Lo que creo, cómo y por qué

 Reflexión

Introducción 

Desde el objetivismo

Esta no es una defensa. No es una apología erudita. Tampoco es un manifiesto político ni una respuesta polemista. Esta es mi fe puesta por escrito. Mi fe católica, pensada, vivida, sufrida. No es una fe sentimental, aunque me conmueve. No es una fe fría, aunque ha pasado por la razón. No es una fe solitaria, aunque muchas veces me he sentido solo. Es la fe de la Iglesia. La que recibí en el bautismo. La que he tratado de comprender, no solo de aceptar. La que he aprendido con esfuerzo, leyendo, preguntando, cayendo y volviendo a levantarme. Y es esa la que deseo testimoniar aquí. No por gloria propia, sino por la gloria de Dios.

He sentido por mucho tiempo el deseo de poner por escrito lo que creo, cómo lo creo y por qué lo creo. Y hacerlo desde el alma, con palabras que no oculten lo que soy, ni maquillen lo que me ha formado. Esto no será un tratado técnico. Será más bien como hablar con alguien cara a cara, mirándole a los ojos, diciéndole: “esto es lo que me sostiene”. Y al hacerlo, sé que debo comenzar por lo más difícil: responder a las preguntas más duras, a las críticas más comunes, a las objeciones que me han lanzado personas de otras creencias o de ninguna.

Porque antes de explicar el misterio de la Eucaristía, el sentido de la oración, la comunión de los santos, la lucha contra el pecado, o el lugar de los sentimientos en la vida espiritual, debo hacer una cosa: dar razón de mi esperanza ante quienes no la comparten. Y por eso empiezo esta introducción enfrentando de frente las objeciones que más se repiten en tres frentes: el protestante, el ateo y el islámico.

No los llamo hermanos. No por desprecio. Sino por precisión. Para mí, hermanos son los que han sido injertados en Cristo, por la gracia del bautismo, en la única Iglesia que Él fundó, la Santa Iglesia Católica. Si bien todos descendemos de un mismo Adán, y por tanto compartimos naturaleza humana, la verdadera filiación espiritual solo se recibe en Cristo. Y esa fe verdadera no la comparten plenamente quienes han abandonado la enseñanza íntegra de la Iglesia, quienes niegan su divinidad, o quienes se oponen a su misterio. Por tanto, no somos hermanos en la fe. Pero sí somos prójimos. Y como prójimos, es necesario hablar con verdad.

Me han preguntado muchas veces, con insistencia: ¿por qué adoras la Eucaristía? ¿Cómo puedes creer que un pedazo de pan es Dios? ¿Acaso no dijo Jesús que la carne para nada aprovecha? Y cada vez que me hacen esa pregunta, sé que no parte del odio, sino de una profunda incomprensión. El católico no adora el pan. Adora a Cristo. Y lo hace porque cree —con todo su ser, con todo su entendimiento, con todo su corazón— que en ese pan consagrado ya no hay pan, sino al mismo Cristo, presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Porque así lo dijo Él. No lo dijo un papa, ni un concilio, ni una tradición tardía. Lo dijo Él en la última cena: “Esto es mi Cuerpo”, “Ésta es mi Sangre”. No dijo: "esto representa". Dijo: "esto es". Y si Cristo es Dios, y no miente, entonces esto es la verdad.

Cuando citan el pasaje de Juan 6,63 —“la carne para nada aprovecha”— suelen olvidar que Jesús ya había dicho antes, en el mismo capítulo, que su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebida. ¿Se contradice? No. Es necesario comprender que Jesús se refiere allí a la carne puramente humana, desligada del espíritu, como símbolo de lo carnal, de lo mundano. No está negando su propia carne glorificada, sino enseñando que la carne, sin el espíritu, no salva. Pero su carne unida a su divinidad, su carne ofrecida en sacrificio y dada como alimento, esa sí da vida eterna.

Yo he comulgado muchas veces. Como acólito, como fiel. A veces comulgué más de una vez en el mismo día, por obediencia a un sacerdote que nos exhortaba a fortalecer el alma. Y puedo testimoniar, sin buscar impresionar a nadie, que hay una diferencia. Que incluso en los accidentes —aquello que perciben los sentidos— se experimenta un cambio. Un temblor en el alma. Una reverencia interior. Algo que no puedo probar con aparatos, pero que me ha sacudido por dentro. Y eso no lo provoca un símbolo. Eso solo lo provoca una presencia.

No es sentimentalismo. De hecho, me repugna el sentimentalismo que reduce la fe a lágrimas fáciles y emociones efímeras. Yo no creo porque "siento bonito". Creo porque he visto. No con los ojos del cuerpo, pero sí con los del alma. Creo porque he razonado, he estudiado, he contrastado. Y creo porque, cuando todo ha fallado, lo único que ha permanecido en pie ha sido el altar. Esa piedra sagrada donde Dios se hace presente para mí, una y otra vez.

Me dicen también: “ustedes se salvan por obras, no por fe”. Pero eso no es lo que enseña la Iglesia. La Iglesia enseña que la salvación es por la gracia de Dios, a través de la fe, que se manifiesta en obras. Porque la fe sin obras está muerta, y las obras sin fe están vacías. No son moneda de cambio, no son una lista de puntos para ganarse el cielo. Son fruto de una fe viva. Son el lenguaje del amor. Porque quien ama, actúa. Y quien no actúa, no ama. Así de simple.

Otro reproche frecuente: “ustedes adoran imágenes, rezan a María, a los santos”. Pero eso también es malinterpretado. No adoramos a María. No adoramos a los santos. Solo a Dios. Pero veneramos a quienes han sido fieles a Dios. Y les pedimos que recen por nosotros, como pediría a cualquier amigo piadoso que ore por mí. Si ellos ya están en la presencia de Dios, si son sus íntimos, ¿por qué no acudir a su intercesión? Dios hace los milagros, sí. Solo Él. Pero a veces los hace a través de sus amigos, para mostrar que no está solo, que su Cuerpo místico sigue vivo y actuante.

Podría seguir. Podría hablar del purgatorio, de la infalibilidad del Papa, de tantas otras doctrinas que se caricaturizan sin entenderse. Pero hay una verdad que las sostiene a todas: la Iglesia no enseña cosas nuevas. Enseña lo que ha recibido. Y lo hace con autoridad, porque es columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3,15). Cristo no escribió nada. Confió su enseñanza a hombres. Y esos hombres la transmitieron con fidelidad. Y así ha llegado hasta mí.

Ahora, desde la mirada del ateísmo, la fe se ve como un delirio, una necesidad emocional, un refugio para quienes no soportan el sinsentido. Y lo entiendo. He pasado por la oscuridad. He mirado el vacío. He conocido la depresión. Y no me sostuvo una emoción. Me sostuvo una presencia. No era autoengaño. Era Alguien. No era un concepto. Era una Persona. Y esa Persona es Cristo.

Dicen que si Dios existiera, no habría tanto sufrimiento. Pero el sufrimiento no niega a Dios. Lo revela. Revela que no somos dioses. Que no controlamos todo. Y que necesitamos salvación. Dios no elimina a los malos porque espera su conversión. Porque hasta el último segundo puede haber un acto de arrepentimiento. Y porque el castigo eterno es tan grave, que Dios prefiere mil veces probar al alma en esta vida que condenarla en la otra.

La religión no es opio. No es consuelo para débiles. ¿Qué consuelo hay en el ayuno, en la confesión, en el mandato de amar al enemigo? La fe no me hace la vida más fácil. Me la hace más verdadera. Y la verdad, a veces, hiere. Pero también sana.

