Franciscus, P. P.

 In Memoriam

Desde su primera aparición en el balcón de San Pedro en la tarde del 13 de marzo de 2013, Jorge Mario Bergoglio, elegido como el Papa Francisco, marcó una ruptura perceptible con el estilo de sus predecesores inmediatos. Su figura, silenciosa, sencilla y con una inclinación pastoral evidente, desató tanto esperanzas como sospechas. Eligió el nombre de Francisco —por el Pobrecillo de Asís— y renunció al uso de la muceta roja, al anillo de oro, al trono y al tratamiento ceremonial. En su lugar, se mostró con la sotana blanca sencilla, pidió oraciones antes de bendecir, y desde el principio imprimió a su pontificado un sello de cercanía, de gesto más que de definición. Aquella elección ya no fue vista como un mero cambio de persona, sino como el umbral de una nueva etapa, en la que muchos creyeron ver la promesa de una Iglesia más abierta, más popular, más sensible a las periferias y menos autorreferencial.

Pero pronto se hizo evidente que este nuevo estilo no sería un mero matiz, sino un cambio de paradigma en la forma de ejercer el ministerio petrino. Francisco evitó la solemnidad teológica de Benedicto XVI y la claridad doctrinal de Juan Pablo II. En su lugar, privilegió el lenguaje pastoral, la imagen del “hospital de campaña”, la apertura al diálogo con el mundo secular, y una crítica constante a los males de la “Iglesia autorreferencial”, que según él debía salir de sí misma para ir al encuentro de los descartados. Habló fuerte contra el clericalismo, contra la mundanidad espiritual, contra la rigidez. Denunció lo que llamó “la obsesión por la doctrina”, y su énfasis se desplazó de la ortodoxia hacia la misericordia.

Este giro fue interpretado de diversas maneras. Para algunos, representó un aggiornamento necesario: una Iglesia que volvía a la frescura del Evangelio, que salía de las sacristías para ir a las calles, que ponía en el centro la dignidad del pobre, del migrante, del marginado. Para otros, sin embargo, significó una desconstrucción de la firmeza doctrinal, una ambigüedad peligrosa que debilitaba la identidad católica, desdibujando los contornos entre verdad y error, entre fidelidad y relativismo.

El pontificado de Francisco estuvo marcado desde temprano por gestos fuertes y simbólicos. Visitó Lampedusa y denunció la globalización de la indiferencia. Lavó los pies a mujeres y musulmanes. Denunció el capitalismo salvaje y propuso una economía con rostro humano. Promovió encuentros interreligiosos, incluso en lugares donde no siempre se reconoció explícitamente a Cristo. En el plano magisterial, su encíclica Evangelii Gaudium fue una declaración de principios pastorales; Laudato Si’ hizo de la ecología integral un tema central; Amoris Laetitia desató una de las polémicas más intensas, especialmente por su capítulo VIII, en el que —según algunos— se abría una puerta a la comunión de los divorciados vueltos a casar sin necesidad de nulidad, lo cual generó desconcierto, dubia y respuestas nunca claras. La falta de precisión en este y otros asuntos se convirtió en una característica constante: respuestas ambiguas, notas al pie controvertidas, cambios en el lenguaje más que en la doctrina explícita, que sin embargo tenían consecuencias prácticas notables.

La centralidad del discernimiento personal, el énfasis en la conciencia individual por encima de las normas objetivas, y la relativización de ciertos principios pastorales fueron señales claras de una reorientación. En algunos casos, se invocaba el Espíritu Santo como justificación de decisiones que rompían con prácticas de siglos. Así ocurrió, por ejemplo, con la liturgia: aunque en teoría no se prohibió la Misa tradicional, en la práctica se la restringió drásticamente con el Motu Proprio Traditionis Custodes, contradiciendo la línea de Benedicto XVI, y generando una gran herida entre los fieles que habían encontrado allí un camino legítimo de vida espiritual. La excusa fue la unidad, pero lo que se percibió fue exclusión. Muchos se sintieron como hijos rechazados por su propio padre.

Francisco no fue un teólogo sistemático. Su estilo fue más el del predicador jesuita, improvisador, espontáneo, con frases llamativas y efectos mediáticos. Sin embargo, esta misma espontaneidad se convirtió muchas veces en motivo de escándalo o confusión. Frases como “¿quién soy yo para juzgar?”, “la Iglesia no es una aduana”, “Dios no puede ser Dios sin el hombre”, o “los que van mucho a misa son hipócritas”, fueron repetidas fuera de contexto, malinterpretadas o simplemente mal formuladas. Su discurso era más cercano al de un líder político progresista que al de un pontífice que custodia la fe recibida. El relativismo práctico, aunque no formal, parecía filtrarse en sus gestos y omisiones.

