Non recedo, quia credidi

 Reflexión

No me aparto, porque he creído. No porque haya sido fiel, sino porque he creído. Y en esa fe, a pesar de mis traiciones, de mi tibieza, de mi miseria, permanezco. Porque Aquel que me amó primero no se ha apartado, y su Cruz sigue llamando incluso cuando ya no hay palabras que justificar, solo lágrimas que confesar.

Y en esa fe, a pesar de mis traiciones, de mi tibieza, de mi miseria, permanezco. Porque Aquel que me amó primero no se ha apartado, y su Cruz sigue llamando incluso cuando ya no hay palabras que justificar, solo lágrimas que confesar.

No sé cómo explicar esta pena que no es del mundo, esta pena que no duele por el castigo ni por el escándalo, sino por haber fallado al que me amó primero. Es un dolor que no nace de la carne, sino del alma. Que no llora porque perdió un placer, sino porque perdió un instante de fidelidad.

Hay algo en el relato de la Pasión que atraviesa el alma cuando uno se ha visto de rodillas no por elección, cuando se cae porque ya no se puede sostener la apariencia, cuando no queda más que el vacío y la certeza de que lo herido no fue solo uno mismo, sino Aquel que es todo. Cuando se lee el Evangelio, no se lo lee como historia sagrada solamente, sino como la historia personal, familiar, lo que pasaron los ancestros. Se lo lee como quien escucha la voz de alguien que lo conoce por dentro y le dice, aun así:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Eso me conmueve más que cualquier juicio. Porque sé que lo que hice lo sabía, y aun así, Él no desiste.

Cuando se cae una y otra vez, no es la vergüenza lo que más pesa, sino la mirada de Aquel que ya había visto esa caída y, sin embargo, dijo: “Tú sígueme”. Y uno sigue, a veces tambaleando, a veces temiendo, pero sigue, porque hay una verdad en esa voz que no permite volver atrás. Como Pedro después de su negación, uno llora con amargura, no por el qué dirán, sino porque la mirada del Maestro sigue allí, sin reproche, pero con dolor.

La escena del Calvario no se puede leer como quien lee una novela. Uno se detiene, tiembla, baja la cabeza y entiende: “Esto fue por mí”. No como consigna, no como moralina, sino como realidad ontológica. La cruz no fue símbolo, fue sangre, fue madera, fue clavos, fue oscuridad, fue abandono. Y entre todo eso, una palabra que me desarma: “Tengo sed”.

No hay reproche más grande que esa sed. No de agua. De amor. Sed del alma que no regresa. Sed de fidelidad que no llega. Sed del hijo que no responde.

Yo sé lo que es clamar desde el fondo del alma y no sentir respuesta. Pero Él también lo supo. Él también gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Y lo gritó no por desesperación, sino para tomar nuestra desesperación y redimirla.

"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Esa frase —tan breve, tan honda— no nace del capricho ni del temor teatral. Es el clamor último del Hijo, que en cuanto hombre verdadero, asume hasta el extremo el drama de la condición humana. El miedo, el abandono, el frío de la muerte, no le son ajenos. El que es vida, experimenta la sombra de la muerte. El que es luz, permite que lo envuelva la noche. El que habita desde siempre en la gloria del Padre, se deja sumergir en la angustia de los mortales. No por obligación. Por amor. Ese grito, que retumba más allá de los oídos, no es signo de debilidad. Es el eco del designio eterno, la expresión de una humanidad asumida sin reservas. Cristo no finge dolor. No simula la pena. Él, en su naturaleza humana, conoce el miedo, y ese miedo es legítimo. Es la voz de todos los Adanes caídos. Es la voz de cada alma que alguna vez ha sentido que el cielo se cerraba.

Y en ese momento, en esa hora que marca el centro del tiempo, ocurre algo que el mundo no puede comprender, pero que el alma intuye: se estremece la tierra, el velo del Templo se rasga de arriba abajo, y el lugar santo queda expuesto. No es solo un temblor. Es el estremecimiento del cosmos ante el acto supremo del Amor. Es la reacción del universo ante la muerte del Unigénito. La misma creación que gime desde el pecado original tiembla cuando su Creador muere en una cruz.

El velo no se rompe por accidente. Se rasga por juicio. Se abre porque la Presencia —la Shekiná— ya no está allí. El Espíritu abandona el Templo. El Padre retira su gloria del recinto donde antes habitó. El verdadero sacrificio está ahora fuera de los muros, colgado de un madero, con los brazos extendidos. El altar ya no está en Jerusalén. El altar es el Gólgota.