Y con respecto al islam, debo ser aún más claro. Para el católico, el islam no es una religión revelada por Dios. No es una continuación del cristianismo. Es una herejía tardía, nacida en contacto con cristianismos deformados, como el nestorianismo. Esa herejía negaba que María fuera Madre de Dios, y por tanto, negaba la verdadera unión entre la naturaleza humana y divina de Cristo. Mahoma, influenciado por esta visión, adoptó ideas erradas sobre Jesús, negando su divinidad y su cruz.

Para nosotros, Jesús no es solo un profeta. Es el Hijo de Dios, engendrado, no creado, consustancial al Padre. La Trinidad no es politeísmo. Es el modo en que Dios se revela: un solo ser divino, en tres personas distintas. Misterio, sí. Pero no absurdo. Y esa revelación culmina en la Encarnación. Dios se hizo hombre. Y murió. No en su divinidad, sino en su humanidad. Y resucitó. Y ascendió a los cielos. Y eso lo vieron testigos. No fue una visión privada. Fue un acontecimiento público, transformador.

No creo en el Corán porque no tiene ese testimonio. No hay una cadena viva de testigos. Hay un solo hombre, una cueva, una supuesta revelación. En cambio, en el cristianismo hay una comunidad que vio, oyó, tocó. Que dio su vida sin ganar nada. Que murió cantando porque sabía que Cristo había vencido a la muerte.

Y por eso, al empezar esta serie de composiciones, quiero dejar claro desde ahora lo esencial: creo en Dios. Creo en Cristo. Creo en la Iglesia. No por costumbre, no por emoción, no por presión. Sino porque es verdad. Porque todo en mi alma, en mi razón y en mi experiencia me lo confirma. Porque nada me ha sostenido más que esta fe. Y porque, aun si todos la negaran, yo no podría negarla. Porque, como Pedro, solo puedo decir: “Señor, ¿a quién iremos? Solo Tú tienes palabras de vida eterna.”

Desarrollo 

Crítica al sentimentalismo religioso

Después de todo lo vivido —de lo que arrastro, de lo que cargo en el alma desde que murió mi abuela en 2018, y luego mi padre en 2020—, después de batallar con una depresión que ha intentado secarme por dentro como la higuera maldita del Evangelio, vengo a escribir esto no por desahogo, sino por necesidad. La necesidad de decir, con dolor y con verdad, que la fe que me sostiene no se basa en el vaivén de los sentimientos, aunque los sienta. Que he llorado —sí, y mucho— pero que mis lágrimas no son dogma. Que he temblado ante el misterio, pero no por eso el temblor es signo de verdad. Lo digo desde la herida, desde la oración, desde el sacramento, desde la contradicción incluso. Porque no puedo vivir sin sentir, pero tampoco puedo sostener mi fe solo con lo que siento.

¿Qué es el sentimentalismo religioso? No es simplemente sentir emociones durante la oración, o conmoverse en una liturgia. No. Sentimentalismo es hacer de los sentimientos el criterio de verdad espiritual. Es decir que algo “es de Dios” solo porque me hizo llorar, porque me hizo sentir bonito, porque me llenó de paz —como si la paz no pudiera ser simulada, como si el demonio no supiera disfrazarse de ángel de luz—. Es esa peligrosa tendencia a identificar la acción divina con la emoción interna, y a confundir la gracia con la química del cerebro. Es creer que si no siento nada durante la misa, entonces “no pasó nada”; o que si un canto me levanta el ánimo, eso basta como prueba de la presencia de Dios. Es reducir el misterio a una reacción emocional. Eso es lo que rechazo.

Y lo rechazo no desde el desprecio, sino desde la experiencia. Porque yo he sentido. Porque he estado ahí. He llorado en adoración. He sentido el corazón estremecerse ante la Eucaristía. He temblado en una confesión. He sentido lo que solo se puede llamar fuego al leer ciertos pasajes del Evangelio. Pero no por eso me confundo. Sé que esas emociones son consecuencia, no causa. Son eco, no fundamento. La fe no nace del sentir, aunque puede generar sentimientos. La fe nace de un encuentro con la Verdad, y la Verdad es una Persona: Cristo. No un sentimiento, no una atmósfera, no una armonía emocional. Cristo. Y Él no se dejó llevar por el sentimentalismo. Lloró, sí. Se conmovió. Pero no fundó su misión en lo que sentía, sino en la voluntad del Padre.

Y es que aquí está el punto: los sentimientos fluctúan, como el mar del que habla el Apocalipsis, de donde surgirá la bestia, símbolo de inestabilidad, de confusión, de caos. En cambio, la fe verdadera es roca, es firmeza, es tierra prometida. No puede fundarse sobre lo movedizo. Dios es orden. Dios crea de la nada, sí, pero no del desorden. No del caos griego. Dios no es el caos; es el Logos. El orden, la palabra, la estructura. Y por eso, la fe debe guardar ese orden: no puede ponerse patas arriba porque hoy siento bonito y mañana no. Yo puedo sentir vacío y seguir creyendo. Puedo no tener ganas de orar y orar igual. Puedo estar seco y seguirme entregando. Porque la fe, si es verdadera, permanece incluso en el desierto.

He visto lo que hace el sentimentalismo en la liturgia. He sido testigo de misas donde todo gira en torno a lo emocional, donde se canta como si fuera un concierto, donde el altar se convierte en escenario y el sacerdote en animador. Y mientras tanto, Cristo está ahí, escondido, ignorado. He visto cómo la solemnidad se reemplaza por la espontaneidad, la reverencia por la algarabía, la oración por el entretenimiento. Y eso duele. No porque no se pueda cantar con alegría, sino porque cuando el culto se convierte en experiencia afectiva, ya no se dirige a Dios sino al hombre. Se vuelve antropocéntrico. Se convierte en espejo de nuestras carencias emocionales, no en altar del sacrificio de Cristo.

Y no me lo invento. Lo he vivido. Lo he sufrido. Como acólito, he tenido que recoger hostias caídas, limpiar cálices derramados, hacer oraciones de desagravio mientras todos a mi alrededor seguían cantando como si nada. Esa es la herida. Esa es la contradicción. Esa es la tristeza: ver que se ha perdido el sentido de lo sagrado, porque se ha reemplazado por lo emotivo. Y cuando lo sagrado se reduce a una emoción, se vuelve frágil. Y cuando la emoción se apaga —porque siempre se apaga— la gente se va. He visto hermanos de comunidad dejar la Iglesia porque “ya no sienten nada”. Porque “se acabó la chispa”. Como si la fe fuera una relación romántica. Como si Dios tuviera que estar probando que sigue ahí con fuegos artificiales emocionales.

Yo no quiero eso. No puedo sostenerme en eso. Porque yo he vivido la aridez, la noche oscura, la misa sin lágrimas, la oración sin consuelo. Y aun así creo. Y aun así adoro. Y aun así espero. Porque la fe es un acto de la voluntad, sostenido por la gracia, iluminado por la razón. Y eso no niega los sentimientos, pero los ordena. Porque si el corazón gobierna al intelecto, terminamos adorando a nuestras emociones. Y eso no es cristianismo. Eso es paganismo con lenguaje bíblico.

La liturgia no es para mí. La misa no está hecha para que yo me sienta cómodo. Está hecha para ofrecer el sacrificio de Cristo al Padre. Y si lloro, bendito sea Dios. Y si no siento nada, bendito sea también. Lo importante es que esté ahí, que me postre, que escuche, que adore. Y eso vale más que mil emociones. Porque el amor —el verdadero amor— no se mide por lo que siento, sino por lo que elijo. Amar es decidirse por el bien del otro, aunque no sienta nada. Aunque duela. Aunque esté seco. Y si eso es el amor humano, ¡cuánto más el amor a Dios!

