la Escritura de la Iglesia es mutilar el modo en que Dios ha querido darse a conocer: no como un autor que deja un manual, sino como un Esposo que se une a su Esposa. Así como no puede separarse a un hombre de su cuerpo sin negarlo en su ser, no puede separarse la Palabra escrita del organismo eclesial sin traicionar la economía misma de la Revelación. El Espíritu que inspiró las Escrituras es el mismo que guía a la Iglesia en su interpretación auténtica. Separarlos es fragmentar el acto único de Dios que revela, instruye y salva.
Además, la sola Scriptura introduce una fractura epistemológica profunda. Al eliminar un principio comunitario de interpretación, entrega el texto a la conciencia individual, generando una multiplicación incesante de interpretaciones y denominaciones. El mismo texto leído desde distintas subjetividades produce doctrinas contradictorias. El criterio último ya no es la verdad revelada, sino la interpretación privada. Pero si la verdad revelada se vuelve interpretación individual, deja de ser objetiva y universal. La fe cristiana se vuelve relativismo práctico. Esto no sólo contradice la lógica de la fe, sino también la ontología del Logos: si el Logos se ha hecho carne, entonces la verdad es comunicable, visible y común, pero no reducible a la conciencia aislada. La unidad de la fe presupone una autoridad viva, no como imposición, sino como servicio a la comunión en la verdad.
El axioma de la sola Scriptura, al pretender honrar la Palabra de Dios, termina construyendo una gnosis individualista, donde cada creyente se vuelve su propio magisterio. Esta desinstitucionalización de la verdad desfigura su contenido, debilita su fuerza y rompe su forma. Cristo quiso que la verdad se transmitiera no por lecturas privadas, sino por una comunidad viva, sacramental, apostólica y guiada por el Espíritu. Él mismo fundó una Iglesia, dio autoridad a Pedro (Mt 16,18), prometió su asistencia permanente (Mt 28,20) y confirió una misión docente visible (Lc 10,16; Jn 21,17). Estos hechos no son añadidos tardíos: pertenecen a la estructura misma del Evangelio. Negarlos es negar la forma en que la Verdad se hizo historia.
En efecto, la sola Scriptura fracasa porque no comprende que la Verdad no es un archivo, sino una Presencia. Cristo no se ha quedado en un documento, sino que vive, enseña y santifica en su Iglesia. Toda verdad, para ser cristiana, debe conducir a la comunión con Él. Toda Escritura, para ser verdaderamente palabra de Dios, debe leerse en el Espíritu que la inspiró, en la Tradición que la acogió, y en la Iglesia que la proclama. Negar esta triple dimensión es negar la plenitud del Verbo encarnado.
El rechazo de las enseñanzas que no se hallan explícitamente en la Escritura —como las definiciones dogmáticas posteriores del Magisterio— es también un error filosófico y teológico. Supone reducir la fe a lo escrito, olvidando que la Revelación es un acontecimiento viviente, histórico y personal que se prolonga en el tiempo mediante el Espíritu que guía a la Iglesia a la verdad plena (Jn 16,13). La Biblia es Palabra de Dios en cuanto testimonio escrito de la Palabra viva, que es Cristo. Su autoridad no es intrínseca, sino participada: deriva del Dios que la inspiró y de la Iglesia que la canonizó y custodia. Aislarla de este contexto es transformar el cristianismo en biblicismo, y desconocer el modo en que Dios ha querido revelarse.
El error se profundiza cuando se desconoce que la Revelación fue transmitida también oralmente, litúrgicamente, en la vida y en la praxis sacramental de la Iglesia. Las definiciones dogmáticas posteriores —como las relativas a la divinidad del Hijo, la maternidad divina de María, o la transubstanciación— no son invenciones humanas, sino expresiones precisas, bajo la guía del Espíritu, de lo que ya estaba contenido en el depósito de la fe. Rechazarlas por no estar “escritas” literalmente es desconocer la lógica del desarrollo doctrinal, que no contradice la Revelación, sino la despliega, como la semilla desarrolla la plenitud del árbol. Dei Verbum 8 afirma con claridad: “La Iglesia crece en la comprensión de lo revelado con la asistencia del Espíritu Santo”.
Filosóficamente, este error radica en concebir la verdad como algo fijo, textual, muerto, en vez de verla como ser viviente. La Verdad es en primer lugar el ipsum esse subsistens, Dios mismo, que se ha revelado en la historia. La Escritura es verdadera, pero necesita ser interpretada por una inteligencia eclesial, no individual. Ningún texto puede leerse fuera de su contexto, de su autor y de la comunidad que lo recibe. Hacer del texto bíblico una fuente autosuficiente es una forma de nominalismo: desconoce que el signo no agota el significado, y que la fe no puede reducirse a letras, sino que exige una vivencia real y una comunidad viva.