Y sin embargo, Israel no ve. Israel se aferra al rito, al legalismo, al cumplimiento exterior. El Pueblo elegido, que debió reconocer al Cordero, se convierte en el que lo entrega. No es Roma quien condena. Es el Sanedrín. Es el pueblo de la promesa el que rechaza al Prometido. Y Pilato, que representa al poder del mundo, declara: “No hallo en él culpa alguna”, y aun así, se lava las manos. La autoridad romana ejecuta, pero es la autoridad religiosa la que exige la pena. Y en ese clamor —“¡Crucifícalo!”— resuena el eco del Antiguo Testamento: el sacrificio debía ser perfecto, sin mancha, y hallado culpable por los hombres para ser ofrecido en reparación.

Y allí, en lo alto, mientras el mundo lo desprecia, Pilato manda a escribir: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. Y cuando le piden: “No escribas ‘Rey de los Judíos’, sino ‘Éste dijo: soy rey de los judíos’”, responde sin saber que está cumpliendo la profecía: “Lo escrito, escrito está”. El primer Evangelio se proclama no por un apóstol, sino por un pagano. Por aquel que, sin fe, atestigua la verdad: el Crucificado es Rey.

Todo esto no son símbolos. Son hechos. Son realidades históricas cargadas de una verdad teológica inabarcable. Son el drama del pecado y la misericordia encontrados en un punto definitivo: la cruz. La cruz no es tragedia. Es liturgia. Es juicio y misericordia. Es justicia y ternura. Es dolor y redención.

Y lo más desconcertante es que el Padre no lo impide. Que el Hijo no lo evita. Que el Espíritu no lo retira. Porque en esa hora, el cielo y la tierra se tocan. Porque allí, el hombre viejo muere con el Hombre-Dios, y nace la nueva creación.

“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.”

"El que no me ama no guarda mis palabras”.

Y pese a todo, cuando vuelvo, Él está.

No con reproches.

Con esas palabras que son cuchillo y bálsamo al mismo tiempo:

“Nadie te ha condenado… Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más.”

¿Qué hago defendiendo la Verdad, si tantas veces la he envilecido con mi vida?

“Aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré”.

Y lo dijo convencido. Lo dijo de verdad. Como yo he dicho tantas veces: “ya no más, ahora sí”. Y después… la caída.

Apacienta mis ovejas”.

He sido desobediente, pero no dejo de buscar.

He traicionado, pero no dejo de amar.

Porque si algo tengo claro, es esto: que Cristo murió también por los que como yo no terminamos de levantarnos nunca del todo.

No se puede leer esto sin temblor, sin quebrarse por dentro. Porque esas palabras no son abstractas. No son poesía mística. Son verdad encarnada. Y  acusan, miran, desnudan. ¿Qué he hecho con su palabra? ¿Qué he hecho con ese amor? ¿Dónde está la morada que Él quiso hacer en mí?

Hay un tipo de dolor que el mundo no entiende: el dolor de la traición al Amor. No al amor humano —ese que también hiere— sino al Amor perfecto, sin sombra, sin engaño, sin interés. El dolor de mirar la cruz no como espectador, sino como causa. No solo lo crucificaron ellos. Yo también lo hice. Y lo sigo haciendo. No solo fue el pueblo de entonces, ni los clavos, ni la lanza, ni el odio de los fariseos. Fui yo, cada vez que sabiendo quién es, lo niego. Cada vez que pudiendo elegirlo, lo rechazo.

Ese es el dolor que no deja dormir, que no permite justificar ni endulzar el pasado. Es el dolor de haberlo conocido, de haber sentido su mirada, de haber probado su perdón, y aun así… seguir cayendo. Y cada caída no es solo caída mía. Es otra espina. Otro escupitajo. Otro azote.

Y el cielo no lo defiende. El cielo guarda silencio. No porque haya abandonado, sino porque es la hora del juicio. Es la hora en que el Hijo se ofrece. En que se deja quebrar para que yo tenga una oportunidad de redimirme.

Y la tierra tiembla, sí, no por el acto físico, sino por el clamor del alma que muere. Dios hecho hombre suelta el último suspiro. Y lo hace por mí. No por una humanidad lejana. Por mí. Por este pecador terco. Por este corazón que no termina de rendirse.

