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 Opinión 

Por qué la Iglesia y el mundo no necesitan un Francisco, un Juan Pablo II o un Benedicto XVI, sino un Pío X, un Pío V o un León XIII
Por Galo Guillermo Farfán Cano, Laico de la Santa Romana Iglesia

Vivimos una época de profunda confusión espiritual. El relativismo, al que Benedicto XVI llamó con claridad “la dictadura del relativismo”, ha calado tan hondo en el alma de Occidente que la verdad se ha tornado opinable, la moral negociable y la fe irrelevante. En este contexto, muchos miran a la Iglesia como una institución que debe “adaptarse”, “abrirse”, “modernizarse” para no quedar relegada en el torbellino de los tiempos. Sin embargo, esta mirada olvida que la misión de la Iglesia no es ser popular ni contemporánea, sino ser fiel a Cristo y anunciar la verdad que salva.

Por eso, hoy más que nunca, la Iglesia no necesita pastores que dialoguen con el mundo sacrificando la claridad doctrinal, sino santos que, como Pío X, Pío V o León XIII, comprendieron que la verdadera caridad empieza en la verdad. No es falta de amor rechazar el error; es, por el contrario, una obra de misericordia advertir al pecador y corregir al extraviado.

La inclusión verdadera empieza por la conversión

El discurso de la “inclusión” es hoy un caballo de Troya que ha penetrado incluso en ambientes eclesiales. Pero ¿puede haber inclusión sin verdad? ¿Puede haber misericordia sin arrepentimiento? La inclusión auténtica, a la luz del Evangelio, no es la tolerancia del pecado, sino la apertura del corazón a la gracia que transforma. Jesús acoge, sí, pero acoge para sanar, y para sanar primero hay que reconocer la enfermedad.

Sin arrepentimiento, la misericordia se convierte en permisividad. Sin conversión, el perdón se trivializa. El Cristo que perdona es el mismo que dice a la mujer adúltera: “Vete, y no peques más”. La Iglesia traiciona su misión si ofrece consuelo sin llamada a la santidad.

Puertas abiertas desde la recta doctrina

Mucho se habla de “puertas abiertas” y de “crear puentes”. Pero esas puertas deben abrirse al Reino, no al relativismo. Y esos puentes deben llevar a la verdad, no a la confusión. La única inclusión que salva es la que introduce al hombre en la vida de gracia, y ello pasa por la predicación íntegra del Evangelio, sin mutilaciones ni edulcoraciones.

Pío X combatió el modernismo como “síntesis de todas las herejías” porque entendió que no se puede pactar con el error sin traicionar la verdad. Pío V reformó la Iglesia con espíritu de penitencia. León XIII tendió puentes entre fe y razón, entre Iglesia y mundo, sin ceder en lo esencial. Hoy, su ejemplo es urgente.

La Iglesia debe ser madre, no madrastra; guía, no rehén del mundo. Y sólo podrá serlo si se mantiene fiel a su Fundador, proclamando que el amor auténtico, el que salva, comienza con una invitación clara: “Convertíos y creed en el Evangelio”.

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