He aprendido —con lágrimas, con noches, con combates interiores— que la fe necesita razón. No racionalismo. No frialdad. No teología sin alma. Pero sí inteligencia. Porque Dios nos dio la razón como parte de su imagen. Porque Dios no pide que dejemos de pensar para creer, sino que pensemos mejor, más profundamente, más humildemente. La anti-intelectualidad de ciertos ambientes religiosos es otro síntoma del sentimentalismo. Donde se desprecia el estudio, el pensamiento, la filosofía, la teología… ahí entra el error. Porque sin razón, la fe se deforma. Se convierte en superstición, en magia, en ideología emocional. Y eso mata almas. Lo digo con dolor: eso mata almas.

Yo mismo he tenido que reconstruir mi fe desde el pensamiento. Desde la lectura, desde el catecismo, desde la Suma Teológica, desde los Padres de la Iglesia. No porque no sintiera, sino porque necesitaba comprender. Porque no basta con que el corazón arda: hace falta que el alma entienda por qué arde. Y eso es lo que le falta a tantos movimientos emocionales: explicación. Fundamento. Coherencia. Porque cuando las emociones pasan, solo queda lo que se entendió, lo que se amó con la mente, lo que se aceptó con la voluntad. Lo otro se desvanece como niebla.

No estoy negando el valor de los signos, de los símbolos, de los gestos que despiertan el alma. Al contrario. Los valoro más que nunca. Porque sé que tienen poder. Pero no por sí mismos. Su poder viene de su sentido, no de la reacción que provocan. La cruz no es poderosa porque me haga llorar, sino porque me recuerda quién murió en ella. El incienso no es sagrado porque me emociona, sino porque sube como oración. La música no es bella porque me da escalofríos, sino porque eleva el alma. Y si todo eso se desliga de la doctrina, de la verdad, de la revelación, entonces se vuelve hueco. Y lo hueco no sostiene.

Por eso lucho contra el sentimentalismo. No porque desprecie el sentir, sino porque lo estimo tanto que no quiero que se corrompa. Porque sé que puede ser santo, pero también sé que puede engañar. Porque he sentido cosas hermosas en oración, y también en el pecado. Porque el alma humana es compleja, y necesita ser guiada, no solo impulsada. Porque el Espíritu Santo no es un torbellino emocional, sino fuego que ilumina y purifica. Y eso, a veces, duele. Y eso, a veces, no se siente.

Fundamento racional de la fe

No hay oposición entre razón y fe. Esa dicotomía, tantas veces repetida por ignorancia o prejuicio, es falsa desde sus raíces. Yo no creo porque me he negado a pensar; creo porque he pensado mucho. Y sigo pensando. Pienso y creo. Creo y pienso. No como dos ejercicios separados, sino como un mismo acto que parte de mi ser entero. Si la fe no me mueve a pensar, no es fe. Y si la razón no me conduce a Dios, está incompleta. Ambas son alas de un mismo vuelo.

Quien me escucha hablar con pasión, quien me lee con estas lágrimas invisibles que tiñen las letras, puede suponer que mi fe es sentimental. Y no lo niego: está cargada de sentimiento. Pero ese sentimiento no es el fundamento. Es la respuesta, no el cimiento. El cimiento es Cristo. Y a Cristo lo he llegado a conocer, a amar, a entregarme no por visiones ni milagros, sino por el uso humilde y sincero de mi inteligencia, por los combates del alma, por el trabajo de pensar a la luz de la verdad revelada.

La fe no es una rendición de la razón, sino su elevación. La gracia no destruye la naturaleza: la sana, la perfecciona, la eleva. Y la razón forma parte de esa naturaleza que Dios me ha dado. Por eso creo. Porque creer es lo más racional que he hecho en mi vida. No fue un salto al vacío, fue un salto al Logos. Fue mirar el abismo de la nada y ver que no podía sostenerme sin un fundamento que no dependiera de mí. Y ese fundamento no puede ser otro que el Ser mismo. El Ipsum Esse Subsistens del que habla santo Tomás. El Ser por esencia. Dios.

Yo no he llegado a la fe por una cadena de emociones. He llegado después de leer, de sufrir, de perder, de estudiar. La muerte de mi abuela, la muerte de mi padre, la tristeza de ver la Iglesia herida, la sensación de soledad... todo eso fue removiendo la superficie hasta dejar al desnudo la necesidad radical que tengo de Dios. Pero no quise mentirme. No quise engañarme. No quise simplemente “sentir bonito” y decir “Dios existe”. No. Quise pensar. Quise someterme al rigor de la filosofía, de la teología, del análisis. Y lo hice. Y cuando puse mi razón frente a la cruz, no pude negar lo evidente: solo el cristianismo explica al hombre en toda su altura y toda su miseria. Solo Cristo explica el dolor. Solo Cristo redime.

Y no me refiero a “mi Cristo”, como si fuera una proyección. No. Hablo del Cristo real. Del Cristo histórico, del Cristo crucificado, muerto y resucitado. Del Cristo que vivió en un tiempo y un lugar, que fue visto, oído, tocado. Que fundó una Iglesia. Que dejó testigos. Que transformó el mundo. Hablo del Cristo que no es símbolo, sino persona, que no es un ideal, sino una realidad concreta. Hablo del Dios hecho carne. Y eso, aunque sobrepase la razón, no la contradice. La trasciende sin aplastarla.

Aquí está una de las maravillas del catolicismo: su profunda racionalidad. No todo es sentimiento, no todo es símbolo, no todo es consuelo. Hay doctrina, hay coherencia interna, hay filosofía. Por eso cuando leo a santo Tomás de Aquino siento alivio. Porque su lenguaje, tan diferente al mío, tan escueto, tan preciso, me da paz. Es el lenguaje del alma que piensa. Del alma que busca a Dios con la mente. Y cuando leo a santa Teresa, a san Agustín, a san Buenaventura, encuentro el mismo ardor con otro rostro. Razonan amando. Aman razonando. Y ahí entiendo que no soy un bicho raro. Que no estoy solo. Que mi fe, con toda su razón y con todo su sentimiento, está viva.

Duele ver cómo hoy se desprecia el pensamiento en tantos ambientes religiosos. Donde estudiar te hace sospechoso. Donde hacer teología es “peligroso”. Donde leer a los Padres de la Iglesia es visto como elitismo. Donde se confunde la profundidad con complicación. Y se prefiere la consigna vacía, el “Cristo te ama” sin cruz, sin exigencia, sin conversión. Yo no puedo vivir así. Yo no puedo entregarme a una fe que me infantiliza. Que me impide preguntar. Que me dice “no pienses tanto, solo siente”.

Porque el demonio también hace sentir. Lo he dicho y lo repito: no todo lo que emociona viene de Dios. La verdad no depende de mi estado de ánimo. El dogma no cambia con la música de fondo. La presencia real de Cristo en la Eucaristía no depende de si estoy llorando o bostezando. Él está. Punto. Aunque yo no lo sienta. Aunque no lo comprenda del todo. Aunque esté arrodillado sin fervor. Él está. Porque Él lo dijo. Y si Él es Dios, entonces no miente. Esa es la lógica de la fe. Esa es su racionalidad interna.