Ese estremecimiento cósmico no es teatro divino. Es la protesta de la creación. Es la voz del universo que gime porque su Señor ha sido asesinado por sus criaturas. Y yo, yo he sido parte de esas criaturas. No en la superficie. En el fondo.

Y aún así… aún así no me destruye. Me deja vivir. Me deja regresar. Me deja, incluso, hablar de Él.

¿Quién ama así?

¿Quién deja que lo sigan crucificando con cada comunión indigna, con cada liturgia profanada, con cada predicación vacía, con cada egoísmo vestido de virtud?

Hay una herida que no se cura con tiempo ni con olvido: la herida del mal testimonio. Esa que no se ve por fuera, pero arde por dentro. Esa que no da vergüenza por el qué dirán, sino por lo que uno le ha hecho al Nombre que ama.

¿Qué hago yo hablando de Dios, si tantas veces lo he negado con mis actos?

Y sin embargo, aquí estoy. No porque me crea digno, sino porque ya no puedo vivir sin Él. Porque aun en medio de mi miseria, algo de su luz me sigue llamando. Porque no soy yo quien lo sostiene a Él, sino Él quien me sostiene a mí.

Es San Pedro llorando amargamente, no solo por haberlo negado, sino por haberlo hecho después de haberle jurado amor eterno.

Pedro cayó. Y sin embargo, Cristo no le retiró el amor. Le confió su Iglesia.

Es que así es el corazón del Señor: conoce nuestras traiciones, y aun así nos confía su rebaño. No por lo que somos, sino por lo que Él puede hacer en nosotros.

Y esa confianza duele. Porque uno sabe que no la merece. Porque uno sabe que ha profanado su gracia. Que ha llevado su Nombre en vano. Que ha sido escándalo más de una vez. Que su testimonio ha sido un antitestimonio.

Y, sin embargo, sigue diciendo: “sígueme”.

Yo no quiero justificarme. No quiero usar mi miseria como bandera. No quiero hacer de mis heridas una excusa para abandonar la ley. Al contrario. Mi miseria me acusa. Me obliga. Me reclama. Me recuerda que la santidad no es lujo de perfectos, sino deber de redimidos.

He pecado, sí. Pero no dejo de creer.

No un amor tibio, no un amor utilitario. Un amor dolido. Un amor que sabe que no merece respuesta, pero que la ha recibido. Que no merece perdón, pero que lo ha sido. Y por eso tiembla. Y por eso calla. Y por eso escribe.

Porque no puedo callar lo que me quema por dentro.

Porque a pesar de todo —de mí mismo, de mis caídas, de mis claudicaciones— yo sigo creyendo.

Y que si Él me espera, ¿quién soy yo para no seguir caminando hacia Él?

Hay un momento en que el alma, tocada por el peso del Evangelio, no puede más que rendirse. No por debilidad, sino por claridad. Porque la verdad no humilla, revela. Y cuando uno ve el misterio de la cruz no como un símbolo, sino como una realidad que le atraviesa, se entiende por qué la tierra tembló, por qué el velo del Templo se rasgó, por qué el cielo guardó silencio. No fue simplemente la muerte de un justo. Fue el momento en que el Creador asumió, en su humanidad real, la herida de su criatura. No como espectador, sino como víctima. Y lo hizo por amor, ese amor que no es emoción ni consuelo, sino voluntad de entrega, deseo de redención.

Cristo, en cuanto hombre verdadero, sintió el miedo, el abandono, el dolor. No lo simuló. Lo vivió. Y ese temor que experimentó en Getsemaní, ese “mi alma está triste hasta la muerte”, no es teatro sagrado. Es testimonio de que el Verbo asumió no solo nuestra carne, sino nuestras angustias. Y ese sentimiento —porque sí, hay sentimiento legítimo y santo— no fue debilidad, fue obediencia. Fue decisión. Fue la voluntad unida al amor. Fue el sí que Adán no supo decir. Fue la humanidad redimida desde dentro.

Y es ahí, precisamente ahí, donde se entiende el estremecimiento de la tierra. La creación misma, la que había gemido desde la caída, reconoce que ha llegado el momento esperado: el sacrificio perfecto, el Cordero sin mancha. La Shekiná abandona el Templo, porque la verdadera Presencia ya no está encerrada tras un velo, sino expuesta en un madero. El Espíritu Santo, que había habitado en la sombra de lo sagrado, ahora irrumpe fuera, para hacer nuevas todas las cosas.

