Jesucristo, Hijo Único de María y Primogénito Legal de José
Análisis
Una de las obsesiones doctrinales del protestantismo ha sido negar la virginidad perpetua de María, la Madre de Jesús. Con un afán sistemático, se intenta afirmar que María tuvo más hijos después del nacimiento de Cristo, o que San José, su esposo, habría tenido hijos de un matrimonio anterior. El objetivo de fondo es socavar el lugar singular que ocupa la Virgen María en la economía de la salvación y, por extensión, despojar a Jesucristo de su carácter único como Hijo unigénito. Sin embargo, un examen atento de las Escrituras, unido a la comprensión de las leyes del Antiguo Testamento y la teología de la Encarnación, revela que tales afirmaciones no sólo son erróneas, sino doctrinalmente insostenibles.
Jesús de Nazaret no es un personaje aislado en la historia de Israel, sino el cumplimiento pleno de las promesas hechas a David y a los profetas. Él es el Mesías, el Ungido, el Hijo del Altísimo. En el Evangelio de Lucas, el ángel Gabriel anuncia a María: «El Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33). Estas palabras sólo tienen sentido si Jesús posee el derecho legal de heredar ese trono. En Israel, ese derecho se transmitía por línea paterna legítima. Aunque Jesús no es hijo biológico de José, es su hijo legal por adopción, y esa filiación es jurídicamente válida para establecer la sucesión davídica. Si San José hubiera tenido un hijo mayor de un matrimonio anterior, ese hijo —y no Jesús— tendría el derecho de primogenitura. Por tanto, la hipótesis de que José tuvo hijos antes de Jesús niega, por simple lógica jurídica, la identidad mesiánica de Cristo.
Jesús es llamado «el hijo del carpintero» (Mt 13,55), y el pueblo lo reconoce como el hijo de José (Lc 4,22; Jn 6,42). No se menciona en ningún momento a un hermano mayor. Por el contrario, en la genealogía de Mateo, se detalla que «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo» (Mt 1,16). Esta formulación muestra una línea davídica transmitida por José, sin ninguna mención de hijos anteriores. Afirmar lo contrario implicaría que el Evangelio miente o que el Mesías carece del derecho real que lo identifica como hijo de David. No es posible sostener una herejía sin que ella arrastre consigo otras.
Se ha intentado también argumentar que María habría tenido otros hijos después del nacimiento de Jesús, basándose en pasajes que mencionan a sus “hermanos”. El Evangelio de Marcos dice: «¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí con nosotros?» (Mc 6,3). Pero esta mención debe entenderse en su contexto lingüístico y cultural. En la lengua aramea que hablaba Jesús, no existía una palabra específica para “primo” o “pariente cercano”; se usaba el término ajá para referirse tanto a hermanos carnales como a parientes. Un ejemplo clásico es el de Abraham y Lot. Aunque Lot era sobrino de Abraham, en Génesis 13,8 se dice: «No haya disputa entre tú y yo, ni entre mis pastores y los tuyos, porque somos hermanos». El mismo uso flexible se encuentra en muchas otras partes del Antiguo Testamento. La cultura hebrea no hacía una distinción lingüística rígida como la nuestra entre hermano, primo o pariente.
Más aún, en el Evangelio de Juan se menciona claramente a una mujer llamada María, distinta de la madre de Jesús, identificada como «María la mujer de Cleofás, madre de Santiago el Menor y de José» (Jn 19,25). Esta es la clave para entender quiénes son esos “hermanos” de Jesús. Santiago el Menor y José no son hijos de María, madre de Jesús, sino de María de Cleofás, quien probablemente era cuñada o pariente cercana de la Virgen. Así se explica también el pasaje de Mateo 27,56: «Entre ellas estaba María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo». Si la madre de Jesús hubiese tenido más hijos, es inconcebible que no se los mencionase como tales, especialmente en momentos tan decisivos como la crucifixión.
En la cruz, Jesús pronuncia una de las palabras más teológicamente reveladoras del Evangelio: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»; luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,26-27). Si María hubiera tenido otros hijos, esta acción de Jesús sería jurídicamente absurda y hasta insultante para sus supuestos hermanos. La ley mosaica establecía claramente que el cuidado de una viuda debía recaer en su hijo mayor sobreviviente. Que Jesús entregue a su madre a Juan —llamado “el discípulo amado” y no identificado por nombre— es una prueba directa y concluyente de que María no tenía otros hijos.