Cuando me pregunto por qué creo, puedo dar razones. No me limito a decir “porque lo siento”. Puedo hablar de la contingencia del mundo, de la necesidad de un primer motor inmóvil, del orden del cosmos, de la apertura del corazón humano a lo trascendente, de la historicidad de los Evangelios, de la solidez de la sucesión apostólica, de la lógica de los sacramentos, de la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y sobre todo, puedo hablar de Cristo. No como símbolo, sino como realidad. Como Acontecimiento. Como Aquel que cambió la historia. Y que cambió mi historia.

Y aquí se une la razón con el sentimiento. Porque lo que he entendido, lo he amado. Y lo que he amado, lo he buscado entender. Esa es la tensión hermosa de la vida cristiana. No se trata de neutralizar el corazón para que hable la mente. Se trata de unificarlos. De ordenarlos. Porque la verdad, cuando se abraza, conmueve. Y la emoción, cuando es verdadera, conduce al pensamiento. La fe auténtica no nos deja ciegos ni insensibles. Nos vuelve lúcidos. Nos purifica.

No basta decir “yo creo en Dios”. Hay que saber en qué Dios creemos. Y el único Dios verdadero es el revelado por Cristo, en la Iglesia, custodiado por el Magisterio, transmitido en la Tradición, celebrado en la liturgia. Yo no creo en un Dios que se acomoda a mis emociones. Creo en el Dios que es. Que fue. Que será. El que no cambia. El que me desafía. El que me levanta cuando caigo. El que me pide más de lo que creo poder dar. El que me ama no por cómo me siento, sino por quién soy. Por eso lo busco. Por eso lo sirvo. Por eso lo adoro.

Y en ese buscar, no estoy solo. No soy el primero ni el último. Me acompaña una nube de testigos: santos, mártires, doctores, almas sencillas y sabias, teólogos y místicos, filósofos convertidos y niños de primera comunión. Todos ellos, desde su lugar, han buscado lo mismo: ver a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con toda el alma. Y yo quiero lo mismo. No me basta sentir. No me basta saber. Quiero unirlo todo. Quiero amar con inteligencia y pensar con amor. Quiero que mi fe sea total. No parcial. No dividida.

No estoy en contra de los sentimientos. Lo he dicho muchas veces. Pero estoy a favor de la verdad. Y si mis sentimientos no se ajustan a la verdad, entonces deben ser purificados. No reprimidos, no negados. Pero sí ordenados. Porque no todo lo que siento me lleva al cielo. Y no todo lo que me emociona es bueno. El criterio es Cristo. La medida es su Palabra. El modelo es su vida. Y eso implica cruz. Y la cruz no siempre se siente bien.

Mi camino de fe ha sido duro. Ha sido una lucha constante entre lo que siento y lo que sé. Entre lo que deseo y lo que debo. Entre lo que me conmueve y lo que me salva. Pero en esa lucha he encontrado a Dios. No en la evasión, sino en el enfrentamiento. No en la fuga, sino en la entrega. No en las emociones pasajeras, sino en la convicción profunda de que Él es la Verdad. Y eso, eso no lo cambio por nada.

La razón de mis sentimientos

No puedo separar mis sentimientos de mi fe, porque mis sentimientos —cuando están bien ordenados— no son un obstáculo, sino una consecuencia. No soy un bloque de piedra insensible ni un moralista endurecido por la abstracción. Lo que siento, lo siento profundamente, y si algo ha dado forma a mi sensibilidad ha sido la Palabra de Dios, sobre todo en el drama que los Evangelios nos narran con ternura y con crudeza: la Pasión, la Muerte, la Resurrección de Cristo. Ahí, en ese abismo de amor y de sufrimiento, están las raíces de mi sentir. Ahí lloro, tiemblo, me conmuevo, me humillo, y sobre todo creo.

Cuando leo —no solo leo, revivo— los pasajes de la Pasión, mi corazón no permanece indiferente. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Cómo no estremecerse ante el escándalo del Creador golpeado por sus creaturas? ¿Cómo no llorar ante el Hijo de Dios escupido por los hombres? Pero ese llanto, esa angustia interior, no nace del sentimentalismo vacío, sino de la conciencia viva de que ese hombre ensangrentado soy yo. Yo soy Pedro negándolo. Yo soy Judas traicionándolo. Yo soy el soldado que lo azota. Yo soy el que grita “¡crucifícalo!” y también soy el que necesita ser salvado.

Cuando lo veo sudar sangre en Getsemaní, siento que ahí está mi ansiedad. Ahí está la sombra de mis propias noches, el terror de mis propias incertidumbres, los temblores de mi carne ante el peso de la vida. Y sin embargo, Él dice: “Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya.” Yo nunca he llegado a pronunciar esa frase con la pureza con la que Él la dijo, pero la deseo. Y el deseo me hiere, porque sé que no siempre lo logro. Pero ahí, en esa lucha entre el querer y el no poder, el alma se humaniza, y también se diviniza. Ahí está el germen del cristianismo: en el drama interior del Hijo que se entrega por amor, sin que el amor anule el miedo, sin que la voluntad de obedecer destruya el vértigo de la cruz.

Cuando lo veo arrestado, abofeteado, humillado, despojado de todo, me veo a mí mismo en tantas situaciones donde he sentido la injusticia, la impotencia, el abandono. Pero también lo veo a Él, firme, sereno, silencioso ante los juicios humanos. Y me avergüenzo de mis gritos, de mis quejas, de mi rebeldía cada vez que la vida no se ajusta a mis planes. Él calla, y ese silencio me evangeliza. Ese silencio me acusa. Ese silencio me salva.

Pero hay un momento que me rompe siempre, sin excepción. Un momento que cada vez que lo medito, lo contemplo, lo leo en la liturgia o en la oración personal, me hace sentirme pequeño, indigno, estremecido. Es el grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” No hay frase más desconcertante en todo el Evangelio. Ahí se derrumba toda visión superficial del cristianismo. Ahí se desploma el Dios fabricado por nuestras emociones. Ahí se manifiesta la desnudez total de Dios, su descenso absoluto a nuestra condición rota. Ese grito no es una desesperación vacía. Es la expresión más pura del misterio. Dios se experimenta abandonado de Dios. Dios entra en mi desolación. Dios se hace cargo no solo de mi pecado, sino de mi soledad.

Y yo, que he conocido la depresión, la noche oscura, la pérdida de mi abuela, la muerte de mi padre, el silencio de Dios en tantas circunstancias, no puedo sino sentirme identificado. Pero no es una identificación para quejarme. Es una identificación que me libera. Porque si Cristo gritó ese grito, si Él lo vivió, entonces mi dolor no es absurdo. Mi vacío tiene eco en el corazón traspasado de Cristo. Mi duelo está abrazado por la sangre que gotea de su costado. Y mis sentimientos, por primera vez, encuentran su lugar. No son el centro. Son la consecuencia de un amor contemplado.

Después viene el descenso al sepulcro. La piedra que se cierra. El aparente fracaso. El silencio del sábado santo. Y allí, donde todo parece haber terminado, la liturgia nos enseña que Cristo baja al “infierno”, a los infiernos, al sheol, al lugar de los muertos. ¿Para qué? Para buscar a Adán, a Eva, a todos los justos que esperaban. Y eso no es solo teología. Eso es consuelo puro. ¿Quién más sino un Dios así vendría a buscarme incluso en mi infierno? ¿Quién sino Él puede tender la mano a mi desesperación más honda, a mis rincones más oscuros? Yo he estado allí. No lo digo con orgullo, sino con vergüenza y gratitud. He descendido a lugares de mi alma donde todo parecía perdido. Pero Él entró ahí. No con truenos ni rayos, sino con su humanidad traspasada. Y me dijo: “Ven. Yo soy la Resurrección.”