Pero el pueblo no lo ve. Se aferra a los ritos, a la letra, al cumplimiento exterior. Y lo que debía ser cumplimiento de la promesa, se convierte en negación del Prometido. Pilato, que no entiende nada, dice una verdad más profunda que sus palabras: “Lo escrito, escrito está”. El Evangelio se proclama no desde el púlpito, sino desde una cruz, por un letrero. Jesús, el Nazareno, Rey de los judíos. Y no porque lo dijera. Porque lo es. Rey, no solo del pueblo, sino del cosmos. Rey, no por aplastar, sino por entregarse.

La Iglesia nace allí. No en Pentecostés, sino en el costado abierto. De la sangre y el agua, como del costado de Adán, brota la Esposa. Y por eso María está al pie de la cruz. Porque ella es la Mujer, la del Génesis y la del Apocalipsis. La que aplasta la cabeza de la serpiente, no por su fuerza, sino por su obediencia. La que se convierte en Madre no solo del Mesías, sino de todos los que en Él creen. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. “Hijo, ahí tienes a tu madre”. Y en ese momento, la profecía se cumple. El Nuevo Pueblo nace. La Iglesia es fundada. No sobre discursos, sino sobre la sangre del Testigo fiel.

No es teatro. Es teología viva. Es el designio eterno de Dios hecho historia. Y por eso no es posible mirar la cruz con indiferencia. No es posible ver al Cristo crucificado sin reconocerse, sin saberse implicado. Porque cada uno de nosotros ha tenido su parte en esa lanza, en esos clavos, en esa corona. No por dramatismo, sino por verdad. Porque el pecado no es un concepto. Es una herida. Y esa herida se cura solo con sangre.

El cristianismo no se basa en emociones. Pero no anula el sentimiento. El alma humana no puede contemplar la Pasión sin estremecerse. Pero ese estremecimiento no es sensiblería. Es conocimiento. Es el temblor santo de quien se sabe amado más allá de toda medida. Y ese conocimiento mueve la voluntad. La arrastra. La eleva. La purifica.

Porque sí, he fallado. He caído. He sido causa de su dolor. Pero no quiero justificarme. No quiero excusarme. Quiero convertirme. Quiero amar mejor. Quiero que cada herida, cada desobediencia, cada pecado que aún me atormenta, se vuelva motivo de arrepentimiento, no de cinismo. Porque si algo he entendido en el silencio del Calvario es que no hay pecado mayor que la desesperanza.

La Iglesia no está formada por perfectos. Está formada por redimidos. Por los que, como Pedro, lloran fuera del patio después de haber negado. Por los que, como Juan, regresan al pie de la cruz aunque antes hayan huido. Por los que, como Magdalena, corren al sepulcro con el alma rota. Por los que, como Tomás, dudan… pero al ver las llagas, se rinden: “Señor mío y Dios mío”.

Ese es el testimonio. No el del que nunca cae, sino del que cae y se levanta. Y por eso la tumba vacía lo cambia todo. Porque si el cuerpo no está allí, entonces la muerte fue vencida. Entonces la cruz fue victoria. Entonces el dolor tuvo sentido. Entonces la historia tiene redención.

Pedro y Juan corren al sepulcro. Juan llega primero, pero espera. Pedro entra primero. Y entonces Juan entra, y cree. No porque vea al Resucitado. Sino porque ve los lienzos. Porque la fe no es sólo una evidencia, es una interpretación del signo. Y Juan, el discípulo amado, entiende lo que no todos entienden: “Vio y creyó”.

Esa tumba vacía es el inicio de todo. No hay cuerpo. No hay fraude. No hay robo. Nadie deja los lienzos perfectamente doblados si quiere fingir un robo. Lo que hay es una promesa cumplida. Una historia real que supera toda imaginación. Una verdad que arde en el corazón y que no se puede callar.

Y yo estoy aquí. Con mis contradicciones. Con mi historia llena de giros. Con mis lágrimas y mis caídas. Pero con una certeza que no me deja: Cristo ha resucitado. No como consigna. Como realidad.

Por eso la Iglesia subsiste. Por eso ha resistido persecuciones, escándalos, apostasías, abusos, traiciones. Porque no se sostiene en los hombres. Se sostiene en el Resucitado. Y cada vez que caemos, cada vez que el testimonio de algunos oscurece la luz, esa luz vuelve a brillar. Porque no es humana. Porque viene de Él.