Pero además de esto, hay una dimensión más profunda que a menudo se omite: la lógica interna de la sucesión davídica en relación con la muerte y resurrección de Jesús. En la tradición del Antiguo Testamento, cuando un varón moría sin dejar descendencia, sus derechos eran heredados automáticamente por su hermano. Lo vemos en la ley del levirato (cf. Dt 25,5-6), que se aplica a la esposa, pero refleja el principio sucesorio. Ahora bien, si Jesús hubiera tenido un hermano carnal, al morir en la cruz sus derechos legales como heredero del trono de David habrían pasado automáticamente a ese hermano. Es decir, el trono ya no le pertenecería al Hijo unigénito, sino a su hermano. La resurrección no revoca un acto jurídico consumado; no reescribe una herencia ya transferida. Por tanto, para que el reinado eterno de Cristo tenga coherencia teológica, debe afirmarse no sólo su resurrección gloriosa, sino también su condición de Hijo único. Cualquier hermano posterior, incluso nacido después de su muerte, comprometería el derecho de Cristo a ser el heredero eterno del trono de David.
Dios no es autor de confusión ni contradicción. Él es un Dios de orden. San Pablo dice: «Porque Dios no es un Dios de desorden, sino de paz» (1 Cor 14,33). Si Dios ha prometido un reino eterno al Mesías, ese Mesías no puede tener un sucesor legítimo tras su muerte. Y si no puede tener sucesor, no puede tener hermanos que le disputen la herencia. La unicidad de Cristo como Rey eterno depende también de su unicidad filial.
Jesús actúa como cabeza de su casa. En la cena pascual, celebrada la noche del jueves santo, Él es quien preside como pater familias, no sólo entre sus discípulos, sino también como único cabeza visible de su familia terrena, ya que José había muerto. Por eso es Él quien ofrece el pan y el vino, quien cambia el rito eucarístico, quien dice: «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). Jesús no actúa como sacerdote levítico, sino como dueño del rito, como nuevo Moisés y nuevo Melquisedec. Solo Él podía cambiar la Pascua, porque solo Él es el Cordero de Dios (cf. Jn 1,29).
María, por tanto, no puede tener otros hijos porque eso desbarataría toda la estructura legal y teológica de la Encarnación, de la redención, de la filiación divina y de la herencia mesiánica. Ella es la Virgen que concibe y da a luz un hijo, según Isaías 7,14: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel». No dice que dará a luz varios hijos. Su maternidad está plenamente consagrada al Verbo encarnado. Su virginidad perpetua no es sólo un dato biológico, sino una realidad teológica que custodia el misterio de Cristo. No es que María no pudiera tener otros hijos, sino que no debía tenerlos, porque su cuerpo fue templo exclusivo del Hijo de Dios.
Como enseña la Tradición constante de la Iglesia, desde San Ireneo hasta el Concilio de Éfeso, pasando por San Agustín y San Jerónimo, María es siempre virgen. Negar este dogma es abrir la puerta a una cadena de errores que van desde la desmitologización de la Encarnación hasta la disolución de la filiación divina. Por eso, todo verdadero discípulo, como Juan en el Calvario, acoge a María en su casa. Porque María no es madre de muchos, sino Madre del único, y en Él, madre de todos nosotros.
Aceptar que Jesús tuvo hermanos carnales —ya sea como hijos de María después del parto, o como hijos de un presunto matrimonio anterior de San José— no es una simple variación exegética sin consecuencias. No. Es un asentimiento doctrinal profundamente destructivo, que socava los fundamentos mismos de la cristología bíblica, desfigura el rostro del verdadero Mesías y subvierte, de raíz, la fe católica tal como ha sido transmitida por los apóstoles y custodiada por la Iglesia.