Y llegó el alba del domingo. El sol de la tumba vacía. La luz inesperada. La piedra removida. Las lágrimas de Magdalena, confundida por la ausencia. La voz que la llama por su nombre. ¡Qué belleza! ¡Qué ternura infinita! No la reprende. No le exige entender. Solo la llama por su nombre. “María.” Y ahí ella reconoce. Porque el amor reconoce la voz del Amado. Esa escena es una de las que más lágrimas me ha sacado en mi oración personal. Porque yo también he sido como Magdalena. Yo también he buscado a un Jesús muerto, envuelto en mis expectativas, en mis rituales, en mis ideas fijas. Y Él, en cambio, está vivo. Está detrás de mí. Me llama. Me llama por mi nombre. Y entonces todo cambia.

Esa tumba vacía no es solo el centro de la historia. Es el centro de mi historia. La muerte no tiene la última palabra. No la tuvo con Él, no la tendrá conmigo. Aunque muera, viviré. Aunque me duela la ausencia de los que he amado, sé que la tumba no es el final. Porque Cristo venció a la muerte desde dentro. No la evitó. No la negó. La habitó. Y eso da sentido a mis sentimientos. Eso transforma el miedo en esperanza. La tristeza en espera confiada. El llanto en certeza. No porque yo lo sienta todo el tiempo, sino porque Él lo ha prometido.

Y después de la resurrección, la aparición a los discípulos. Y Tomás, el incrédulo. Y yo ahí de nuevo. Yo he sido Tomás. Yo he dicho: “Si no meto mi dedo, no creo.” Y Cristo no lo reprende. Se le aparece. Lo llama. Le muestra las heridas. Y Tomás cae: “Señor mío y Dios mío.” Esa es la fe. Una fe que pasa por el tacto, pero que desemboca en la adoración. Y yo, que he tenido mis dudas, mis vacilaciones, mis noches sin fe, me siento acogido por ese Jesús que no me humilla por dudar, sino que me llama a mirar sus heridas. Porque solo quien ha sido herido puede comprender las heridas de otro. Y Él fue traspasado por mí.

Mis sentimientos no son los de un místico. No me creo un alma privilegiada. No he tenido visiones. No he escuchado voces. Pero he llorado delante del sagrario. He temblado en adoración. He sentido la fuerza de la Palabra golpeando mi alma. He estado de rodillas sin saber qué decir, simplemente sintiendo que ahí está Él, que me basta su presencia, aunque no tenga palabras, aunque no tenga fuerzas. Y en esas lágrimas no hay sentimentalismo. Hay reconocimiento. Hay adoración. Hay entrega.

Cuando contemplo al Crucificado, no lo hago como un objeto artístico. No lo veo como un símbolo. Veo al Hijo de Dios que se entregó por mí. Y en ese momento, todo lo que soy —mis pecados, mis duelos, mis heridas, mis esperanzas— queda expuesto. Y lloro. Pero no lloro por debilidad. Lloro porque he visto el amor. Lloro porque, como san Pedro, después de haberlo negado, me mira y me pregunta: “¿Me amas?” Y no sé qué decir. Y solo puedo decir, como Pedro: “Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo.”

La voluntad en la vida de fe

No se ama a Dios solo porque se lo siente. Se lo ama porque se lo decide. La fe no es el resultado de una ráfaga de emociones espirituales ni de un momento de exaltación sensible, sino una decisión libre y firme de adherirse a una verdad que se nos ha revelado por gracia. Decisión que se renueva todos los días, que se fortalece con la razón, que se purifica con la lucha, que se sostiene con la perseverancia. Yo no estaría aquí escribiendo esto si me hubiera dejado llevar solo por lo que sentía. Si la fe dependiera únicamente de mis estados de ánimo, hace mucho que la habría abandonado.

Dios no anula la libertad. Ese es uno de los mayores misterios de su amor. Podría forzarnos, podría imponerse con su gloria, con su majestad incuestionable. Pero no lo hace. Se revela con claridad suficiente para que quien quiera creer, crea, pero se oculta lo bastante para que quien no quiera, no se vea obligado. El acto de fe es un acto de la voluntad, no del sentimiento. Y sin embargo, es también un acto que brota de la razón, que se alimenta del entendimiento. No se puede amar lo que no se conoce. Y no se puede conocer verdaderamente a Dios si no se razona con Él, si no se medita, si no se estudia, si no se confronta la propia vida con la luz de su Palabra.

No todos los católicos están llamados a ser teólogos ni especialistas en apologética. Pero todos, sin excepción, están llamados a conocer su fe con la mayor claridad posible. No para polemizar, sino para permanecer firmes cuando llegue la tentación, la duda o la persecución. Porque llegará. Porque ya ha llegado. Vivimos tiempos donde ser católico practicante, coherente, y convencido se vuelve sospechoso, molesto, incluso ridículo. Por eso, no basta con decir “yo creo”, si ese “creo” no se apoya en una voluntad nutrida por el conocimiento, fortalecida por la disciplina y sostenida por la gracia.

No pretendo presentarme como ejemplo. Todo lo contrario. Soy consciente de mis miserias, de mis incoherencias, de mis debilidades. No he sido siempre fiel. He caído. He herido. He pecado. Pero aun en mis peores caídas, nunca confundí mi pecado con la doctrina. Nunca pretendí justificarme negando la enseñanza de la Iglesia. Y ese es un punto crucial: la inmoralidad de uno no deslegitima la moral que uno ha traicionado. Si yo robo, no por eso el mandamiento deja de ser válido. Si yo adultero, no por eso el Evangelio cambia. La ley permanece, aunque el transgresor caiga. La verdad no depende de mi conducta, sino que mi conducta será juzgada según esa verdad.

Y es ahí donde entra la voluntad. ¿Cómo se vuelve uno al Señor después de pecar? Con sentimientos de culpa, sí. Con lágrimas, si vienen. Con dolor, sin duda. Pero sobre todo con una decisión. La decisión de levantarse, de volver, de confesar, de reparar, de comenzar otra vez. Y esa decisión se renueva muchas veces sin sentir nada. Cuando no hay consuelos, cuando no hay consagraciones que emocionan, cuando la liturgia parece fría, cuando la oración se vuelve árida. Ahí se manifiesta la voluntad como expresión de amor verdadero. Porque amar es, como dice San Ignacio, “poner todo lo que soy al servicio de Aquel que me amó primero”. Y eso incluye mi inteligencia, mi cuerpo, mis hábitos, mi tiempo, mis prioridades.

Podemos decirlo sin miedo: la fe exige sacrificio. La fe cuesta. No es solo un don recibido: es también una tarea. Por eso la Escritura insiste en las virtudes activas: perseverancia, obediencia, fidelidad. La fidelidad no se da solo cuando todo va bien. Se da cuando las cosas se quiebran, cuando el corazón se enfría, cuando los apoyos humanos desaparecen. Y sin embargo, uno permanece. Se queda. No porque sienta. Porque sabe. Porque ha decidido. Porque hay algo más profundo que lo que me ocurre: la verdad que me habita.

Cuando Cristo pregunta a los apóstoles si también ellos quieren irse, después de que muchos lo abandonan por su enseñanza sobre la Eucaristía, Pedro responde con una frase que es el fundamento de mi propia perseverancia: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.” No dice “nos gusta lo que dices”. No dice “lo sentimos profundamente”. Dice “Tú tienes palabras de vida eterna”. Esa es la clave. Saber que, más allá de que nos incomode, de que no entendamos todo, de que a veces duela, Él es la Verdad. Y la Verdad no se negocia. Se abraza. Se vive. Se obedece.