Y aunque me acusan, y aunque a veces tienen razón, yo no me aparto. Porque mi fe no está puesta en mí. Está puesta en Aquel que murió y resucitó por mí. Y mientras me dé tiempo, mientras me deje respirar, seguiré diciendo: “Tú sabes que te amo”. No con orgullo. Con temblor. Con humildad. Con la certeza de que aunque no soy digno, Él me llama.

Hay algo que no se comprende con facilidad, porque solo el alma quebrada puede vislumbrarlo: Dios se sintió abandonado. No es que lo estuviera. Es que el Hijo, en su humanidad verdadera, ya no percibía al Padre. Lo buscaba en todo: en el cielo que se oscurecía, en la tierra que temblaba, en el silencio que envolvía el Gólgota. Pero no lo hallaba. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Ese grito no es simple cumplimiento de un salmo, es el eco desgarrador de la noche del espíritu. La noche más oscura, más absoluta, más imposible de imaginar. La noche en que el Hijo, hecho hombre, no siente al Padre. Y eso, eso era necesario.

Porque solo así, solo en esa noche espesa e infranqueable, el dolor humano era plenamente asumido. Dios, que lo sabe todo, que conoce cada fibra del corazón humano, no podía conocer el dolor como experiencia, sino como concepto. Pero en la Encarnación, el Verbo eterno asumió también el dolor. Y en la cruz, lo bebió hasta el fondo. Por eso decimos que la cruz es el misterio de nuestra fe. Porque allí, en esa hora, Dios experimentó la ausencia de Dios. La divinidad, una en esencia y trina en personas, permitió que en la humanidad de Cristo se sintiera el abismo que separa a la criatura caída del Creador.

Él, que en el desierto conoció la noche de la carne, en el Gólgota conoce la noche del alma. No hay consuelo. No hay palabra. No hay presencia sensible. Solo queda la obediencia. Solo queda la fidelidad. Y aún así, con la garganta desgarrada, con la sangre agotada, con el corazón abierto, dice: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Porque la confianza no es un sentimiento. Es una decisión. Porque la fe no es una emoción. Es un acto de voluntad. Y en ese momento, cuando todo parece perdido, el Hijo entrega su espíritu. Porque todo se ha cumplido.

“Todo está cumplido.”

El pacto ha sido sellado. La deuda, saldada. La copa, bebida. Esa copa que suplicó no beber, si era posible, pero que bebió hasta el fondo por amor. Esa es la copa de la redención. Pero no es la última. Porque hay una copa escatológica que aún resta. La copa del juicio final. Aquella que el mismo Cristo beberá, glorificado por el Padre, al final de los tiempos. Porque su Pascua no fue solo la victoria sobre el pecado, sino la apertura del tiempo escatológico. Desde entonces, vivimos los últimos días. Los días de la espera. Los días en que Él está sentado a la derecha del Padre, ofreciendo perpetuamente su sacrificio.

Por eso la Eucaristía no es memoria muerta, ni simple cena simbólica. Es el sacrificio perpetuo, el memorial vivo de la cruz. Desde que el sol sale hasta su ocaso, se ofrece a Dios el sacrificio puro. Por eso hay crucifijos en las casas cristianas. Por eso hay un crucifijo sobre el altar. No porque adoremos al dolor, sino porque ahí está la fuente de toda esperanza. Porque desde la herida brota la vida. Porque desde la muerte nace la resurrección.

Y es que Cristo no fue ejecutado como culpable. Fue declarado inocente. Lo dice Pilato, lo intuye su esposa, lo confiesa el centurión. Pero aun así, fue entregado. Porque así debía ser. El pueblo del antiguo pacto eligió como cuchillo de sacrificio al brazo del imperio. Pero la voluntad sacrificial vino de dentro. Fue el sumo sacerdote quien lo declaró digno de muerte. Y fue el pueblo quien clamó: “Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Y así se dio cumplimiento a la ley. No a la letra muerta, sino a la promesa viva.

Porque en la Pascua judía, el cordero no era ofrecido por el sacerdote, sino por el padre de familia. Era él quien contaba la historia, quien dirigía el rito, quien ofrecía la víctima. Y ahora, en el nuevo y eterno sacrificio, es Roma —el poder universal, el pater familias de las naciones— quien sacrifica al Cordero. Pero lo hace bajo orden del pueblo de la promesa, que no comprendió que el Mesías no venía con espada, sino con cruz.

