Los debates con Protestantes
Mí posición sobre la rigidez intelectual de protestantes en debates.
La experiencia de enfrentar debates sobre verdades trascendentes resulta especialmente reveladora. Muchas veces el diálogo debería constituir un medio enriquecedor en búsqueda conjunta de la verdad. Sin embargo, con frecuencia, la realidad muestra un escenario muy distinto. Es común observar que ciertos interlocutores, particularmente quienes profesan ciertas formas distorsionadas del cristianismo o posiciones doctrinales simplificadas, están inmersos en un cerrado círculo argumentativo del que no quieren ni pueden salir. No se trata únicamente de que no comprendan una verdad específica, ni que carezcan de la inteligencia o de los recursos intelectuales para ello; en muchos casos, la razón fundamental es que no buscan comprender genuinamente, sino exclusivamente ganar.
Esta actitud se manifiesta en un deseo profundo por prevalecer en la argumentación. Más que comprender, desean imponer; más que explorar, desean dominar. Esta dinámica reduce los debates teológicos y filosóficos, tan necesarios en nuestra sociedad contemporánea, a simples luchas dialécticas desprovistas de profundidad, amor por la verdad o apertura a la razón. Tal reducción es especialmente trágica cuando el debate gira en torno a verdades esenciales, fundamentales y eternas, como aquellas que definen la doctrina católica.
La doctrina católica posee una base filosófica sólida y profundamente estructurada que históricamente ha servido a la teología para explicar y defender su visión del mundo y de Dios. Específicamente, la tradición filosófica católica ha construido su pensamiento sobre una sólida base realista y objetivista, iniciada ya desde Aristóteles, pasando por San Agustín y alcanzando su plena madurez en la obra monumental de Santo Tomás de Aquino. Esta filosofía sostiene una postura clara y contundente: la realidad es objetivamente cognoscible; existe una verdad absoluta, independiente de los sujetos que la perciben, y la razón humana, aunque limitada, es capaz de acceder, progresivamente y con esfuerzo, a dicha verdad.
Desde esta visión filosófica realista, la doctrina católica postula con rotundidad un axioma central e indispensable: "Christus est Deus, Deus est veritatem, ergo Christus est Veritas" (“Cristo es Dios, Dios es la Verdad, por tanto, Cristo es la Verdad”). Esta formulación no es un juego lingüístico ni una metáfora poética, sino una afirmación filosófica profunda y radicalmente objetiva sobre la esencia misma de Dios, de la realidad, y de la naturaleza del ser humano como buscador incansable de la verdad.
Precisamente de esta afirmación fundamental se deriva la comprensión católica sobre verdades de fe que son esenciales y constituyen dogmas trascendentes, tales como la maternidad divina de María, la unión hipostática en Cristo, la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y la confesión sacramental ante un sacerdote debidamente ordenado. Todas estas verdades no son simples especulaciones humanas ni opiniones subjetivas, sino verdades reveladas, firmemente arraigadas en la Escritura, profundamente meditadas en la tradición patrística y claramente sistematizadas en la teología escolástica.
Cuando quienes debaten contra estas verdades dogmáticas se niegan obstinadamente a aceptar siquiera la posibilidad de esta comprensión objetiva y racional, están, en cierto sentido, renunciando a su vocación esencial como seres humanos racionales, cuya razón fue creada precisamente para buscar, discernir y abrazar la verdad. La actitud de estas personas es fundamentalmente irracional, no porque no puedan razonar, sino porque deciden voluntariamente no hacerlo. Prefieren proteger una posición preconcebida, una opinión cómoda o una tradición subjetiva, en lugar de explorar honestamente la verdad objetiva que se les propone.
De aquí surge una profunda frustración para quien, consciente de la solidez doctrinal y filosófica que sustenta el catolicismo, intenta dialogar con ellos. Pues la persona que se acerca a un debate teológico serio y honesto lo hace con humildad intelectual, dispuesto no solo a enseñar, sino también a aprender. Reconoce que Dios es en última instancia incomprensible para nuestra limitada mente humana, pero también que Él mismo ha querido revelarse progresivamente al hombre mediante la razón y la revelación. Comprende que las verdades teológicas reveladas y las verdades filosóficas racionalmente adquiridas no se contradicen, sino que se complementan de manera perfecta. Es precisamente esta complementariedad profunda la que enriquece el debate filosófico y teológico católico, permitiendo un diálogo fructífero y verdaderamente edificante.
La verdadera tragedia de quienes rehúsan esta búsqueda honesta es su incapacidad para captar la profundidad del misterio divino, y con ello la riqueza existencial y espiritual que emana del encuentro genuino con la verdad que es Cristo mismo. Así, reducen el cristianismo a una serie de dogmatismos vacíos o sentimentalismos superficiales que no logran captar la esencia profunda de la verdad revelada.
Esto no es simplemente un fracaso intelectual; es un fracaso espiritual profundo, que tiene consecuencias existenciales directas sobre la vida misma de estas personas. Al negarse a explorar estas verdades objetivamente verificables y coherentemente explicadas por siglos de reflexión filosófica y teológica, se privan de un acceso pleno a la plenitud de la fe y al gozo espiritual que solo la verdad auténtica puede proporcionar.