Teológicamente, es aún más grave atribuir a la Escritura el papel que solo corresponde a Cristo: ser la Palabra definitiva del Padre. Cristo no se identifica con el texto, sino que vive en la Iglesia como Verbo encarnado. Afirmar que sólo la Escritura es infalible equivale a desplazar a Cristo y sustituir su presencia viva por un libro. Pero la Iglesia enseña que la Escritura es infalible no por sí sola, sino por ser instrumento del Espíritu que la inspiró y del Magisterio que la interpreta. La infalibilidad no reside en el texto aislado, sino en el acto eclesial que transmite la fe en fidelidad al Espíritu Santo.
El desarrollo doctrinal, por tanto, no es corrupción, sino expresión de la vitalidad de la Verdad. Como enseñó el beato John Henry Newman, el dogma se desarrolla como la semilla crece en el árbol. Rechazar lo que no está literalmente escrito es negar la Encarnación misma, que no dejó un código, sino una Iglesia. La letra mata, pero el Espíritu da vida (2 Cor 3,6). Y ese Espíritu actúa en el Magisterio, no para imponerse sobre la Escritura, sino para custodiarla fielmente. La Iglesia no es superior a la Palabra, pero sí su servidora fiel, porque es la Esposa del Verbo y el templo del Espíritu.
En definitiva, atribuir a la Escritura el papel de única fuente última de fe y moral, separada de la Tradición y el Magisterio, no sólo es teológicamente erróneo: es una traición al modo concreto en que Dios se ha revelado. Es repetir el legalismo farisaico que absolutizó la letra y no reconoció al Viviente. Hoy se rechazan los dogmas por no hallarse “escritos”, como ayer se rechazó a Cristo por no ajustarse a ciertas lecturas. Pero el Espíritu no se encierra en la letra: ha prometido estar con la Iglesia hasta el fin (Mt 28,20). Negar esta promesa es negar al Espíritu mismo.
Quien ama a Cristo, Verdad encarnada, no puede rechazar su Cuerpo, que es la Iglesia; quien venera la Escritura, no puede despreciar a la comunidad por la cual la Escritura ha sido reconocida, proclamada y transmitida. Separar lo que Dios ha unido —la Escritura, la Tradición y el Magisterio— es destruir la economía de la salvación. La fe cristiana no es adhesión a un libro, sino comunión con una Persona viva que actúa, enseña y santifica en su Iglesia. Por eso, no puede afirmarse que la Escritura sea la única fuente de doctrina, sin caer en una visión fragmentaria, reducida y, en último término, autocontradictoria de la Verdad revelada: Jesucristo, el Logos hecho carne.
Sobre la Infalibilidad en la Iglesia y su Fundamento Metafísico y Teológico.
Al concluir esta refutación del principio de sola Scriptura, es necesario responder a una objeción común: ¿por qué los católicos usamos el término infalibilidad para referirnos a la Iglesia y al Romano Pontífice, si todos los hombres somos falibles por naturaleza? ¿No es contradictorio afirmar la infalibilidad de una institución compuesta por personas humanas falibles?
La respuesta es que la infalibilidad, tal como la entiende la Iglesia, no es una cualidad propia del ser humano ni una perfección adquirida, sino un don gratuito y participativo, conferido por Cristo a su Iglesia para garantizar la fidelidad de la transmisión de la Revelación. No es infalibilidad personal, moral o intelectual, sino infalibilidad ministerial, limitada y ejercida en circunstancias definidas, siempre en virtud de la asistencia del Espíritu Santo.
La Iglesia es infalible porque participa de la infalibilidad de su Cabeza, que es Cristo (cf. Ef 5,23), y porque Cristo ha prometido estar con ella “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), y guiarla “a toda la verdad” mediante el Espíritu (Jn 16,13). Esta promesa no es una simple asistencia moral, sino una garantía ontológica: si la Iglesia pudiera errar al enseñar de modo definitivo, la verdad revelada estaría a merced del error humano, lo cual es inconcebible en la economía salvífica de Dios.
Ahora bien, esta infalibilidad no anula la falibilidad humana, sino que la supera en acto por intervención divina. Para comprenderlo con precisión, es útil acudir a la distinción metafísica entre potencia y acto. En Santo Tomás, todo ser creado posee potencias ordenadas a actos, y las perfecciones se alcanzan cuando las potencias se actualizan conforme a su naturaleza. El hombre tiene potencia para conocer la verdad, pero también potencia para errar, no en cuanto capacidad positiva, sino como deficiencia de la inteligencia: el error no es un acto pleno, sino una privación, un acto fallido respecto a la verdad.