Quien afirma que María tuvo otros hijos, debe asumir las consecuencias lógicas y teológicas de tal afirmación. En primer lugar, niega la virginidad perpetua de María, dogma definido y creído desde los primeros siglos, sostenido con una voz unánime por los Padres de la Iglesia y ratificado por concilios y Papas. Pero más aún: afirmar que Jesús tuvo hermanos carnales implica que no fue primogénito ni heredero único, lo cual invalida su derecho mesiánico al trono de David. En la cultura de Israel, la línea sucesoria no se sostenía sobre títulos espirituales o funciones simbólicas: se regía por la sangre y la ley. Si Jesús no era el hijo primogénito de José —ni siquiera su único hijo legal—, entonces no podía heredar la promesa hecha a David: «Estableceré para siempre el trono de su reino» (2 Sam 7,13). Un Mesías sin trono legítimo es un falso mesías. Así de grave es el error.
Por eso, al insistir en la existencia de hermanos carnales, los argumentos protestantes se alinean, sin quererlo o sin confesarlo, con la postura farisea y rabínica que negó a Jesús como Cristo. Para los judíos que no creyeron, Jesús era sólo un profeta, quizás un taumaturgo, pero no el Hijo de Dios ni el heredero de David. ¿Y qué mejor forma de justificar esa negación que desacreditando su origen mesiánico? La herejía protestante —que pretende ser más bíblica que la misma Biblia— termina, paradójicamente, dándole la razón a los que entregaron a Jesús a la cruz bajo la acusación de blasfemia por hacerse Hijo de Dios y Rey de Israel.
Y si Jesús no es el Mesías, no es el Cristo. Y si no es el Cristo, entonces la fe de los apóstoles es vana, y la Iglesia que nació de su predicación es una construcción hueca. Porque fue precisamente la confesión de que Jesús es el Cristo lo que edificó la Iglesia sobre Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Esta verdad no puede coexistir con doctrinas que diluyen su unicidad, su realeza, su filiación divina, ni con interpretaciones que lo convierten en un hermano más entre otros, destruyendo la teología de la Encarnación.
Además, aceptar que María tuvo más hijos implica aceptar que su cuerpo, consagrado como arca viva de la Alianza, fue reutilizado para fines ordinarios, profanando así su santidad única. Quien fue el templo del Verbo no puede ser también simplemente madre común. No por desprecio al estado matrimonial, sino por la unicidad del misterio que en ella se obró. San Jerónimo lo expresó con claridad implacable: “¿No os avergonzáis de hablar de otros hijos cuando de María se dijo que el Santo que nacería sería llamado Hijo de Dios?”.
Y si esto fuera poco, aceptar la existencia de hermanos carnales de Jesús obligaría a reinterpretar —o mejor dicho, a violentar— el gesto sublime de la cruz, cuando el Señor entrega a su Madre al discípulo amado. ¿Por qué haría eso si hubiera tenido hermanos de sangre? La ley mosaica exigía que el hijo mayor cuidara de la madre viuda. ¿Dónde están esos hermanos? ¿Por qué no aparecen en el Calvario? ¿Por qué no reciben a María en sus casas? El silencio de las Escrituras en este punto no es omisión, sino prueba contundente de su inexistencia. Sólo Juan, el discípulo del amor, recibe a María porque sólo quien ama como Cristo la puede tener por Madre.
Negar esto no es simplemente disentir de una tradición piadosa: es romper con el núcleo mismo del cristianismo apostólico. Porque lo que los apóstoles enseñaron, los Padres lo defendieron, los mártires lo testificaron, y la Iglesia lo ha preservado con celo. Negar la virginidad perpetua de María, la unicidad filial de Jesús, su primogenitura legal, es negar la fe que ha sido creída por todos, siempre y en todas partes, según la regla de San Vicente de Lerins.
La herejía protestante, en su afán de desacralizar, ha terminado por proponer un Cristo disminuido, un Mesías sin trono, una Encarnación sin misterio y una Madre sin singularidad. Pero la Iglesia, en su fidelidad al Evangelio y a la tradición apostólica, proclama sin ambigüedad: Jesús es el Cristo, el Hijo único de María, el Hijo primogénito de José, el Heredero eterno del trono de David, el Cordero sin mancha, el Ungido del Señor, y María es su Virgen Madre, inmaculada, perpetuamente consagrada, siempre virgen antes, durante y después del parto. Este es el Cristo que nos han predicado los apóstoles. Cualquier otro es una construcción humana. Un ídolo de palabras. Un eco sin raíz.
Galo Guillermo Farfán Cano, Laico de la Santa Romana Iglesia.