La falacia del cientificismo

 Reflexión.

SOBRE LA RAZÓN, LA CIENCIA Y DIOS

Tanto el católico como el ateo buscan, en el fondo, entender la realidad. El primero parte de la fe iluminada por la razón; el segundo, de la razón autónoma que duda de lo sobrenatural. Pero ambos pueden coincidir en algo fundamental: la inteligencia humana tiene sed de verdad.

La ciencia, cuando se practica con honestidad, es una expresión legítima de esa búsqueda. Describe el mundo físico, descubre leyes, transforma la vida humana. Pero no puede responder a todas las preguntas. No puede explicar por qué existe algo en lugar de nada, qué es el bien, qué es el ser, ni cuál es el sentido último de la existencia. Para eso, la razón necesita la filosofía, y especialmente la metafísica, que no compite con la ciencia, sino que la fundamenta.

Negar a Dios porque no es verificable empíricamente es confundir método con realidad. Dios no es un objeto físico, sino el fundamento del ser, y su existencia puede ser conocida por la razón, no por los sentidos. La metafísica muestra que el ser no se explica por sí mismo, y que la causa última de todo lo que existe debe ser un Ser necesario, eterno, inmutable: Dios.

Ateos y creyentes pueden y deben dialogar desde la razón. Pero ese diálogo exige no reducir la inteligencia humana a lo empírico, ni cerrar las preguntas más altas por prejuicio. Pensar sin miedo, buscar sin reservas y amar la verdad: ese es el camino que ambos deben recorrer, si quieren realmente encontrar lo que buscan.

I. Para el creyente: pensar a Dios con claridad

El católico no cree porque ignore la razón, sino porque la reconoce como un don de Dios. La fe, en el pensamiento cristiano, nunca ha sido enemiga del entendimiento, sino su culminación. La fe es un acto libre y racional del entendimiento humano, que asiente a la verdad revelada por Dios porque Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, la ha revelado. Así lo enseña el Catecismo: “La fe es, ante todo, una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado” (CEC, n. 150).

Creer, según Santo Tomás de Aquino, “es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por mandato de la voluntad movida por Dios a través de la gracia” (S.Th., II-II, q.2, a.9). Esto significa que la fe no contradice la razón, sino que la supera sin anularla. La razón puede llegar hasta Dios por sus propios medios, puede probar su existencia, pero no puede alcanzar los misterios de la Trinidad, de la Encarnación o de la gracia sin la revelación. Por eso, la fe no es irracional: es razonable, aunque suprarracional; es libre, aunque movida por la gracia; es cierta, aunque no evidente.

La metafísica, en este contexto, es la gran aliada de la fe. No es una teología, sino una disciplina filosófica que estudia el ser en cuanto ser. Es la ciencia más alta porque se interroga no solo por lo que es observable, sino por lo que es en cuanto tal, por las causas primeras, por el fundamento de todo cuanto existe. Cuando se la desarrolla con rigor, la metafísica conduce al reconocimiento racional de un Ser necesario, absoluto, eterno, inmutable, inmaterial: Dios. Y este reconocimiento es lo que se denomina el teísmo clásico.

El teísmo clásico, tal como lo formularon Platón, Aristóteles, Boecio y Santo Tomás, no es una creencia religiosa, sino una conclusión filosófica. No parte de la Biblia, sino del ser. Afirma que Dios no es un ente entre otros, sino el acto puro de ser: ipsum esse subsistens. Este Dios no compite con las causas naturales, sino que las sostiene. No interviene como un demiurgo que remienda el mundo, sino que lo funda. Esta concepción de Dios es la base racional sobre la que luego puede asentarse la fe cristiana revelada.

Por eso, el creyente no necesita abandonar la razón para creer. Al contrario: necesita pensar con más profundidad, con más honestidad y con más orden. La fe no es un sustituto de la razón, sino su perfección. Y cuando se piensa bien, sin miedo, se llega necesariamente a Dios, no como hipótesis, sino como fundamento del ser.

II. Para el escéptico: el error del cientificismo

En la cultura contemporánea, la ciencia goza de un prestigio inmenso. Y con razón: ha transformado la vida humana, ha extendido el conocimiento y ha mostrado la potencia de la inteligencia. Pero junto a esta admiración legítima, ha crecido también una ideología: el cientificismo. Esta sostiene que solo es verdadero lo que puede verificarse empíricamente, y que todo lo demás —incluida la filosofía, la moral, la teología— es opinión, ilusión o superstición.