Por tanto, errar no forma parte esencial de la potencia racional, sino que surge como posibilidad de desorden, de separación entre el intelecto y el objeto verdadero (non adaequatio). En este sentido, el error no es una potencia “natural”, sino una corrupción accidental. Dios, en cuanto actus purus, no tiene potencia ni posibilidad de error, y al comunicar su Verdad por gracia, puede garantizar la infalibilidad de sus instrumentos, sin alterar su condición ontológica. Lo hace no por naturaleza del instrumento (hombre falible), sino por virtud de su promesa y de su Espíritu.
Así, cuando el Magisterio de la Iglesia enseña con autoridad definitiva —ya sea en concilio ecuménico o mediante un acto ex cathedra del Romano Pontífice— no lo hace por perfección personal de sus miembros, sino por la asistencia del Espíritu Santo prometida por Cristo. Esta asistencia excluye el error en el acto de enseñanza, no en la vida o juicio personal del maestro. La infalibilidad no es impecabilidad, ni omnisciencia, ni iluminación privada, sino seguridad negativa: no puede enseñarse como verdad de fe aquello que es falso.
Este don pertenece propiamente al Magisterio eclesial en su ejercicio solemne y universal (cf. Lumen Gentium 25). A él se ordena también la sensus fidei fidelium, por el cual todo el pueblo de Dios, iluminado por la gracia del bautismo y guiado por los pastores legítimos, participa en la recepción de la verdad revelada sin errar en lo esencial. De modo particular, el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra en materias de fe y moral, goza de esta misma infalibilidad, no por razón de su persona, sino por razón de su oficio como sucesor de Pedro, al que Cristo prometió: “He orado por ti para que tu fe no desfallezca, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22,32).
Por tanto, no es contradictorio afirmar que una Iglesia compuesta por hombres falibles pueda ejercer infalibilidad doctrinal, porque no se trata de un poder humano, sino de una participación real, efectiva y ordenada a la verdad, derivada de Cristo y sostenida por el Espíritu Santo. El error no es potencia esencial del intelecto, sino su fracaso; la infalibilidad es el acto perfecto garantizado por Dios, no por la virtud humana, sino por su fidelidad.
Errores y falacias de la sola, prima y suprema Scriptura
Para completar esta exposición, conviene aclarar las falacias y errores que subyacen en las tres posturas que pretenden definir la relación entre la Escritura y la autoridad doctrinal: sola Scriptura, prima Scriptura y suprema Scriptura. Cada una, aunque en distintos grados, incurre en reduccionismos o contradicciones respecto a la Revelación divina y a la estructura sacramental de la Iglesia.
Sola Scriptura (solo la Escritura): Esta posición afirma que únicamente la Sagrada Escritura es fuente y norma suficiente de fe y moral. El error aquí es triple:
– Petición de principio: se fundamenta a sí misma con textos bíblicos cuya autoridad presupone, sin justificar externamente el canon.
– Nominalismo e individualismo: rechaza la mediación eclesial y reduce la fe a interpretación personal del texto.
– Contradicción teológica: niega el papel de la Tradición y del Magisterio, a pesar de que la Escritura misma los presupone (2 Tes 2,15; 1 Tim 3,15).
Prima Scriptura (primacía de la Escritura): Aquí se concede cierta autoridad a la Tradición y a otras fuentes (razón, experiencia, liturgia), pero la Escritura tiene prioridad interpretativa.
– Ambigüedad estructural: admite fuentes múltiples pero no establece una instancia última de interpretación, abriendo la puerta al relativismo.
– Incoherencia práctica: si la Escritura tiene primacía pero requiere interpretación, ¿quién decide qué interpretación es válida?
–Subordinación inoperante: sin Magisterio, las otras fuentes se subordinan nominalmente, pero en la práctica prevalece la conciencia individual.
Suprema Scriptura (Escritura como máxima autoridad): Esta formulación busca armonizar Escritura, Tradición y Magisterio, pero atribuyendo a la Escritura el carácter de “tribunal último” en materia doctrinal.
– Inversión de orden: la Escritura no canoniza a la Iglesia; fue la Iglesia la que canonizó la Escritura.
– Reducción de la Revelación: al hacer de la Biblia el tribunal final, se desconoce que la Revelación es una Persona (Cristo), no un texto.
– Falsa supremacía: en la práctica, el “último tribunal” se vuelve el lector individual, no la Iglesia. Se conserva la apariencia de autoridad sin su sustancia.