Y en ese sacrificio, se cumple todo. El templo ya no tiene sentido. El velo rasgado lo grita. El altar ya no está en Jerusalén. Está en el Calvario. Y de ese altar brota la Iglesia. Porque del costado abierto de Cristo nace el nuevo pueblo. Un pueblo ya no regido por la ley mosaica, sino por la ley nueva. Por la gracia. Por el amor que se entrega hasta el fin.

“Este es mi cuerpo, entregado por ustedes.”

“Esta es mi sangre, sangre de la nueva alianza.”

No hay otra fe que contenga este misterio. Ninguna otra religión contempla a Dios herido por amor. Ninguna otra doctrina se atreve a decir que el Creador se dejó crucificar por su criatura. Por eso el cristianismo no es solo la religión verdadera. Es la única que responde al drama del hombre. Porque no ofrece consuelos baratos, ni evasiones espirituales. Ofrece una cruz. Ofrece una tumba vacía. Y ofrece un sepulcro que no retuvo a su Señor.

Por eso no estamos atados a la Antigua Alianza. Porque Cristo ha hecho nuevas todas las cosas. La ley se ha cumplido. El Mesías ha venido. La redención ha sido consumada. Y todo lo que resta ahora es caminar con Él, bajo su gracia, hacia el día final.

Cuando decimos “misterio de fe”, no repetimos un eslogan. Proclamamos lo que sostiene al universo: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús.” Esa es la fe que nos salva. La que nos juzgará. La que nos resucitará.

Y si alguien quiere entender el corazón de la Iglesia, que mire la cruz. Que contemple ese cuerpo exánime, ese rostro golpeado, ese costado traspasado. Y que diga, como Tomás: “Señor mío y Dios mío.”

Porque desde esa muerte nace mi vida.

Desde ese silencio brota mi voz.

Desde esa oscuridad nace mi esperanza.

Y si Él lo ha hecho todo, ¿qué puedo yo hacer sino vivir para responderle?

Hay una urgencia callada que late en el alma cuando uno termina de mirar la cruz y se reconoce en quienes gritaron ¡Crucifícalo!, en quienes huyeron, en quienes callaron. Una urgencia que no nace del miedo, sino del peso de la verdad. Porque si eso fue por mí —si fue por amor a mí que Él cargó el madero, que bebió la copa, que fue abandonado por el Padre para que yo no lo sea—, entonces yo no puedo seguir viviendo como si no lo supiera.

Yo no puedo seguir rezando como si Él fuera un siervo que espera mis mandatos, un genio de lámpara al que se le frota la oración para pedirle favores. No, eso es no haber entendido nada. Cristo no vino a conceder deseos, vino a salvarnos del pecado y de nosotros mismos. Y para eso, tuvo que someterse a las humillaciones más hondas. No solo físicas. Ontológicas. El Hijo eterno, la Segunda Persona de la Trinidad, ya no siente al Padre. En la cruz no hay solo clavos y látigos. Hay un silencio dentro de Dios.

Y ese silencio, esa ausencia, esa noche del alma, no es porque Dios haya cambiado. Es porque quiso sentir lo que sentimos nosotros cuando nos alejamos. Quiso, por puro amor, vivir el abandono. Y así, el dolor entró en Dios por medio del Hijo. El único lugar donde la omnisciencia no era suficiente. Porque saber lo que es el dolor no es igual que haberlo vivido. Solo en la Encarnación, el Dios eterno sufre en el tiempo. Solo en la cruz, el Omnipotente tiembla. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. No lo dice con certeza teórica. Lo dice con la fe desgarrada del que ha confiado hasta el extremo.

Por eso es absurdo pensar que la fe cristiana es solo consuelo de débiles. No hay nada más exigente que mirar a un Dios que muere por ti y que aún así, no te obliga a responderle. Todo está cumplido, sí. Pero tú y yo aún no. La cruz sigue hablando, y lo hace cada vez que nos sentimos demasiado indignos para volver a Él. Cada vez que decimos “¿para qué confesarme si voy a volver a caer?” Cada vez que el pecado se repite y la vergüenza nos encierra.

Y sin embargo… hay que volver. Aunque sea arrastrándose. Aunque sea con la cara en tierra. Porque la confesión no es premio para los que han vencido, sino fuerza para los que siguen cayendo. Cristo no nos pide que no caigamos nunca. Nos pide que no dejemos de levantarnos. Esa es la lucha de la fe. No la de los perfectos, sino la de los que, heridos, siguen caminando hacia el Amor que no se retracta.