La voluntad, cuando está rectamente dispuesta, es capaz de sostener al alma aun en los momentos más oscuros. A mí no me sostiene una certeza emocional; lo que me sostiene es haber reconocido que el acto de fe no es una emoción, sino una adhesión existencial. El verdadero acto de fe no dice “esto lo siento” sino “esto lo creo, esto lo afirmo, esto lo vivo”. Y esa afirmación se convierte en cruz. No es liviana, no es un juego. La fe madura implica elegir lo que Dios quiere incluso cuando todo en ti, en tu carne, en tus deseos, en tu historia, en tus heridas, parece decirte lo contrario.

Por eso la Iglesia, con su sabiduría milenaria, siempre ha exaltado el papel de las virtudes, y muy especialmente de aquellas que sostienen la voluntad en la lucha diaria: la fidelidad, la obediencia, la perseverancia. Palabras que hoy resultan antipáticas, porque todo lo que no sea autonomía absoluta parece esclavitud. Pero no es esclavo quien obedece por amor a la Verdad. Es esclavo el que no puede salir de sí mismo, el que no puede negarse, el que se deja arrastrar por lo que siente. Ser libre, desde la perspectiva del Evangelio, no es hacer lo que se quiere: es tener la fuerza de hacer lo que se debe. Y esa fuerza se llama voluntad iluminada por la razón y sostenida por la gracia.

Quien ama verdaderamente a Dios, se esfuerza. No porque crea que se gana el cielo con obras, sino porque sabe que el amor se demuestra en los actos, no en los impulsos. Yo no puedo decir que amo a Dios si no lucho contra el pecado. Y esa lucha es, en gran parte, un acto sostenido de voluntad. La gracia no anula la libertad, sino que la eleva. Cristo no quiere autómatas, ni devotos sin entendimiento. Quiere amigos que lo elijan cada día. Que, como María, digan: “Hágase en mí según tu palabra”. Y ese “hágase” no nace del entusiasmo emocional, sino de una entrega interior que solo es posible cuando uno ha comprendido que Dios es digno de ser amado por quien es, no solo por cómo nos hace sentir.

Y lo digo desde la experiencia de quien ha conocido la aridez, el desierto, el silencio de Dios. Lo digo desde el lugar donde los sentimientos no alcanzan, donde los símbolos no consuelan, donde lo que queda es la decisión desnuda de seguir caminando, aunque sea a tientas, aunque sea entre lágrimas, aunque sea con el alma arrastrándose. Esa fidelidad silenciosa, esa perseverancia a contracorriente, es para mí el acto más noble de la voluntad humana en su cooperación con la gracia. Cuando no sientes a Dios, pero igual rezas. Cuando no comprendes, pero igual obedeces. Cuando todo en ti grita “huye”, pero tu corazón dice “Señor, ¿a quién iré?”

El alma se va templando en esas decisiones ocultas. No hay heroísmo más grande que seguir creyendo en medio del derrumbe. Y no hablo de una fe ciega. Hablo de una fe lúcida, consciente, que ha visto el dolor, que ha conocido el pecado, que ha llorado ante el Santísimo con vergüenza, y aun así ha dicho: “Señor, sáname. A pesar de mí, confío en Ti.” Esa fe no nace de un sentimiento, sino de un acto. Y ese acto se llama voluntad.

Sé que estas palabras pueden parecer duras a quienes han sido formados en una espiritualidad puramente afectiva. Pero lo que busco aquí no es imponer una visión, sino testimoniar lo que yo he vivido. Y lo que he vivido me ha enseñado que no basta con sentir. Hay que decidir. La vida de fe, cuando es verdadera, pasa por la cruz. Y la cruz no se abraza con entusiasmo emocional, sino con una voluntad que se somete a la voluntad del Padre. Como lo hizo Cristo en Getsemaní: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.”

Ahí está el modelo. Ahí está el camino. Cristo no fue al Calvario con una sonrisa. Fue con angustia, con miedo, con sudor de sangre. Pero fue. Y lo hizo porque su voluntad estaba unida a la del Padre. Esa es la meta de nuestra voluntad: la unión con la voluntad divina. No la anulación de la libertad, sino su plenitud. Cuando lo que yo quiero y lo que Dios quiere coinciden, entonces soy verdaderamente libre. Entonces soy verdaderamente santo.

Pero no se trata solamente de resistir o aguantar. La voluntad cristiana no es solo tenacidad. Es también impulso hacia el bien. La voluntad, iluminada por la verdad, guiada por la caridad, se convierte en fuerza fecunda que transforma el alma. Porque lo que se quiere, se practica. Y lo que se practica, se convierte en hábito. Y los hábitos, con el tiempo, modelan el carácter. Las virtudes no caen del cielo: se forjan en la lucha. Y esa lucha se da cada día, con decisiones concretas, pequeñas, constantes. Elegir orar cuando no apetece. Elegir callar cuando todo en uno querría responder. Elegir perdonar cuando la herida sigue abierta. Elegir permanecer en la Iglesia cuando se la ve herida, traicionada, vaciada. Esa elección, día a día, es la expresión de una voluntad unida a la fe, una voluntad fortalecida por la gracia.

He aprendido que la madurez espiritual se mide por la capacidad de elegir el bien incluso cuando no se siente. Hay días en que no siento nada. Días en que rezo por deber, en que voy a misa como quien va al desierto, sin consuelo. Días en que la oración es una lucha contra el vacío. Y sin embargo, esos días son los más fecundos. Porque en ellos, la voluntad actúa sin apoyarse en el sentimiento. Se apoya en la convicción, en la fidelidad, en la verdad que ya ha sido reconocida. Y cuando uno se mantiene fiel en esos días, es cuando Dios obra en lo oculto, en lo profundo, sin que uno se dé cuenta.

No niego que haya momentos de consuelo, de alegría espiritual, de dulzura mística. Dios los concede como anticipo del cielo, como fuerza para el camino. Pero no son el fundamento. Son gracia añadida, no estructura esencial. Lo esencial es la decisión de seguir, de obedecer, de amar, aun cuando no se sienta nada. Esa es la fe que purifica, que salva, que transforma. La fe que nace de una voluntad libre, dispuesta, rendida a Dios.

La prueba más clara de que la voluntad es el centro de la vida cristiana es la existencia de los mártires. Ninguno de ellos fue al martirio movido por una emoción pasajera. Todos fueron conscientes de lo que hacían. Y lo hicieron porque habían decidido, con toda su alma, permanecer fieles a Cristo. San Ignacio de Antioquía lo dijo con claridad mientras era llevado a Roma para ser devorado por las fieras: “Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras para ser pan puro de Cristo”. Ese lenguaje no nace de una exaltación emocional. Nace de una voluntad perfectamente unida a la voluntad de Dios.

A veces he pensado que, si llegara el momento del martirio, no lo resistiría. Que mi carne es demasiado débil, que mi fe es demasiado frágil. Y sin embargo, algo me sostiene. Una certeza pequeña, como una llama débil pero constante: que Dios no exige fuerzas que no da. Que si Él permite la prueba, también dará la gracia. Pero la gracia exige cooperación. Y esa cooperación se llama voluntad. “Quiero, Señor, pero ayúdame a querer lo que Tú quieres.” Esa es mi oración más sincera.

Hoy más que nunca, en un mundo que exalta el deseo por encima del deber, el sentimiento por encima de la verdad, el impulso por encima de la decisión, el testimonio de una fe sostenida por la voluntad es urgente. Ser católico hoy es nadar contra la corriente. Y se necesita una voluntad firme, bien anclada, para no dejarse arrastrar. No basta con sentir que uno cree. Hay que decidir vivir como quien cree. Y eso requiere una educación del carácter, una formación espiritual, una ascética cotidiana. Porque sin esfuerzo, no hay crecimiento. Sin disciplina, no hay libertad. Sin voluntad, no hay fe verdadera.