Tanto sola, prima como suprema Scriptura fallan en reconocer la Revelación como un acto de Dios encarnado, transmitido por una comunidad visible, viviente y asistida por el Espíritu. Sólo la fe católica sostiene de modo integral que la Palabra de Dios subsiste en la unidad viva e indivisible de la Escritura, la Tradición y el Magisterio, bajo la guía del Espíritu Santo y en comunión con Cristo, Verdad encarnada.
Negar esta posibilidad sería, en último término, negar que Dios pueda comunicarse con certeza, o que el Espíritu Santo pueda proteger a la Iglesia del error, lo cual socava la credibilidad misma de la Revelación. Por eso, afirmamos con fundamento teológico, filosófico y bíblico que la Iglesia es infalible en cuanto sujeto de la verdad revelada, que su Magisterio ejerce esta infalibilidad en condiciones precisas, y que el Romano Pontífice participa de ella por la promesa de Cristo, no por perfección natural, sino por misión divina.
A quienes nos acusan de incurrir en petición de principio o falacia circular por afirmar la autoridad conjunta de la Escritura, la Tradición y el Magisterio, debemos responder que tal acusación es infundada, porque no partimos de una presuposición arbitraria, sino de un hecho histórico, eclesiológico y revelado: Cristo no escribió, sino que fundó una Iglesia; no dejó un texto como testamento, sino que confió su Palabra a testigos vivientes, investidos de autoridad y asistidos por el Espíritu Santo.
No afirmamos que la Iglesia es infalible porque ella lo dice, sino porque el mismo Cristo le prometió su asistencia indefectible (Jn 16,13; Mt 28,20; Lc 22,32) y la constituyó como columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15). Nuestro punto de partida es Cristo mismo como Verdad subsistente, no un texto, ni una estructura eclesial autocontenida. La autoridad de la Iglesia no se afirma a partir de sí misma, sino a partir del mandato, promesa y acción continua de Cristo resucitado, presente y operante en ella.
Por el contrario, la carga de la prueba recae sobre quienes afirman la sola Scriptura, porque no solo introducen una tesis doctrinal sin fundamento explícito en la Escritura que pretenden exaltar, sino que además rompen con la fe católica entendida como communio apostólica, viva, continua y orgánica. Ningún texto bíblico enseña que la Escritura sea la única fuente normativa de fe y moral; más aún, la misma Escritura atestigua la autoridad de la Tradición oral (2 Tes 2,15), de la enseñanza apostólica no escrita (Jn 20,30; 21,25), y de los sucesores establecidos por los apóstoles para conservar íntegro el depósito (2 Tim 2,2). Atribuir a la Escritura una suficiencia excluyente no solo es exegéticamente injustificable, sino que implica un salto teológico sin sustento, pues presupone una autoridad del texto al margen del sujeto que lo recibió, canonizó y transmite fielmente: la Iglesia.
Filosóficamente, este desplazamiento constituye una inversión del orden lógico de la autoridad, pues lo que es efecto (el texto inspirado) se pretende causa de la comunión eclesial, olvidando que ningún texto se interpreta a sí mismo ni subsiste como principio de unidad sin una comunidad que lo reconozca y le dé vida.
Teológicamente, se incurre en una eclesiología implícitamente docetista, donde se acepta un Cristo que habla por letras, pero no un Cristo que actúa visiblemente en su Cuerpo. Y bíblicamente, se ignora que el canon no fue revelado, sino discernido por la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo: no existe versículo alguno que determine los 27 libros del Nuevo Testamento.
Por eso, afirmar que los Apóstoles fueron sola scripturistas no solo es anacrónico, sino radicalmente inconsistente: durante toda la era apostólica, no existía aún el Nuevo Testamento como unidad textual, y la Iglesia vivía de la predicación, la fracción del pan, y la sucesión de los presbíteros. Incluso los Padres de la Iglesia, al defender la autoridad de la Escritura frente a herejías, lo hacían siempre desde el seno de la Iglesia, apelando a la Tradición apostólica, al consenso de la fe y a la comunión sacramental.
Pretender que sola Scriptura haya sido siempre la doctrina cristiana es, por tanto, no solo históricamente insostenible, sino una falacia de reconstrucción ideológica, donde se impone retroactivamente una categoría moderna a una realidad que jamás la sostuvo. Por eso, toda tentativa de demostrarla terminará fracasando, pues carece de fundamento en el Cristo encarnado, en los Apóstoles que lo proclamaron, y en la Iglesia una, santa, católica y apostólica que lo sigue anunciando sin error hasta el fin de los tiempos.