Hoy más que nunca, en este mundo sucio y apóstata que llama bien al mal y mal al bien, necesitamos recuperar la memoria del Calvario. No como algo simbólico, sino como realidad actual. Porque el sacrificio del Gólgota no pasó. Permanece. Se actualiza. Se ofrece cada día, en cada altar, en cada misa. Esa es la fe católica. Y por eso la misa no puede ser convertida en espectáculo. No es una cena. No es un banquete emocional. Es la renovación incruenta del sacrificio de Cristo. Y si no lo ves así, no lo has entendido.

Por eso hay urgencia. Porque nos hemos olvidado de lo esencial. Porque buscamos iglesias que nos hagan sentir cómodos, en lugar de lugares donde podamos arrodillarnos de verdad. Porque hablamos de inclusión como si la Iglesia fuera un club, y no el Cuerpo Místico del Crucificado. Porque pedimos milagros sin querer convertirnos. Porque predicamos la tolerancia, pero no vivimos la obediencia.

Hay esperanza, sí. Pero una esperanza que hiere. Porque no nos deja justificar nuestra tibieza. Una esperanza que duele porque no se basa en nuestras fuerzas, sino en la promesa de Aquel que ya cumplió todo. Esa esperanza no dice: “todo está bien”. Dice: todo puede ser redimido.

Y es ese dolor —el de haberlo fallado— el que nos empuja a cambiar. No el castigo. No el miedo. La herida de haberlo negado una y otra vez, y aun así ser amado. Esa herida que se abre cuando se ve a María al pie de la cruz, cumpliendo la profecía. La Mujer. Aquella cuya simiente —la Iglesia— aplastará la cabeza de la serpiente. Esa Mujer que no huyó. Que estuvo ahí. Y que ahora, como Madre, nos recibe una y otra vez cuando creemos que ya no hay vuelta atrás.

Todo esto es lo que olvida el mundo cuando se burla de la fe. Cuando nos tacha de arcaicos, de dogmáticos, de fanáticos. No saben lo que cuesta creer. No saben lo que cuesta vivir como redimido cuando uno sigue cayendo. No saben que la cruz, lejos de ser escape, es batalla. Que el Evangelio no es opio, sino espada. Que el católico que de verdad ha mirado al Crucificado no busca excusas, busca la salvación.

Y en esta Pascua, no puedo sino escribir con lágrimas lo que mi boca tantas veces no ha sabido decir: Cristo ha resucitado, sí, pero no sin antes haber muerto de amor por mí. Y esa muerte no fue poética. Fue real. Y esa resurrección no es mito. Es esperanza con nombre y rostro. Con llagas. Con historia.

Si hoy te sientes indigno de volver, vuelve. Si sientes que no mereces el perdón, confiésate. Si crees que tus caídas te descalifican, recuerda: Pedro cayó. Y fue elegido. Tomás dudó. Y fue iluminado. Pablo persiguió. Y fue llamado. La Iglesia no es club de perfectos. Es casa de redimidos. De redimidos que aún se están purificando. Que aún tropiezan. Que aún claman: Señor, ten piedad.

Sí, todos debemos cambiar. Todos los días. Porque todos pecamos. Y solo el que se sabe débil se aferra con fuerza al que puede salvarlo. No es orgullo lo que me hace escribir. Es necesidad. Es urgencia. Es consuelo. Es amor dolido. Y es fe, aún herida, pero viva.

Porque aunque yo lo he negado con mis hechos, Él no me ha negado con los suyos.

Y por eso, por eso sigo creyendo.

No tengo ya palabras que no estén heridas. He pensado mucho, he sentido demasiado. He creído con la fuerza de la inteligencia, he caído con la fragilidad de la carne, he amado con un corazón dividido y sin embargo —y por eso mismo— permanezco. No porque yo sostenga la fe, sino porque la fe, de algún modo que no alcanzo a explicar, me ha sostenido a mí.

No hay orgullo en esta confesión. Solo vergüenza agradecida. Porque si algo ha quedado claro, es que no se trata de mis méritos, ni de mi virtud, ni de mi constancia. Se trata de la fidelidad de Dios. La fidelidad del que no me deja aunque yo lo haya dejado tantas veces. La fidelidad del que no se retracta, aunque yo haya desmentido con mi vida todo lo que he dicho con mi boca.