Y si algo me ha enseñado la vida es que la voluntad es el campo donde se juega la santidad. No en los grandes actos visibles, sino en las pequeñas fidelidades ocultas. En esos momentos en que nadie te ve, y tú eliges hacer el bien. En esas horas en que podrías ceder a la pereza, al orgullo, al resentimiento, y sin embargo decides amar, servir, confiar. Esa decisión silenciosa es la que Dios ve. Y es ahí donde se construye el alma cristiana.

Yo no sé cuántas veces más caeré. No sé cuántas veces me dejaré arrastrar por mi miseria, por mi debilidad, por mi pecado. Pero sí sé esto: no quiero justificar mis caídas. No quiero hacerlas doctrina. No quiero cambiar la verdad para sentirme cómodo. Quiero levantarme, pedir perdón, confesarme, volver a empezar. Una y otra vez, hasta el final. No porque sienta fuerzas, sino porque quiero amar. Y el amor verdadero no se reduce a un sentimiento: es una elección. Una elección que se renueva cada día, incluso entre lágrimas, incluso en la noche del alma.

Por eso, a quien me pregunte cómo sostengo mi fe, le responderé con sencillez: decidiendo creer, decidiendo amar, decidiendo seguir. Aun cuando no siento. Aun cuando caigo. Aun cuando dudo. Porque Dios es digno de ser amado. Y mi voluntad, sostenida por Su gracia, quiere amarlo hasta el final.

El lugar legítimo de los sentimientos

Los sentimientos no constituyen la esencia de la fe, pero tampoco son prescindibles en el ejercicio pleno de la vida espiritual. Son parte de la naturaleza humana, y como tal, deben ser considerados, encauzados e integrados en la experiencia cristiana sin concederles un papel hegemónico que les corresponde a la razón y a la voluntad. El sentimentalismo, que ya ha sido críticamente examinado, consiste precisamente en una hipertrofia del sentimiento en el campo religioso, al punto de reducir la verdad revelada a lo que agrada o conmueve. En cambio, el lugar legítimo de los sentimientos es el de lo que acompaña, sostiene, pero no sustituye.

Desde una perspectiva filosófica, el ser humano es una unidad sustancial de cuerpo y alma, de materia y espíritu, donde la dimensión afectiva tiene un papel de mediación entre el conocimiento y la acción. Las pasiones, los afectos, los sentimientos, no son simples impulsos desordenados, como podría sugerir una antropología estoica, sino fuerzas interiores que, bien orientadas por la razón, enriquecen la vida moral y espiritual. La teología moral clásica, especialmente la de Santo Tomás de Aquino, reconoce que los sentimientos son buenos en sí mismos cuando se ordenan al fin último del hombre, que es Dios. No se trata, pues, de negarlos, sino de subordinarlos a la verdad, para que sean cooperadores del bien y no obstáculos para alcanzarlo.

En el ámbito de la fe, los sentimientos pueden ser signos de consolación, frutos del Espíritu, reflejos del alma en contacto con lo divino. Pueden ayudar a abrir el corazón a la gracia, a mover a la conversión, a sostener en la oración. Pero también pueden ser ambiguos, cambiantes, ilusorios. Lo que hoy conmueve, mañana deja de hacerlo. Lo que hoy emociona, mañana cansa. Por eso no pueden ser la base de la adhesión al Evangelio. Porque la verdad no depende de la emoción que produce, sino de su correspondencia con la realidad. Una verdad que no emociona sigue siendo verdad. Y una emoción intensa no garantiza la verdad de lo que se cree.

La tradición espiritual de la Iglesia ha sabido distinguir entre las consolaciones sensibles y la fe teologal. Las primeras son fluctuantes; la segunda es estable. Las primeras pueden ser útiles, pero no necesarias; la segunda es indispensable. Quien ha pasado por noches oscuras, por sequedades, por arideces espirituales, comprende que la fe no desaparece cuando cesa la emoción. Al contrario, es entonces cuando se purifica. La prueba del crecimiento espiritual no es la intensidad del sentimiento, sino la perseverancia en la fe cuando no hay consuelo. El alma que permanece fiel sin experimentar nada, que reza sin sentir, que adora sin conmoverse, ama con mayor perfección. Porque ama a Dios por sí mismo, no por lo que le hace sentir.

Ahora bien, los sentimientos tienen también un papel en la configuración de las virtudes teologales y morales, no como fundamento, sino como expresión. El amor a Dios no es solamente una decisión; también puede y debe implicar afecto, ternura, gozo. San Agustín no dudaba en decir que “donde no hay amor, hay temor”. Y San Bernardo, en su célebre escala del amor, mostraba cómo la caridad madura también afectivamente, pasando de un amor interesado a un amor puro. El gozo en la esperanza, el dolor por el pecado, la alegría en la liturgia, el temor reverente ante el misterio, son afectos que, iluminados por la fe y sostenidos por la gracia, configuran una sensibilidad espiritual madura, equilibrada y fecunda.

No se puede hablar del lugar legítimo de los sentimientos sin hablar de la liturgia. La liturgia no es teatro, ni espectáculo, ni catarsis emocional colectiva. Es el culto debido a Dios según el orden establecido por la Iglesia. Pero al mismo tiempo, es fuente y culmen de la vida espiritual. Por eso, bien celebrada, suscita afectos santos. No los provoca como objetivo, sino como fruto secundario de la participación reverente y consciente. La música sacra, el silencio orante, el simbolismo ritual, la belleza del arte litúrgico, pueden tocar el corazón, elevar el espíritu, predisponer a la gracia. Pero si se absolutizan, si se convierten en condición para experimentar a Dios, entonces se cae en una idolatría del gusto personal, donde la liturgia se deforma para agradar a la asamblea en vez de agradar a Dios.

Los afectos santos, por tanto, existen. Y son legítimos. Son esos movimientos interiores que surgen del encuentro con lo verdadero, lo bueno y lo bello. Son la compunción ante el pecado, el gozo por el perdón, la paz de la reconciliación, la emoción ante la Palabra, el fervor ante el Santísimo. Son reflejos del alma que reconoce el paso de Dios. Pero no son automáticos, ni constantes, ni idénticos en todos. Por eso, ningún cristiano debe medir su vida espiritual por lo que siente, sino por su fidelidad concreta a la voluntad de Dios.

La psicología contemporánea ha ayudado a comprender mejor la complejidad de la vida afectiva, pero ha introducido también una tendencia peligrosa: la absolutización de la experiencia subjetiva como criterio de verdad. “Si me hace sentir bien, debe ser bueno.” “Si no me conmueve, no es auténtico.” Ese es el germen del sentimentalismo moderno. Aplicado a la religión, se convierte en una espiritualidad inestable, caprichosa, individualista, donde el creyente se convierte en juez de la liturgia, de la moral, de la doctrina, según lo que “le diga su corazón”. Pero el corazón del hombre, sin la gracia, está herido por el pecado. No es brújula fiable si no ha sido educado, sanado y ordenado por la verdad.

