Cristo est Veritas

 Síntesis

La Biblia no es Cristo, y la fe no se basta sola

Cuando se habla de Dios, no se empieza por el libro sino por la Persona

Jesucristo no fundó el cristianismo entregando un libro. Fundó su Iglesia al entregar su propia Persona. Esto es fundamental: la verdad de la fe no brota de un texto, sino de un Ser vivo que es la Verdad en sí misma. Así lo proclama Él mismo con claridad: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14,6). Él no dice “yo tengo la verdad” ni “yo enseño la verdad” solamente, sino “yo soy la Verdad”. En términos metafísicos, esto significa que en Cristo se identifica el ser con la verdad, algo que solo puede afirmarse de Dios.

La Biblia, en cambio, aunque inspirada por Dios, no es Dios, ni es Cristo, sino testimonio escrito de la Revelación. La Palabra de Dios en sentido pleno es Cristo, el Logos eterno del Padre (cf. Juan 1,1–14), mientras que la Escritura es “palabra de Dios” en sentido instrumental: porque fue escrita por hombres inspirados, custodiada por la Iglesia, transmitida como testimonio de la fe viva. Negar esta distinción es confundir lo sustancial con lo accidental, lo eterno con lo temporal.

La sola Scriptura se derrumba porque no puede sostenerse sin la Iglesia.

Los protestantes afirman que “la Biblia es la única autoridad” (sola Scriptura). Pero la pregunta inevitable es: ¿Quién definió qué libros forman la Biblia? ¿Quién decidió que Mateo, Hechos, Romanos y Apocalipsis son inspirados, y no el Evangelio de Tomás o la carta de Bernabé? Esa decisión la tomó la Iglesia, en concilios como el de Hipona (393) y Cartago (397), ratificada por Roma. Por siglos, los cristianos no tuvieron una Biblia completa, y la fe se transmitía viva, por la predicación y la liturgia.

San Agustín lo expresa sin ambigüedad: “Yo no creería en el Evangelio si no me moviera a ello la autoridad de la Iglesia católica” (Contra epistulam Manichaei, 5,6). Esto muestra que la Escritura, aunque inspirada, necesita de una autoridad viva que la custodie, la canonice y la interprete con certeza. De lo contrario, queda sujeta a interpretaciones contradictorias, como sucede en el protestantismo, que ha generado miles de divisiones doctrinales en nombre de una misma Biblia.

Cristo fundó una Iglesia, no dejó una biblioteca.

Jesús no dijo: “Les dejaré un libro que cada quien interpretará”. Lo que dijo fue: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16,18). Y en el mismo pasaje: “Te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos” (Mt 16,19). Este poder, único, no fue dado a todos los discípulos, sino a Pedro, como fundamento visible de la unidad de la fe.

En Lucas 22,32, Jesús le dice a Pedro: “He rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos”. Esta promesa no fue hecha a todos, sino a Pedro en singular. ¿Qué sentido tendría si no fuera para establecer un principio de autoridad doctrinal? Cristo confió su doctrina a hombres, no a textos aislados. Y prometió estar con ellos: “El que a vosotros escucha, a mí me escucha; el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza” (Lucas 10,16).

Jesús actúa con autoridad divina, y esa autoridad sigue viva en su Iglesia.

La fe católica enseña que Cristo actúa en su Iglesia con la misma autoridad con la que enseñaba en Galilea y en el Templo. Por eso, rechazar la autoridad doctrinal de la Iglesia es negar la eficacia continua de Cristo en la historia. Si la Iglesia pudiera enseñar error al definir una verdad de fe o moral, entonces habría que decir que Cristo, quien prometió asistirla, permitió el error en su nombre, lo cual sería blasfemo. Él mismo prometió: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28,20). Esta promesa implica una asistencia efectiva, no solo moral, y asegura la fidelidad doctrinal de su Iglesia.

La sola fide es una mutilación de la fe completa.

Al igual que la sola Scriptura, la sola fide es otra afirmación sin fundamento. Santiago lo dice con claridad inapelable: “La fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma” (Santiago 2,17). Y un poco más adelante: “El hombre es justificado por las obras y no solo por la fe” (Santiago 2,24). Esta no es una interpretación católica tardía, es Escritura pura.

Jesús mismo enseña que las obras tienen peso eterno: “Tuve hambre y me disteis de comer… venid, benditos de mi Padre” (cf. Mateo 25,31-46). Nadie es salvado por haber creído solamente, sino por haber vivido conforme a esa fe: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre” (Mateo 7,21).

La enseñanza católica es clara: las obras no salvan por sí solas, pero la fe sin caridad es infecunda. Como enseña San Pablo: “Si tuviera toda la fe, de forma que trasladara montañas, pero no tengo amor, nada soy” (1 Corintios 13,2). La justificación, por tanto, es por la gracia, mediante la fe viva que obra por el amor (cf. Gálatas 5,6).

La Biblia es instrumento, no sustancia divina.

Desde la ontología, sabemos que una sustancia es lo que existe por sí; un accidente es lo que existe en otro. La Biblia, aunque sagrada, no es una sustancia divina, sino un instrumento usado por Dios y transmitido por la Iglesia. Cristo, en cambio, es el Verbo en sí mismo, Dios verdadero, sin mezcla de potencia ni error. Confundir ambos planos es como decir que una espada es igual que el guerrero. La Escritura, sin la Iglesia, es letra muerta: “La letra mata, el Espíritu da vida” (2 Corintios 3,6).

Ese Espíritu que da vida está en la Iglesia. San Ireneo lo afirmó en el siglo II: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia” (Adversus haereses III, 24,1). No hay Escritura viva sin Iglesia viva.

Fuera de la Iglesia no hay salvación porque fuera de Cristo no hay vida.

La expresión “fuera de la Iglesia no hay salvación” (extra Ecclesiam nulla salus) no es arrogancia, sino verdad teológica. La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo (cf. 1 Cor 12,27), y quien rechaza ese Cuerpo, rechaza a Cristo. El bautismo nos injerta en Él (cf. Romanos 6,3–5), y la comunión mantiene ese vínculo vital. No se puede estar unido a la Cabeza si se desprecia el Cuerpo.

Eso no significa que todo no católico esté condenado, pero sí que quien conoce la verdad de la Iglesia y la rechaza voluntariamente, se excluye de la salvación. Dios puede salvar por caminos extraordinarios, pero no salva por fuera de Cristo, y Cristo actúa visiblemente a través de su Iglesia.

Conclusión: sin la Iglesia no hay certeza, sin certeza no hay fe.

Los principios de sola Scriptura y sola fide no se sostienen ni bíblica ni filosóficamente. Niegan la necesidad de una autoridad visible, rechazan la plenitud de la fe viva, y acaban por hacer del cristianismo una experiencia individual, sin cuerpo, sin sacramentos, sin unidad. En cambio, la fe católica es la única que se ancla en el ser mismo de Cristo, que es la Verdad hecha carne, y que sigue obrando en su Iglesia hasta el fin del mundo.

Creemos, no porque lo hayamos inventado, sino porque la razón iluminada por la gracia reconoce que solo Cristo tiene palabras de vida eterna (cf. Juan 6,68), y que esas palabras siguen siendo proclamadas por la Iglesia que Él mismo fundó. Todo lo demás es fragmentación, error y confusión. Solo donde está Pedro, está la Iglesia. Y donde está la Iglesia, está la verdad.

Galo Guillermo Farfán Cano.

Laico de la Santa Romana Iglesia.

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