He pecado. Y no poco. He fallado donde debía haber sido testimonio. He traicionado la gracia. He vivido como si no creyera en lo que proclamo. Pero no he dejado de creer. No he dejado de pensar. No he dejado de llorar cuando leo el Evangelio y veo allí mi nombre, no entre los santos, sino entre los que huyen, entre los que niegan, entre los que clavan los clavos y gritan: “¡Crucifícalo!”.

No lo digo por falsa humildad. Lo digo porque he visto lo que soy cuando no estoy unido a Él. Y eso me basta para callar, para dejar de justificarme, para dejar de culpar al mundo, a la historia, a las heridas. Porque el verdadero drama no es haber caído. El verdadero drama es seguir cayendo y no volver. Es resignarse al barro cuando se ha conocido el fuego.

Por eso, este testimonio no es una autodefensa. Es un colapso voluntario de toda soberbia. Es una confesión que no busca excusa, sino redención. Porque lo que pasó en la Cruz —la Pasión, el abandono, el grito— no fue solo un evento del pasado. Fue el centro del tiempo. Fue el centro de mi historia. Fue allí donde el pecado del mundo me incluyó. Fue allí donde el Dios que no puede sufrir, sufrió por mí. Fue allí donde el Hijo —Dios verdadero y hombre verdadero— gritó desde el corazón del dolor, no para sí, sino por mí:

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.”

Y yo lo sabía. Eso es lo que más duele. Que lo sabía. Que lo sé. Que lo sabré cada vez que vuelva a pecar. Que en cada caída, el madero se hace más pesado, el silencio del cielo más largo, el rostro de Cristo más herido.

Y aún así, aún así… Él no se aleja.

No se aleja, aunque yo me aparte. No se olvida, aunque yo olvide. No retira su amor, aunque yo haya comerciado con el mío.

Por eso, esta conclusión no es un cierre. Es un eco. Es la resonancia última de un corazón que ha pasado por las brasas de la culpa, por el frío de la duda, por la herida de la incoherencia, pero que ha salido, no ileso, sino iluminado. Marcado por la cruz, no como bandera, sino como realidad.

Porque al final, la fe no es un refugio emocional. No es una forma de sentir bonito, ni un sostén para días tristes. Es una decisión que involucra la razón, que exige la voluntad, que atraviesa los sentimientos sin dejarse arrastrar por ellos. Es una forma de vivir, de morir, de levantarse otra vez.

Y si hoy puedo hablar, si hoy puedo escribir, si hoy puedo mirar el crucifijo sin huir de Él, es porque su sangre sigue cayendo sobre mí, no como condena, sino como promesa. Esa sangre que fue declarada maldición por los hombres —“Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”— ha sido para mí salvación. Ha sido mi única posibilidad.

Porque en Él, la justicia no anula la misericordia. Porque en Él, la ley encuentra su cumplimiento y su superación. Porque en Él, mi alma —tan pobre, tan lenta, tan dividida— ha hallado la única verdad que puede abrazarse sin miedo: que Dios es amor. No un amor blando, no un amor indulgente, no un amor manipulable. Un amor que se da hasta el extremo, que se deja traspasar, que muere para salvar.

Y en ese amor he aprendido que mi cruz —mis caídas, mis pecados, mis contradicciones— no son obstáculo definitivo. Que mientras respire, hay tiempo. Que mientras la Eucaristía se celebre, hay esperanza. Que mientras la Iglesia siga siendo madre, puedo volver.

Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo.”

No es promesa de consuelo fácil. Es certeza para el combate. Es garantía en la tormenta. Es la voz del que no abandona la barca aunque duerma en medio del oleaje. Y si Él está, ¿quién soy yo para soltar el timón? ¿Quién soy yo para dejarme ahogar por el cansancio, por la vergüenza, por el qué dirán?

No, no me glorío de mi pecado. No lo exhibo como mérito. Lo reconozco como herida, como fracaso, como prueba viva de que sin Él no soy más que polvo, que ruina, que excusa.

Pero también como prueba de que con Él, incluso mi miseria puede ser instrumento de gracia. Que mi voz —temblorosa, sucia, rota— puede servir para que otro alma despierte, se mire, se duela, se levante.

Y si eso ocurre, si al menos un alma más vuelve a casa, entonces todo este grito, todo este desvelo, toda esta sangre que arde por dentro, habrá tenido sentido.

No porque yo lo haya escrito, sino, porque Tú, Señor, lo permites.

Porque sigues esperando.

Porque sigues amando.

Porque sigues salvando.

Y eso, eso basta.

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