Por eso, el lugar legítimo de los sentimientos no está en el juicio doctrinal ni en la determinación moral, sino en el ámbito de lo que acompaña, embellece y fortalece la experiencia de la verdad. El sentimiento de dolor por el pecado no define qué es pecado; pero lo confirma, lo interioriza, lo purifica. El sentimiento de alegría en la liturgia no define lo que es una liturgia válida; pero lo expresa, lo embellece, lo celebra. El sentimiento de ternura por Cristo en la Eucaristía no convierte el pan en su Cuerpo; pero nace de la fe que sabe lo que allí ocurre. Sentir no es creer. Pero el que cree, puede llegar a sentir con más verdad, porque sus sentimientos han sido redimidos por la fe.

Esto explica también por qué no todos los sentimientos tienen igual valor. Hay afectos que nacen del orgullo, de la vanidad, del egoísmo, del deseo de protagonismo. Hay emociones religiosas que son superficiales, artificiales, incluso manipulables. No todo lo que se siente en un contexto espiritual es obra del Espíritu Santo. De ahí la importancia del discernimiento, tanto personal como eclesial. Y de ahí también la necesidad de una formación sólida, que permita distinguir entre una experiencia afectiva verdadera y una ilusión subjetiva. La fe no necesita sentimiento para ser real. Pero el sentimiento, si es verdadero, necesita ser purificado por la fe.

La tradición espiritual, desde los Padres del Desierto hasta los grandes místicos, ha reconocido esta dinámica. Santa Teresa de Ávila lo decía con claridad: no se trata de andar buscando consuelos, sino de ser fieles. San Juan de la Cruz insistía en que las noches del alma son necesarias para purificar la fe. Santa Catalina de Siena lloraba de amor ante la Eucaristía, pero sabía que ese amor debía traducirse en obediencia concreta a la voluntad de Dios. Todos los santos han experimentado afectos santos. Pero ninguno ha hecho de ellos el fundamento de su fe. Porque sabían que el fundamento es Cristo, no lo que uno siente por Él.

Y aquí conviene recordar también el valor redentor del sufrimiento afectivo. No sólo la alegría, también la tristeza puede ser lugar de encuentro con Dios. El dolor por el pecado propio, la compasión por los que sufren, la congoja por la Iglesia herida, la pena por la ausencia de consuelo espiritual, pueden ser formas legítimas y fecundas de afectividad cristiana. Lo importante no es evitar el sufrimiento, sino integrarlo, ofrecerlo, redimirlo. También el mismo Jesús lloró. Lloró ante la muerte de Lázaro, lloró sobre Jerusalén, lloró en Getsemaní. Su corazón fue plenamente humano. Y no por eso menos divino. Lo que no asumió, no lo redimió, decía San Gregorio Nacianceno. Y Cristo asumió también los afectos, para redimirlos y ordenarlos al amor perfecto.

En resumen, los sentimientos tienen un lugar legítimo en la vida de fe cuando están integrados a la verdad revelada, subordinados a la razón, y ordenados al bien. No son enemigos, pero sí malos guías. Son buenos compañeros de camino, cuando el camino está trazado por la verdad. No deben ser reprimidos, pero sí educados. No deben ser anulados, pero sí discernidos. Y sobre todo, no deben ser absolutizados, porque entonces ya no son afectos santos, sino ídolos del yo.

Una fe madura no es una fe insensible. Es una fe que siente con sabiduría, que ama con inteligencia, que se conmueve sin extraviarse. Una fe que no teme las lágrimas, pero que no se deja gobernar por ellas. Una fe que sabe que los sentimientos son parte de la vida, pero no la medida de la verdad. Y en esa fe quiero permanecer, sabiendo que mis lágrimas no salvan, pero que son escuchadas. Sabiendo que mis emociones no son dogmas, pero que pueden ser ofrendas. Sabiendo que lo que siento no define a Dios, pero que puede ser también camino hacia Él.

Sentir y entender la fe, sin confundirla

He compartido, en estas líneas, el peso de mis sentimientos: mis pérdidas, mi duelo, mi congoja, mi indignación, mis lágrimas. He narrado lo que siento frente a la liturgia deformada, frente a los abusos del sentimentalismo religioso, frente al abandono del misterio, frente a la banalización de lo sagrado. He hablado desde mi corazón y no me avergüenzo de haberlo hecho. Porque el corazón, en sentido bíblico, es el centro de la persona: no solo lo que siente, sino lo que elige, lo que cree, lo que ama. No he escrito desde el sentimentalismo, sino desde una afectividad redimida que busca expresarse sin erigirse en criterio absoluto.

Y al mismo tiempo, he defendido que la fe es razonable. No es un salto al vacío, sino una adhesión libre a la verdad revelada. No exige suspender el juicio, sino iluminarlo con la gracia. La fe se dirige a la inteligencia y la supera, pero no la anula. La fe verdadera transforma la razón sin destruirla, y ordena los afectos sin reprimirlos. La razón purifica al sentimiento, y el sentimiento calienta a la razón. Uno sin el otro queda incompleto. La razón sin afecto se vuelve seca, orgullosa, fría. El sentimiento sin razón se vuelve voluble, inestable, confuso.

Yo no soy racionalista. No creo que la verdad de la fe dependa del silogismo perfecto ni del argumento impecable. El racionalismo separa a Dios de su misterio, pretende medirlo con instrumentos humanos. Pero tampoco soy sentimentalista. No creo que la autenticidad de la fe dependa de lo que se siente en el momento. El sentimentalismo convierte a Dios en proyección del yo, en eco de las emociones humanas. Rechazo ambos extremos. No porque me crea superior, sino porque los he vivido, los he padecido y los he superado por la gracia.

Creo en la razón como camino hacia la verdad. Y creo en el sentimiento como eco de esa verdad cuando toca el alma. Pero el orden importa. Primero está la verdad. Luego, lo que uno siente ante ella. No al revés. Primero se cree. Después, si Dios quiere, se siente. Y si no se siente, se sigue creyendo igual. Esa es la fidelidad. Esa es la madurez. Esa es la libertad del creyente que ya no necesita estímulos constantes para permanecer en el camino.

He llorado delante del Sagrario. He sentido la presencia de Cristo. He temblado de emoción en ciertas misas, en ciertas confesiones, en ciertas lecturas del Evangelio. Pero también he comulgado sin sentir nada. He rezado sin emoción. He permanecido por puro acto de voluntad. Y he comprendido que esa frialdad aparente era la mayor prueba de amor. Porque allí no me sostenía la dulzura, sino la fidelidad. Y porque allí, sin sentir nada, sabía que estaba con Él, por Él y para Él.

Si comparto estas cosas no es para imponer un modelo único. Cada alma tiene su camino, sus ritmos, sus sensibilidades. Lo que pido es equilibrio. Lo que defiendo es orden. La fe no puede convertirse ni en un ejercicio puramente mental ni en un desahogo emocional. Es un acto de toda la persona: inteligencia, voluntad, afecto. Y Dios lo quiere así, porque así nos creó. Con mente para conocerlo, corazón para amarlo y voluntad para seguirlo.

Hoy, en un mundo que desconfía de la razón y se entrega al impulso, que desprecia la verdad y exalta la emoción, sostengo con convicción: sí a la razón, no al racionalismo; sí al sentimiento, no al sentimentalismo. Porque solo así la fe es realmente humana, realmente cristiana, realmente fecunda. Y porque solo así, con la gracia de Dios, podré perseverar hasta el final.

Escrito en el año dos mil veinticinco del nacimiento según la carne de nuestro Señor Jesucristo, y a los mil novecientos noventa y dos años de la fundación de la Iglesia Santa, Católica y Apostólica,
fundada por Él mismo sobre la roca firme del apóstol Pedro,
columna y fundamento de la verdad.

Galo Guillermo, Alejandro, Farfán Cano.
Laico de la Santa Romana Iglesia.



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