Sin embargo, sería injusto reducir su pontificado a sus ambigüedades. Francisco mostró también coraje en temas sociales, denunció la cultura del descarte, defendió la vida (aunque sin la vehemencia de otros pontífices), promovió iniciativas de justicia, habló de paz y condenó las guerras con fuerza. Se comprometió con la Amazonía, con los pueblos indígenas, con el cambio climático, y con una visión más integradora de la economía. Su diplomacia fue activa, aunque no siempre eficaz. El acuerdo con China, por ejemplo, fue interpretado como una cesión peligrosa ante un régimen opresor. Pero en otras áreas, buscó construir puentes, abrir caminos, desatascar conflictos históricos. En muchos ambientes alejados de la Iglesia, su imagen fue muy positiva.

En el plano interno, la reforma de la Curia fue lenta, pero encaminada. Cambió estructuras, simplificó organismos, impulsó el rol de los laicos —especialmente de las mujeres— en puestos de responsabilidad. No faltaron errores, como el nombramiento de obispos que luego debieron ser removidos, o la persistencia de escándalos financieros, aunque también hubo avances en materia de transparencia. El caso McCarrick, sin embargo, dejó una sombra grave sobre el pontificado: la lentitud, las omisiones, la permisividad con ciertos personajes clave de la corrupción eclesial dejaron muchas heridas abiertas.

Quizá uno de los rasgos más contradictorios fue su manera de ejercer la autoridad: mientras predicaba la sinodalidad y el diálogo, actuaba con dureza frente a quienes no compartían su línea, especialmente los católicos tradicionales. Mientras hablaba de acogida, no dudaba en descalificar públicamente a quienes consideraba fariseos, rígidos, ideólogos o nostálgicos. Su lenguaje duro contra ciertos sectores eclesiales contrastaba con su benevolencia hacia el mundo secular. Esto generó una percepción extendida de parcialidad: una Iglesia de puertas abiertas para todos, excepto para los que defendían la tradición. Se percibía en él un cierto desdén hacia la teología escolástica, hacia el Derecho Canónico, hacia la forma tradicional de transmitir el Magisterio. La verdad, para él, era más un proceso que una definición. Su visión era pastoral, pero también fragmentaria, y a menudo subjetiva.

Sin embargo, es justo reconocer que el pontificado de Francisco —aun en medio de estas tensiones— produjo un efecto inesperado en muchos católicos: los empujó a estudiar, a formarse, a leer los documentos de la Iglesia, a profundizar en el Magisterio anterior, a defender la fe con más claridad. En cierto modo, el desconcierto generó también un movimiento de resistencia fecunda. El fuego purificó. Las crisis doctrinales sacaron del letargo a miles de fieles que, ante la confusión, buscaron la verdad. Surgieron nuevas iniciativas catequéticas, apologéticas, movimientos de renovación litúrgica, y una generación de jóvenes que comenzaron a amar la fe no por hábito, sino por convicción.

La figura de Francisco quedará marcada por la paradoja. Por un lado, un Papa popular, mediático, preocupado por el pobre, el migrante, el medio ambiente y el diálogo interreligioso. Por otro, un Papa ambiguo, conflictivo en el plano doctrinal, a veces distante de la tradición viva, y poco claro frente a errores graves en moral y teología. Un Papa que quiso abrir puertas, pero que cerró otras. Que habló de escucha, pero a menudo no escuchó. Que se presentó como humilde servidor, pero cuyas decisiones fueron a veces autoritarias. Un Papa amado y rechazado a la vez. Su pontificado no dejará indiferente a nadie, y será estudiado, criticado y valorado con más claridad a la luz del tiempo.

En vísperas de Pentecostés, esta semblanza no busca juzgar intenciones ni dictar sentencias definitivas. Tampoco pretende reducirlo a sus luces o sombras. Más bien, intenta captar lo que su figura ha significado para la Iglesia: una sacudida. Francisco, sin ser teólogo, sin ser liturgista, sin ser canonista, logró que millones de católicos —con dolor o con entusiasmo— se replantearan qué significa ser fiel a Cristo y a su Iglesia. Provocó rupturas, sí. Pero también despertó búsquedas sinceras. Desató crisis, pero también motivó conversiones. Puso al descubierto las heridas ocultas, los desacuerdos silenciados, la necesidad de una fe más sólida, más consciente, más enamorada de la verdad.