Este planteamiento se autodestruye desde el inicio. La frase “solo es verdadero lo empíricamente verificable” no es verificable empíricamente. No se puede experimentar ni medir ni falsar. Es una afirmación filosófica, no científica. Y si aplicamos su propio criterio, deberíamos descartarla como carente de valor cognoscitivo. Es una falacia de autorreferencia.

El cientificismo cae también en otro error: el reduccionismo ontológico. Afirma que solo existe lo físico, lo material, lo cuantificable. Pero la experiencia humana contradice esta afirmación a cada instante. La verdad, la belleza, la justicia, el amor, la libertad, no son cosas que se pesen o se midan, pero son reales, y sin ellas la vida humana pierde sentido.

Más aún: la ciencia misma se apoya en presupuestos filosóficos no verificables: el principio de causalidad, la existencia del mundo exterior, la validez del pensamiento lógico. Todos estos son juicios previos a la ciencia, sin los cuales ningún experimento sería posible. Así, la ciencia no puede justificar sus propios fundamentos sin recurrir a la filosofía.

El cientificismo también pretende haber superado la filosofía, como si fuera un saber primitivo. Pero esto es falso. La filosofía no compite con la ciencia, porque no busca explicar el “cómo”, sino el “por qué”. La ciencia describe los fenómenos; la filosofía busca el fundamento del ser. La primera analiza fragmentos; la segunda busca el todo.

III. Metafísica, lógica y el Ser necesario

Negar a Dios por no poder medirlo es confundir nivel ontológico con nivel epistemológico. Dios no es una causa física entre otras, sino la Causa del ser. Su existencia no se impone por ignorancia, sino que se concluye por necesidad: si todo lo contingente existe, debe haber un Ser que sea necesario por sí mismo.

Esta es la lógica que siguen las cinco vías de Santo Tomás: desde el cambio, se llega a un Motor inmóvil; desde la causalidad, a una Causa incausada; desde la contingencia, a lo necesario; desde los grados de perfección, al Ser perfecto; desde el orden, a una Inteligencia ordenadora. Estas pruebas no parten de la fe, sino de la experiencia sensible y del uso riguroso de la razón.

La lógica clásica, por su parte, es inseparable del ser. No es un capricho formal, sino la expresión racional del orden del ser. El principio de no contradicción no es una regla lingüística, sino una ley del ser: una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido. Quienes pretenden negar esta lógica para justificar el relativismo o el ateísmo, acaban contradiciéndose: usan la lógica que niegan para sostener su negación.

Ninguna “lógica cuántica”, “trivalente” o “borrosa” puede sustituir a la lógica ontológica. Porque estas no son lógicas del ser, sino modelos matemáticos para fenómenos específicos. No se puede fundar la filosofía en probabilidades. Y no se puede filosofar si no se afirma que algo es verdadero y su contrario es falso.

IV. Pensar sin miedo: razón y verdad

Todo el pensamiento moderno que niega a Dios por falta de “pruebas” comete el mismo error: reduce la razón al dato empírico, niega el alcance de la inteligencia, y se encierra en una postura ideológica disfrazada de rigor. No se trata de falta de lógica, sino de una voluntad que rehúye las consecuencias de aceptar a Dios: que el mundo tiene sentido, que el bien es objetivo, que el hombre no es dueño absoluto de sí.

Pensar a Dios no es inventarlo: es reconocer que el ser contingente no se basta a sí mismo. El hombre no imagina a Dios: lo intuye, lo deduce, lo necesita. Porque pensar bien es buscar el fundamento, y el fundamento no puede ser lo que cambia o desaparece, sino lo que es por esencia.

Por eso, la filosofía bien hecha no termina en el escepticismo, sino en el asombro. No huye de la verdad, sino que la abraza. No crea dioses para consolarse, sino que descubre que solo un Dios real puede explicar por qué hay algo en lugar de nada.

Dios no es una hipótesis. No es una idea cultural. Es el Ser mismo, que da ser a todo lo que es. Y si la razón se deja conducir hasta el fondo del ser, sin miedo, lo encontrará.

Pensar sin reservas es pensar a Dios.

Desarrollo: https://galogfarcan.blogspot.com/p/razon-ciencia-y-dios.html

Galo Guillermo Farfan Cano

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