Quien se acerca al debate sin deseo genuino de verdad no comprenderá jamás estas profundidades. Se contentará con un argumento circular, con una herejía cómoda y conocida, y no alcanzará jamás la plenitud que deriva del encuentro objetivo con Dios, en la realidad profunda del misterio encarnado y revelado. Por el contrario, el auténtico debate, aquel que es genuinamente enriquecedor, parte siempre del deseo humilde y sincero de hallar la verdad. No busca ganar por ganar, ni demostrar superioridad intelectual por el simple orgullo personal; más bien busca la verdad porque comprende que en ella está la vida misma.
Quien verdaderamente comprende la filosofía y teología católicas, entiende que estas son herramientas al servicio de esa búsqueda genuina y vital de la verdad absoluta, que en última instancia es Dios mismo. En este sentido, la filosofía objetivista y realista, combinada con la tradición patrístico-escolástica, no es más que una profundización en las enseñanzas mismas de Jesús, el Verbo encarnado, Verdad en plenitud.
Así, mientras algunos se encierran en argumentos circulares y superficiales, buscando solo prevalecer temporalmente, el católico que comprende profundamente su fe permanece tranquilo y seguro, consciente de que su fundamento es sólido, objetivo e indestructible. Sabe que su misión en un debate no es solo vencer o demostrar superioridad intelectual, sino testimoniar humildemente la Verdad eterna que le ha sido revelada, buscando que otros también lleguen a participar de la plenitud y la riqueza espiritual de la fe verdadera.
Una dificultad profunda en el diálogo con ciertos grupos que sostienen doctrinas alejadas del catolicismo, particularmente ciertas vertientes protestantes radicales, es la persistencia en una especie de rigidez intelectual. Dicha rigidez se manifiesta en la obstinada negativa a considerar racionalmente argumentos que escapan de su esquema mental preconcebido. Esto lleva a la frustración del interlocutor católico que, basándose en una filosofía objetivista y una tradición intelectual profundamente elaborada durante siglos, encuentra que los argumentos sólidos, históricos y racionales presentados son rechazados de manera sistemática y muchas veces irracional.
No es únicamente una cuestión de desacuerdo doctrinal, sino también una resistencia casi insuperable que, en casos extremos, podría calificarse de una auténtica ignorancia voluntaria. Esta ignorancia no es inocente ni casual, sino deliberada, mantenida por la adhesión obstinada a estructuras argumentativas rígidas, circulares y autorreferenciales. Tales estructuras bloquean todo verdadero avance hacia la verdad, generando un círculo cerrado y autojustificado, que impide una auténtica apertura intelectual y espiritual hacia realidades teológicas y filosóficas más profundas.
Desde esta perspectiva, se podría considerar que dicha rigidez intelectual refleja una fragilidad conceptual y una pobreza filosófica intrínseca. Esto se debe principalmente a la ausencia de un fundamento sólido y coherente que permita abordar con profundidad realidades tan complejas como el misterio divino, la unión hipostática, la maternidad divina de María o la sacramentalidad eucarística. De ahí proviene la resistencia a comprender racionalmente tales doctrinas, optando en su lugar por un pensamiento simplificado y rígido, que termina en debates superficiales, que frustran a quien desea un diálogo serio y enriquecedor.
La crítica, por tanto, no es hacia personas concretas, sino hacia un tipo específico de actitud intelectual que impide alcanzar un verdadero entendimiento mutuo. Este tipo de actitud intelectual obstinada, propia de ciertos enfoques doctrinales que rechazan la racionalidad profunda propuesta por la filosofía católica, representa un obstáculo fundamental para un auténtico encuentro con la verdad objetiva que Jesucristo mismo encarna y revela.
Desde esta perspectiva, la exigencia habitual en estos contextos no solo es argumentar en cualquier momento y sin previa preparación, sino que también presupone una expectativa injusta y desmedida sobre el católico, como si este debiera poseer una comprensión instantánea y absoluta de todas las cuestiones teológicas, filosóficas e históricas. Esta demanda revela un desconocimiento profundo acerca de la naturaleza misma del diálogo y del debate intelectual serio, en el que siempre se precisa tiempo, reflexión y preparación metódica. Ignorar estos elementos es, nuevamente, un signo más de la superficialidad y precipitación con que muchos interlocutores protestantes radicales suelen abordar las discusiones doctrinales y espirituales.
Además, esta práctica del debate improvisado parece responder más a un deseo de obtener victorias inmediatas o superficiales, más cercanas al espectáculo o al triunfo retórico que al genuino interés por la verdad. Así, lejos de favorecer un verdadero crecimiento intelectual o espiritual, esta dinámica perpetúa el enfrentamiento estéril y la confusión, fortaleciendo precisamente aquellas barreras intelectuales que impiden una auténtica comprensión mutua. De esta forma, la insistencia en debatir bajo estas condiciones se convierte, paradójicamente, en un obstáculo añadido a la ya mencionada rigidez intelectual, frustrando cualquier posibilidad real de encuentro y enriquecimiento doctrinal y espiritual entre ambas partes.