En ese sentido, su pontificado —con todos sus errores y aciertos— ha sido útil. Ha sido como una prueba de fuego. Quien no tenía raíces profundas, se desorientó. Quien las tenía, se afirmó. Quien estaba tibio, debió decidir si volver a arder o alejarse. La historia juzgará los frutos de este tiempo. Pero ya ahora, a las puertas de un nuevo Pentecostés, se puede afirmar que la Iglesia, a pesar de todo, sigue viva, sigue navegando, sigue siendo la Esposa de Cristo. Y aunque sus pastores sean frágiles y sus decisiones humanas imperfectas, el Espíritu Santo no ha abandonado su barca. Porque la promesa del Señor no depende de nuestras obras, sino de su fidelidad.

Y es desde ese cariño —no desde la irreverencia ni la crítica ideológica— que estas líneas se escriben. Porque Francisco, con sus luces y sombras, con su estilo tan humano como desconcertante, pidió siempre una sola cosa: “oren por mí”. Lo pidió desde el primer día y lo repitió hasta el final, sabiendo que no era perfecto, que muchas veces fue tajante, autoritario, y que, quizá, no fue el mejor administrador del primado. Pero también supo —y lo mostró en aquel momento icónico de la pandemia— dejar el juicio en manos de Dios. Aquel día, en la Plaza de San Pedro vacía y bajo la lluvia, cuando el mundo entero moría sin sacramentos y sin consuelo, su gesto de impartir la bendición Urbi et Orbi tuvo la fuerza de una súplica universal, como si en el nombre de la Iglesia entera, pidiera misericordia para todas las almas que estaban partiendo sin el consuelo visible de la fe. Aquello no fue solo un acto litúrgico, sino una manifestación solemne del munus sanctificandi que Cristo confió a Pedro y a sus sucesores: un ejercicio concreto del poder de las llaves, en su dimensión espiritual más universal, encomendando al Redentor la suerte de innumerables almas que morían sin sacramentos visibles, pero no sin el deseo que Dios, en su misterio, puede acoger. En ese gesto, no hubo improvisación: hubo conciencia. Francisco actuó —quizá como nunca antes en su pontificado— con plena conciencia de su ministerio petrino, haciendo lo que debía hacer un Papa cuando el mundo entero se sentía a oscuras: bendecir, interceder, y dejar a Dios el juicio.

No fue una teatralidad ni una escenografía. Fue un acto profético en el sentido más serio del término: un signo que trasciende su tiempo. Porque en ese instante, cuando todo parecía colapsar, el Papa se presentó solo ante el Santísimo Sacramento, sobre el umbral de la Basílica Vaticana, como imagen de la Iglesia despojada, en la hora del Getsemaní. En medio de la desolación mundial, cuando se moría sin el consuelo de la unción, sin confesión, sin funeral, ese acto fue un recordatorio silencioso de que solo hay una Verdad y un Consuelo: Cristo. Y sobre Cristo —y solo sobre Él— la muerte ya no tiene poder. 

Por eso, desde mi sentir y desde mi razón, deseo que su memoria sea entendida con justicia, ni idealizada ni vilipendiada, sino vista a la luz de lo eterno. Si ha partido ya, que se ofrezcan misas por su alma, para que el justo Juez lo reciba con misericordia. Y si ya no las necesita, que esa caridad beneficie a otros miembros dolientes del Cuerpo místico. Porque en la comunión de los santos, toda súplica se transforma en gracia.

Pero más urgente aún es orar por nosotros mismos. Porque el juicio comienza por la Casa de Dios. Y si el Papa, cargando el peso de Pedro, imploró tantas veces: “oren por mí”, ¿cuánto más debemos rogar por nuestra propia conversión? No es su figura la que debe obsesionarnos, sino la llamada que nos deja: vuelvan a Cristo mientras haya tiempo. Porque vendrá el momento —y no estamos lejos— en que el Esposo será buscado en la noche, y muchos no lo reconocerán. El acto de Francisco en aquella noche de pandemia no fue solo un consuelo emocional: fue el ejercicio de la plenitudo potestatis del Romano Pontífice, que, ante la muerte que se cernía sobre el mundo, afirmó sin ambigüedad la única verdad que salva: que Cristo es el Señor, que en Él está la Vida, y que los que mueren en Cristo, aunque mueran, vivirán.

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