Jesucristo como Verdad Teológica, Ontológica y Filosófica

Análisis

Un Análisis desde la Metafísica Tomista, la Revelación Bíblica y los Dogmas Conciliares

En la época posmoderna, la noción misma de verdad ha sido desmantelada hasta su raíz. La sospecha sobre los grandes relatos, el escepticismo epistemológico y el relativismo cultural han producido un clima en el que toda afirmación de verdad es vista con recelo, sospechosa de hegemonía, exclusión o dogmatismo. Esta desconfianza se extiende incluso al lenguaje y a la razón misma, reduciendo la verdad a una construcción social o a una experiencia meramente subjetiva. Sin embargo, frente a esta crisis, resuena con fuerza una afirmación que, lejos de perder vigencia, muestra su poder disruptivo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Esta declaración de Jesús no constituye simplemente una enseñanza moral ni una consigna religiosa más; es, en sentido estricto, una revelación de su ser. Jesús no dice poseer la verdad ni enseñarla solamente, sino serla en plenitud. Esta tesis, radical en su alcance y profundidad, exige una consideración integral que trascienda las categorías modernas y convoque a un diálogo entre teología, filosofía y exégesis bíblica.

Este ensayo sostiene que Jesucristo es la Verdad en un sentido absoluto, no solo como norma moral o figura religiosa, sino como fundamento del ser y del conocer. En otras palabras, la verdad no es en primer lugar una proposición ni una adecuación de juicio, sino una Persona: el Verbo encarnado. Tal afirmación, aunque escandalosa para el pensamiento moderno, encuentra su justificación en la metafísica clásica, la revelación bíblica y los dogmas conciliares. Desde la ontología tomista hasta los concilios cristológicos, desde la fe de la Iglesia hasta el testimonio de los santos, todo confluye en una misma dirección: en Jesucristo, Dios se ha revelado como la Verdad subsistente, haciendo posible una comunión real entre el Creador y la criatura, entre el ser y el conocer.

La metodología que se seguirá parte de un enfoque interdisciplinar que combina la teología dogmática, la filosofía metafísica —especialmente la tradición de Santo Tomás de Aquino— y el análisis bíblico. En lugar de fragmentar los planos de análisis, se buscará mostrar su convergencia en la persona de Cristo, desde tres dimensiones complementarias: como verdad teológica, verdad ontológica y verdad filosófica. Lejos de ser un tratado escolástico, este ensayo quiere ser una respuesta razonada y apasionada a la desorientación cultural de nuestro tiempo, proponiendo a Cristo no solo como respuesta de fe, sino como luz de la razón y sentido del ser.

Desde la perspectiva teológica, Cristo se presenta en el Evangelio según San Juan como el Logos hecho carne: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,1.14). Esta proclamación no solo identifica a Jesús con la Palabra divina, sino que inaugura una nueva etapa en la historia de la salvación. En Él se cumplen las promesas hechas a Israel; en Él culmina la progresiva autorrevelación de Dios que había comenzado con los patriarcas y los profetas. Como enseña el Concilio Vaticano II en Dei Verbum, “la economía cristiana, por ser la nueva y definitiva alianza, no pasará jamás; y ya no hay que esperar otra revelación pública antes de la manifestación gloriosa de nuestro Señor Jesucristo” (DV 4). Cristo, por tanto, no solo es contenido de la revelación, sino su plenitud y criterio. Su vida, muerte y resurrección no pueden reducirse a acontecimientos históricos contingentes, sino que son el modo en que Dios mismo se da a conocer en la historia.

La resurrección, en este marco, no es un mito edificante ni una proyección simbólica, sino un acontecimiento histórico-ontológico que revela la identidad divina de Jesús. Como afirma San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe” (1 Cor 15,14). Esta afirmación deja claro que la verdad del cristianismo no se apoya en una idea abstracta, sino en un hecho concreto que transforma la historia. La resurrección es la garantía de que Jesús es quien dijo ser, el Hijo de Dios, el Viviente que ha vencido a la muerte. Por eso, los concilios de la Iglesia, especialmente los de Nicea (325), Calcedonia (451) y Trento (1545-1563), no se limitaron a definir dogmas como fórmulas, sino que custodiarion esta verdad revelada como base de la fe: Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, consustancial al Padre según la divinidad y consustancial a nosotros según la humanidad, sin confusión ni separación. Estos dogmas no imponen una verdad exterior, sino que resguardan la identidad del que se reveló como Verdad viviente.

Pero esta verdad teológica no es ajena al orden del ser. La metafísica tomista permite comprender la afirmación de Jesús desde una ontología realista. En su Summa Theologiae (I, q. 4), Santo Tomás describe a Dios como el ipsum esse subsistens, es decir, el acto puro de ser, sin composición ni potencialidad. Esta concepción implica que Dios no posee el ser como algo recibido, sino que es Ser por esencia. Cuando en Cristo se da la unión hipostática —esto es, la unión de la naturaleza humana y divina en una sola Persona—, el esse divino asume una naturaleza creada sin perder su simplicidad ni su infinitud. Jesús no es una persona humana asumida por Dios, sino que es la Persona eterna del Verbo que asume la humanidad. Esta verdad metafísica no se reduce a una especulación abstracta, sino que tiene consecuencias existenciales: en Cristo, el Ser mismo ha entrado en la historia.

La unión hipostática, como expone Tomás en ST III, q. 2, no implica fusión ni confusión de naturalezas, sino que la humanidad de Cristo —compuesta de alma racional y cuerpo verdadero— subsiste en la Persona del Verbo. Esta doctrina, desarrollada en continuidad con la filosofía hilemórfica de Aristóteles, permite entender cómo puede Dios ser verdaderamente hombre sin dejar de ser Dios. Así como en cada ser creado hay una composición de esencia y existencia, en Cristo la esencia humana no subsiste por sí misma, sino en el Ser subsistente. Por tanto, la Encarnación no es una contradicción, sino el cumplimiento supremo del orden del ser, donde lo finito es asumido sin ser anulado. Esta realidad confiere a Cristo un lugar único en la ontología: no es solo un ser entre otros, sino el punto en que el Ser eterno se comunica con la existencia temporal. En Él, toda la creación encuentra su centro y su finalidad, pues “todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16).

Desde el punto de vista filosófico, esta identificación de Cristo con la Verdad tiene implicaciones profundas para la epistemología. La filosofía moderna, desde Kant hasta Nietzsche, ha fragmentado el conocimiento, introduciendo una distancia insalvable entre el sujeto y el objeto. La verdad ya no es la adecuación del intelecto a la cosa (adaequatio intellectus ad rem), sino una construcción del pensamiento o una expresión de la voluntad de poder. Cristo, en cambio, restituye la unidad del conocer y del ser: como Logos, Él es el principio de todo conocimiento, y como Hombre, es el objeto en el que se manifiesta la verdad de Dios. En Él, el sujeto que conoce y el objeto conocido se encuentran sin contradicción. Esta superación de la dualidad moderna no es una vuelta ingenua al realismo precrítico, sino una plenitud que integra sin abolir: en Cristo, la razón encuentra su origen y su fin. Como enseña Tomás en De Veritate (q. 1, a. 1), “verum est adaequatio intellectus et rei”, pero esta adecuación se perfecciona en el intelecto divino, donde el conocer es idéntico al ser. En Cristo, que es Dios hecho hombre, esta verdad se ha hecho visible.

Frente a las críticas de la modernidad, que acusan a la fe cristiana de imponer una verdad absoluta y excluyente, el cristianismo responde no con imposición, sino con testimonio: la verdad no es una idea que aplasta, sino una Persona que se ofrece. Así como el sol ilumina sin forzar, Cristo manifiesta la verdad sin violentar la libertad. El relativismo posmoderno, al negar la posibilidad de una verdad común, termina encerrando al sujeto en su propia subjetividad, privándolo de comunión y sentido. En cambio, Cristo revela una verdad que no se impone desde fuera, sino que llama desde dentro: “Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,37). Esta verdad no niega la pluralidad, pero exige conversión; no aplasta la razón, pero la supera; no anula la libertad, sino que la plenifica. La fe no es adhesión ciega, sino respuesta racional al que se ha revelado como Camino, Verdad y Vida.

Por todo ello, en Jesucristo se reconcilian las dimensiones subjetiva y objetiva de la verdad. Él no es solo el criterio exterior que juzga, sino el principio interior que vivifica. Su vida revela el verdadero rostro de Dios, y su enseñanza ofrece el sentido último del hombre. En un mundo fragmentado por ideologías, dividido por intereses y herido por el nihilismo, Cristo se presenta como el centro integrador de todo lo verdadero, lo bueno y lo bello. La teología encuentra en Él su fundamento, la filosofía su culmen, y la existencia humana su sentido. Él es la Verdad que libera, no porque anule el sufrimiento, sino porque lo redime desde dentro. Como afirma San Juan, “la verdad os hará libres” (Jn 8,32), no como emancipación de toda norma, sino como comunión con Aquel que nos conoce y nos ama. Esta libertad no es evasión, sino participación; no es negación del límite, sino apertura al Infinito. Quien encuentra a Cristo, encuentra la Verdad no como concepto, sino como rostro; no como fórmula, sino como presencia. En tiempos donde todo se relativiza, la afirmación de Jesús no pierde vigencia, sino que resplandece con mayor fuerza: “Yo soy” —no una verdad más, sino la Verdad que sostiene el ser y orienta el conocer.

Galo Guillermo Farfán Cano,
Laico de la Santa Romana Iglesia.

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